miércoles, 30 de marzo de 2011

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio (y IV)

Capítulo Cuatro

Jelph se marchó al alba, con su larga pértiga de hejarbo en la mano para impulsar su barcaza río arriba. Al ver perturbada su paz, Ori estalló en una tormenta de protesta. ¿Qué importaba lo que sus clientes necesitasen para la temporada de siembra otoñal? ¿Qué le debía a esa gente? Todo lo que obtenía por su trabajo eran unos pocos objetos que él no era capaz de obtener de la tierra.
Pero Jelph había seguido mirando a los terrenos de la salva, y al cielo. Aseguraba que tenía más responsabilidades que las que ella conocía. Ori se burló de él, más pesadamente y durante más tiempo del que pretendía. Eso la preocupaba ahora, al retirar dos de las trampas que había tendido para los roedores en la linde del bosque. Jelph no se había marchado enfadado, pero se había marchado de todos modos, a pesar de sus ruegos.
Eso no le gustaba. Él había sido el bálsamo que necesitaba, haciendo que desaparecieran todos sus quebraderos de cabeza. Durante demasiado tiempo en su vida había dependido tanto del oficio de su madre que había sido seductoramente fácil poner su existencia en sus manos. Pero su marcha le había recordado que él podía rechazarla. Ella no tenía poder sobre nadie.
Y no podía vivir sin él. Sin Jelph, ya no había nadie más en absoluto.
Nadie salvo Shyn. Ori echó un vistazo a la puerta trasera del cobertizo de compostaje, un poco más arriba, que se encontraba entreabierta para permitir la circulación. Ni siquiera un uvak debería vivir en semejante lugar, aunque el hedor proviniera de su especie. Respirando profundamente, se acercó. Le había tomado la mayor parte del día comprobar y limpiar las trampas, recogiendo algunas de las alimañas que Jelph usaba para complementar su dieta. Maldita sea. Al menos ver al uvak le recordaba que seguía teniendo cierta libertad, cierta posibilidad de...
Ori entrecerró los ojos. Algo había cambiado en la Fuerza. Dejando caer las trampas, corrió hacia el cobertizo y abrió de golpe la desvencijada puerta.
Shyn estaba muerto.
La gran bestia yacía sangrando sobre el sucio suelo, con profundos cortes con bordes quemados sobre su largo cuello dorado. Reconociendo inmediatamente las heridas, Ori encendió su sable de luz y registró el edificio.
-¡Jelph! Jelph, ¿estás ahí?
Excepto unas cuantas herramientas alineadas en la pared, no había nada allí, salvo el gigantesco montón de estiércol cerca de la entrada.
-Te dije que la encontraríamos aquí –dijo la voz de un hombre joven en el exterior-. Sólo había que seguir el hedor.
Ori salió, con su arma preparada. Los hermanos Luzo, sus rivales en el cuerpo de Sables, estaban ahí fuera ante sus propias monturas uvak. Flen, el mayor de ellos, sonrió con suficiencia.
-El hedor a fracaso, quieres decir.
-¿Queréis morir, Luzo? –Ori dio un paso adelante, sin ningún miedo.
La pareja de hermanos no se movió. Sawj, el más joven, hizo un gesto de desdén.
-Hemos matado a dos Sumos Señores esta semana. No creo que vayamos a mancharnos las manos con una esclava.
-¡Habéis matado a mi uvak!
-Eso es diferente –dijo Sawj-. Puede que no sepas esto, pero nosotros los Sables nos encargamos de mantener el orden. ¡Una esclava no puede poseer un uvak!
Llena de odio, Ori dio otro paso adelante, lista para atacar... cuando vio que Flen Luzo se giraba hacia su uvak.
-Los comerciantes nos dijeron que te gustaba venir aquí –dijo, abriendo su alforja-. Hemos venido para hacer un trato.
Arrojó dos pergaminos a los pies de Ori.
Arrodillándose, Ori observó lacre de los pergaminos. Ahí estaba el sello de su madre, un diseño que solamente conocían ella y los miembros más cercanos de su familia. Algo así estaba reservado para validar un testamento final. Desenrollando el pergamino, comprobó que, en cierto modo, esto lo era.
-¡Aquí dice que conspiró con Dernas y los Rojos para asesinar a la Gran Señora!
-Y el otro dice que conspiró con Pallima y su gente –dijo Flen, con una mueca-. Como ves, firmó ambas confesiones.
-¡Podríais haber conseguido cualquier cosa bajo coacción!
-Sí –dijo Flen.
Ori examinó el documento. Candra Kitai rendía ahora su eterna lealtad a la Gran Señora Venn, quien la mantendría con vida –de forma pública y visible- como su esclava personal. Venn ahora tendría que nombrar sus propios tres Sumos Señores de repuesto, dijo Flen, bloqueando de forma efectiva cualquier movimiento que pudiera quedar en los bandos de sus rivales. Ori pudo suponer por el sonido de la voz de Flen que los hermanos podrían encontrarse con un súbito ascenso debido a su lealtad.
-Como dije –añadió Flen-, hemos venido a hacer un trato. Tu sable de luz, por favor.
Ori arrojó los pergaminos al suelo.
-¡Tendréis que quitármelo!
Él simplemente se cruzó de brazos.
Tu madre nos dijo que cooperarías. Estoy seguro de que no quieres ser la causa de su sufrimiento.
-¡Ella ya está sufriendo! –Dio otro paso hacia ellos.
-Y entonces nuestros Sables llegarán aquí en tropel y acabarán con esta pequeña granja. Y con ese chico granjero tuyo –dijo, con sus ojos brillando de maldad-. Ya tienen órdenes de hacerlo, si no nos entregas tu sable de luz.
Ori se quedó inmóvil. Al recordarlo de pronto, miró desesperadamente al río. Él regresaría pronto en su barcaza.
Flen habló con aire de complicidad.
-No nos importa lo que haga una esclava, ni con quién lo haga. Pero no serás una esclava hasta que no tengamos ese arma. –Los hermanos encendieron sus sables de luz al unísono-. De modo que, ¿qué vas a hacer?
Ori cerró los ojos. No merecía lo que le había pasado, pero él lo merecía aún menos. Y él era lo único que tenía.
Pulsando el botón, desactivó el sable de luz y lo arrojó al suelo.
-Ha sido lo correcto –dijo Sawj Luzo, desactivando su sable de luz y tomando el de ella. Ambos hermanos retrocedieron hacia sus animales y montaron en ellos.
-Oh –dijo Flen, alcanzando algo que estaba atado al arnés de su uvak-. Tenemos un regalo de la Gran Señora... para que empieces tu nueva carrera.
Arrojó el objeto alargado, que aterrizó con un golpe seco a los pies de Ori.
Era una pala.
Su hoja de metal hacía que fuera realmente un tesoro: pudo ver que estaba forjada a partir de uno de los escasos fragmentos de los restos del aterrizaje del Presagio. El material había sido trabajado una y otra vez durante siglos, cuando fue notoria la escasez de hierro en la superficie de Kesh. Una última recompensa de su vida pasada. Con la pala en sus manos, escuchó a los hermanos reírse mientras se alejaban hacia el norte.
Ori miró a su alrededor, a lo que le quedaba. La choza. El cobertizo. Montones y montones de barro. Y los enrejados, hogar de las dalsas que la trajeron en primer lugar hasta allí...
-¡NO!
Con la rabia hirviendo en su interior, arremetió, golpeando las frágiles estructuras con la pala. Un poderoso golpe destrozó todo el armazón, lanzando las flores con fuerza contra el suelo. Los restos de brotes de hejarbo estallaron, volando en astillas por el poder de su mente.
Enfurecida, cargó contra la granja, reduciendo a pedazos el destartalado carro de Jelph. Tanta rabia y tan poca cosa que destruir. Se volvió y vio el símbolo de su desposesión: el cobertizo de compostaje. Arremetió contra la puerta, haciéndola saltar de sus goznes y entrando al interior. Con su rabia potenciada por la Fuerza, arrancó las miserables herramientas de las paredes, haciéndolas volar por el aire en un torbellino de odio. Y estaba ese montón de estiércol, grande y apestoso. Con un giro, introdujo la hoja de la pala en su interior...
¡Clanc! Al golpear algo bajo la superficie del estiércol, la pala se liberó de sus manos, haciéndole perder el equilibrio en el lodo.
Recobrando la calma mientras volvía a ponerse en pie, Ori miró la pila con asombro. Allí, bajo la masa hedionda, había una sucia lona cubriendo y protegiendo algo grande.
Algo metálico.
Recuperando la pala, empezó a cavar.

