miércoles, 27 de julio de 2016

TK-146275


TK-146275
Sylvain Neuvel

No hay sangre en el suelo. Sólo sigue encharcando el interior de mi armadura.
¿Cuándo comenzó todo? Para mí, la respuesta es sencilla. Recuerdo aquél día como si fuera... No, no es verdad. Ayer está borroso. Y anteayer, y el día anterior. Pero recuerdo aquel día. Yo tenía 12 años. Mi padre se encargaba de mantener una granja de purificadores de aire en Eriadu. Interminables campos de maquinaria vertical que limpiaban el aire mientras la industria minera expulsaba en él más materiales tóxicos. La mayoría de las personas nunca han visto una granja de purificadores; construyen estas cosas tan lejos de la civilización como sea humanamente posible. Nadie quiere que le recuerden que esa es la única cosa que mantiene el aire respirable. Y, además, son realmente feas. A nosotros no nos importaba. Para mi hermana y para mí, la granja era... Un terreno de juego. Un bosque. Un ejército de droides. Lo que quisiéramos que fuera. Madre había muerto, y mientras nuestro padre trabajaba, siempre estábamos solos nosotros dos. Raramente íbamos a la ciudad –papá decía que era peligrosa- y no había nadie más allí.
Xea acababa de cumplir ocho años cuando llegaron los rebeldes. Esa noche no se sentía bien, y le dejé dormir en mi cama. A ella le gustaba. Sus naves eran silenciosas, casi inaudibles. No sé muy bien cómo padre pudo escucharlas, pero lo hizo. Fue el sonido de su bláster lo que me despertó. Cuando salí al exterior, las naves rebeldes ya habían lanzado garfios a los purificadores de aire. Supongo que pensaban que podían agarrarlos y marcharse sin más. Aficionados. Después de mucho forcejeo, una de las máquinas finalmente cedió, pero seguía sujeta por un conducto de energía. Ese gran cable brillante serpenteó por el suelo mientras el purificador se alzaba sobre nuestras cabezas, hacia la oscuridad. Padre comenzó a chillar, disparando al surco que se acercaba velozmente, en lugar de a la nave. Yo sólo observaba. No comprendía. Debería haberlo entendido; había leído bastantes de esos libros de ciencia que mi madre me dio. A ella le encantaba la ciencia.
-Si vas a vivir en este universo –decía- lo mínimo que puedes hacer es tratar de entender cómo funciona.
Esos libros eran todo lo que quedaba de ella, y me sabía la mayoría de ellos de memoria. Resistencia a la tracción. Unidades de fuerza por área transversal. Cuánta tensión puede soportar un objeto antes de romperse. Papá no sabía nada de física, pero había arreglado bastantes de esos conductos como para saber que tienen una resistencia de mil demonios. Nave, conducto de energía, cable de arrastre. Uno de ellos tenía que perder. Cuando la nave se quedó sin cable, se detuvo en seco y el cable de arrastre se rompió con un chasquido. Medio segundo más tarde, el purificador reapareció en el cielo. Cayó a través de nuestro tejado a mi habitación, aplastando a mi hermanita contra el suelo.
¿Cuándo comenzó? Justo entonces. En ese mismo instante, supe que quería matar rebeldes.
Eso fue el año que Wilhuff Tarkin llegó a ser Gran Moff. Las cosas en Eriadu cambiaron rápidamente después de eso. Reinaba la ley. Los crímenes se castigaban con dureza. Algunos dicen que con demasiada dureza, pero no había nada que temer si no tenías nada que ocultar. A mí, personalmente, no me importaba que unos cuantos terroristas recibieran un castigo ejemplarizante. Se salvaban vidas. Nos sentíamos... protegidos. Podías caminar por las calles de Phelar sin temor a que te robaran o te pegara un tiro. Papá incluso me mandó unas cuantas veces a buscar suministros yo solo. No sé si Xea habría vivido en caso de que Tarkin hubiera estado al mando en ese momento. Pero sé que le habría gustado ver Phelar.
Una vez le vi, al Gran Moff. Vino a la granja no mucho después de que fuera atacada. Nunca había visto tan nervioso a mi padre. No recuerdo lo que dijo Tarkin. Para ser honesto, no estaba prestándole atención a él. Todo lo que podía ver era la brillante armadura blanca de los hombres de pie tras él. Fuertes. Serenos. Sin miedo al mundo que les rodeaba. Entonces lo supe: Iba a ser soldado de asalto. Mi padre se negó, por supuesto. Ya había perdido una hija a manos de la Rebelión, y no iba a perder a su otro hijo a manos del Imperio. No importó. Nada importaba. Me alisté en cuanto tuve la edad. Me escapé en medio de la noche, dejando una nota en la mesa de la cocina.
La Academia Preparatoria fue pan comido. Se supone que debe cribar a los débiles, pero simplemente no había suficientes reclutas en Phelar. Las autoridades locales estaban más preocupadas por no poder mandar a la capital la cuota de reclutas adecuada que por que cualquiera de nosotros no estuviera capacitado para la tarea. En mi unidad éramos siete, y nuestros instructores tuvieron gran cuidado de asegurarse de que al final del año hubiera siete graduados. Iba a ser soldado de asalto.
Mi padre no asistió a la ceremonia. No estaba allí cuando marché a la capital. No me tomó por sorpresa –nunca le dije que iba a irme-, aunque me encontré a mí mismo examinando el muelle en busca de un rostro familiar hasta que nuestro transporte ya estuvo bien alto en el aire. Había tantas cosas que nunca llegué a decirle. No quería que adiós fuera una de ellas.

