Martillo
Edward M.
Erdelac
La empuñadura del sable de luz zumbó en la mano de
Telloti Cillmam’n cuando la siseante hoja cobró vida y bañó la pared de
grabados inescrutables con un resplandor verde. No era el sable de luz de
Telloti. Aún no había llegado a construirse el suyo propio. Y allí estaba el
maestro Ryelli, satisfecho de usar su propio sable de luz como fuente de
iluminación.
-Mantenlo firme –indicó el maestro Ryelli, con la
voz amortiguada por su máscara respiratoria, frunciendo el ceño de su frente
despejada mientras se encorvaba y recorría la piedra antigua con una mano con
tres dedos. El maestro Ryelli había perdido los demás dedos de esa mano en la
Arena Petranaki de Geonosis, tras años atrás, del mismo modo que había perdido
a su Padawan, Lumas Etima. Telloti había conocido a Lumas. De niños, en el
Templo Jedi, ambos habían sido iniciados del Clan Boma.
Aunque Telloti se había enfrentado en duelo con
Lumas y la mayor parte de los demás iniciados durante las pruebas de
aprendizaje, y los había vencido –antes de sucumbir finalmente ante Wollwi
Enan, una chica de Berchest-, el maestro Ryelli había elegido a Lumas como su
aprendiz Padawan. Ningún maestro había solicitado a Telloti. El Consejo de
Reasignación lo había transferido al Cuerpo de Exploradores. Durante siete años
había sido piloto de las naves exploradoras del Cuerpo. ¿Qué otra cosa podía
hacer? Nunca había conocido otro hogar excepto los Jedi, había sido recogido
muy joven como para recordar a sus padres o su hogar en Tanaab. No tenía otro
lugar al que ir. Desde la infancia, le habían dicho que era especial, que la
Fuerza le había escogido. Pero aparentemente la Fuerza había cambiado de
opinión.
La guerra estaba en su cuarto año. Una guerra
contra un auténtico Señor Sith, como los de las historias que los maestros
Piell y Nu le habían contado de niño. Telloti ansiaba unirse a la lucha.
Pensaba que tal vez, si pudiera demostrar ser un buen guerrero, el Consejo
reconsideraría su decisión de no entrenarle. No era nada inaudito. El maestro
Kenobi había languidecido en el Cuerpo Agrícola de Bandomeer antes de que
Qui-Gon Jinn finalmente viera en él lo que otros no habían podido y lo tomara
como aprendiz. Y mira a Kenobi ahora.
Pero había pocas probabilidades de que ocurriera
eso junto a Ekim Ryelli. Después de haber sido herido en Geonosis, después de
la muerte de Lumas, Ryelli había solicitado esta misión. Era arqueólogo, y
quería estar tan lejos de la guerra como fuera posible, excavando la tierra y
examinando fragmentos de cerámica.
La guerra estaba cerca. Más cerca de Telloti de lo
que había estado nunca. Ord Radama, desde dónde habían partido para su última
expedición, había pertenecido a los separatistas hasta hacía tan sólo un año.
Pero sabía que estaba llegando a su fin. Pronto su oportunidad de probar su
valía desaparecería. Siempre había disfrutado de las historias del maestro
Piell acerca de los Caballeros Jedi y sus enfrentamientos con los Sith. No le
parecía justo que le apartasen de la historia, incluso cuando estaba teniendo
lugar a sólo parsecs de distancia.
-No reconozco estas letras –admitió Ryelli.
-¿En serio?
Eso era una sorpresa para Telloti. Si era antiguo y
olvidado, seguro que Ryelli tenía que estar familiarizado con ello.
-¿No puede leerlas?
-Con tiempo suficiente... –dijo Ryelli. Capturó
imágenes del muro con su tableta de datos, y luego acercó la mano a su sable de
luz. Reticente, Telloti se lo entregó. Lo apagó y lo colgó de su cinturón,
sumiéndoles en la oscuridad.
-Prueba ahora con tu luz -sugirió Ryelli.
Telloti frunció los labios. Había olvidado recargar
las linternas portátiles antes de salir de la nave, y en lugar de regresar
había recargado la batería de suya usando su tableta de datos. Activó su
linterna, y un cono de luz se derramó en el suelo.
-Bien –dijo Ryelli, activando su comunicador-.
Staguu, ¿me recibes?