Se había sentido de forma horrible, dejando a Ori con un trabajo que le llevaría todo el día. Pero él tenía su propia trampa que comprobar, ahí bajo las copas frondosas. Jelph no había capturado nada durante meses, pero sus mejores posibilidades siempre parecían coincidir con las auroras.
Acercándose al montículo aislado, encontró su tesoro, oculto bajo las hojas gigantes. Respiró más rápido por la expectación. A lo largo de los últimos días de turbulencia y tranquilidad, había sentido de alguna manera que algo estaba a punto de suceder. Después de tanto tiempo, este podría ser el día que había estado esperando...
Jelph se detuvo. Algo estaba pasando, pero no era allí. Mirando a través del follaje hacia el oeste, tuvo esa corazonada de nuevo. Algo estaba sucediendo, y estaba sucediendo ahora.
Corrió hacia la barcaza.

Ori encontró el extraño objeto bajo la lona cubierta de estiércol. En realidad no había acumulado encima mucho de ese asqueroso material; sólo lo suficiente para dar la impresión de que lo que había debajo era algo distinto de lo que en realidad había.
Y lo que había, era grande: fácilmente como dos uvak de largo. Un gran cuchillo de metal, pintado de rojo y plata, con una extraña burbuja negra colocada en la parte trasera. Hacia atrás salían extensiones, como alas, en forma de uve invertida, cada una rematada con dos largas lanzas que le parecían sables de luz.
Ya se había olvidado del olor, y cada vez respiraba más rápido a medida que pasaba la mano por la superficie del misterio de metal. Estaba fría y llena de imperfecciones, con abolladuras y marcas de quemaduras por toda su longitud. Pero aún le esperaba la auténtica sorpresa. Al llegar a la sección redondeada de la parte trasera, presionó su rostro contra lo que parecía de cristal negro. En el interior, encajada en un espacio increíblemente pequeño, vio una silla. Había una placa grabada justo detrás del reposacabezas, con caracteres de aspecto similar a los que sus mentores le habían enseñado:
Caza de Ataque Táctico clase Aurek
Sistemas de Flota de la República
Modelo X4A – Lote de Producción 35-C
Ori abrió los ojos como platos. Reconoció lo que estaba viendo como lo que era. Una forma de regresar.

