martes, 19 de agosto de 2014

Un millar de niveles más abajo

Un millar de niveles más abajo
Alexander Freed

El Nivel 2142 era un fiasco. Anandra se dio cuenta de ello tan pronto llegó al mostrador de la “Choza de Carne de Hangra”, colocó las palmas de sus manos sobre el grasiento metal para disimular el temblor de sus brazos, y preguntó al anciano que manejaba la parrilla por la “entrega Centax 3”. Él la miró con confusa condescendencia, como si estuviera perdida y fuera de su elemento –cosa que, supuso Anandra, probablemente fuera cierta-, y eso hizo que quisiera agarrarle por encima del mostrador y soltarle juramentos a la cara hasta que de alguna forma consiguiera que las cosas se arreglaran.
No gritó. No podía permitirse montar una escena. Se obligó a mantener la calma, a mostrar un aspecto patético y confundido para ganarse la simpatía del hombre. Para cuando regresó junto a su hermano –que seguía en el callejón donde habían dormido la noche anterior-, ya tenía su siguiente pista.
Su siguiente esperanza de escapar de las tropas de asalto.
El callejón estaba formado por rejillas metálicas para la lluvia, y Anandra se sentó contra el muro junto a Santigo, observando las sombras que cruzaban por su cara cuando los deslizadores pasaban volando sobre ellos. Le pasó los grasientos paquetes de carne y queso que le había dado el anciano y esperó a que comenzasen las preguntas.
-¿Entonces nos vamos? –preguntó Santigo.
Anandra cerró los puños y no se atrevió a mirarle.
-Hemos perdido nuestra oportunidad.
-No deberíamos haber parado a descansar –dijo Santigo.
A sus ocho años, apenas tenía la mitad de la edad de Anandra, pero su amarga determinación le recordaba a su padre.
-El transporte se marchó hace dos días –dijo con un bufido-. Cuatro horas no suponen ninguna diferencia.
Respiró profundamente y tomó uno de los paquetes envueltos mientras Santigo comenzaba a comer. Se sintió vacía y con nauseas al pensar en comida.
-Además –dijo-, no tenemos por qué abandonar Coruscant. El tipo dijo que conocía a alguien en el 1997 que podría darnos refugio.
-¿En qué nivel estamos ahora? –preguntó Santigo.
Anandra no respondió. No le serviría de consuelo, y ella no quería discutir. Sí, ciento cuarenta y cinco niveles era mucho camino para hacer a pie; sí, ambos estaban cansados; y sí, debían hacerlo.
Comieron en silencio hasta que Santigo escupió una esquirla de hueso y dijo:
-Ojalá tuviéramos flor estrellada.
Había hablado casi para sí mismo, pero Anandra presionó su pulgar contra el hombro de Santigo y le obligó a mirarla de frente.
-Bueno, pues no tenemos –dijo-. No podemos conseguir fruta siempre que queramos, y ya no hay más flor estrellada. Ya no va a haber más nunca.
Santigo estaba temblando. Anandra sintió una oleada de culpa y se apartó mientras añadía:
-Ya no existe. Igual que Alderaan. Acostúmbrate a ello.
Las revueltas no habían comenzado como revueltas. Habían comenzado como vigilias, una forma en que la gente del Nivel 3204 mostraba su pesar por los desaparecidos y los muertos después del Desastre. Cientos de lugareños se reunían en las calles, aportando instantáneas holográficas, cartas manuscritas y juguetes infantiles como monumentos improvisados en los parques y los centros comunitarios. Sin embargo, conforme pasaron los días y los comunicados oficiales y los noticieros clandestinos convergieron en una verdad común, los lamentos de angustia se convirtieron en gritos pidiendo justicia y revolución.
El planeta Alderaan había desaparecido, destruido por el Imperio por crímenes que nadie comprendía. El pueblo alderaaniano –inmigrantes de primera y segunda generación que tenían tiendas y restaurantes y casas en el 3204, que celebraban el Día de la Coronación e importaban sus frutas favoritas de un planeta que raramente visitaban- estaba vivo, y asustado, y furioso. El resto de Coruscant permanecía nervioso dentro de sus hogares y observaba las noticias porque, después de todo, Alderaan no era su planeta.
Anandra no podía culparles. Ella tampoco había considerado que Alderaan fuera su planeta, hasta que llegaron la policía de los niveles inferiores y las tropas de asalto imperiales.
Cuando las tropas desfilaron por la calle y dispararon a Reffe, el vecino de su tío, interrumpiendo su discurso contra la corrupción imperial, la madre de Anandra prometió que todo había pasado, que nadie iba a luchar y que los soldados de asalto no iban a causar problemas.
-Tú y Santigo estaréis a salvo –dijo con una débil sonrisa durante el desayuno, mientras sostenía una cuchara en sus manos con aire ausente.
Ya había prometido antes que el padre de Anandra estaría bien. Que volvería a casa en Coruscant en cuanto terminara su viaje de negocios. Ni siquiera Santigo se había creído eso.

