El fin de la historia
Alexander Freed
Antron no sabía mucho acerca de cazas estelares,
pero tenía la fuerte sensación de que un ala debía estar pegada a su nave, y no
dispersa en fragmentos ardientes entre los arbustos azules de las llanuras de
una luna sin nombre. Mientas apartaba nubes de humo, maldiciendo su edad y su
abultada barriga, decidió que era muy probable que el piloto de este caza
estelar en concreto –que apenas una hora antes había caído como un ardiente
meteorito pasando sobre la meseta a la que Antron llamaba hogar- estuviera de
acuerdo.
Esperaba que esa no fuera la única cosa en la que él y el piloto estuvieran de acuerdo, ya que
carecía del carisma o los músculos para mantener a raya a un airado pirata o a
un criminal fugitivo. Pero se tranquilizó lo mejor que pudo:
-El Maestro Jedi Vonkhel consiguió hacerse amigo
del Señor Sith de Gairm –murmuró-. Todo lo que tú tienes que hacer es no reconocer ninguna estupidez.
Conforme Antron se acercaba a la cabina del caza
estelar, el parabrisas saltó, se estremeció y luego se fue alzando poco a poco.
Una figura con un traje de vuelo cubierto de carbonilla, grasa y sangre seca
trepó fuera de la nave y saltó tambaleándose a tierra.
La voz de la figura era tensa y aguda.
-Necesito encontrar a Antron Bach.
Antron se quedó inmóvil un instante, luego se
apresuró a avanzar y vio bajo la mugre a una mujer lo bastante joven como para
ser su nieta.
-Yo soy
Antron Bach –dijo, antes de advertir que la mano de la mujer estaba posada
sobre el bláster de su cadera. Se acabó lo de no reconocer ninguna estupidez,
pensó.
-Soy Miru Nadrinakar –dijo la mujer-, de la
Resistencia Corelliana. Tenemos que salir corriendo.
Antron comenzó a formular una pregunta, pero
mientras elegía de entre la media docena de ellas que le venían a la mente,
pudo ver algo a través del humo; un trío de luces en el cielo, parpadeando y
siguiendo una ruta quebrada entre las estrellas.
-Cazas TIE –explicó Miru. Avanzó cojeando y pasó su
brazo sobre los hombros de Antron para apoyarse. Apestaba a sudor, y él se
encogió ante su inesperada cercanía-. Su fragata está al otro lado del sistema
–añadió, y mostró una sonrisa sombría-. Me ocupé de sus motores. Tardará unas
tres horas en llegar aquí.
Antron caminó a trompicones mientras Miru le
instaba a alejarse de los restos, y luego rápidamente encontró el ritmo
adecuado conforme la conducía cruzando los matorrales de la llanura hacia la
meseta. Ella cojeaba de la pierna derecha, y aunque Antron trató de buscar
algún comentario superficial para distraerla de su dolor, se lo pensó mejor
cuando vio la concentración en sus ojos.
Las luces parpadeantes sobre sus cabezas se volvían
más brillantes.
-Me he ocultado otras veces de las patrullas
imperiales –dijo, tratando de infundir valor con su voz-. Cerraremos las escotillas,
les haremos pensar que estás vagando por las llanuras...
Miru le interrumpió, seca y brusca.
-Nada de ocultarse –dijo-. Necesito armas y
transporte de inmediato.
-¿Cómo dices? –preguntó Antron.
Miru agarró a Antron con más fuerza mientras caminaban.
-El Imperio está planeando una purga en las células
de resistencia. Tengo un día para llegar a Corellia y advertirles.
La voz de Antron bajó una octava.
-Busquemos un refugio –dijo.
Cuando alcanzaron las sombras de la meseta y Antron
se volvió hacia la cara del acantilado, escucharon el sonido del trueno. Antron
no había visto una tormenta en todos los años que llevaba en la luna.
-Están bombardeando el lugar del accidente –dijo
Miru, y Antron asintió y buscó coraje en su interior.