***

La Academia Imperial de Eriadu. Dicen que no es tan grande o prestigiosa como la de Coruscant. No sabría decir. A mí me pareció bastante impresionante. Las oficinas principales estaban en la parte vieja de la ciudad. Antiguas, increíblemente decoradas. Quienquiera que realizara todas esas tallas, tuvo una vida muy desgraciada. Aún estábamos en el vestíbulo cuando conocí a mi instructor, un clon llamado Lassar. Todo el mundo le llamaba Jogan, como la fruta. Nunca descubrí de dónde recibió el apodo. Además, nunca me atreví a llamarle de otra forma que no fuera Comandante Lassar. Me odiaba. No, eso no es del todo correcto. Él era un clon, una perfecta máquina de luchar diseñada y criada para un único propósito. Nosotros éramos... cosas inferiores, defectuosas, sólo por haber nacido. El envejecimiento acelerado había hecho que los individuos como él fueran obsoletos, pero resultaba obvio que no le gustaba la idea que unos reclutas ocuparan su lugar, y nos odiaba a todos nosotros por pensar que podíamos. Para él, éramos un puñado de mascotas domésticas tratando de comportarse como veermoks. Así que comencemos con ese profundo resentimiento. Tomemos eso como base. Me odiaba.
-Eres muy bajo, chico granjero. Estarás fuera de aquí en una semana.
Así es como se presentó. Tenía razón. Yo era más bajo que todos los demás.
Disparos al riñón. ¿Por qué duelen tanto? Así es como comenzó mi primera mañana en la academia. Lassar hizo que mis compañeros me subieran la manta sobre la cabeza y me golpearan en los costados hasta que dejara de moverme. Así es como empezó cada mañana durante todo un año. Yo no guardaba rencor a los demás reclutas. Cada uno de mis gritos era un claro recordatorio de que era mejor mantenerse a buenas con Lassar. Después de una semana, pude darme cuenta de que comenzaban a golpear con menos fuerza, añadiendo un pequeño “¡ugh!” para mayor efecto dramático. Mientras tanto, el comandante se limitaba a quedarse ahí de pie y sonreír. En su defensa, hay que decir que sonreía todo el tiempo… literalmente. Debía tratarse de alguna lesión nerviosa.
Por estúpido que pudiera parecer, ser apaleado cada día antes del desayuno sólo sirvió para fortalecer mi resolución. Tal y como yo lo veía, abandonar después de un día significaba que había recibido una paliza para nada, al día siguiente eran dos palizas, luego 50, luego 100. Un año después, me habría golpeado yo mismo si eso significaba poder seguir allí otro día. Iba a ser soldado de asalto.
Un año nuevo significaba una nueva hornada de reclutas. Me odié por ello, pero deseé que alguno de ellos fuera un mayor… ¿cómo lo dijo él? Ah, sí. Un mayor “insulto a la memoria de los incontables clones que dieron su vida en los campos de batalla”. No hubo tal suerte. Yo era especial. No sé qué hacen a los sospechosos insurgentes para hacerles hablar. Sólo he escuchado rumores. Sea lo que sea, estoy seguro de que me lo hicieron a mí en un momento u otro de mi entrenamiento. No cedería. No en ese momento.