Durante toda su vida, Jelph Marrian había temido a los Sith. La Gran Guerra Sith había concluido antes de que él naciera, pero la devastación causada a su planeta natal de Toprawa fue tan completa que había dedicado su vida a evitar su regreso.
Había ido demasiado lejos, ganándose la antipatía de los conservadores líderes que dirigían la Orden Jedi. Expulsado, había tratado de continuar su vigilia, en colaboración con un movimiento clandestino de Caballeros Jedi dedicado a impedir el regreso de los Sith. Durante cuatro años, había trabajado en las sombras de la galaxia, asegurándose de que los señores del mal realmente eran sólo un recuerdo.
Las cosas habían vuelto a ir mal. Durante una misión en una remota región hacía tres años, descubrió la caída de la Alianza Jedi. Temeroso de volver, se dirigió hacia las regiones inexploradas, seguro de que nada podría restaurar nunca su nombre y su lugar en la Orden.
En Kesh, había encontrado algo que podría hacerlo... envuelto en su peor pesadilla hecha realidad. Había sido atrapado en una de las colosales lluvias de meteoritos de Kesh, estrellándose en la remota selva como una estrella caída más. Incapaz de solicitar ayuda a través de los extraños campos magnéticos de Kesh, se había aventurado hacia abajo, hacia las luces que había visto en el horizonte.
La luz de una civilización, inmersa en la oscuridad.
Aún a metros de la orilla, saltó de la barcaza.
-¡Ori! ¡Ori, he vuelto! ¿Estás...?
Jelph se detuvo cuando vio los enrejados, cortados. Asimilando los daños, se lanzó hacia el cobertizo.
La puerta estaba abierta. Allí, expuesto en el crepúsculo de la tarde, estaba el caza dañado que había estado rescatando cuidadosamente de la selva, un pedazo cada vez. Encontró otra cosa, a su lado: una pala de metal, desechada.
-¿Ori?
Entrando en las sombras del cobertizo, vio el cadáver del uvak, del que ya se estaban alimentando pequeñas aves carroñeras. Detrás de la construcción, encontró las trampas que le había enviado a Ori que comprobase, abandonadas en el suelo. Ella había estado ahí... y se había ido.
Frente a la choza, encontró otros rastros. Grandes botas Sith y huellas de más uvak. También estaban allí las huellas más pequeñas de Ori, dirigiéndose más allá del seto hacia el camino de carros que conducía a Tahv.
Jelph buscó en el interior de su chaleco el bulto que siempre llevaba en sus viajes. Una luz azul brilló en su mano. Él era un Jedi solitario en un planeta lleno de Sith. Su existencia los amenazaba... pero la existencia de los Sith lo amenazaba todo. Tenía que detenerla.
Sin importar a qué coste.
Se lanzó por el camino, hacia la oscuridad.

lunes, 28 de marzo de 2011

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio (III)