Se recordó a sí mismo: El Maestro Jedi Va Zhurro
pasó seis meses cuidado de unos refugiados en un sótano durante las Guerras
Clon. Antron podría sobrevivir a un bombardeo de uno o dos días.
En la base de la meseta, donde los esqueléticos y
retorcidos arbustos de vegetación no conseguían trepar por la escarpada pared,
Antron condujo a Miru a través de una grieta apenas más ancha que sus hombros.
La grieta, sin embargo, conducía a una gran puerta de acero insertada en la
piedra casi camuflada por el polvo.
Con un gemido, Antron trepó sobre un pedrusco. El
oxidado panel de mandos de la puerta estaba a más de dos metros sobre el suelo,
y se esforzó por introducir el código.
-Los geonosianos colonizaron este lugar hace siglos
–dijo mientras la puerta se abría con un zumbido- y lo abandonaron no mucho
después. La meseta está plagada de madrigueras. El único problema es que la
mayoría de los geonosianos vuelan, y
yo no soy un tipo alto.
Miru no dijo nada mientras Antron volvía a su lado.
Él suspiró y le hizo avanzar por un túnel al interior de la cámara.
En una gran caverna soportada por pilares de metal
desnudo, se amontonaban estante tras estante de cartuchos de datos brillantes y
parpadeantes que hacían resplandecer el aire polvoriento. Entre los estantes
había largas mesas con curiosos artilugios: pergaminos escritos a mano y
vajillas de plata compartían protagonismo con cubos cristalinos delicadamente
tallados y una mano cibernética de seis dedos. Algunos de los objetos habían
sido conservados y cuidados con esmero, mientras que otros mostraban manchas u
óxido que Antron había sido incapaz de evitar.
-¿Qué es todo esto? –preguntó Miru.
-Esto –dijo Antron, con una ligera sonrisa y un
movimiento de la mano- es lo que queda de los Jedi de la Antigua República.
Miru agitó la cabeza y luego siguió avanzando,
caminando intranquila entre los estantes.
Antron continuó.
-Estás contemplando generaciones de historia:
diarios, archivos del templo, tratados filosóficos. Sables de luz rotos y cosas
por el estilo. Vestigios de un mundo mejor. Todo lo que el Imperio quiere que
olvidemos.
Miru se volvió hacia Antron, con los ojos abiertos
como platos.
-¿Eres...?
Antron le devolvió la mirada; entonces se dio
cuenta de lo que le estaba preguntando y soltó una carcajada.
-No, no soy un Jedi. Vendía antigüedades antes de los tiempos oscuros. Hice amistad con varios
Jedi porque consigues mejores precios cuando te tomas algo con tus clientes...
aunque sólo te estés tomando un té.
Durante un instante, Antron recordó los buenos
viejos tiempos, riendo con contrabandistas, académicos o arqueólogos en una
cantina de Coruscant; tasando cachivaches o intercambiando historias con
Padawans. Echaba de menos tomar algo con ellos. Echaba de menos hablar con ellos.
Se pasó una mano por el cabello que le quedaba.
-Cuando todo comenzó a ir mal, y el Maestro Uvell
me pidió que ayudara... –Sonrió amargamente-. ¿Sabes que una vez me llamó
charlatán de feria? No fue demasiado amable por su parte, pero luego me dio una
nave, la cargamos con todos los objetos que pudimos encontrar y me habló de
este lugar. Debía de estar desesperado.
Miru no dijo nada. Antron se sintió obligado a
llenar el silencio.
-He estado aquí desde entonces. No fue demasiado
inteligente por mi parte, pero no me gustaba demasiado el aspecto del Imperio,
y no tenía agallas para decirle “no” a un héroe de guerra como Uvell...
-Tu nombre y coordenadas estaban en un viejo
archivo de la resistencia. Tus Jedi debieron transmitirlo –dijo Miru. Levantó
un fragmento de metal de una mesa y le dio vueltas entre sus manos; la última
de las Crónicas de Med’eeth, recuperada de las ruinas de Ossus antes de que
Antron hubiera nacido-. No sé mucho sobre ellos –dijo-. Era una niña cuando
murieron.
