viernes, 30 de mayo de 2014

Escuadrón Bastardo (III)



Conmoción era una palabra demasiado suave para lo que experimentó la flota rebelde al darse cuenta de que los escudos de la parcialmente completada Estrella de la Muerte estaban activos. Pero aún fue más alarmante el hecho de que habían sido eficazmente rodeados por la mayor flotilla de Destructores Estelares jamás reunida; una masa de naves que se extendía por el cielo. Estaban atrapados. Fox maldijo en voz baja mientras el comunicador de su ala-A se llenaba con las voces urgentes de los otros comandantes de ala pidiendo instrucciones. Asimiló la situación; la fuerza de ataque principal de los rebeldes liderada por el general Lando Calrissian en el Halcón Milenario había detenido su ataque contra la estación de combate y estaba viéndoselas con enjambres de cazas TIE desplegados desde la flota imperial. Tras ellos, los Destructores Estelares se preparaban para matar. La pantalla táctica de Fox parecía una telaraña de varias capas de interferencia electromagnética. No le sorprendió en absoluto cuando recibió órdenes cancelando la misión de retaguardia y reasignando su ala de inmediato.
-Ya era hora –dijo Moonsong.
-Deja esa cháchara, Bastardo Tres –saltó Stramm. Moonsong se cayó mientras Fox emitía las nuevas órdenes. No había tiempo de explicarles el porqué de la situación. Su trabajo no era pensar; de hecho, cuanto menos pensasen en ese momento, mejor. Pero en el caso improbable de que los comandos rebeldes que habían aterrizado en la luna consiguieran desactivar el escudo de algún modo, la flota iba a necesitar pivotar rápidamente y dirigirse hacia la Estrella de la Muerte. Iban a necesitar hacer que cada segundo contase. Y no iban a tener tiempo de abrirse paso luchando entre cada vez más Destructores Estelares. Uno en concreto se estaba desplegando justo enfrente del escudo...
Fox lo reconoció como el Devastador.
La nave que Vader capitaneó una vez. La nave que había matado a su familia. Apretó los dientes y activó su micrófono.
-Jefe Bastardo a Escuadrón Bastardo. Seguidme en formación uno-siete-cero-delta.
El Escuadrón Bastardo se separó y luego se reagrupó como una bandada de pájaros, lanzándose hacia la gigantesca nave en formación de punta de flecha. Pero cualquier esperanza que Fox pudiera tener de un ataque rápido contra la inmensa nave se desvaneció cuando dos docenas de interceptores TIE aparecieron desde la popa de la nave y fueron directamente hacia ellos. Fox se sintió hundido al verlos acercarse a toda velocidad en sus pantallas. Sabía en el fondo de su corazón que la mayor parte de sus pilotos apenas habían aprendido las técnicas necesarias para lanzar pasadas de ataque contra una nave capital. Y ahora iban a tener que luchar nave a nave con cazas TIE experimentados. Pero la situación era la misma en todas partes de la flota. Estaban rodeados. Se había acabado.
Pero no era cierto.
Fox dibujó una sonrisa. Puede que no fueran capaces de ganar, pero al menos ofrecerían a los imperiales una lucha que jamás olvidarían.
-Escuadrón Bastardo... ¡comenzad vuestro ataque!

Escuadrón Bastardo (II)


El almirante Jhared Montferrat estaba empezando a hartarse de todos esos gritos.
No era un sonido que uno escuchara habitualmente a bordo del Devastador. Su tripulación era de lo mejor que había, y estaban orgullosos con razón de la tradición única de la nave. Y en ese preciso momento, ese orgullo no podía ser mayor: después de meses de atosigar al comercio rebelde, la nave iba a reunirse con Vader y su flota en Endor. Podían estar a las puertas de la batalla final de la guerra, y eso significaba que realmente no había tiempo para distracciones. Así que cuando resultó que el Devastador capturó a unos presuntos contrabandistas de camino al sistema, las órdenes de Montferrat fueron tan simples como duras.
Lo que significaba que había muchos gritos.
Montferrat observó a los cuatro hombres esposados con su único ojo gris. Ya había escuchado suficientes de sus protestas desesperadas alegando que no eran espías rebeldes. Ciertamente, existía la tenue posibilidad de que pudieran estar diciendo la verdad acerca de ser simples comerciantes, pero en última instancia eso no suponía ninguna diferencia. Montferrat había descubierto a lo largo de sus muchos años de mando que era mejor mantener a la tripulación centrada en su misión. Esa era una de las muchas lecciones que había aprendido en los tiempos pasados cuando el Devastador servía como nave insignia personal de Darth Vader. Una tripulación centrada era una tripulación menos proclive a cometer errores, y Montferrat creía en tratar los errores de forma rápida y definitiva. Así que siempre era bienvenida una oportunidad de mostrar el castigo para las transgresiones.
Saludó secamente con la cabeza a los soldados de asalto; cerraron de golpe la puerta de la esclusa, cortando de raíz los gritos. Uno de los contrabandistas comenzó a golpear la ventana, pero Montferrat no se molestó en mirar. Esperaba que si alguna vez llegaba su hora, se enfrentara a ella con más dignidad de la que estaban mostrando esos hombres. Los soldados de asalto abrieron la esclusa por el exterior y los golpes cesaron. El sargento dio un paso adelante.
-¿Qué deberíamos hacer con su nave, almirante?
-Déjenla a la deriva y que los equipos artilleros la usen para prácticas de tiro. Puntúe la maniobra y hágame saber si algún equipo artillero no logra alcanzar el cien por cien.
Sin esperar respuesta, Montferrat giró sobre sus talones y se dirigió de vuelta a la cubierta de mando. Tomó el camino largo para llegar, por supuesto. Siempre caminaba por las cubiertas antes de una gran operación; le gustaba hacer saber a los oficiales y a la tripulación que estaba observando todos sus movimientos. Esa era otra cosa más que Lord Vader le había enseñado. La verdad sea dicha, no esperaba que hubiera demasiada acción en la operación que tenían por delante; no había modo de que los sorprendidos rebeldes pudieran aguantar la asombrosa muestra de poder que el Emperador había reunido para poner fin a sus locuras sediciosas de una vez por todas. Aún y todo, su mente analítica repasaba una y otra vez los detalles de la misión, y pretendía llevarla a cabo a rajatabla.
Montferrat llegó al puente para encontrarse con el comandante Gradd ataviado con su inmaculado traje de vuelo. No cabía duda de que Gradd era uno de los mejores pilotos de caza TIE de toda la flota, pero Montferrat encontraba que su naturaleza ostentosa era una continua fuente de fastidio. Se aclaró la garganta.
-Comandante, quiero que salga con sus interceptores y tome posición a popa de la nave.
Gradd alzó una ceja y pasó su dedo índice a lo largo de su bigote perfectamente delineado.
-Creía que íbamos a apoyar las operaciones de la Estación de Batalla, almirante.
-Y así es, sólo que ahora lo harán más cerca de esta nave cuando nos enfrentemos a la flota rebelde.
-Señor, ¿puedo sugerir...?
-No puede. Teniendo en cuenta que incluso la más pequeña de sus naves de ataque posee hipermotores, no quiero que ningún ataque de cazas me tome desprevenido, y quiero ser libre de maniobrar contra sus naves capitales tan pronto tengamos vía libre.
Gradd hizo una leve inclinación de cabeza y ofreció a Montferrat una sonrisa retorcida.
-Una sensata alteración del plan, señor. Permítame felicitarle...
-Ahórreme eso, comandante. Después de que hayamos ganado la batalla, estoy seguro de que habrá tiempo suficiente para las felicitaciones de rigor. Retírese.
El talentoso piloto de cazas se dirigió a la salida del puente. Su ego era tan grande que casi le impedía cruzar la puerta. Tras él, Montferrat mantenía en secreto su furia. Nadie habría osado cuestionar las órdenes de Vader cuando él estaba al mando de esta nave. Montferrat podía dar fe de ello de primera mano, al haber visto con sus propios ojos cómo Vader asfixiaba mediante la Fuerza a más de un desafortunado oficial imperial. Montferrat había vivido cada día con el temor a ese letal agarre cuando era un subordinado de Vader a bordo del Devastador... y (aunque jamás se lo habría admitido a sí mismo) había sentido algo más que un ligero alivio cuando Vader convirtió al Ejecutor en su nave insignia.
Aunque Vader ni siquiera necesitaba estar en la misma nave para cobrarse su castigo. Y, en cualquier caso, ahora mismo el Ejecutor estaba visible en las pantallas; una nave imposiblemente grande, con los Destructores Estelares a su alrededor como peces piloto rodeando a un tiburón. Al mirar a su nueva nave insignia, Montferrat casi deseaba que Vader le hubiera tomado como oficial para servir en el puente del Ejecutor. Pero sabía que tales pensamientos eran estúpidos. Montferrat era el garante de un legado vital... de una confianza sagrada. El Devastador había atestiguado batallas históricas; había servido en el bloqueo de Hoth, e incluso había capturado en una ocasión a la princesa Leia Organa. Quien sabía, tal vez tuviera otra oportunidad de enfrentarse a ella en la batalla que se avecinaba. La nave había sido actualizada docenas de veces con los últimos sistemas y armamentos, manteniéndola en posición de competir en igualdad de condiciones con las nuevas naves capitales en servicio. Por tanto, el mando del Devastador seguía siendo uno de los más prestigiosos de la flota. Montferrat habría sido el primero en decir que tenía suerte de estar donde estaba, pero todos cuantos servían a su mando sabían perfectamente que el almirante creía firmemente que la suerte no existía. Alzó la vista, recuperándose de su ensoñación, para ver a un oficial de puente alterado señalando una pantalla táctica.
-Almirante: la flota rebelde acaba de salir del hiperespacio.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Escuadrón Bastardo (I)