La voz de su astrogador givin crepitó por el
comunicador. Había permanecido a bordo de su nave, en una zona plana en el
exterior de la estructura.
-¿Todo en orden, maestro?
Staguu Itincoovar también había fracasado en sus
pruebas de aprendizaje, pero Ryelli lo había reclutado para el Cuerpo de
Exploradores. Su especie tenía un don para el cálculo astrogacional, y su
capacidad latente de la Fuerza lo mejoraba. Era un talento excepcional, pero el
único que el extraño y huesudo humanoide poseía.
Ryelli decía que Staguu era su secreto mejor
guardado. Había trazado el curso hasta allí, el remoto mundo de Nicht Ka, casi
sin la ayuda del ordenador de navegación. Ryelli solía bromear diciendo que, si
no tenían cuidado, la Armada se lo llevaría a la fuerza para server en algún
crucero. Esa clase de comentarios irritaba a Telloti. ¿Y si Ryelli estaba
pensando en entrenarle? El corazón de Telloti se estremecía al pensar que
pudieran dejarle de nuevo de lado. Tenía un destino. Sabía que lo tenía. Se lo
habían dicho, se lo habían grabado a fuego. ¿Por qué los Jedi, incluso la misma
Fuerza, le habían abandonado?
-Sí. Voy a cargar algunas imágenes en el ordenador
de la nave. ¿Puedes pasarlas por la base de datos de filología y transmitirme cualquier
resultado?
-Desde luego.
Ryelli se acomodó sobre a una columna rota y
Telloti observó su rostro bajo el brillo de su tableta de datos. Su vista se
desvió hacia la mano con tres dedos y llena de cicatrices que la sostenía. Un
droideka había hecho eso en Geonosis, arrancándole el sable de luz de la mano.
Ryelli podría haber hecho que le colocaran prótesis cibernéticas en los dedos,
pero se había negado. Ryelli le había dicho una vez que era un recordatorio,
pero Telloti no había preguntado qué quería recordar con eso. ¿A Lumas, tal
vez? ¿No se suponía que los Jedi debían dejar atrás los apegos pasados? ¿Cómo
un hombre como Ryelli había conseguido llegar a Maestro Jedi? ¿Y por qué Ryelli
no le había elegido como aprendiz aquel día? Nunca lo había preguntado. Después
de un instante, Ryelli levantó la mirada.
-Esto podría tardar un tiempo, por si quieres echar
un vistazo mientras tanto.
Telloti asintió y se alejó del hombre de más edad.
Se adentró por los pasillos de la antigua estructura, haciendo deslizar por la
piedra la luz de su linterna. Nicht Ka era un mundo olvidado de la memoria en
el viejo circuito Nache Belfia que había marcado la frontera del antiguo
Imperio Sith. Ryelli, emocionado ante la perspectiva de volver a explorarlo,
había aprovechado la oportunidad ahora que volvía a estar en espacio de la
República, bien dentro de las crecientes líneas del 11º Ejército. Sin embargo,
no era ningún Korriban, cubierto con imponentes tumbas y estatuas antiguas. Era
una roca fría y yerma, azotada por lluvias de amoniaco e inhóspita. Pese a
ello, al entrar en la atmósfera, los sensores de Telloti habían detectado esta
estructura de piedra hexagonal ubicada en las quebradas laderas de la
cordillera sur.
Todos se preguntaban por qué nadie se molestaría en
construir un refugio en esta roca desolada. Hacía eones que nadie había estado
aquí.
Telloti recorrió los oscuros pasillos sin rumbo
fijo, escuchando los ecos de las voces de Ryelli y Staguu que resonaban tras
él. La luz de su linterna captó el reflejo de un brillo dentro de una cámara
oscura. Telloti se puso en tensión y llevó la mano a su bláster ligero, pero
luego recordó que los sensores no habían detectado formas de vida.
Entró con cautela en la sala. Allí el aire era más
frío. Había un estrado y un nicho en el muro del fondo. Un trono de un solo
bloque de piedra se alzaba en lo alto del estrado, y sentado en él se
encontraba una figura colosal forjada en un metal negro reflectante. Era
curioso, ese metal. Al caminar, había dejado pisadas sobre la capa de polvo
acumulada en el suelo a lo largo de milenios, pero la superficie de esa figura
gigante brillaba impoluta, como si nada pudiera posarse encima.