-Para eso estoy yo aquí –dijo Antron, relajando su
voz-. Cuando el Imperio caiga finalmente, dentro de cien o de mil años, la
galaxia tendrá que volver a aprender muchas cosas. Los Jedi eran los mejores de
todos nosotros, y quiero que sus historias perduren.
Miru frotó el metal carbonizado con su pulgar.
-La gente merece una historia y héroes en los que
poder fijarse –continuó Antron-. Por eso no puedo ayudarte a escapar a
Corellia. Si los imperiales ven despegar una nave...
-Sabrán que aquí hay una base. El Imperio te
encontrará y lo quemará todo.
-Sí –dijo Antron.
Miru arrojó el fragmento de metal sobre la mesa y
el sonido resonó por toda la caverna. Se enderezó, con una mueca de dolor
debida al ruido o a sus heridas, y miró a Antron.
-Entonces lo siento –dijo-. No estoy aquí para
poner en peligro tu misión. Pero la resistencia tiene más prioridad que...
–hizo un gesto con la mano señalando los fragmentos-... las historias.
Se pusieron en pie y se miraron mutuamente durante
un rato.
Entonces Antron soltó un bufido y forzó una
sonrisa.
-Bueno –dijo-, puedes volver a tu nave si quieres.
O si no, podemos trabajar juntos, de momento, para salvar nuestras dos vidas.
Miru se limitó a fruncir el ceño.
-No le serás útil a la resistencia si mueres
–añadió Antron encogiéndose de hombros.
***
-La buena noticia –le dijo Antron a Miru mientras
reptaban por estrechos túneles que ascendían hacia la meseta- es que las
madrigueras de la colonia son bastante robustas. Y difíciles de localizar,
además. Los bombarderos no deberían preocuparnos.
-¿Y la mala noticia? –preguntó Miru.
-Tan pronto como esa fragata imperial se acerque,
hasta el oficial de puente más obtuso detectaría el generador de energía de la
colonia. Necesitamos apagarlo, o no pasará demasiado tiempo hasta que descubran
la cámara y la fragata convierta toda esta meseta en átomos. Eso es malo para
nosotros, sean cuales sean tus prioridades.
”Sin generador –continuó Antron-, significará que
no habrá luz, agua, ni aire filtrado. Estaremos incómodos mientras nos
ocultamos, pero con el tiempo tus perseguidores te darán por muerta o
desaparecida en las llanuras. Una náufraga sin aliados.
-Para entonces –dijo Miru con tono uniforme- será
demasiado tarde para salvar a la resistencia.
El generador estaba cerca de la cima de la meseta,
explicó él, en el antiguo centro industrial de la colonia; ahora sólo albergaba
unas pocas máquinas anticuadas y la desvencijada nave de Antron. Los túneles
les ayudarían a recorrer parte del camino, pero evitar los pozos verticales
geonosianos significaba que había que tomar un desvío por la pared del
acantilado.
-A menos –añadió él- que tengas alas escondidas
bajo ese mono de vuelo.
Mientras las nubes de polvo se arremolinaban y las
bombas retumbaban, Antron y Miru salieron a un sendero a mitad de camino de la
cima de la meseta y comenzaron a ascender hacia su destino por una pendiente
plagada de zarzas.
-Faltarán unas dos horas hasta que llegue la
fragata –dijo Miru en voz baja.
-Tiempo suficiente –respondió Antron, temiendo que
no lo fuera.
Mientras caminaban, deteniéndose sólo para echarse
al suelo cada vez que un caza TIE pasaba atronador sobre ellos, Antron se
encontró tarareando fragmentos de una vieja ópera bith: la historia de un
Caballero Jedi que regresaba para salvar a su pueblo tras viajar por las
estrellas. Desde que Antron había llegado a esa luna, sus opciones musicales
habían quedado limitadas; le había cogido cierto apego a la Canción de Lojuun.