Escuadrón Bastardo1 
(1ª parte)
David J. Williams y Mark S. Williams

Gina Moonsong abrió la compuerta de su cabina y se deslizó por la escalerilla hasta la cubierta del hangar. Se retiró el casco de vuelo para revelar su cabello pelirrojo con el corte radical que lucía desde Dantooine, y se secó el sudor de su piel olivácea. Antes de poder entregar el informe de vuelo al jefe de equipo, la atronadora voz de barítono del líder de ala auxiliar resonó por el hangar.
-¡Vista al frente, cadete!
Moonsong se quedó inmóvil en posición de firmes, con el fantasma de una sonrisa flotando al borde de la insubordinación mientras el teniente Braylen Stramm acercaba su rostro al de ella para mirarla frente a frente. Parecía todo lo molesto que podría estar cualquier oficial que acabara de presenciar cómo un vital ejercicio de entrenamiento fracasaba... y aún más cuando la orden para avanzar sobre la Flota Imperial podría llegar en cualquier momento.
-Por los tres soles, ¿qué creías que estabas haciendo, cadete?
Moonsong dudó mientras los pilotos salían de sus naves a su alrededor. Las expresiones de sus rostros variaban desde el fastidio -¿otra vez la extranjera causando problemas?- hasta el interés profesional: ¿cómo iba a encargarse su comandante, tan amigo de seguir el reglamento al pie de la letra, de la última infracción de la niña problemática del escuadrón? Ella sostuvo la mirada de Stramm, mirándole a los ojos, y sonrió sardónicamente.
-Completar la misión. Con éxito, señor.
-¿Con éxito? Los ordenadores no dicen eso. Fuiste destruida. Junto con la mitad del escuadrón.
-Señor, obtuvimos tres impactos en el Destructor Estelar. Señor.
-Salvo que eso no era un Destructor Estelar. Era un puñado de drones en el espacio simulando la posición de un Destructor Estelar. Y rompiste la formación para conseguir esos impactos. Después de lo cual fuiste aniquilada.
-Con el debido respeto, señor, los cálculos que envió el líder de ala eran erróneos.
-¿Y después de menos de cincuenta horas, tú eres una experta pilotando un ala-B? Esto no es lo mismo que sacar contrabando de Coruscant, cadete. Cuando salgamos a la batalla no será contra algún crucero de seguridad local. Nos enfrentaremos a la Armada Imperial.
-Bueno, usted lo sabe todo acerca de ella, ¿no?
Un momento de silencio asombrado. Luego Stramm tomó una respiración profunda para sancionar a Moonsong con un inevitable castigo disciplinario. Pero antes de que pudiera hablar:
-Ya basta.
El comandante de ala Adon Fox se acercó a ambos a grandes zancadas. Rechoncho y de rostro colorado, compensaba su falta de físico de guerrero con reflejos y habilidad mental. Era conocido en toda la flota como un extraordinario líder de pilotos. Pero ahora todo lo que podía hacer era evitar que se mataran entre ellos.
-Voy a fingir que los últimos cinco segundos nunca han tenido lugar –dijo-. Porque la cadete tiene razón. Mis números estaban equivocados. –Moonsong comenzó a responder, pero Fox la interrumpió-: Pero en lugar de comenzar un combate individual ahí fuera, debería habernos advertido antes de lo que iba a hacer.
-Señor, no tenía tiempo...
-Pues saque tiempo de donde sea -dijo con una voz tan fría y cortante que Moonsong supo que no era buena idea replicarle-. Todo el sentido de un escuadrón de ataque de alas-B se basa en que la unión de las naves actúa como un multiplicador de fuerzas. Si integramos nuestros vectores de ataque, tenemos muchas más probabilidades de completar la misión con éxito... y vivos. ¿Entendido?
-Sí, señor.
-No creo que ella lo entienda en absoluto –murmuró Stramm.
-Consiguió llevar a cabo la tarea, teniente; nadie dijo nunca que esta guerra fuera a ser fácil.
Fox se volvió hacia una cabizbaja Moonsong. A la cadete, los ojos negros del comandante le recordaban a los de su antiguo mentor, Barthow Quince. Tenían ese mismo aspecto de decepción que le causaba un nudo en el estómago.
-Esta no es su guerra personal, cadete. Si creyera que serviría de algo, revocaría su estatus de vuelo aquí y ahora, pero, francamente, ahora mismo no tenemos suficientes pilotos.
Alzó un poco más la voz, dejando que resonara por toda la cubierta del hangar.
-Resulta que acabo de recibir nuestras órdenes del almirante Ackbar. Mañana es la gran fiesta. La flota se traslada a Endor. Pero no participaremos en el asalto principal. Salvaguardaremos las líneas de comunicación de la flota y vigilaremos la reta...
-¿¡¿Retaguardia?!? –Moonsong no pudo ocultar su decepción-. No he llegado hasta aquí sólo para...
-Ya basta, cadete. Tenemos nuestras órdenes. Pueden retirarse.
Fox dio media vuelta sobre sus talones, y se alejó a grandes pasos por la cubierta de vuelo. Tenía emociones encontradas acerca de que el escuadrón no estuviera en primera línea. Por una parte, ansiaba asestarle un golpe al Imperio. Pero (por mucho que odiara admitirlo) el escuadrón simplemente no estaba listo. Y en cuanto a Stramm... lo hacía con buena intención, pero, francamente, estaba poniendo demasiado empeño. Lo que era de esperar; Stramm era un antiguo oficial de la Armada Imperial que estaba acostumbrado a la disciplina estricta y a seguir la cadena de mando. Necesitaba darse cuenta de que la Alianza no tenía los mismos recursos para entrenar a sus pilotos. La mayoría de ellos nunca había pilotado cazas antes en toda su vida. Demonios, la mayoría de los nuevos cadetes de vuelo procedían de mundos perdidos con poca o ninguna experiencia militar.
Como era el caso de la tal Gina Moonsong. Como tantos otros de los que poblaban la rebelión, carecía de entrenamiento formal y había aprendido a pilotar en las rutas de contrabando de Coruscant. Puede que Moonsong tuviera una constante aversión a las normas y regulaciones, pero no podía negarse que era una piloto asombrosa. Ciertamente, mejor que él mismo, tal vez incluso tan buena como el legendario Wedge Antilles.