Sólo fue un par de semanas antes de la graduación. No puedo evitar pensar que lo programó así para que doliera aún más. Era un día cálido, pegajoso, de esos que ni siquiera una ducha helada puede aliviar. Realizamos una carrera de 5 kilómetros con todo el equipo como evaluación física. Antes de comenzar, el comandante Lassar dio un breve discurso y ofreció un brindis por aquellos de nosotros que habíamos llegado hasta allí. No fue gran cosa como brindis, ya que él era el único que tenía una bebida. Bebió el vino color esmeralda y aplastó la copa contra el suelo con su bota, como si fuera parte de una antigua costumbre que ninguno de nosotros conociera. Entonces me pidió que me quitara las botas. Le observé poner los pedazos rotos en su interior. Los más pequeños eran los que más me preocupaban: esos que pueden introducirse dentro de tu carne. Me puse la bota. No fue por coraje. Lo hice por rencor. El rencor me hizo correr unos 500 metros. La concentración y la determinación me permitieron dar tres pasos más. Después de eso, no era yo. El dolor es una salida para el cerebro, no una entrada para el cuerpo. Demasiadas señales de dolor de las que ocuparse, y el cerebro se desconecta... partes de él, al menos. Todas las cosas que hacen que yo sea yo, mis sentidos, mi alma, o como quieras llamarlo, todo había desaparecido. Lo que cruzó esa línea de llegada no era yo. No era humano.
Me desperté en la enfermería tres días después. Me habían reconstruido ambos pies. No sabía si había terminado la carrera. No me importaba. Cada parte de mí había aceptado la derrota. Pregunté a la enfermera su podía hablar con el comandante Lassar. Me encontró insuficiente ese primer día que me vio. Ahora que había sido evaluado, sentía que debía ser yo quien le dijera que tenía razón. La enfermera me dijo que tendría que esperar. El doctor había ordenado dos semanas de descanso. Lo que fuera que tuviera que decirle al comandante, podría decírselo después de la graduación.
-Lo has conseguido –dijo-. Eres un soldado de asalto.
Xea habría estado orgullosa.
Lo había logrado. Las tropas de choque de élite del Ejército Imperial. Fui asignado a patrullar el distrito cinco de Ciudad Eriadu, el distrito de moda. Lo de choque era ligeramente exagerado, aunque muchos rateros estaban genuinamente sorprendidos de vernos. Y algunos de ellos huían. Nos gustaba cuando huían. Yo me había alistado con algo ligeramente diferente en mente, pero el crimen menor seguía siendo crimen, y alguien tenía que detenerlo. Yo era bueno en ello. Me gustaba ver a la gente disfrutar de la sensación de orden y seguridad que proporcionábamos. El modo en que la gente camina cuando no tienen miedo, esos pasos despreocupados, era... silenciosamente gratificante. Ojalá eso hubiera sido suficiente, pero nunca pude apaciguar mi rabia. Después de un año, escuché que iban a mandar más tropas a Lothal y me presenté voluntario.