Capítulo Tres

Jelph vertió un poco más de la mezcla terrosa en el cuenco de Ori. Pese a ser un plato de indigentes, los insípidos cereales se transformaban en otra cosa en sus manos, sazonados con especias de su jardín y pequeñísimos trocitos de carne en salazón. Ori no sabía de qué animal era, pero igualmente devoraba su comida con avidez. Dos días de orgulloso ayuno habían sido demasiado.
Aún le parecía tan extraño verle ahí, fuera de los campos. Cada una de las dos mañanas anteriores, él se había levantado antes del amanecer, comenzando temprano sus tareas para tener más tiempo para ella. Se lavaba en el río antes de que ella se despertase. Cuando le tocaba a ella, él se retiraba al rincón de la choza que hacía las veces de cocina para preservar su intimidad. Ori no creía necesitarlo, pero sin embargo comenzaba a acostumbrarse a esa extraña mansedumbre. Él no era un juguete de los keshiri, sino un humano, aunque fuera un esclavo.
Como ella.
Por alguna razón, no le había contado nada aquella primera noche. No había apenas nada que él pudiera hacer, y todo le quedaba demasiado grande. Ori se sentó en silencio junto a la puerta de la choza, observando la nada hasta que se quedó dormida. Se despertó a la mañana siguiente en el interior, en el camastro de paja que él mismo usaba. No tenía ni idea de dónde había dormido él aquella noche, si es que había dormido.
La segunda noche, después de una cena que dejó intacta, se decidió a contárselo: todo lo que había descubierto en su viaje a Tahv. Los líderes de las dos facciones que no lograban ponerse de acuerdo en un Gran Señor habían caído ante su anciana candidata de conveniencia. La situación había llevado a que sus esbirros decapitasen –literalmente- el liderazgo de las facciones Roja y Dorada.
Las fuentes de Ori le habían asegurado que su madre aún vivía, aunque en las garras de la vengativa Venn. Era demasiado tarde para que Candra pudiera salvar su carrera, pero aún podría salvar su vida, si decía las cosas adecuadas sobre las personas adecuadas. Como Donellan, Candra había esperado demasiado para elegir un bando y promocionarse como sucesora. Un año como Sumo Señor le había parecido demasiado poco tiempo. Pero para Venn, que casi consideraba como un milagro cada segundo de vida, la necesidad de sobrevivir a sus rivales era primordial.
Al descubrir que había sido condenada a la esclavitud, Ori fue corriendo hacia su uvak oculto y salió volando al único lugar seguro que conocía. Tras un largo momento de duda, Jelph la acogió... aunque tenía menos seguridad acerca de qué hacer con Shyn. Como esclavos, ninguno de ellos podía poseer un uvak. Recordando la compostera que anteriormente había servido como establo, Ori le instó a esconder a la criatura allí, tras los montones de estiércol almacenado. Al principio dudó, pero finalmente Jelph cedió ante la presión de Ori. Ya se sentía mareada, y las arcadas fueron más fuertes en cuanto se abrió la puerta de ese asqueroso lugar. Le pasó lo mismo la segunda noche, tras relatar la historia completa de la caída de su pequeña pero importante familia.
En esos momentos, Jelph se mostró dispuesto y servicial, atendiéndola con paños y agua fresca del río. Ahora, en el crepúsculo de la tercera noche, ella realmente estaba poniendo a prueba los límites de su hospitalidad. Sintiéndose mejor, Ori había pasado todo el día dando vueltas por la granja, repasando la secuencia de hechos en su cabeza y planeando el regreso al poder de su familia, aunque ahora la familia solamente fuera ella. Durante la cena, puso a prueba tanto el conocimiento como la paciencia de Jelph.
-No entiendo –dijo él, arañando el fondo de su cuenco de concha orojo-. Creía que la Tribu encontraba normal que la gente desease los trabajos de los demás.
-Sí, sí –dijo Ori, sentada en el suelo con las piernas cruzadas-. Pero no matamos para obtenerlos. Matamos para mantenerlos.
-¿Hay diferencia?
Ori dejó caer su cuenco vacío al suelo de la choza. Menuda mesa de comedor, pensó.
-Realmente no sabes nada acerca de tu gente, ¿verdad? La Tribu es una meritocracia. Quien sea el mejor en un trabajo puede obtenerlo... en el supuesto de que se haga un desafío público. Dernas nunca hizo un desafío público para ser Gran Señor. Ni Pallima.
-Ni tampoco tu madre –añadió, arrodillándose para recoger el cuenco de Ori. Se mostró ligeramente asombrado cuando ella usó la Fuerza para hacerlo levitar hasta su mano-. Gracias.
-Escucha, es muy sencillo –dijo ella, poniéndose en pie y haciendo un esfuerzo inútil por limpiar la suciedad de su uniforme-. Si alcanzas a tus rivales antes de que estén listos, puedes hacer lo que quieras... incluyendo el asesinato.
Él la miró con la frente fruncida.
-Suena como un baño de sangre.
-Normalmente lo dejamos en cosas de más bajo nivel, por el bien del orden. Envenenamientos. Una cuchilla shikkar en la garganta.
-Por el bien del orden.
Ella se plantó en la entrada y le miró fijamente.
-¿Vas a criticarnos, o vas a ayudarme?
-Lo siento –dijo Jelph, poniéndose de pie-. No quería enfadarte. –Agitó la cabeza-. Es sólo que pensar en tener normas para esa clase de cosas parece... bueno... extraño. Hay normas para romper las normas.
Ori caminó hacia el bancal del río y miró al oeste. El sol parecía hundirse en el propio río, haciendo que el agua tomase un brillo de color naranja. Era un lugar bonito, y había fantaseado anteriormente con pasar noches allí. Pero esto no era en absoluto lo que había imaginado. No iba a ser capaz de planear su regreso desde este lugar. Y necesitaría más ayuda que un robusto granjero.
-Tengo que volver –dijo-. A mi madre le tendieron una trampa para incriminarla. Quien nos hizo esto, lo pagará... y recuperaré mi honor. –Se volvió para mirar a Jelph, que se encontraba masticando una ramita de algo que había recogido del suelo-. ¡Tengo que volver!
-Yo no haría eso –dijo él, uniéndose a ella en la orilla del río-. Sospecho que vuestra Gran Señora se encargó personalmente de todo esto.
Ori le miró, sorprendida.
-¿Y tú qué sabes de esto?
-No mucho, tienes razón –dijo Jelph, mascando-. Pero si tu madre era la llave para elegir al reemplazo de Venn, puedo entender que la vieja la quisiera fuera de su camino.
Incrédula, Ori volvió la mirada hacia las crecientes sombras.
-Dedícate al fertilizante, Jelph.
-Míralo de este modo –dijo él, asomándose al campo de visión de Ori-. Si Venn no hubiera escenificado el intento de asesinato y realmente sospechase de tu madre, no habríais sido condenadas. Estaríais muertas. Pero la Gran Señora no tiene que mataros, porque sabe que no hicisteis nada. Sois más útiles como ejemplo. –Arrojó la rama al río-. Convirtiendo en esclavas a la Suma Señora y a su familia, mientras vosotras viváis serviréis como ejemplo disuasorio viviente para todos los demás.
Ori le miró, atónita. Tenía sentido. Dernas y Pallima habían muerto a la vista de todo el mundo. La hoguera en su finca había atraído la atención de humanos y keshiri por igual. Si hubiera permanecido en Tahv, ya estaría presa, haciendo trabajos forzados a la vista de todo el mundo.
-¿Y entonces qué hago?
Él sonrió, suavemente. Su cicatriz era invisible ahora.
-Bueno, no lo sé. Pero se me ocurre que, mientras aún no sientas a través de tu Fuerza que tu madre esté sufriendo, la forma de frustrar a Venn es... no ser un ejemplo.
Él no dijo el resto, pero ella lo escuchó. El modo de no ser un ejemplo es no estar allí. Ella le miró a los ojos, que reflejaban la luz de las estrellas que iluminaba el agua.
-¿Cómo puede un granjero saber de estas cosas?
-Ya has visto mi trabajo –dijo él, posándole una mano en el hombro-. Trato con muchas cosas que apestan.
Ella se rió, a su pesar, por primera vez desde que había llegado. Dio un paso alejándose del río en la oscuridad, y su pie flaqueó sobre la tierra blanda.
Él la sostuvo. Ella le dejó.