Fox no pudo evitar sonreír mientras pensaba en la auténtica razón de la fricción entre los dos pilotos. Pensaban que habían sido muy cuidadosos, pero si Fox tenía algún don, era su capacidad de observación, y había visto brillar la química entre ellos desde el momento en que se pusieron los ojos encima por primera vez. Si habían llevado las cosas más lejos que eso... bueno, eso no era asunto suyo. Las relaciones con subordinados eran algo inaudito en la Armada Imperial, pero las cosas eran un poco más laxas en el seno de la Rebelión, donde no había tales restricciones más allá de lo que cada comandante de ala particular estuviera dispuesto a tolerar. Y Fox no sólo tenía cosas más importantes de las que preocuparse, sino que no tenía intenciones de establecer un doble rasero. En todo el escuadrón se chismorreaba acerca de cómo los generales tonteaban con princesas, y si acaso la rebelión se había hecho más fuerte por ello. El problema de Fox en su escuadrón no eran las relaciones ilícitas; era el entrenamiento. Su gente aún estaba verde. Aún estaba asustada.
Él había estado igual, no hace tanto tiempo. Cuando comenzó la Batalla de Hoth, él llevaba menos de un centenar de horas de vuelo, y aun así pretendieron que pilotase su ala-X solitario como escolta de un transporte de escape. Parecía una misión suicida, pero de algún modo no había cedido y había sobrevivido. Con lo que no contaba era con que el transporte de su esposa fuera destruido al despegar por el bloqueo de Destructores Estelares. Pero después de eso, Fox no volvió a sentir miedo. A decir verdad, no sentía gran cosa en los últimos tiempos. Y no tenía ningún problema con ello. Se acostó en su catre, sabiendo que no habría forma de que lograse dormir  antes de la operación del día siguiente. Sabía exactamente por dónde vagarían sus sueños, y suponía que no tener sueños en absoluto era mejor que enfrentarse a los fantasmas del pasado.
Stramm tampoco podía dormir.
Se preparó algo de café, y se sentó a examinar esquemas de alas-B, alas-X, cazas TIE y Destructores Estelares. Por no hablar de la Estrella de la Muerte original. Había repasado todos los informes de la Batalla de Yavin; centrándose especialmente en los registros de las naves de Antilles y Skywalker. Habían logrado lo imposible, pero incluso ellos no habían tenido que enfrentarse con naves capitales custodiando la estación. Stramm sabía que esta vez la Armada Imperial no sería tan laxa en las inmediaciones, especialmente debido a que la estación distaba de estar operativa.
Conocía la lógica imperial, por supuesto... la conocía de primera mano. Tendrían al menos un puñado de Destructores Estelares disponibles, y probablemente emplearían gran cantidad de cazas TIE como avanzada a larga distancia. El plan del almirante Ackbar de salir del hiperespacio tan cerca de la Estrella de la Muerte como fuera posible parecía ser el único curso de acción posible, pero la idea de llevarlo a cabo ponía dolorosos nudos en el estómago de Stramm.
Sin embargo, no era la muerte lo que temía. Era el fracaso. Su fe en la rebelión no era precisamente ilimitada; no se había alistado porque creyera que podían ganar. Era sólo que estaba cansado de luchar por una fuerza opresiva; de aplastar con su bota la garganta de provincianos cuyo único delito era no postrarse con la suficiente rapidez. Hacía sólo un año que había desertado de su puesto en la guarnición imperial de Naboo y se había dirigido al Borde Exterior para unirse a la Alianza. Había terminado estallando, pensando que era mejor morir luchando contra la tiranía que continuar siendo su sumiso sirviente.
Y en ese momento parecía que finalmente iba a conseguir cumplir su deseo.
El timbre de la puerta rompió su concentración.
Stramm estaba algo más que ligeramente sorprendido cuando la abrió para encontrar a Moonsong allí de pie. Sus ojos esmeralda parecían casi brillar en la oscuridad. La tomó del brazo y tiró de ella hacia sus aposentos.
-¿Te ha visto venir alguien? –preguntó.
-Francamente, la gente tiene cosas más importantes de las que preocuparse. –Moonsong señaló los esquemas-. ¿Haciendo un repaso de última hora, teniente?
-¿Qué quieres, cadete?
Por un momento, ambos se miraron mutuamente. Luego...
-Quiero disculparme –dijo ella.
-Eso es nuevo.
-Por lo que dije en el hangar. No pretendía cuestionar tu lealtad. Estaba enfadada y eso no venía a cuento.
Stramm se encogió de hombros.
-Sólo estabas constatando un hecho.
-Sabes a qué me refiero.
-Claro. Yo también me calenté un poco... es sólo porque...
Moonsong dio un paso adelante y le puso la mano suavemente sobre el pecho.
-Sé por qué.
Stramm colocó su mano sobre la de ella.
-Vamos a salir de esta.
-No digas cosas que no sientas.
-¿Y qué quieres que diga?
-La verdad.
-La verdad es que nadie de nosotros sabe lo que va a ocurrir mañana.
Eso la hizo reír a carcajadas.
-¿Qué es tan divertido? –preguntó él.
-“Nadie de nosotros sabe lo que va a ocurrir mañana”... por eso precisamente tenemos posibilidades de éxito.
Él sonrió ante esa idea, y la atrajo hacia sí.


1 En el original, Blade Squadron. A la hora de traducir el nombre, traté de encontrar una palabra que comenzara con la letra B, como las naves usadas en el escuadrón (alas-B) y que fuera sinónimo de hoja o filo (blade). Encontré la palabra “bastarda”, que se refiere a un tipo de espada. Decidí que, pese a perder el sentido original de “hoja” o “filo”, y a la posible malsonancia y sentido peyorativo de la palabra, “Escuadrón Bastardo” podría ser un nombre adecuado, en la línea de otro famoso escuadrón con nombre “denigrante” (el “Escuadrón Rebelde” o “Pícaro”). Por otra parte, al contar la historia con personajes indisciplinados embarcados en una misión suicida, me pareció un divertido guiño a la película “Malditos Bastardos (Inglourious Basterds)” de Tarantino. En todo caso, como en otras ocasiones que me he encontrado con dudas en alguna traducción, estoy abierto a sugerencias para modificarla y/o mejorarla. (N. del T.)