Telloti alumbró el estrado. Los anchos hombros de
la figura estaban adornados con púas diabólicas, y la cabeza era un gran y
siniestro yelmo. Un faldón de placas de acero rodeaba la parte superior de sus
piernas. Aparentemente, había sufrido destrozos en algún momento. Había una
retorcida cicatriz fundida a lo largo del cuello, y le faltaba todo el brazo
derecho a partir del codo. El muñón estaba hueco. Se dio cuenta de que no era
ninguna estatua, sino un antiguo conjunto de armadura de batalla.
Se acercó, empañando su máscara respiratoria con la
emoción. Ryelli entraría en éxtasis con este descubrimiento. Telloti estaba a
punto de llamarle, cuando sus ojos se posaron en un objeto largo que descansaba
en el estrado entre los pies calzados en metal de la figura.
Era un arcaico sable láser de dos manos.
Telloti dudó. Podía tomar el arma, ocultarla en su
mochila antes de que Ryelli llegara. Probablemente no funcionase, pero podría
trastear con él, tal vez incluso hacer que funcionase de nuevo. Ryelli nunca lo
sabría.
Se arrodilló y alargó la mano para tomarlo.
Tan pronto como la punta de sus dedos lo tocaron,
una oleada de aire frío sopló sobre él, a través de sus ropas, de su piel, de
su propia alma. Se estremeció.
El guantelete de la figura sedente cayó desde su
rodilla doblada y se aferró a la mano de Telloti, y toda la armadura se inclinó
hacia delante, cobrando vida de pronto.
No,
simplemente se ha movido con el viento, eso es todo.
Se apartó, con la piel erizada, pero los dedos de
metal gimieron y se cerraron con firmeza alrededor de su muñeca.
Apoyó los pies en el estrado y tiró. La armadura
cayó hacia delante con estrépito metálico, el gran casco se desplomó de los
hombros, y una fina nube de polvo de hueso se levantó del cuello. Telloti
apretó los ojos para protegerse del irritante polvo de tiza mientras este
llenaba sus fosas nasales, asfixiándole. Tras sus párpados, vio cosas. Una
temblorosa sombra alzándose, legiones de guerreros de piel roja extendiéndose
hasta el horizonte en un mundo extraño, cantando.
-¡Adas! ¡Adas!
Vio gigantescas naves de guerra alienígenas
proyectando sus sombras sobre las multitudes, que alzaban desafiantes sus
lanzas. Vio una brillante hacha que, empuñada por su propia mano roja,
atravesaba de siete en siete guerreros anfibios de piel gris. Vio una lluvia de
fuego que diezmaba ciudades y derrumbaba torres. Vio estrellas extrañas, y la
oscuridad que las rodeaba, y un grueso libro con una extraña escritura, como la
que habían encontrado en el muro. El hacha se convirtió en un martillo,
golpeando láminas de metal al rojo en un lúgubre taller, moldeándolas para
darle la forma de una armadura de ébano. Escuchó una voz.
-No te
preocupes, discípulo mío. Tendrás tu lugar en la historia de la galaxia.
Llegarás donde yo no puedo y ayudarás a restaurar la gloria de los Sith, Warb
Null.
Sintió un dolor abrasador, como si le presionaran
la carne con hierro supercalentado. ¿Era real? No, más imágenes. Vociferantes
jinetes de bestias. Jedi. El fragor de la batalla, tal y como el maestro Piell
se la había descrito. Exultación. Sangre. Luego, un Jedi solitario -¡Ulic Qel-Droma!, gritó su mente-
Luchando ferozmente hacia él, cortándole la mano, haciendo pasar su hoja verde
a través de su cuello.
Gritó.
He muerto.
Cuando Telloti volvió a abrir los ojos, el casco
estaba en sus manos, levantado sobre su cabeza, proyectando una sombra sobre
sus ojos parpadeantes con su cobertura de hierro. En el interior, glifos
secretos brillaban con luz naranja, esperando a rozar sus mejillas, a imbuirle
con su poder.
Se había despojado de sus ropas. Llevaba puesta la
armadura. Sólo la piel marrón de su mano derecha y su rostro estaban al
descubierto.
-¡Detente!
Se volvió.
El maestro Ryelli estaba de pie en la puerta con su
túnica marrón. Su sable de luz zumbaba en su mano deforme.
-Quítate eso, Telloti –instó Ryelli, con una
especie de temblor en su voz. ¿Miedo? Telloti se emocionó al pensar que un
Maestro Jedi tuviera miedo de él.