Miru había estado con el ceño fruncido, cojeando
detrás de Antron y examinando el horizonte por si aparecía el enemigo. Pero
cuanto más elaborado se volvía el desafinado tarareo de Antron, más comenzaba a
sonreír ella, hasta que finalmente dejó escapar una sonora carcajada.
-Eres terriblemente alegre -dijo, cuando coronaban
la cuesta.
-Yo también estoy petrificado –dijo Antron-. Pero
los Jedi decían que el miedo conduce al sufrimiento, así que intento mantener
la mente ocupada.
-Cuando vives bajo el Imperio, aprendes a tener miedo.
-Tal vez por eso tanta gente... –comenzó a decir
Antron, antes de que la mano de Miru le golpeara con fuerza entre los hombros,
haciéndole caer de rodillas. Por un instante, Antron se preguntó si la había
juzgado mal; tal vez había decidido deshacerse de él y probar suerte por sí
misma.
Un segundo más tarde, Miru se había tumbado a su
lado, y Antron se avergonzó de haber dudado.
Juntos, miraron hacia delante, a la cima llana de
la meseta. A menos de cincuenta metros de distancia, cuatro figuras –tres de
ellas con armaduras blancas y una con el uniforme negro de un oficial imperial-
merodeaban por el borde del acantilado sosteniendo sensores de rango y
macrobinoculares.
Miru habló en voz baja y entrecortada.
-Coordinadores de búsqueda. Pensé que se
establecerían en el lugar del accidente. Deben de haber buscado un punto
elevado. Se quedarán vigilando, mientras más soldados buscan en el terreno.
-Están prácticamente encima de la escotilla del generador –susurró Antron-. Está oculta,
pero si la encuentran...
-Necesitamos un nuevo plan –dijo Miru-. ¿Puedes
sacarnos del planeta?
Antron negó con la cabeza.
-Tengo una nave, pero apenas puede alcanzar la velocidad
de la luz. Esa fragata no tendrá ningún problema para derribarnos.
Miru le apretó el hombro para darle confianza.
-Ya pensaremos en algo. No tenemos elección.
Llévanos allí.
Pero Antron no se movió.
-¡Si huimos, detectarán la colonia y destruirán la
cámara! –insistió-. Esperemos a que se vayan esos cuatro; luego entramos por la
escotilla y apagamos el generador.
-No van a irse
–dijo Miru-. ¿Dónde está tu nave?
En lugar de responder, Antron se puso en pie y
comenzó a correr por la cima de la meseta. Le temblaban las piernas mientras
agitaba frenéticamente los brazos para llamar la atención de los soldados de
asalto.
-¡Estáis aquí! –gritó-. ¡Gracias a las estrellas
que estáis aquí!
Ya eres un viejo loco y excéntrico, pensó Antron
para sí mismo. Cíñete al papel y todo irá bien.
Los soldados de asalto le apuntaron con sus armas.
-Esta es mi luna –explicó Antron apresuradamente-.
Vi el accidente... una pirata me
atacó. ¡Salió corriendo! ¡Os enseñaré donde ha ido! –dijo, señalando vagamente
los bosques secos más allá de las llanuras con arbustos.
Dos de los soldados de asalto se volvieron para
hablar con el oficial. El tercero mantuvo su arma apuntando a Antron.
Finalmente, uno de los soldados –Antron no pudo
distinguir cuál de ellos- alzó la voz.
-Al suelo. Se suponía que esta luna estaba
deshabitada.
Antron se puso de rodillas y trató de seguir
farfullando acerca de piratas incluso cuando se quedó sin nada nuevo que decir.
Pero pensaba que podía hacer que la idea funcionara. No necesitaba un truco
mental Jedi para dirigir la búsqueda lejos de la meseta. Sólo esperaba que Miru
siguiera sus instrucciones.
Ella podría apagar el generador. Podría esconderse.