martes, 27 de mayo de 2014

Plata y escarlata

Plata y escarlata
James S. A. Corey

-Seddia Chaan –dijo el guardia, repitiendo el nombre que figuraba en mis documentos de identificación.
-Sí –mentí.
Me devolvió los documentos, asintió con su gran cabeza verde grisácea, y se apartó. Traté de mostrar la sonrisa fría pero educada que supuse que una importante fabricante de armas ofrecería a un portero, y entré en el club. Después del calor y la humedad, pasar al aire fresco y seco era como llegar a otro mundo. Oolan era una ciudad barcaza en un mar abierto, con sus edificios unidos mediante puentes y separados por canales en una arquitectura en constante movimiento. Este mes, las corrientes la habían llevado al norte, casi al ecuador planetario. Al siguiente, flotaría hacia el sur hasta que el hielo azul verdoso chocase contra los cimientos de los edificios y la escarcha cubriese los pasamanos de los puentes. Para entonces, mis planes eran estar de vuelta con la flota rebelde, después de haber realizado mis entregas, y mi última identidad falsa sería un vago recuerdo. Si al día siguiente aún seguía en Oolan, significaría que había ocurrido algo inesperado.
Dado mi historial, no sería demasiado extraño.
El club privado estaba construido como una única sala circular con ventanas de tres metros de alto en el borde exterior. En el centro, un núcleo negro conformaba las salas de reunión privadas y ascendía a los niveles superiores. Una grabación de música de arpa bith llenaba el aire, con un sonido tan definido que parecía que las notas tuvieran bordes. En el exterior de las grandes ventanas, la ciudad ondulaba hacia arriba, hacia los lados, caía y volvía a levantarse, transportada por el oleaje oceánico. Una docena de lanchas repulsoras de brillantes colores zumbaban por el canal, con sus pilotos humanos y quarren en aparente competición para ver quién era el más temerario. Me alisé el dobladillo de la chaqueta y miré a mi alrededor con aire casual a la docena aproximada de miembros del club recostados en sillones o junto a las mesas. El hombre que yo buscaba era humano, de edad avanzada, y sólo lo había visto en fotos y hologramas. Tratando de parecer despreocupada, pulsé mi comunicador.
-¿Elecuatro?
-Señora –dijo la profunda y grave voz del droide.
-¿Hasta qué punto estamos seguros de que está aquí?
-Al noventa y seis por ciento.
-Muy bien, descríbeme ese cuatro por ciento restante.
-El general podría haber sido descubierto, y el individuo que pilotaba su transporte desde la base orbital podría haber sido un impostor –dijo mi droide centinela-. ¿Algún problema ahí dentro, señora?
-Sólo trato de encontrarle. Deja que dé otra pasada –dije, y corté la conexión.
Seddia Chaan, ingeniera de seguridad de la Cooperativa Salantech, habría caminado por la sala con los movimientos secos y estudiados y la actitud impasible de la ex agente que era. Ya que me estaba haciendo pasar por ella, lo fingí. Un droide de servicio flotó hacia mí y preguntó con una voz cuidadosamente diseñada si podía ofrecerme algo de beber. Seddia Chaan no tomaba sustancias intoxicantes, así que pedí un té. Los hombres y mujeres de las mesas y los sillones me miraron y luego apartaron la vista, educados y distantes de un modo que me habría revelado que estaba en el corazón del Imperio aunque me hubiera despertado ahí con la mente completamente en blanco.
Comencé la operación meses atrás, siguiendo el rumor de que el alcaide de una prisión política imperial podría haber comenzado a simpatizar con algunos de sus prisioneros. Ese rumor debía de llevar semanas circulando y degradándose, ya que no había ningún alcaide imperial, no había ninguna prisión involucrada, y el general Cascaan no tenía realmente demasiada simpatía hacia la rebelión. Pero aparte de que todos y cada uno de los datos fueran incorrectos, las cosas habían ido bastante bien. Seguí a Cascaan al sistema Entiia, encontré a su amante clandestina en Oolan, y comencé las negociaciones. Todo el proceso había sido tan seguro como hacer equilibrios con una rata de fuego verdoriana sobre la nariz, pero lo había logrado, todo salvo la última parte. El encuentro en persona y el intercambio.
Estaba en mi tercera pasada por la sala y casi había terminado mi taza de té, cuando lo reconocí. Estaba sentado solo en una pequeña mesa alta casi contra la ventana. Tenía la mano cubriéndole la boca y la mirada fija en el brillo cristalino y metálico del complejo de edificios, al otro lado del canal. Una vez que lo vi, pude perdonarme por no haberlo reconocido de inmediato. Todas las imágenes que había visto de él eran las de un hombre de espalda recta y barbilla erguida con brillantes ojos negros y una mirada desafiante. EL hombre de la mesa estaba encorvado. Su piel oscura tenía un tono ceniciento, y sus ojos estaban húmedos y vidriosos. Cuando se removió en su asiento, pude ver la fuerza física en su cuerpo, pero mientras estaba inmóvil, parecía el abuelo de alguien.
En mi trabajo, he visto toda clase de traidores, desde aquellos que temían ser descubiertos, a los que sentían placer con sus maldades, pasando por otros para los que sólo se trataba de negocios. El hombre de la mesa no era ninguno de esos. Parecía que eso le ponía enfermo. Eso era malo. Me puse la amable sonrisa de Seddia Chaan y comencé a acercarme a él.
-¿Señora? –dijo L4-3PO.
-Todo va bien, le he encontrado.
-Tenemos otro problema. Un vehículo ha aterrizado en la plataforma superior de la torre. El registro lo identifica como la nave privada de Nuuian Sulannis.
-Tal vez sea miembro del club –dije, sin aminorar la marcha.
-Las probabilidades de que el interrogador imperial que ha estado investigando al general llegue aquí por coincidencia cuando vais a reuniros son de...
-Estaba bromeando, cielo. Gracias por la advertencia. Mira a ver si puedes hablar con el sistema informático del club, y trata de retrasarle. Seré rápida.
-Sí, señora.
Me deslicé en la silla frente a Cascaan. Él alzó la mirada, y por un instante pudo verse la sorpresa en sus ojos. Luego mostró una lenta y triste sonrisa.
-Supongo que usted es Hark.
-Sí, señor –dije.
-Esperaba a un hombre.
-Es un prejuicio bastante común –dije-. No lo tomaré como algo personal.
Saqué el chit de créditos del bolsillo de mi chaqueta y lo coloqué sobre la mesa. El tablero negro de la mesa hizo que el chit plateado pareciera más brillante de lo que era. El general lo miró con el ceño fruncido y extrajo un cristal de memoria esmaltado en rojo de su bolsillo. Esperé, obligando a mi cuerpo a permanecer relajado y calmado mientras sentía  escalofríos al pensar en el interrogador jefe aterrizando su nave cinco niveles por encima de mí.
-Supongo que esos son los planos de los que hablamos –dije, tratando de mostrar un aire despreocupado sin dejar que la pelota se detuviera.
El general frunció el ceño y asintió al mismo tiempo. La presión de su pulgar y su índice sobre el cristal no disminuyó. Tuve la sensación de que si estiraba la mano para cogerlo, lo habría apartado de mi alcance. Cuando habló, su voz era grave y precisa.
-¿Alguna vez ha traicionado a alguien?
Sentí que el corazón se hundía en mi pecho. Los cambios de opinión a última hora siempre eran un riesgo en esta clase de operaciones. Normalmente, podía disponer de unas horas para hacer que el objetivo se emborrachara y se pusiera sensiblero, cantar algunas canciones acerca de la gloria y el amor perdidos, y ofrecer cualquier apoyo y consuelo que necesitase para hacer el intercambio. Esta no era una de esas veces. Si decidía rechazarme, los planos de la próxima generación de Destructores Estelares se desvanecerían ante mis ojos como humo entre los dedos. Además, probablemente me matarían. No eran los resultados que me interesaban.
-Lo he hecho, pero no a la ligera –dije-. Siempre tuve mis razones.
-¿Lamenta esas traiciones?
-No.
Dejó caer el cristal de memoria en la palma de su mano y cerró el puño a su alrededor. Había lágrimas en sus ojos. En otras circunstancias, habría encontrado ese gesto menos frustrante.
-He sido un leal súbdito del Emperador. He seguido las órdenes de mis comandantes. Me he dicho a mí mismo que estábamos trayendo el orden a la galaxia porque eso era lo que nos contaban. ¿Quién era yo para llevarles la contraria?
Me incliné hacia él y le puse suavemente la mano en la muñeca.
-Lo comprendo –dije.
-Si hacemos esto –dijo Cascaan-, seré responsable de la muerte de miles de soldados.
-¿Y si no lo hace? ¿Cuánta gente morirá si nos olvidamos de todo este asunto? ¿Y serán soldados, o gente inocente que simplemente vive en mundos a los que el Emperador ha decidido no respetar adecuadamente?
-Nadie tiene acceso a esto. Cuando salgan a la luz, se sabrá que me he vuelto contra ellos. Me matarán por esto.
Sus dedos no aflojaron su presa. Cambié de táctica, apartando mi mano y dando golpecitos con el dedo al chit plateado.