-Es de los Sith. Este lugar... es alguna especie de
tumba. Esa armadura... está infestada
del lado oscuro de la Fuerza.
¿El lado oscuro? Con esa clase de poder, podría ser
un martillo que aplastara el lado
oscuro. ¿Qué sabía Ryelli? No tenía ninguna visión en absoluto. ¿Por qué no
debía tomar esta armadura para sí? Había poder en ella. Poder real. Podía
sentir la Fuerza como nunca antes. Con ella, podría ser un guerrero. Podría
unirse a la guerra, abrirse camino a través de legiones de droides de batalla y
obtener la cabeza del Conde de Serenno, ser el héroe que la República
necesitaba.
-¿Por qué eligió a Lumas en vez de a mí aquel día,
maestro Ryelli? ¿Qué vio en él que no vio en mí?
-Podemos hablar de eso más tarde –dijo Ryelli,
avanzando por la sala.
-Tal vez tenía miedo de que me convirtiera en un
Jedi más poderoso que usted. ¿Es eso lo que pensó?
-No estás pensando con claridad.
-Ahora tiene miedo, ¿no es cierto? ¿Tenía miedo en
Geonosis? ¿Por eso murió Lumas?
Ryelli meneó la cabeza, haciendo una mueca. No
permitiría que Telloti se marchara con la armadura. Eso estaba claro. La
enviaría al Cuerpo Educativo para que se quedara acumulando polvo en algún
lugar de los Archivos.
-Ha activado su sable de luz, maestro. ¿Quiere
luchar? Tengo aquí un sable de luz...
-Telloti, es la armadura...
-No. Se equivoca. Siempre ha estado equivocado. Si
hubiera estado a su lado en Geonosis, ahora no habría guerra. Habría matado a
Dooku. Habría aplastado a la Confederación en su cuna. De hecho, sólo ha tenido
razón en una cosa, maestro –dijo con una sonrisa sardónica mientras deslizaba
el casco sobre su rostro y sentía las runas del interior quemándole la carne.
No gritó. No era sino un beso ferviente. Activó la larga hoja verde del antiguo
sable de luz-. Esto es una tumba.
Ryelli atacó.
La armadura era como una red de conductos de
energía. Canalizaba la Fuerza a su interior. Telloti la sintió fluyendo por sus
vasos sanguíneos, contrayendo los músculos, moviendo los brazos hacia arriba
para defenderse del golpe descendente del sable de luz de Ryelli casi antes de
que Telloti pudiera pensar siquiera en ello. Era rápido. Muy rápido. Y fuerte.
Hizo retroceder a Ryelli con golpes estremecedores.
Los sables color esmeralda destellaban y zumbaban al chocar y apartarse,
levantando inadvertidamente incandescentes pedazos de roca de los muros.
Telloti sonrió en éxtasis bajo su sombrío rostro de metal. Su corazón tronaba.
Ryelli parecía ahora tan pequeño. ¿O era él más
grande? Se sentía inmenso. La hoja de Ryelli le rozó el hombro, haciendo saltar
chispas por el aire. Ni siquiera lo notó. Obligó a Ryelli a retroceder al
pasillo, y allí entrecruzó su hoja con la del maestro. Maestro. ¿Qué derecho tenía a usar ese título? ¿Ese ratón de
biblioteca miope? ¿Ese cavador de zanjas? Buscaba la grandeza en cosas pequeñas
y rotas, y era incapaz de reconocerla cuando se alzaba sobre él. Las hojas
chirriaron y sisearon. Algo extraño sucedió. Ryelli le hizo retroceder. El
Maestro Jedi de la mano tullida estaba ganando. Su expresión se volvió serena.
¿Por qué estaba tan tranquilo? Era enervante, como el rostro de esa niña, Enan,
durante las pruebas, hace tantos años, cuando le puso en ridículo. La hoja de
Ryelli se acercó aún más, obligando a bajar al gran sable de luz a dos manos de
Warb Null. La rodilla izquierda de Telloti cedió y tocó el suelo de piedra con
un sonido metálico.
El arqueólogo era
más fuerte. ¿Cómo podía ser?
Más fuerte... tal vez, pero no más listo.