***

-A ti puedo aceptarte –dijo el pau’ano. La curtida piel grisácea alrededor de su boca se tensó al hacer una mueca-. ¿A ti y al chico? Eso es más difícil.
El Nivel 1997 olía a hollín y residuos humanos. Chispas de los compactadores industriales llovían perezosas sobre las calles, y chillonas señales de color azul y rosa pastel invitaban a los viandantes a probar los “entretenimientos” locales. Anandra ya había estado una vez antes en el 1997, durante un reto con un compañero de clase; habían tomado un ascensor, se habían tomado una instantánea con una holocámara, y luego habían regresado de vuelta. Sus padres no llegaron a enterarse.
Ahora estaba allí de nuevo, mirando a un hombre con el rostro como el de un cadáver en un estrecho rincón de una cantina excesivamente iluminada. Santigo estaba de pie detrás de su asiento, con la mano sobre su hombro.
-No voy a abandonar a mi hermano –dijo Anandra.
-Lo comprendo.
El pau’ano inclinó su asiento hacia atrás y sonrió a su monstruoso asociado; un gigantesco alienígena de piel negra con una boca más ancha que los hombros de Anandra y cenagales aceitosos como ojos. Anandra no reconoció la especie.
-La familia es la familia. Pero necesito gente que reparta mercancía, que haga entregas. Tú puedes hacerlo, y yo puedo protegerte.
Anandra sospechó adivinar qué tipo de “entregas” necesitaban hacerse en el Nivel 1997. Pero podía adaptarse a ello. Tendría que hacerlo.
El pau’ano siguió hablando.
-Pero el chico es muy pequeño, y no puede ofrecerme nada. ¿Comprendes mi dilema?
-Trabajaré más tiempo para ti –dijo Anandra.
El pau’ano suspiró y miró de nuevo a su compañero.
-No estoy seguro de que eso sea suficiente. Ambos sois un riesgo, huyendo de la policía de los niveles inferiores... –Hizo una pausa-. ¿Cuál es vuestro crimen?
Anandra hizo una mueca cuando escuchó la suave y desafiante voz de Santigo.
-No somos criminales.
-Entonces no tenéis nada que temer, ¿eh? –dijo el pau’ano, con las manchas de sus dientes serrados brillando bajo la intensa luz. Señaló la entrada con uno de sus dedos.
Dos recién llegados habían entrado a la cantina, ambos con armadura corporal completa. Podrían haber sido droides, pensó Anandra, de no haber sido por su forma de pavonearse. Uno llevaba el uniforme azul y gris de la policía de los niveles inferiores, con luces de color ámbar brillando en las cuencas de su casco. El otro llevaba el blanco de un soldado de asalto imperial, duro y cegador bajo las luces de la cantina.

***

El día después de que las tropas de asalto dispararan a Reffe, las fuerzas de seguridad comenzaron a arrestar a todo el mundo en las calles. La madre de Anandra estaba sentada en el sofá naranja de su apartamento y lloraba mientras Anandra mantenía a Santigo alejado de las ventanas. Para entonces, ya no tenían tampoco servicio de HoloRed... no había forma de difundir las noticias salvo vecino a vecino.
El día después de eso, los soldados de asalto comenzaron a ir puerta por puerta. Decían que los espías rebeldes habían estado reclutando lugareños, y cualquier persona nacida en Alderaan debía acompañarles para ser interrogada. Se rumoreaba que a los inmigrantes de segunda generación iba a dárseles el “beneficio de la duda” y serían reubicados en alojamientos temporales para su propia seguridad.
La joven que vivía en la puerta de al lado –la mecánica de droides con un incisivo mellado y cabello rubio que había hecho de niñera de Anandra años antes- había repetido ese rumor en concreto con una sonrisa cínica.
-Así obtuve mi primer aerodeslizador –dijo la mujer-. Cuando reubicaron a los mon calamari después de las revueltas del Sector del Mercado Viejo. Papá encontró este B-14 que alguna pobre familia había dejado atrás.
-No lo recuerdo –dijo Anandra-. Yo era muy joven.
Apoyó su peso en una pierna, y luego en la otra, frotándose incómodamente las manos en las caderas.
-¿Crees que deberían haber huido? –preguntó-. Los mon cals, quiero decir.
-Uno nunca sabe –dijo la mujer-. Tienes que limitarte a aguardar y esperar que las cosas mejoren.
Entonces abrazó a Anandra y se deslizó de vuelta a su apartamento, cerrando la puerta tras ella.
El resto de esa tarde, Anandra y Santigo permanecieron juntos. La madre de Anandra se había encerrado en la habitación, pero Anandra ya no podía oírla llorar.