-Aquí hay suficiente dinero para que se ponga a salvo. Podrá desvanecerse en el Borde, encontrar un lugar tranquilo, un nuevo nombre. Un nuevo rostro. Estará bien.
-¿En serio, Hark? ¿Acaso mi conciencia no cuenta para nada?
No le presiones, me dije. Ya está medio aterrorizado, y si le metes prisa sólo servirá para que se bloquee. Respiré profundamente, dejé escapar el aire lentamente, relajé los hombros y suavicé mi expresión. El droide de servicio llegó siseando a mi izquierda con una nueva taza de té. La ciudad al otro lado de las ventanas se alzaba y descendía.
Tenía tal vez un par de minutos.
-Desde luego que cuenta –dije-. Tengo la impresión, señor, de que hay algo que quiere contarme.
-Sabe que dirigí el asalto a Buruunin.
-Lo sé –dije-. Perdí a personas a las que apreciaba en ese ataque.
-Las ciudades estaban indefensas –dijo-. Tan pronto como recibí la orden del bombardeo, supe que tendía que traicionar a mi Emperador. A mi Imperio. Esas muertes no traían ningún orden. Sólo miedo. Eran un error.
-Sin embargo, no canceló el ataque –dije, con más brusquedad de la que debería haber usado. Él no vaciló ni aflojó el agarre sobre los planos.
-No habría supuesto ninguna diferencia. Me habrían ejecutado, y mi segundo al mando habría dado la orden. La insubordinación es una forma estúpida de morir. Tengo mi honor, pero no soy ningún estúpido.
Me quedaba aproximadamente minuto y medio. Esto no estaba yendo bien.
-Después de eso –dijo el general Cascaan-, hubo innumerables colaboradores. Llegaban a cada puesto avanzado que establecíamos, gimoteando y llorando, diciendo que tenían información que vendernos. Dónde se ocultaban los rebeldes, quien les había ayudado, dónde estaban sus alijos de armas. Por unos pocos créditos, habrían vendido a sus madres.
-Estaban desesperados –dije-. Tenían miedo.
Se volvió para mirarme de frente. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que había estado evitando mis ojos. En su expresión había un dolor que me dejó sin aliento. Llevaba bastante tiempo trabajando en la clandestinidad, y en algún momento había dejado que Cascaan y personas como él se convirtieran para mí en una especie de enemigo sin rostro. Bueno, pues ahí estaba su rostro, y no era el de un inflexible líder de soldados.
-Yo estoy desesperado –dijo en voz baja-. Yo tengo miedo. Esa gente a la que despreciaba, y la despreciaba de verdad, Hark... ahora me he convertido en eso. Estoy vendiendo la confianza que se ha puesto en mí por dinero. Por seguridad. Por la hermosa mentira de que puedo ser un hombre mejor haciendo este pacto con el diablo.
-Ellos eran refugiados en un ataque militar a todo un planeta. Usted es uno de los hombres más poderosos del Imperio –dije-. Me parece que usted está en una situación bastante diferente.
-¿Y eso habla mejor de mí? ¿O peor?
-Mejor –dije, principalmente porque parecía la respuesta con más probabilidades de lograr que abriera los dedos. Me pregunté si, abalanzándome sobre él, sería capaz de conseguir los planos y escapar por la puerta antes de que alguien me detuviera. No parecía probable. Y si le decía que ambos estábamos a punto de ser arrestados por el Imperio, no me parecía que hubiera demasiadas probabilidades de que el proceso avanzara.
-No estoy de acuerdo –dijo el general-. Este trato es innoble. No me deja mejor que ellos. No puedo aceptar su dinero.
Se estaba retractando. Mi comunicador sonó. Con una mueca, respondí.
-No es buen momento, Elecuatro. Estoy en medio de un asunto.
-Señora, he hecho todo lo que he podido. Esa... situación va a requerir su atención.
Cascaan abrió su mano. El esmalte rojo captó la luz de la ventana, brillando en su palma como si tuviera sangre en el cuenco de su mano. Levanté la mirada hacia el muro oscuro de salas privadas y ascensores en el centro del club.
Hora del plan C.
-¿Puede seguir luego con ese tema? –dije, levantando un índice-. Volveré enseguida.
Caminé hacia los ascensores, pensando en todas las formas en las que esto podía desarrollarse y en cómo yo podía afectar a la situación que realmente se estaba desarrollando. El droide de servicio llegó velozmente para ver si quería algo para acompañar mi té, y lo aparté con un gesto. No podía distinguir si mi inestabilidad era debida a la adrenalina o si la ciudad había sido golpeada por olas más grandes de lo habitual.
-Elecuatro –dije por el comunicador-. ¿Sabemos dónde está?
-El interrogador Sulannis está en el ascensor, dirigiéndose a la planta principal, señora.
-¿Podemos apagar el ascensor?
-Ya he intentado hacerlo una vez, señora. Está usando su anulación de seguridad. No tengo acceso.
Toda una serie de soluciones se desplomó y murió. Por otra parte, había menos cosas en las que pensar. Ya estaba a menos de mitad de camino del centro.
-¿En qué ascensor está?
A mi derecha, la puerta de un ascensor se abrió y salió una anciana quarren. No era Sulannis.
-Elecuatro, ¿en qué ascensor está?
-Estoy consultándolo, señora.
-Más vale que sea rápido.
-El seis.
Giré hacia mi izquierda, sin correr, sino caminando más rápido. Mis opciones se reducían rápidamente. El sabor cobrizo del pánico llenó mi boca, y lo ignoré.
Las puertas del ascensor estaban esmaltadas en negro y eran lisas como un espejo. Hice que mi reflejo pareciera calmado, elegante, tal vez un poco aburrido. La diferencia entre a salvo y demasiado tarde iba a marcarse por escasos segundos. Las puertas se estremecieron y se abrieron deslizándose. Nuuian Sulannis estaba de pie en la cabina del ascensor, y la luz parecía caer sobre su uniforme negro como si este estuviera tejido con agujeros negros. Comenzó a salir, y fingí cruzarme en su camino, tratando de apartarme al mismo lado que él, creando un pequeño baile de embarazosos tropezones. Su ceño fruncido podría haber abierto la concha de un escarabajo keeb.
-Lo siento –dije. Y luego añadí-: ¿No es usted el interrogador Sulannis?
Tuvo tiempo para denotar sorpresa, y entonces planté una patada directa justo sobre su pelvis. El golpe estaba diseñado para hacerle tambalearse hacia atrás, y lo logró. Las puertas del ascensor se cerraron deslizándose y me colé entre ellas mientras él recuperaba el equilibrio. Pulsé el botón de la plataforma de aterrizaje.
La lucha cuerpo, especialmente en ocasiones como esta cuando el oponente era mucho más grande que yo, significaba técnicas de agarre. Comencé con una llave a su codo, pero se zafó de ella con suerte y fuerza bruta a partes iguales. Me golpeó dos veces en las costillas, pero el reducido espacio de la cabina del ascensor le dificultaba poner mucha fuerza a los golpes, dándome la oportunidad de hacer un barrido con la pierna que lo derribó al suelo. Una vez que tuve mi brazo rodeando su cuello, todo terminó, pero la asfixia tardó largos y terribles segundos en hacer efecto. Cuando finalmente quedó inerte debajo de mí, ya estábamos en la plataforma de aterrizaje. Pulsé los controles para llevarme debajo de nuevo antes de que nadie pudiera ver a una desaliñada ingeniera de armamento a horcajadas sobre el cuerpo inconsciente de un interrogador imperial.
Me quedaba una dosis de sedante en mi zapato. La usé en él, detuve el ascensor en el tercer nivel, arrastre a Sulannis al lavabo de señoras y lo introduje en un cubículo. Todo ello me costó menos de cinco minutos.
En mi descenso de vuelta, me recoloqué el traje, alisando las arrugas mientras trataba de pensar en cómo convencer al general para que realizara el intercambio. Tan pronto como se abrieron las puertas del ascensor, supe que todo había acabado. La pequeña mesa en la que habíamos estado sentados estaba vacía. No podía ver a Cascaan por ninguna parte. Conforme me acercaba, vi pequeñas volutas de vapor alzándose de mi taza de té. El nudo en mi garganta era decepción, y rabia, y frustración, pero también había algo más. Alguna parte de mi mente me advertía de que estaba pasando algo por alto. Esto no era lo que parecía.
-¿Señora? –dijo L4-3PO por mi comunicador-. ¿Todo va bien?
En la mesa negra, brillaba el chit plateado con el pago de Cascaan. A su lado, el rojo brillante del cristal de memoria. Había dejado los planos, y también el pago. Iban a capturarle, y él lo sabía, y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Cuando levanté la mirada, allí estaba. Fuera de la ventana, caminando por el puente del canal, alejándose de mí. Llevaba la espalda erguida y orgullosa, la cabeza alta. Era la primera vez que se parecía al hombre de los hologramas. Un guerrero, dispuesto a luchar. Dispuesto a morir.
Recogí los objetos plata y escarlata y los introduje en mi bolsillo antes de activar el comunicador.
-Hora de marcharse. Ve arrancando la lancha repulsora y volvamos a la nave. Necesitamos estar fuera de aquí antes de que Sulannis se despierte.
-Sí, señora –dijo el droide-. ¿Puedo preguntarle si ha conseguido lo que vino a buscar?
-Sí –dije.
-¿Y el general?
Cascaan alcanzó el otro lado del puente, giró a la derecha, y avanzó saliendo de mi línea de visión.
-Él también.