Y Antron podría encontrarla una vez convenciera a los soldados de asalto de que
él sólo era un ermitaño loco y de que ella había salido corriendo hacia los
bosques o había quedado desintegrada por la explosión de una bomba.
A menos, por supuesto, que Miru robase su nave y
expusiera la colonia de todos modos.
Antron escuchó el sonido de botas crujiendo sobre
hierba quebradiza, y luego el chasquido y el siseo de un disparo de plasma.
Gritó dejándose llevar por el pánico instintivo y agarró con fuerza el suelo
rocoso.
Entonces se oyó otro disparo. Y un tercero.
Gateó hacia atrás, arañándose las palmas de las manos
con esquirlas de piedra y manteniendo la nariz pegada al suelo. Para cuando
consiguió reptar tras un pedrusco que podía servirle de refugio, los disparos
habían cesado.
Alzando la cabeza, Antron vio los cuatro imperiales
tendidos en el suelo, con llamas lamiendo los agujeros carbonizados de sus
vestimentas.
-Tu plan era estúpido –dijo una voz. Se volvió para
ver a Miru cojeando hacia él, con su bláster en la mano-. Te habrían matado y
se habrían quedado justo aquí.
Antron se puso en pie y la miró fijamente,
murmurando sonidos que no llegaban a formar palabras. Miru frunció el ceño,
acercándose a Antron y apoyándose de nuevo en él.
-Ya no necesitan buscar más –dijo, y Antron se dio
cuenta de que tenía razón. Súbitamente, el aullido de los cazas TIE se había
vuelto más fuerte.
***
La bomba más cercana estalló a menos de cien metros
de distancia, ensordeciendo y cegando a Antron. Durante esos escasos segundos
aterradores, Miru siguió avanzando, empujando a Antron con una fuerza que
debería haber perdido con el accidente.
Pero no parecía que los TIEs les estuvieran viendo.
La mente aturdida de Antron se esforzaba por comprender antes de alcanzar de
pronto una conclusión: El Imperio suponía que Miru había matado al equipo de
aterrizaje, y estaba bombardeando su última posición conocida.
Todavía no sabían nada sobre Antron o la cámara.
Para cuando Antron y Miru descendieron por una
escotilla a los túneles industriales de la colonia, la piel de Antron estaba
cubierta de una pasta formada por polvo y sudor. Miru le observó mientras se
apoyaba contra un muro de roca cubierto con tuberías metálicas y tenues lámparas
amarillas. Ella sudaba aún más que él, y en algún momento –durante la lucha o
el bombardeo, si no horas antes- había recibido un corte en el brazo izquierdo.
La sangre le goteaba en la palma de la mano.
-Gracias –dijo Antron-. Por salvarme la vida.
Varias veces.
Miru se encogió de hombros.
-¿Quién cuidará de este lugar si te vuelan en
pedazos?
Antron sonrió con tristeza.
-Si me vuelan en pedazos, este lugar es lo
siguiente.
Los túneles temblaron y se escuchó en la distancia
un gemido metálico cuando algo se soltó y cayó. Miru tomó el brazo de Antron y
comenzó a caminar de nuevo.
-Mi padre era historiador –dijo.
Antron meneó la cabeza, tratando de seguir su
lógica.
Miru siguió hablando.
-Creía en los Jedi. Creía en la República. Antes de
que el Imperio le alcanzara. –No miraba a Antron mientras hablaba-. No recuerdo
la vida antes del Imperio –dijo-. No sé si tu caverna llena de historias sirve
para algo. No puedo saberlo.
Llegaron a una bifurcación en el túnel, y Miru se
detuvo, esperando que Antron abriera la marcha.
-Pero tú crees en estas cosas. Casi mueres por
ellas. Si dices que tu misión tiene más prioridad... podemos hacerlo a tu
manera.
Antron contempló con sorpresa a Miru, viéndola de
pie, tan erguida como podía a pesar de su extremo cansancio, sus magulladuras y
corte, esperando sus órdenes sin emitir la menor queja.