Telloti conocía el arma que tenía en sus manos. De
algún modo, la conocía. La había diseñado, hace milenios. O, mejor dicho, lo
había hecho el hombre de su visión, Shas Dovos, el hombre que se convirtió en
Warb Null, inspirado por las oscuras enseñanzas de Freedon Nadd y del temido
rey Adas antes que él. Sabía esas cosas. Tenía sus recuerdos, su sabiduría, la
astucia de los Sith.
Su pulgar desnudo recorrió la longitud de la
empuñadura para dos manos hasta encontrar un pequeño pulsador, y cuando Ryelli
empujó hacia abajo con todas sus fuerzas desde su posición superior, Telloti lo
activó y dio un paso lateral.
La verde hoja extra-larga del antiguo sable de luz
se retiró en la empuñadura. En el mismo instante, el otro extremo se abrió de
golpe como las fauces de un sarlacc, revelando un emisor secundario oculto. Una
hoja de energía roja surgió de él, merced al ingenioso mecanismo de su interior
que realineó y reenfocó la energía en un nanosegundo.
Sin la resistencia de la hoja verde, Ryelli se
tambaleó hacia delante, perdiendo el equilibrio peligrosamente. Telloti cambió
su agarre e hizo girar la nueva hoja roja, cortando limpiamente el cuello de
Ryelli por la nuca. El Maestro Jedi se desplomó en el suelo. Telloti se
enderezó, escuchando el sonido de su propia respiración, sintiendo su corazón
latiendo en las profundidades de la coraza negra de su placa pectoral.
El comunicador de Ryelli comenzó a pitar.
Se inclinó y lo recogió con su mano desnuda.
Tendría que fabricarse un nuevo guantelete para reemplazar al que Qel-Droma
había destruido.
Activó el comunicador.
-Maestro –dijo Staguu-. Estoy recibiendo un mensaje
urgente de Coruscant. Es de la baliza del Templo Jedi y se está repitiendo.
¡Dice que la guerra ha terminado!
El comunicador se deslizó de los dedos de Telloti,
cayendo estrepitosamente junto a ju bota de acero.
-¿Habéis escuchado eso, pareja? ¡Se acabó! ¡Hemos
ganado!
Podía sentirse el regocijo en la voz del givin.
Reía. Estaba realmente feliz.
Telloti alzó su pie y aplastó el comunicador con su
pesado talón.
Rugió algo ininteligible tras el yelmo de metal,
activó una vez más el sable de luz de hoja roja, y lanzó furiosos tajos a las
paredes y el suelo de piedra, dejando profundas marcas, como los arañazos de
una bestia enjaulada.
No podía ser... no cuando finalmente tenía el poder
para alcanzar su destino.
Tenía que ser una mentira.
Avanzó por el pasillo hacia la salida.
***
Telloti apartó el cuerpo de Staguu de la silla de
la consola de comunicaciones, y reprodujo de nuevo el mensaje.
“Llamando a
todos los Jedi. Les habla el Canciller Supremo Palpatine. La guerra ha
terminado. Repito, la guerra ha terminado. Se ordena a todos los Jedi que
regresen al Templo Jedi de inmediato. A su llegada recibirán nuevas
instrucciones.”
Dejó caer su puño acorazado sobre el altavoz,
silenciando la marchita voz en una explosión de chispas.
Entonces se levantó, solo en el reducido espacio de
la cabina del sobre el cuerpo quebrado del astrogador, escuchando cómo la
lluvia golpeaba el casco, observando cómo el amoniaco de olor acre se apartaba
de su brillante piel metálica como su fuera repelido por su poder, pensando con
furia, sintiendo cómo el corazón se le hundía en las profundidades del
estómago. Las palabras del anciano se repetían una y otra vez en su mente
febril.
Llamando a
todos los Jedi. La guerra ha terminado. Se ordena a todos los Jedi que
regresen... La respuesta estaba ahí.
El mensaje no era para él. Él no era ningún Jedi.
Se dirigió a los controles y activó los conversores, riendo entre dientes para
sí mismo.
Puede que esta guerra realmente hubiera terminado.
Pero era una gran galaxia. Siempre había alguna guerra en alguna parte. Había
voces en sus oídos, susurrando palabras sobre glorias y triunfos pasados y
venideros. Oscuras voces siseantes que le prometían secretos y le ofrecían usar
esos secretos para fines grandiosos y terribles.
Pero no en nombre de Telloti Cillmam'n. Ese ni
siquiera era el nombre de un Jedi, y ahora era algo más.
Era Malleus. El Martillo del Lado Oscuro.