lunes, 26 de mayo de 2014

Martillo

Martillo
Edward M. Erdelac

La empuñadura del sable de luz zumbó en la mano de Telloti Cillmam’n cuando la siseante hoja cobró vida y bañó la pared de grabados inescrutables con un resplandor verde. No era el sable de luz de Telloti. Aún no había llegado a construirse el suyo propio. Y allí estaba el maestro Ryelli, satisfecho de usar su propio sable de luz como fuente de iluminación.
-Mantenlo firme –indicó el maestro Ryelli, con la voz amortiguada por su máscara respiratoria, frunciendo el ceño de su frente despejada mientras se encorvaba y recorría la piedra antigua con una mano con tres dedos. El maestro Ryelli había perdido los demás dedos de esa mano en la Arena Petranaki de Geonosis, tras años atrás, del mismo modo que había perdido a su Padawan, Lumas Etima. Telloti había conocido a Lumas. De niños, en el Templo Jedi, ambos habían sido iniciados del Clan Boma.
Aunque Telloti se había enfrentado en duelo con Lumas y la mayor parte de los demás iniciados durante las pruebas de aprendizaje, y los había vencido –antes de sucumbir finalmente ante Wollwi Enan, una chica de Berchest-, el maestro Ryelli había elegido a Lumas como su aprendiz Padawan. Ningún maestro había solicitado a Telloti. El Consejo de Reasignación lo había transferido al Cuerpo de Exploradores. Durante siete años había sido piloto de las naves exploradoras del Cuerpo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nunca había conocido otro hogar excepto los Jedi, había sido recogido muy joven como para recordar a sus padres o su hogar en Tanaab. No tenía otro lugar al que ir. Desde la infancia, le habían dicho que era especial, que la Fuerza le había escogido. Pero aparentemente la Fuerza había cambiado de opinión.
La guerra estaba en su cuarto año. Una guerra contra un auténtico Señor Sith, como los de las historias que los maestros Piell y Nu le habían contado de niño. Telloti ansiaba unirse a la lucha. Pensaba que tal vez, si pudiera demostrar ser un buen guerrero, el Consejo reconsideraría su decisión de no entrenarle. No era nada inaudito. El maestro Kenobi había languidecido en el Cuerpo Agrícola de Bandomeer antes de que Qui-Gon Jinn finalmente viera en él lo que otros no habían podido y lo tomara como aprendiz. Y mira a Kenobi ahora.
Pero había pocas probabilidades de que ocurriera eso junto a Ekim Ryelli. Después de haber sido herido en Geonosis, después de la muerte de Lumas, Ryelli había solicitado esta misión. Era arqueólogo, y quería estar tan lejos de la guerra como fuera posible, excavando la tierra y examinando fragmentos de cerámica.
La guerra estaba cerca. Más cerca de Telloti de lo que había estado nunca. Ord Radama, desde dónde habían partido para su última expedición, había pertenecido a los separatistas hasta hacía tan sólo un año. Pero sabía que estaba llegando a su fin. Pronto su oportunidad de probar su valía desaparecería. Siempre había disfrutado de las historias del maestro Piell acerca de los Caballeros Jedi y sus enfrentamientos con los Sith. No le parecía justo que le apartasen de la historia, incluso cuando estaba teniendo lugar a sólo parsecs de distancia.
-No reconozco estas letras –admitió Ryelli.
-¿En serio?
Eso era una sorpresa para Telloti. Si era antiguo y olvidado, seguro que Ryelli tenía que estar familiarizado con ello.
-¿No puede leerlas?
-Con tiempo suficiente... –dijo Ryelli. Capturó imágenes del muro con su tableta de datos, y luego acercó la mano a su sable de luz. Reticente, Telloti se lo entregó. Lo apagó y lo colgó de su cinturón, sumiéndoles en la oscuridad.
-Prueba ahora con tu luz -sugirió Ryelli.
Telloti frunció los labios. Había olvidado recargar las linternas portátiles antes de salir de la nave, y en lugar de regresar había recargado la batería de suya usando su tableta de datos. Activó su linterna, y un cono de luz se derramó en el suelo.
-Bien –dijo Ryelli, activando su comunicador-. Staguu, ¿me recibes?
La voz de su astrogador givin crepitó por el comunicador. Había permanecido a bordo de su nave, en una zona plana en el exterior de la estructura.
-¿Todo en orden, maestro?
Staguu Itincoovar también había fracasado en sus pruebas de aprendizaje, pero Ryelli lo había reclutado para el Cuerpo de Exploradores. Su especie tenía un don para el cálculo astrogacional, y su capacidad latente de la Fuerza lo mejoraba. Era un talento excepcional, pero el único que el extraño y huesudo humanoide poseía.
Ryelli decía que Staguu era su secreto mejor guardado. Había trazado el curso hasta allí, el remoto mundo de Nicht Ka, casi sin la ayuda del ordenador de navegación. Ryelli solía bromear diciendo que, si no tenían cuidado, la Armada se lo llevaría a la fuerza para server en algún crucero. Esa clase de comentarios irritaba a Telloti. ¿Y si Ryelli estaba pensando en entrenarle? El corazón de Telloti se estremecía al pensar que pudieran dejarle de nuevo de lado. Tenía un destino. Sabía que lo tenía. Se lo habían dicho, se lo habían grabado a fuego. ¿Por qué los Jedi, incluso la misma Fuerza, le habían abandonado?
-Sí. Voy a cargar algunas imágenes en el ordenador de la nave. ¿Puedes pasarlas por la base de datos de filología y transmitirme cualquier resultado?
-Desde luego.
Ryelli se acomodó sobre a una columna rota y Telloti observó su rostro bajo el brillo de su tableta de datos. Su vista se desvió hacia la mano con tres dedos y llena de cicatrices que la sostenía. Un droideka había hecho eso en Geonosis, arrancándole el sable de luz de la mano. Ryelli podría haber hecho que le colocaran prótesis cibernéticas en los dedos, pero se había negado. Ryelli le había dicho una vez que era un recordatorio, pero Telloti no había preguntado qué quería recordar con eso. ¿A Lumas, tal vez? ¿No se suponía que los Jedi debían dejar atrás los apegos pasados? ¿Cómo un hombre como Ryelli había conseguido llegar a Maestro Jedi? ¿Y por qué Ryelli no le había elegido como aprendiz aquel día? Nunca lo había preguntado. Después de un instante, Ryelli levantó la mirada.
-Esto podría tardar un tiempo, por si quieres echar un vistazo mientras tanto.
Telloti asintió y se alejó del hombre de más edad. Se adentró por los pasillos de la antigua estructura, haciendo deslizar por la piedra la luz de su linterna. Nicht Ka era un mundo olvidado de la memoria en el viejo circuito Nache Belfia que había marcado la frontera del antiguo Imperio Sith. Ryelli, emocionado ante la perspectiva de volver a explorarlo, había aprovechado la oportunidad ahora que volvía a estar en espacio de la República, bien dentro de las crecientes líneas del 11º Ejército. Sin embargo, no era ningún Korriban, cubierto con imponentes tumbas y estatuas antiguas. Era una roca fría y yerma, azotada por lluvias de amoniaco e inhóspita. Pese a ello, al entrar en la atmósfera, los sensores de Telloti habían detectado esta estructura de piedra hexagonal ubicada en las quebradas laderas de la cordillera sur.
Todos se preguntaban por qué nadie se molestaría en construir un refugio en esta roca desolada. Hacía eones que nadie había estado aquí.
Telloti recorrió los oscuros pasillos sin rumbo fijo, escuchando los ecos de las voces de Ryelli y Staguu que resonaban tras él. La luz de su linterna captó el reflejo de un brillo dentro de una cámara oscura. Telloti se puso en tensión y llevó la mano a su bláster ligero, pero luego recordó que los sensores no habían detectado formas de vida.
Entró con cautela en la sala. Allí el aire era más frío. Había un estrado y un nicho en el muro del fondo. Un trono de un solo bloque de piedra se alzaba en lo alto del estrado, y sentado en él se encontraba una figura colosal forjada en un metal negro reflectante. Era curioso, ese metal. Al caminar, había dejado pisadas sobre la capa de polvo acumulada en el suelo a lo largo de milenios, pero la superficie de esa figura gigante brillaba impoluta, como si nada pudiera posarse encima.
Telloti alumbró el estrado. Los anchos hombros de la figura estaban adornados con púas diabólicas, y la cabeza era un gran y siniestro yelmo. Un faldón de placas de acero rodeaba la parte superior de sus piernas. Aparentemente, había sufrido destrozos en algún momento. Había una retorcida cicatriz fundida a lo largo del cuello, y le faltaba todo el brazo derecho a partir del codo. El muñón estaba hueco. Se dio cuenta de que no era ninguna estatua, sino un antiguo conjunto de armadura de batalla.
Se acercó, empañando su máscara respiratoria con la emoción. Ryelli entraría en éxtasis con este descubrimiento. Telloti estaba a punto de llamarle, cuando sus ojos se posaron en un objeto largo que descansaba en el estrado entre los pies calzados en metal de la figura.
Era un arcaico sable láser de dos manos.
Telloti dudó. Podía tomar el arma, ocultarla en su mochila antes de que Ryelli llegara. Probablemente no funcionase, pero podría trastear con él, tal vez incluso hacer que funcionase de nuevo. Ryelli nunca lo sabría.