Escuchó un tenue rumor lejano y pensó en el Padawan
Jedi Nes Ukul, que había dado su vida protegiendo a una especie cuyo idioma era
incapaz de hablar en un planeta cuyo nombre desconocía.
Fue el Maestro de Ukul quien dijo: “No hay acto más
desinteresado que perecer por la causa de otra persona.”
Antron tragó saliva, pensó en elogiar a Miru, en
darle las gracias, y decidió no hacerlo. Ella no parecía necesitar consuelo, y
él no tenía dignidad suficiente.
-Ve por la izquierda, y yo iré por la derecha –dijo-.
Hay un generador de apoyo que necesitas apagar mientras yo me encargo del
primario.
Miru frunció el ceño.
-¿Podrás apañártelas solo? –preguntó.
Antron agitó la mano, restándole importancia.
-Estoy viejo y gordo, pero puedo caminar por un
pasillo. ¡Vete!
Miru cojeó en la oscuridad. Antron giró sobre sus
talones y se dirigió por un pasillo estrecho, saliendo a una cámara con hileras
de consolas y abarrotada de cajas de suministros y herramientas. El generador
zumbaba reconfortante bajo el suelo, y después de examinar el entorno se limpió
el sudor de la frente y se puso manos a la obra.
Pensó en Miru, y en como en unos instantes llegaría
a la bahía del hangar y se daría cuenta de que le había mentido acerca del
generador de apoyo. Tendría que dejarla encerrada allí por si acaso trataba de
volver y encontrarle. Después de eso, podría dar potencia a las puertas del
hangar para que pudiera montar en la nave, alejándose de la meseta y de la
luna.
También estaba la fragata imperial. Tenía que crear
una distracción para dar a Miru alguna posibilidad de escapar intacta del sistema.
Para eso, más que un plan lo que Antron tenía era un puñado de tácticas
dilatorias: La rutina del “viejo confuso”; tal vez un mensaje falso del equipo
de búsqueda. En algún lugar, la colonia incluso tenía unas cuantas armas
esperando a ser activadas; con suerte, podrían funcionar.
Antron pulsó un comando en la estación de trabajo,
y luego rebuscó en una caja, buscando los planos de la colonia.
Mientras depositaba una caja de herramientas sobre
una tercera consola y se sentaba con un suspiro, se preguntó si Miru entendería
qué le había hecho cambiar de opinión.
Pensó en todos los Jedi cuyas historias había
leído, sus nobles acciones, sus nobles muertes. Miru no necesitaba su
inspiración; había aprendido la nobleza incluso bajo las botas del Imperio. Y
ella le había recordado los ideales que él quería proteger.
Sacrificar la cámara sería una tragedia. Sacrificar
a la resistencia –sacrificar a hombres y mujeres duros y valerosos que luchaban
cada día- no parecía algo muy propio de un Jedi.
Los Jedi morían protegiendo a las personas por encima de las cosas.
Antron tarareaba de nuevo mientras limpiaba con la
manga el polvo de una pantalla y veía cómo su nave cobraba vida. Miru había
captado la idea.
La sala del generador tembló, con las vigas de
metal gimiendo como cazas TIE, cuando golpeó otra bomba. Activó los escáneres,
los vio parpadear mientras la fragata imperial se colocaba en órbita alrededor
de su luna. Hizo chasquear sus nudillos y trató de no pensar en la cámara.
Tenía un trabajo que hacer. De un modo u otro, Miru escaparía ilesa.
Y tal vez si tenía suerte –si la Fuerza le
acompañaba- la cámara sobreviviría después de todo. Si la meseta se derrumbaba
bajo una tormenta de plasma, algún investigador con iniciativa podría excavar
los escombros dentro de uno o dos siglos. Y si de algún modo Antron sobrevivía a la experiencia, bueno…
Se rio mientras recordaba una última historia y una
última lección: Puede que los Jedi se sacrificaran a sí mismos, pero jamás
abandonaban la esperanza.
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