***

El Nivel 1996 era un laberinto de tuberías y pasarelas entre los compactadores de encima y un zumbante abismo por debajo. Las chapas y las compuertas que conformaban el techo del nivel creaban un ambiente de calor sofocante sobre Anandra y Santigo mientras se alejaban corriendo del ascensor.
El soldado de asalto les había visto. No podían haberle dejado muy atrás.
Anandra sabía que había hecho una mala elección. Podía haber vivido con ello, llevando paquetes de píldoras letales o especia a la clientela del pau’ano. Santiago era fuerte e inteligente y podría haber aprendido a vivir con ello. Pero cuando el pau’ano hizo su oferta final, se mordió el labio, y en lugar de tomar cobijo entre las bandas de Coruscant, tiró de Santigo hacia la salida trasera de la cantina.
Ahora estaban pagando por sus escrúpulos. Las pasarelas giraban y se bifurcaban, pero no había ningún muro salvo cortinas de tuberías... nada que sirviera para esconderse de un soldado de asalto con pantallas y sensores de calor y quién sabe qué más. Su brillante plan de “correr al siguiente nivel y esconderse en el agujero más oscuro y profundo” había resultado tener sus fallos.
Anandra se detuvo en una larga y estrecha extensión entre plataformas de mantenimiento. No había nada a ninguno de los dos lados, y nada por debajo excepto las extrañas luces y los sonidos zumbantes del Nivel 1995.
-Tienes que correr, ¿vale? –dijo Anandra, forzando a Santigo a mirarle a la cara.
-¿Y tú? –preguntó Santigo.
-No repliques –espetó Anandra.
No esperaba que su hermano obedeciera, pero lo hizo. Apartó la mirada y respiró aliviada mientras escuchaba sus pasos resonando sobre el metal en la distancia.
Entonces agarro las barandillas con ambas manos y esperó.
Cuando el soldado de asalto salió del ascensor, su armadura blanca era como una baliza. Había llegado sin el oficial de la policía de los niveles inferiores; eso era bueno. Aún tenía el bláster en la funda; eso era mejor.
Vio a Anandra en cuestión de segundos. Ella mantuvo la posición mientras él se abría paso por las pasarelas y llegaba a la plataforma más cercana.
-Camina lentamente hacia mí, por favor. Las manos sobre la cabeza –dijo el soldado de asalto. No podía distinguir el tono de s voz bajo el siseo electrónico del casco.
-No he hecho nada –exclamó Anandra.
-La identificación facial confirma que eres Anandra Milon, edad dieciséis, residente del 3204 programada para reubicación. Antecedentes de rebeldía juvenil. Recibirás un juicio justo teniendo en cuenta tu edad y tu estado psicológico.
-¿Vas a quedarte ahí, o vas a arrestarme? –preguntó Anandra. Para su sorpresa, se sentía en calma. Casi jovial.
El soldado de asalto miró tras él, y luego de nuevo a Anandra.
-Vamos, chica. Lo has pasado mal, pero esto no es el fin del mundo.
-Parece que sí lo fue –dijo Anandra con una risa nerviosa, y se arrodilló sobre la pasarela. El soldado de asalto puso su mano sobre el bláster y comenzó a acercarse con cautela.
-Tengo que ponerte grilletes aturdidores –dijo el soldado de asalto.
Mientras él llevaba las manos a su cinturón, Anandra saltó para agarrar el bláster de su funda.
No intentó sostener el arma. El soldado le habría atrapado, le habría roto las muñecas y habría recuperado el bláster. Sólo necesitaba sacarlo de su funda, darle algo de impulso y soltarlo. Salió volando, deslizándose por la pasarela y deteniéndose tembloroso en el borde. En ese instante, Anandra llevaba ventaja.
Entonces el soldado de asalto le dio un rodillazo en el pecho. Ella cayó de espaldas, tratando apenas de frenar su caída. No puede dispararme, pensó. Si la mataba ahora, al menos le había hecho perder su dignidad.
Dos fuertes patadas en su abdomen, y todo su cuerpo pareció doblarse. Ante un ligero momento de duda del hombre, ella estaba de nuevo en pie, saltando hacia delante, rodeando con sus brazos el cuello del hombre y clavando los pulgares bajo el borde del casco. Buscó con sus dedos a los lados tratando de romper el sello del casco. Golpeó con la cabeza la placa ocular negra, esperando ganar algo de tiempo, y su visión se volvió roja.
De algún modo, cuando recuperó la visión, estaba en el suelo, mirando hacia arriba, al rostro sin casco del soldado de asalto; el rostro lleno de cicatrices de un hombre de mediana edad que vagamente le recordaba a su tío. Entonces el soldado de asalto gritó al alzarse en el aire y caer a plomo por el otro lado de la barandilla. Tras él se encontraba el monstruoso socio del pau’ano, casi demasiado grande para caber en la pasarela, frotándose sus gordos dedos como si el soldado de asalto hubiera dejado un residuo.
-Nivel 1782 –dijo la criatura, con una voz mucho más aguda y ligera de lo que Anandra habría esperado-. Puede que encuentres refugio allí-. La miró fijamente durante un instante más antes de añadir-: No he tenido nada que ver con esto.
Anandra se dio cuenta de que estaba sosteniendo el casco del soldado de asalto entre sus manos. La superficie blanca estaba manchada con su propia sangre.
-¿Por qué haces esto? –preguntó.
Los enormes músculos de la criatura se movieron bajo su piel en lo que parecía un encogimiento de hombros.
-Eres de Alderaan, ¿verdad? –preguntó.
-Sí –dijo Anandra.
-Sé lo que está sufriendo tu gente –dijo la criatura, y se marchó.