Se arrodilló y alargó la mano para tomarlo.
Tan pronto como la punta de sus dedos lo tocaron, una oleada de aire frío sopló sobre él, a través de sus ropas, de su piel, de su propia alma. Se estremeció.
El guantelete de la figura sedente cayó desde su rodilla doblada y se aferró a la mano de Telloti, y toda la armadura se inclinó hacia delante, cobrando vida de pronto.
No, simplemente se ha movido con el viento, eso es todo.
Se apartó, con la piel erizada, pero los dedos de metal gimieron y se cerraron con firmeza alrededor de su muñeca.
Apoyó los pies en el estrado y tiró. La armadura cayó hacia delante con estrépito metálico, el gran casco se desplomó de los hombros, y una fina nube de polvo de hueso se levantó del cuello. Telloti apretó los ojos para protegerse del irritante polvo de tiza mientras este llenaba sus fosas nasales, asfixiándole. Tras sus párpados, vio cosas. Una temblorosa sombra alzándose, legiones de guerreros de piel roja extendiéndose hasta el horizonte en un mundo extraño, cantando.
-¡Adas! ¡Adas!
Vio gigantescas naves de guerra alienígenas proyectando sus sombras sobre las multitudes, que alzaban desafiantes sus lanzas. Vio una brillante hacha que, empuñada por su propia mano roja, atravesaba de siete en siete guerreros anfibios de piel gris. Vio una lluvia de fuego que diezmaba ciudades y derrumbaba torres. Vio estrellas extrañas, y la oscuridad que las rodeaba, y un grueso libro con una extraña escritura, como la que habían encontrado en el muro. El hacha se convirtió en un martillo, golpeando láminas de metal al rojo en un lúgubre taller, moldeándolas para darle la forma de una armadura de ébano. Escuchó una voz.
-No te preocupes, discípulo mío. Tendrás tu lugar en la historia de la galaxia. Llegarás donde yo no puedo y ayudarás a restaurar la gloria de los Sith, Warb Null.
Sintió un dolor abrasador, como si le presionaran la carne con hierro supercalentado. ¿Era real? No, más imágenes. Vociferantes jinetes de bestias. Jedi. El fragor de la batalla, tal y como el maestro Piell se la había descrito. Exultación. Sangre. Luego, un Jedi solitario -¡Ulic Qel-Droma!, gritó su mente- Luchando ferozmente hacia él, cortándole la mano, haciendo pasar su hoja verde a través de su cuello.
Gritó.
He muerto.
Cuando Telloti volvió a abrir los ojos, el casco estaba en sus manos, levantado sobre su cabeza, proyectando una sombra sobre sus ojos parpadeantes con su cobertura de hierro. En el interior, glifos secretos brillaban con luz naranja, esperando a rozar sus mejillas, a imbuirle con su poder.
Se había despojado de sus ropas. Llevaba puesta la armadura. Sólo la piel marrón de su mano derecha y su rostro estaban al descubierto.
-¡Detente!
Se volvió.
El maestro Ryelli estaba de pie en la puerta con su túnica marrón. Su sable de luz zumbaba en su mano deforme.
-Quítate eso, Telloti –instó Ryelli, con una especie de temblor en su voz. ¿Miedo? Telloti se emocionó al pensar que un Maestro Jedi tuviera miedo de él.
-Es de los Sith. Este lugar... es alguna especie de tumba. Esa armadura... está infestada del lado oscuro de la Fuerza.
¿El lado oscuro? Con esa clase de poder, podría ser un martillo que aplastara el lado oscuro. ¿Qué sabía Ryelli? No tenía ninguna visión en absoluto. ¿Por qué no debía tomar esta armadura para sí? Había poder en ella. Poder real. Podía sentir la Fuerza como nunca antes. Con ella, podría ser un guerrero. Podría unirse a la guerra, abrirse camino a través de legiones de droides de batalla y obtener la cabeza del Conde de Serenno, ser el héroe que la República necesitaba.
-¿Por qué eligió a Lumas en vez de a mí aquel día, maestro Ryelli? ¿Qué vio en él que no vio en mí?
-Podemos hablar de eso más tarde –dijo Ryelli, avanzando por la sala.
-Tal vez tenía miedo de que me convirtiera en un Jedi más poderoso que usted. ¿Es eso lo que pensó?
-No estás pensando con claridad.
-Ahora tiene miedo, ¿no es cierto? ¿Tenía miedo en Geonosis? ¿Por eso murió Lumas?
Ryelli meneó la cabeza, haciendo una mueca. No permitiría que Telloti se marchara con la armadura. Eso estaba claro. La enviaría al Cuerpo Educativo para que se quedara acumulando polvo en algún lugar de los Archivos.
-Ha activado su sable de luz, maestro. ¿Quiere luchar? Tengo aquí un sable de luz...
-Telloti, es la armadura...
-No. Se equivoca. Siempre ha estado equivocado. Si hubiera estado a su lado en Geonosis, ahora no habría guerra. Habría matado a Dooku. Habría aplastado a la Confederación en su cuna. De hecho, sólo ha tenido razón en una cosa, maestro –dijo con una sonrisa sardónica mientras deslizaba el casco sobre su rostro y sentía las runas del interior quemándole la carne. No gritó. No era sino un beso ferviente. Activó la larga hoja verde del antiguo sable de luz-. Esto es una tumba.
Ryelli atacó.
La armadura era como una red de conductos de energía. Canalizaba la Fuerza a su interior. Telloti la sintió fluyendo por sus vasos sanguíneos, contrayendo los músculos, moviendo los brazos hacia arriba para defenderse del golpe descendente del sable de luz de Ryelli casi antes de que Telloti pudiera pensar siquiera en ello. Era rápido. Muy rápido. Y fuerte.
Hizo retroceder a Ryelli con golpes estremecedores. Los sables color esmeralda destellaban y zumbaban al chocar y apartarse, levantando inadvertidamente incandescentes pedazos de roca de los muros. Telloti sonrió en éxtasis bajo su sombrío rostro de metal. Su corazón tronaba.
Ryelli parecía ahora tan pequeño. ¿O era él más grande? Se sentía inmenso. La hoja de Ryelli le rozó el hombro, haciendo saltar chispas por el aire. Ni siquiera lo notó. Obligó a Ryelli a retroceder al pasillo, y allí entrecruzó su hoja con la del maestro. Maestro. ¿Qué derecho tenía a usar ese título? ¿Ese ratón de biblioteca miope? ¿Ese cavador de zanjas? Buscaba la grandeza en cosas pequeñas y rotas, y era incapaz de reconocerla cuando se alzaba sobre él. Las hojas chirriaron y sisearon. Algo extraño sucedió. Ryelli le hizo retroceder. El Maestro Jedi de la mano tullida estaba ganando. Su expresión se volvió serena. ¿Por qué estaba tan tranquilo? Era enervante, como el rostro de esa niña, Enan, durante las pruebas, hace tantos años, cuando le puso en ridículo. La hoja de Ryelli se acercó aún más, obligando a bajar al gran sable de luz a dos manos de Warb Null. La rodilla izquierda de Telloti cedió y tocó el suelo de piedra con un sonido metálico.
El arqueólogo era más fuerte. ¿Cómo podía ser?
Más fuerte... tal vez, pero no más listo.
Telloti conocía el arma que tenía en sus manos. De algún modo, la conocía. La había diseñado, hace milenios. O, mejor dicho, lo había hecho el hombre de su visión, Shas Dovos, el hombre que se convirtió en Warb Null, inspirado por las oscuras enseñanzas de Freedon Nadd y del temido rey Adas antes que él. Sabía esas cosas. Tenía sus recuerdos, su sabiduría, la astucia de los Sith.
Su pulgar desnudo recorrió la longitud de la empuñadura para dos manos hasta encontrar un pequeño pulsador, y cuando Ryelli empujó hacia abajo con todas sus fuerzas desde su posición superior, Telloti lo activó y dio un paso lateral.
La verde hoja extra-larga del antiguo sable de luz se retiró en la empuñadura. En el mismo instante, el otro extremo se abrió de golpe como las fauces de un sarlacc, revelando un emisor secundario oculto. Una hoja de energía roja surgió de él, merced al ingenioso mecanismo de su interior que realineó y reenfocó la energía en un nanosegundo.
Sin la resistencia de la hoja verde, Ryelli se tambaleó hacia delante, perdiendo el equilibrio peligrosamente. Telloti cambió su agarre e hizo girar la nueva hoja roja, cortando limpiamente el cuello de Ryelli por la nuca. El Maestro Jedi se desplomó en el suelo. Telloti se enderezó, escuchando el sonido de su propia respiración, sintiendo su corazón latiendo en las profundidades de la coraza negra de su placa pectoral.
El comunicador de Ryelli comenzó a pitar.
Se inclinó y lo recogió con su mano desnuda. Tendría que fabricarse un nuevo guantelete para reemplazar al que Qel-Droma había destruido.
Activó el comunicador.
-Maestro –dijo Staguu-. Estoy recibiendo un mensaje urgente de Coruscant. Es de la baliza del Templo Jedi y se está repitiendo. ¡Dice que la guerra ha terminado!
El comunicador se deslizó de los dedos de Telloti, cayendo estrepitosamente junto a ju bota de acero.
-¿Habéis escuchado eso, pareja? ¡Se acabó! ¡Hemos ganado!
Podía sentirse el regocijo en la voz del givin. Reía. Estaba realmente feliz.
Telloti alzó su pie y aplastó el comunicador con su pesado talón.
Rugió algo ininteligible tras el yelmo de metal, activó una vez más el sable de luz de hoja roja, y lanzó furiosos tajos a las paredes y el suelo de piedra, dejando profundas marcas, como los arañazos de una bestia enjaulada.
No podía ser... no cuando finalmente tenía el poder para alcanzar su destino.
Tenía que ser una mentira.
Avanzó por el pasillo hacia la salida.