De pie en la entrada de la choza pasada la medianoche, Jelph observó la figura durmiente de Ori en el camastro de paja. Pensaba en que había sido un error dejar que Ori permaneciera tanto tiempo... y ciertamente había sido un error dejar que las cosas llegasen tan lejos como lo habían hecho en los últimos nueve días. Pero, bueno, para empezar había sido un error fomentar sus visitas.
Caminando al exterior, alisó su harapienta túnica. Después de muchos días sofocantes, esa noche el viento soplaba con un frío poco habitual para esa época. Encajaba con su humor. La presencia de Ori lo ponía todo en peligro, de modos que ella nunca podría imaginar. Porque había mucho más en juego que la fortuna de una familia Sith.
Y, aún así, la había acogido. Era una Ori Kitai distinta la que había venido a verle, una ante la que no podía resistirse. Parecía tan orgullosa en sus visitas anteriores; imbuida del nocivo engreimiento de su gente, segura tanto de su estatus como de sí misma. Con la pérdida del primero, lo demás desapareció. Había visto a la persona que se ocultaba debajo: indecisa e insegura. Pese a lo enfadada que seguía estando por lo que había pasado, también estaba triste por la pérdida de la visión de sí misma que un día había tenido. Y últimamente la tristeza estaba ganando, y sus días se limitaban a pasear de la choza al jardín.
Humildad en un Sith. Era una cosa asombrosa de atestiguar, algo imposible. Su armadura se había fundido, las impurezas parecían haberse esfumado. ¿Era posible que no todos los Sith de Kesh hubieran nacido corruptos? Su rabia por haber sido desposeída no parecía... superior a lo normal. No más de lo que él habría sentido, y había sentido, en situaciones similares. No era la clase de furia que destruía civilizaciones por diversión. No era Sith.
Se dio cuenta de que era un error que la mayor desgracia en la vida de Ori sólo la hubiera hecho más atractiva ante sus ojos. La defensa que tanto había trabajado en crear se había desmoronado después de esa noche en la orilla del río. En ese momento, ella le necesitaba, y había pasado tanto tiempo desde que nadie le había necesitado... No había mucho mercado para los don nadies, ni en el campo no en ningún otro lugar. Pero el riesgo siempre estaba allí, acompañando a la felicidad.
Miró hacia el norte. Un débil rayo de luz anidó entre las nubes y las colinas. Estaba comenzando de nuevo la aurora. En un par de noches, el cielo septentrional estaría en llamas. Pronto sería el momento.
Echando un vistazo al almacén, calculó cuánto tiempo tendría que estar fuera de la granja. No era seguro dejarla sola allí en su ausencia. Ella tendría que irse.
Pero él no podía dejarla marchar.

sábado, 26 de marzo de 2011

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio (II)