***

Cuando los soldados de asalto llegaron a la puerta del apartamento de Anandra, Anandra y Santigo estaban ocultos en el cubo vacío de un droide limpiador que flotaba en el exterior de la ventana de su habitación. El droide normalmente limpiaba el edificio una vez por semana. Ya había estado allí dos días antes, y Anandra se preguntaba si tenía que agradecer a su vecina ese cambio de calendario.
Anandra escuchó como su madre abría la puerta. Escuchó la estática de la voz de un soldado de asalto. Entonces sintió que la unidad limpiadora los llevaba lejos, y rodeó a Santigo con su brazo, tratando de centrarse en las instrucciones de su madre.
Tenían que ir al Nivel 3108 y encontrar a un viejo amigo de la familia. Su madre se reuniría con ellos, y todos juntos abandonarían Coruscant.
El Nivel 3108, por supuesto, había sido la primera de muchas decepciones. El “amigo de la familia” no ofreció otra cosa salvo excusas y disculpas, y finalmente la promesa de que un contrabandista del 2142 podría llevarles fuera del planeta. Santigo no había querido marcharse sin su madre; Anandra y un encuentro con la policía de los niveles inferiores le convencieron de lo contrario.
Habían estado huyendo desde entonces.

***

El Nivel 1782 era una chatarrería interminable con muros de metal desgarrado y dominada por oscilantes torres de escombros. Estaba construido con aerodeslizadores estrellados, trenes flotantes fuera de servicio y carteles de anuncio rotos que habían caído de su lugar en los cielos; cuando un vehículo caía de los niveles superiores, el 1782 era su destino final.
Anandra y Santigo caminaban juntos, Santigo agarrando la muñeca derecha de Anandra. En su mano izquierda, ella llevaba el bláster del soldado de asalto muerto. No lo había soltado desde que lo había recogido de la pasarela.
Llevaban explorando el vertedero casi una hora, sin compañía salvo por las ratas gigantescas, cuando una figura humanoide salió furtivamente de un vagón de tren oxidado. Llevaba un mono de trabajo dos tallas más grande, y sus ojos bulbosos estaban colocados en lados opuestos de su cabeza con forma de lágrima. Anandra conocía su especie –mon calamari-, aunque no había visto a ninguno de ellos desde hacía años.
Llevaba una hidrollave de acero, larga y pesada, en una mano palmeada. Probablemente estaba recuperando chatarra, pensó Anandra, pero recordó la bota del soldado de asalto en su pecho y se preguntó cómo de rápido y fuerte podría golpear el mon calamari.
Anandra apuntó el bláster en su dirección.
-No te acerques.
El mon calamari se detuvo. Santigo le apretó la muñeca y dijo algo, pero Anandra no le estaba escuchando. El bláster parecía cosquillearle en los dedos.
-No vamos a hacerte daño –dijo Anandra-. Sólo danos algo de comida y unos créditos y nos marcharemos al siguiente nivel.
El mon calamari meneó la cabeza, pero por lo demás no se movió.
-Dijiste que aquí habría alguien para ayudarnos –susurró Santigo.
Anandra ignoró a su hermano. Por una vez, ella estaba al mando, y no necesitaba otra decepción.
-¿Puedes entenderme? –preguntó Anandra, más bruscamente. Le sudaban las palmas, y trataba de agarrar el bláster con más firmeza sin apretar el gatillo.
El mon calamari habló con voz gutural en un lenguaje extraño. Cuando Anandra hizo un gesto con su bláster, lo intentó de nuevo.
-Sí –dijo, pronunciando con dificultad la palabra.
-No le hagas daño –pidió Santigo.
El mon calamari alzó su mano libre –la que sostenía la hidrollave permanecía junto a su costado- y señaló a Santigo.
