lunes, 14 de abril de 2014

La redención del syrox (I)

La redención del syrox

Joe Schreiber


Supongo que hay un recluso como yo en cada prisión de la galaxia; yo soy ese que puede conseguirte lo que quieras. Brillestim, zumo de juri, o tal vez simplemente una hoja de plastifino de los mundos del núcleo, si eso es lo que te apetece. Desde mi llegada aquí he pasado de todo, desde pantuflas de brilloseda hasta alitas de mynock especiadas para un asesino cyblociano del sector meridiano, que quería celebrar su cumpleaños con estilo. Excepto armas y drogas duras, puedo echar mano de prácticamente cualquier clase de contrabando que puedas querer. Así que cuando un nuevo convicto llamado Waleed Nagma se acercó a mí en el comedor y me preguntó si podría conseguirle un bulbo de ajo mocoso anzati, le dije que no habría problemas. Y no los había.

-Eres Zero, ¿verdad?

Levanté la mirada de mi bandeja, tomándome mi tiempo, y le ofrecí una sonrisa tranquila.

-Depende –dije-. ¿Quién lo pregunta?

Examinó por un instante la mano que le tendí antes de tomarla para darle un rápido e intranquilo apretón. Su mano de ocho dedos estaba fría y húmeda. Como la mayor parte de los recién llegados a la Colmena, trataba con todas sus fuerzas de aparentar ser un tipo duro, frío e imponente, y no estaba teniendo éxito. Ya se le podían verse gotas de sudor formándose en el nacimiento del cabello y en el labio superior, y sus ojos parpadeaban muy rápido, mostrando demasiado blanco en los bordes.

-He escuchado que puedes conseguir ciertas cosas –dijo.

-Bueno –le miré y parpadeé, sin dejar de sonreír, la serena imagen de la inocencia-. No estoy seguro de dónde puedes haber escuchado tal rumor. Sólo soy otro feliz habitante de la Colmena.

-Uno de los guardias me habló de ti –dijo Nagma-. Necesito hacer un pedido. –Estaba tan alterado que apenas podía mantenerse en pie, y supuse que a esas alturas debía de haber reconocido las señales de peligro, pero algo acerca de él ya me había intrigado-. Puedo pagar lo que me pidas.

-Tranquilo –dije, indicándole el lugar vacío al otro lado de la mesa-. Primero toma asiento. Si hay algo que tenemos de sobra, es tiempo.

Tras dudar otro instante, Nagma se agachó y dobló su torso desgarbado en el banco frente al mío. Tenía mucho que doblar. Larguirucho y de hombros estrechos, medía casi dos metros de alto, y estaba tan delgado que el uniforme naranja de prisionero le colgaba como la bandera de algún principado derrotado. La pálida cúpula de su alargada cabeza calva estaba surcada por finas venas azules, y cuando se inclinó para susurrarme al oído, pude oler el miedo que emanaba en oleadas de su piel... al menos pensé que era miedo. En aquel momento, no tenía ni idea de lo enfermo que estaba.

-¿Cómo funciona normalmente todo esto? –preguntó, rebuscando en el interior de su uniforme-. ¿Te pago primero, o...?

-Tranquilo, amigo. –Fijé mis ojos en los suyos-. Apenas nos conocemos. Cuéntame tu historia. De dónde eres. Ese tipo de cosas.

Me miró entornando los ojos.

-¿Qué tiene eso que ver con nada?

-Me gusta que me presenten adecuadamente a cualquiera con el que haga negocios –dije-. Así me aseguro de tratar sólo con clientes de la catadura moral más elevada.

-¿La catadura...? –Me miró por un instante, perplejo, y luego dejó escapar una risa nasal. La broma era que todos los convictos presentes en la Sub Colmena Nueve, los quinientos veintidós de nosotros, representábamos la escoria de la galaxia; asesinos, mercenarios y psicópatas de todas las especies y pelajes, desastres genéticos andantes que no dudarían en cortarte el pescuezo por medio crédito, o sin ninguna razón en absoluto. Nuestro único rasgo común era que nadie nos echaría de menos. Motivo por el que nuestra estimada alcaide, Sadiki Blirr, podía dirigir la Colmena tal y como lo hacía, enfrentándonos unos contra otros en combates de gladiadores diarios que ya se habían convertido en una de las operaciones de apuestas más lucrativas de la galaxia.

No ayudaba el hecho de que, a su llegada, a cada recluso se le injertara una carga electrostática microscópica injertada directamente en el corazón. Un pequeño explosivo que podía ser activado por cualquiera de los guardias en cualquier momento, por cualquier razón. Caminar por ahí con una bomba a punto de estallar en el pecho creaba un efecto peculiar en tu perspectiva general... podría decirse que daba a la vida en este lugar cierta cualidad transitoria.

A Nagma no parecía importarle eso en ese momento, y no parecía que tuviera muchas ganas de hablar de trivialidades. Así que renuncié a intentar entablar conversación y suspiré.

-¿Qué estás buscando? –pregunté.

-¿Sabes lo que es el ajo mocoso anzati? –preguntó.

-¿Qué, te refieres al ingrediente de cocina? –Fruncí el ceño-. Creo que lo probé una vez en el puchero de shaak asado. ¿Por qué?

-Necesito un bulbo entero. Tan pronto como sea posible. –Entrelazó los dedos y chasqueó los nudillos, una costumbre nerviosa-. ¿Cuánto tardarás en conseguirlo?

-Si no te importa que lo pregunte –dije-, ¿a qué viene tanta urgencia? ¿Los Reyes de los Huesos planean algún banquete del que no me he enterado?

-Es este lugar –dijo Nagma-. Lo sabes tan bien como yo, Zero. Todo es urgente.

No respondí, pero entendía lo que quería decir. Todos éramos perfectamente conscientes de que el algoritmo de la Colmena podría seleccionarnos a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Cuando los muros de la prisión comenzaban a moverse y girar y recolocarse a nuestro alrededor, una celda quedaría emparejada con otra, y sus ocupantes se verían obligados a una lucha en la que sólo podía haber un superviviente. En resumen, nunca sabías cuándo iba a salir tu número.

-¿Para qué lo necesitas? –pregunté.

-Eso es personal –dijo Nagma, pero cuando volvió a levantar la vista y me miró, pude ver que todo su cuerpo estaba temblando y las manchas de sudor ya habían empapado su uniforme, creando dos medias lunas oscuras bajo sus brazos.

Son nervios, pensé.

Estaba equivocado.

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