Capítulo Dos
Los Sith tenían una nave, Ori lo sabía, pero nunca la había visto. Nadie vivo lo había hecho. Una de las últimas acciones de Yaru Korsin fue trasladar a todo el mundo desde su cómodo retiro hasta Tahv, donde los recién llegados podrían aumentar su número y su alcance. Centinelas aéreos protegían en todo momento el santo y prohibido Templo frente a los intrusos, fueran Sith o no. Pero la montaña seguía siendo visible sobre los ahora inservibles muros protectores de Tahv, un recordatorio de sus orígenes estelares.
Ori podía ver claramente el monte desde el nuevo y lujoso compartimento de su madre en la Korsinata. Múltiples gradas se alzaban sobre un terreno de juegos pentagonal, con la sección del Gran Señor sobre todas ellas. Precisamente esa mañana, la madre de Ori había sido agraciada con una codiciada sección del estadio junto al Gran Señor, cuyo palco siempre miraba hacia el Templo.
-Más cerca de las estrellas –dijo Ori en un susurro. Estamos ascendiendo.
Estudió el horizonte. Allí, a kilómetros de distancia, el Presagio yacía en su edificio protector, esperando el día en que los Sith llegaran a buscar a su tribu perdida. Pero nadie había llegado, y había pocas explicaciones agradables del por qué. El legendario Señor Sith Naga Sadow ya debería de haberlos encontrado, si es que había ganado su guerra. Si los Sith y los Jedi se habían aniquilado entre sí, puede que nunca llegase nadie.
¿Y si habían vencido los Jedi? Tal como le había pasado en la granja, Ori palideció sólo de pensarlo. Sabía quiénes eran los Jedi sólo a través de sus maestros, que mantenían viva la historia. Ori sabía lo suficiente para odiar a los Jedi y todo lo que representaban. Debilidad. Piedad. Abnegación. Ser descubiertos por los Jedi sería realmente un cruel destino.
Pero lo peor acerca del paso del tiempo había sido el descubrimiento de que, en sus intentos de escapar del planeta, esos mismos pioneros legendarios de hacía un milenio habían malgastado la mayor parte de los recursos que podrían ser de utilidad hoy en día a la Tribu. Seguían circulando gran cantidad de los cristales Lignan de la bodega del Presagio, pero sólo servían para hacer sables de luz y poco más. Y cualquier conocimiento acerca de cómo funcionaba el Presagio se había desvanecido; ahora era competencia de estudiosos que ya no tenían acceso a la nave. Sólo un Gran Señor podía anular la prohibición de Korsin y devolver los ojos de la Tribu al espacio.
No sería esta Gran Señora, la mayor inútil que jamás obtuviera el puesto. Ori hervía de rabia mientras miraba a la pálida vieja bruja en su pedestal hermosamente decorado. Lillia Venn se balanceaba en su trono, con su mano atrofiada moviéndose arrítmicamente con la melodía de los músicos que tocaban abajo. La Gran Señora Venn había sido una candidata de compromiso un año antes, cuando los otros seis Sumos Señores habían sido incapaces de ponerse de acuerdo en un nuevo líder. Siendo la mayor de los Sumos Señores por veinte años de diferencia, Venn no era una figura a temer; nadie imaginaba que durase demasiado. Los partidos políticos rivales, distinguidos por las bandas rojas y doradas que llevaban, juraron vasallaje a la mujer mientras continuaban tramando sus siguientes pasos. Esta Gran Señora era un cadáver ambulante que aún no sabía que estaba muerto.
-No olvides saludar, cariño.
Ori volvió la mirada a los oscuros ojos de Candra Kitai. Vibrante a sus cincuenta años, la más reciente de los Sumos Señores se acercó a la barandilla, se giró educadamente al palco real, e hizo una reverencia. Cuando la Gran Señora no respondió, el rostro de Candra se puso tan tenso que Ori temió que se resquebrajase.
-Tranquila, mamá –dijo Ori-. Tal como me dijiste, hoy es nuestro gran día.
Meses antes, la madre de Ori había tomado el lugar de Venn entre los siete Sumos Señores, convirtiéndose instantáneamente en la segunda persona más importante de la Tribu. Manteniendo en privado sus preferencias acerca de las facciones rivales, Candra resultaba ser quien rompería el empate: la persona que tendría la palabra definitiva en la elección del sucesor de la anciana líder.
Reconociendo la nueva importancia de Candra, Venn le había ofrecido la sección más cercana a ella, al alcance de incluso sus debilitados ojos. Si jugaba bien sus cartas, Candra podría mantener indefinidamente en punto muerto a los demás Sumos Señores, esquivando todos los desafíos.
¿Y después? Quién sabe, pensó Ori. Para el próximo Día de Donellan, puede que seamos nosotras quienes estemos en el palco real.
Sus propios rivales en el liderazgo de los Sables, los hermanos Luzo, flanqueaban a la Gran Señora. La pareja, de pecho robusto, devolvió la mirada a Ori, sin ocultar apenas su desdén. Probablemente molestos, pensó ella, porque este era el único momento en el que no podían sabotear sus esfuerzos. Habían estado observándola durante meses, ansiosos por aprovecharse de cualquier desliz. Con un poco de suerte, el fin de Venn también sería el fin de los Luzos.
-Tranquila, querida –dijo Candra, captando sus pensamientos-. Hoy todos somos amigos.
La más reciente de los Sumos Señores se giró y saludó a los líderes de las dos facciones rivales, sentados en sus habituales palcos rojo y dorado. Los sumos Señores Dernas y Pallima eran tan importantes para ella como lo era la Gran Señora... y ella para ellos.