***

Telloti apartó el cuerpo de Staguu de la silla de la consola de comunicaciones, y reprodujo de nuevo el mensaje.
“Llamando a todos los Jedi. Les habla el Canciller Supremo Palpatine. La guerra ha terminado. Repito, la guerra ha terminado. Se ordena a todos los Jedi que regresen al Templo Jedi de inmediato. A su llegada recibirán nuevas instrucciones.”
Dejó caer su puño acorazado sobre el altavoz, silenciando la marchita voz en una explosión de chispas.
Entonces se levantó, solo en el reducido espacio de la cabina del sobre el cuerpo quebrado del astrogador, escuchando cómo la lluvia golpeaba el casco, observando cómo el amoniaco de olor acre se apartaba de su brillante piel metálica como su fuera repelido por su poder, pensando con furia, sintiendo cómo el corazón se le hundía en las profundidades del estómago. Las palabras del anciano se repetían una y otra vez en su mente febril.
Llamando a todos los Jedi. La guerra ha terminado. Se ordena a todos los Jedi que regresen... La respuesta estaba ahí.
El mensaje no era para él. Él no era ningún Jedi. Se dirigió a los controles y activó los conversores, riendo entre dientes para sí mismo.
Puede que esta guerra realmente hubiera terminado. Pero era una gran galaxia. Siempre había alguna guerra en alguna parte. Había voces en sus oídos, susurrando palabras sobre glorias y triunfos pasados y venideros. Oscuras voces siseantes que le prometían secretos y le ofrecían usar esos secretos para fines grandiosos y terribles.
Pero no en nombre de Telloti Cillmam'n. Ese ni siquiera era el nombre de un Jedi, y ahora era algo más.
Era Malleus. El Martillo del Lado Oscuro.