-¿Alderaaniano? –preguntó.
Por el rabillo del ojo, Anandra vio que Santigo asentía.
-Seguidme –dijo el mon calamari, y comenzó a caminar lentamente hacia atrás.
La mirada de Anandra pasó del cañón de su bláster al rostro del mon calamari. Pensó en todas las formas en que ese encuentro podía acabar mal: podía ser un esclavista que trabajara para el pau’ano, o podía planear venderla a los soldados de asalto, o podía matarla a ella y a su hermano a golpes sin ninguna razón en absoluto.
Santigo la estaba observando. Lentamente, ella dejó escapar el aliento y bajó su bláster.
Siguieron un camino serpenteante entre los restos y descendieron una colina de asientos de tren tapizados y marcos de ventana hacia una gran caverna de acero. Conforme se acercaban, Anandra se dio cuenta de que la caverna era el casco de una nave estelar; debía de haber colisionado contra el planeta en algún conflicto olvidado hacía ya tiempo y desde entonces había sido destripada. Lo que quedaba era un espacio abierto que brillaba con luces azules y amarillas.
El casco estaba repleto de campamentos improvisados, pequeñas chozas, tiendas de las que colgaban linternas y baterías, chimeneas portátiles brillantes de grasa, cubos llenos de agua de lluvia, y cientos de formas de vida de una docena de especies. Unos mon calamari asaban mynocks en hogueras mientras niños casi humanos llenos de tatuajes jugaban al balón cerca. Anandra vio una inmensa criatura que creyó, por un instante, que era el socio del pau’ano; pero el patrón de sus colores no era el mismo.
-Detente –dijo Anandra, más bruscamente de lo que pretendía. Abrazó a Santigo, acercándolo a ella-. ¿Qué es todo esto?
-Hogar –dijo el mon calamari-. Quedaos. Se os esperaba.
Anandra meneó la cabeza presa de la confusión.
Hombres y mujeres comenzaron a salir del casco, observando con cauto interés. El mon calamari no apartó la mirada de Anandra.
-Mon calamari –dijo, golpeándose el pecho-. El Imperio arrebata.
Luego señaló tras él. Otra de las gigantescas criaturas estaba apareciendo ante su vista.
-Herglic, el Imperio arrebata.
Conforme la multitud se hacía más grande, el mon calamari señalaba a los extraños uno a uno, nombrando especies y planetas que Anandra apenas conocía; nombres que sólo había escuchado en susurros furtivos. Luego, finalmente, la señaló a ella.
-Alderaaniana –dijo-. El Imperio arrebata. Pero aquí, todos compartimos.
Y, ya fuera por las palabras del mon calamari, o por las tristes y cansadas miradas de la gente a sus espaldas, o por la pura extensión de su propio cansancio, Anandra dejó caer su brazo y comenzó a sollozar.
Santigo volvió a apretarle el brazo, y Anandra lloró igual que su madre había llorado durante las revueltas; lloró sin dignidad ni razón, lloró hasta que la nariz comenzó a moquearle y los extraños le guiaron al calor y la seguridad del casco. Santigo colgaba de ella, y cuando pudo hablar y razonar y actuar de nuevo, ayudó a sus anfitriones a preparar una comida y encontró un lugar para que su hermano descansara y comiera.
Sabía que mañana tendría preguntas. Necesitaba saber cómo había vivido esta gente, cuáles eran sus esperanzas. Necesitaba compartir noticias de los niveles superiores. Necesitaba saber si renunciar a su bláster o usarlo contra el Imperio.
Pero esa noche, pudo dejar esas preocupaciones a un lado. Esa noche, encontró el hogar y la familia en las profundidades de Coruscant.

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