-Amigos. Claro. –Ori puso los ojos en blanco.
-Pero nuestro palco luce precioso. Un gran trabajo, una vez más.
Al recordárselo, Ori volvió la mirada hacia algo más agradable: las flores dalsa, frescas y vibrantes en la barandilla. Puede que Jelph de Marisota nunca apareciera por allí, pero al menos una parte de él había hecho el viaje.
Desde abajo llegó un sonido atronador. Ori miró hacia abajo, a los jinetes vestidos con el antiguo uniforme de los Rangers Celestiales de Nida Korsin que entraban al campo con sus uvak mutilados. El más cruel de los deportes sangrientos de Kesh, la monta-rastrillo comenzaba ya con sangre. Se cortaban los músculos de las alas de los cachorros uvak, manteniéndoles permanentemente en tierra y conservándoles a un tiempo cierto margen de movimiento. Con fragmentos de cristal incrustados en los duros bordes de sus alas, las criaturas adultas caminaban lentamente, agitando sus alas transformadas en peligrosas armas.
Entornando los ojos, Ori trató de identificar a los jinetes. Dernas y sus Rojos tenían sus favoritos, al igual que Pallima y los Dorados. Venn tenía dos candidatos, promocionados por los hermanos Luzo. Sin embargo, el último en entrar al campo era el que importaba a Ori: Campion Dey, un criador de uvak de las tierras del sur que Candra patrocinaba. Dey saludó a Ori y a su madre,
-Creo que lo hará bien –comentó Ori.
-Morirá –dijo Candra.
Ori volvió la mirada, sorprendida. Candra estaba acomodada en su confortable silla, indiferente a los tambores que retumbaban abajo. Analizando el rostro de su madre, Ori descubrió la verdad. Estos eventos deportivos siempre eran representaciones de las luchas por la sucesión. Las facciones rivales podrían tratar de ganarse el favor de Candra permitiendo que su candidato ganase, pero la más reciente de los Sumos Señores no iba a inquietar a la Gran Señora Venn. No hoy.
-Algún día tendremos que ganar –refunfuñó Ori.
-Hoy no –dijo Candra. Campion Dey podía darse por muerto.
Al toque de concha-cuerno, el campo se convirtió inmediatamente en una nube de polvo y sangre. En la monta-rastrillo no había estrategias ni posiciones. Los jinetes tenían sus sables de luz, pero cualquiera con dos dedos de frente se preocupaba de las riendas y de nada más. Como cualquier Sable, Ori disfrutaba con una buena pelea... pero esto no era más que una lucha entre animales: titanes, dando bandazos, desgarrándose entre sí.
Y el candidato de su familia estaba allí simplemente para decorar el lugar, no más importante que las flores del...
-¡Mirad!
Todos los ojos se volvieron hacia Campion Dey, cuyo uvak retrocedió de repente sobre sus pies con garras. Cargó hacia delante, con sus alas con bordes como cuchillas extendidas. Pero en lugar de provocar una carnicería en el oponente que se encontraba caído e indefenso ante él, la criatura saltó...
...y voló. Unas alas que no deberían funcionar se agitaron poderosamente, permitiendo a uvak y jinete salir de la lucha hacia las tribunas.
Dey, de pie en su silla de montar, alzó su sable de luz rojo y gritó algo que Ori no pudo escuchar. De acuerdo, él tenía el control. Activando su propia arma, Ori subió de un salto a la barandilla, lista para golpear si pasaba cerca. Pero la bestia renqueante fue hacia la izquierda, ascendiendo con dificultad entre la multitud presa del pánico hacia el lujoso compartimiento de la Gran Señora.
Ori vio a Lillia Venn ponerse en pie, sin inmutarse, cuando el atacante escaló hasta su tribuna y se acercó a ella. Alzando sus temblorosas manos, la Gran Señora desencadenó un torrente de energía del lado oscuro. Llamas azules chisporrotearon en sus alas, y el sorprendido animal cayó hacia atrás, a la tribuna inferior, arrojando al jinete de su lomo. Los Luzos saltaron desde el palco real, con sus propias armas convertidas en borrones rojos mientras se lanzaban contra el aspirante a asesino.
-¡Madre, atrás! –gritó Ori.
Más allá, un sirviente keshiri cerró los postigos del compartimiento de la Gran Señora. Ori hizo entonces lo mismo, haciendo caer en el proceso grandes macetas de flores de Jelph. Se volvió hacia su madre, que se encontraba estupefacta, paralizada ante el espectáculo.
-¿Qué ha ocurrido, Madre?
Conocían a Campion Dey desde hacía años, y habían apoyado su entrenamiento. ¿Qué podía haber causado que cometiera semejante locura?
Candra sólo agitó la cabeza. Brotaba sangre de un rostro que sólo momentos antes parecía juvenil.
-Será... será mejor que te vayas, Ori.
-Los otros Sables se están ocupando de Dey –dijo Ori, vigilando la entrada al compartimiento.
-No me refiero a eso.
Ori miró a su madre, aturdida.
-Nosotras no hemos hecho esto. No tenemos nada de lo que preocuparnos. ¿Verdad? –Agarró el brazo de la mujer mayor-. ¿Verdad, madre?
Convocando una reserva de calma insólita, Candra se puso en pie.
-No sé qué es lo que acaba de pasar. Pero lo sabré, de un modo u otro.
Comenzó a andar, dejando atrás a su hija, y abrió la puerta. Fuera, Sith y keshiri se apresuraban como locos huyendo por las rampas exteriores de la Korsinata.
-¡Madre!
Candra le devolvió la mirada con ojos tristes.
-Ahora no puedo hablar, Ori. Vuelve a nuestra finca y asegúrate de que los esclavos sepan que no volveré a casa esta noche.
Y desapareció en la multitud.

Una estrella cayó, inofensiva, desde el cielo. Aterrizando en una colina, iluminó la noche, haciendo que los jardines de Kesh florecieran como nunca antes.
Hasta que volvió a alzarse, prendiéndole fuego a todo. Las piedras del hogar de Ori se convirtieron en cenizas antes de que el viento ardiente la expusiera al infierno. Carbonizada y moribunda, persiguió la estrella hasta la jungla para preguntarle por qué había destruido su mundo. Esta respondió: “Porque creíste que era una amiga.”
Ori había experimentado esa visión de la Fuerza durante su segundo día como Tyro, el nivel más bajo en la jerarquía de la Tribu. Nunca había significado nada para ella. Pero al llegar a Lluvia de Estrellas, la casa de campo de su madre al sur de Tahv, tuvo ocasión de recordarlo. Una procesión de trabajadores keshiri estaba saliendo de la mansión de mármol, llevando pertenencias a una pira en el césped.
Sus trabajadores. Sus pertenencias.
Dejando a Shyn junto a las columnas que se alineaban en la avenida principal, Ori corrió hacia la hoguera. Sacando su sable de luz, se enfrentó a la frágil figura púrpura que dirigía los actos: el mayordomo de su madre.
-¿Qué está pasando? –Ori agarró al hombre-. ¿Quién te dijo que hicieras esto?
Reconociendo a la hija de su ama, el keshiri miró furtivamente a ambos lados antes de tocar la muñeca de Ori. Le habló en un leve susurro.
-Fue la propia Gran Señora quien ordenó esto, milady. Hace sólo un par de horas.
¿Un par de horas? Ori agitó la cabeza. El intento de asesinato había sido sólo dos horas antes. ¿Cómo era esto posible?
El mayordomo señaló a la entrada principal. Allí, dos aprendices de los hermanos Luzo se encontraban de pie en la gran puerta, observando cómo pasaban los trabajadores cargados con muebles. Ori vio que aún no habían reparado en su presencia... pero ella iba a cambiar eso. Ori dio un paso hacia la casa.
Agarrándola del brazo, el viejo hizo retroceder a Ori.
-Hay más de ellos dentro –dijo, llevándola tras la hoguera, fuera de su campo de visión-. También se van a llevar las cosas de su madre.
-¿Sigue siendo una Suma Señora? –preguntó Ori.
El mayordomo bajó la mirada.
Otro pensamiento la asaltó.
-¿Sigo siendo un Sable?
Sintiéndose súbitamente mareada, Ori se acercó tambaleándose a las llamas y trató de recordar lo que había visto y oído en su camino al huir de la Korsinata. Había habido un gran caos. Con Campion Dey muerto segundos después de su ataque frustrado, por todas partes había rumores atribuyendo sus actos. La facción Roja aseguraba que su madre había realizado un funesto pacto con los Dorados, y viceversa. Algunos decían que Venn había muerto en su palco, sucumbiendo a sus esfuerzos y a la agitación; otros informaban haber visto las ejecuciones de los Sumos Señores Dernas y Pallima, en sus propios palcos del estadio. Nada de eso tenía sentido.
La única cosa en la que todos estaban de acuerdo era en quién había llevado al asesino al estadio en primer lugar: la familia Kitai.
Tenía que volver a Tahv y hablar con sus aprendices leales con acceso al Alto Asiento. Defensores de los intereses de su familia, ellos sabrían qué estaba pasando ahora. Era importante no sucumbir a la rabia por la hoguera, un obvio intento por parte de la Gran Señora de provocar una reacción y revelar deslealtad.
Volviendo la mirada a la mansión, Ori sonrió con suficiencia. Las habilidades políticas de Candra no tenían rival. En ese mismo momento, ya habría desviado exitosamente la culpa de sí misma y habría descubierto quién salió vencedor. Para cuando Ori llegase a Tahv, Candra probablemente se encontraría sentada a la derecha de quien quiera que hubiera ganado. Ahora no era el momento de caer en una torpe trampa tendida por los Luzos.
-Esto se solucionará –dijo al mayordomo, volviéndose hacia su uvak.
-Adiós, Ori.
Subiendo sobre Shyn, Ori tomó las riendas. De repente se detuvo, llamando al anciano keshiri que se estaba retirando.
-Espera. Me has llamado Ori.
El keshiri bajó la mirada y salió corriendo.
Por el lado oscuro, pensó. Cualquier cosa menos eso.

Jelph inclinó el tambaleante carro hacia atrás, permitiendo que otro montón de tierra se vertiese en la zanja. Conforme pasaba el verano, los montones se secarían, volviéndose más ácidos; un baño alcalino tendía a fortificar las reservas. Sus clientes keshiri no sabían nada de iones de hidrógeno, pero así y todos eran bastante maniáticos.
Escuchando un sonido, Jelph dejó caer su pala y caminó rodeando la choza. Allí, en los menguantes rayos de luz de la tarde, se encontraba su visitante del día anterior, cara a cara con su uvak, sujetando la brida.
-Me sorprende verte –dijo Jelph, acercándose a ella desde atrás-. Espero que no hubiera ningún problema con las dalsas.
Dándose la vuelta, ella soltó el arnés. Sus brillantes ojos marrones estaban llenos de dolor y rabia.
-He sido condenada –dijo Ori de Tahv-. Soy una esclava.