***

La primera vez que salía del planeta. Hasta que despegamos del espaciopuerto, me había aferrado a la idea de que nunca volvería a ver a mi padre. Sentí un nudo en el estómago cuando la nave abandonó la atmósfera, y luego me sentí muy, muy mareado. Resulta que no estoy hecho para el viaje espacial. Menos mal que no elegí la Armada.
El aire en Lothal era diferente. Todo era diferente. La gente de allí había pasado algunas épocas malas, y eso se notaba. También les hacía más... auténticos. Al principio me gustó. La gente de mi unidad eran buenos hombres y mujeres.
Nuestro capitán había crecido en una granja de nerfs. No podía dejar de hablar de ello. Podía reducir cualquier problema imaginable a algún dato sencillo sobre del oficio ganadero. ¿Control de masas? Piensa que estás pastoreando nerfs. ¿Una situación de rehenes? Tienes que hacer que todo el mundo mantenga la calma... como asistir a un nerf en el parto. ¿Terrorismo? Bueno, imagina que algunos de los nerfs contraen la gripe feluciana. ¿Qué haces para salvar al rebaño? Sacrificas a todos los animales enfermos, y tal vez a unos pocos de los sanos que han estado en contacto con ellos. Tienes que actuar rápidamente para que funcione, pero si funciona, el resto del rebaño seguirá pastando como si nunca hubiera pasado nada.
Yo tenía la sensación de que no podía ser tan fácil. No lo era. He hecho cosas que... No soy un estratega militar. Demonios, probablemente no estoy hecho para ser oficial. Me doy cuenta de que soy parte de algo infinitamente más grande que cualquier cosa que pueda imaginar, y ese es el motivo de que no todo resulte evidente para alguien como yo. Sin embargo... he hecho cosas. Incendiar un pequeño pueblo puede que realmente fuera por el bien del Imperio. Puede que salvara vidas más adelante. Pero mientras lo estás haciendo, es difícil ver el bien del Imperio. Sólo sientes que estás quemando un pequeño pueblo. Somos nosotros quienes tenemos que lidiar con los gritos, con los llantos de los niños. Estaba haciendo exactamente lo que pretendía hacer, estaba haciendo daño a los rebeldes. Pero siempre lo había imaginado en blanco y negro. Ahora estaba nadando en un mar de grises. Había días en los que añoraba atrapar ladronzuelos en Eriadu, la claridad de aquello. Sin embargo, nunca fui remilgado a la hora de cumplir las órdenes. Hacía mi trabajo.
Hoy, salimos a perseguir un cargamento robado de valiosos cristales Kyber. Estábamos bastante contentos con nosotros mismos cuando lo encontramos antes de la hora de comer. Había puestos de control en cada carretera de la zona. Quienquiera que robara ese cargamento, obviamente entró en pánico y lo abandonó cerca de uno de los campamentos de reubicación. Tomamos un bocado y nos dirigimos allí para encontrarlos. El capitán nos dijo cómo, cuando un nerf se separa del rebaño y se pierde, golpeas a uno fuerte en el trasero para hacerle gemir. Todos los demás nerfs comienzan a berrear –alguna clase de instinto natural- y, con un poco de suerte, la res perdida escuchará el coro de nerfs y encuentra el camino de vuelta. Ninguno de nosotros tenía la menor idea de a qué se refería el capitán, pero parecía bastante confiado en su estratagema inspirada en los nerfs, así que no preguntamos. Aparentemente, significaba atrapar por el cuello a un tendero rodiano y arrastrarlo al centro de la plaza del pueblo antes de apuntarle con un bláster en la cabeza. Dijo que quien hubiera robado los cristales tenía hasta la cuenta de tres para mostrarse, o el rodiano moriría. Había escogido al rodiano equivocado. Nadie dijo ni una palabra, ni siquiera cuando caía muerto al suelo. El capitán tomó entonces a una mujer, una humana. No se molestó en explicarse una segunda vez y comenzó directamente a contar. En el momento en que dijo “tres”, un hombre surgió del edificio a mi izquierda, sosteniendo un rifle. Le disparé en el acto. No se le apunta con un arma a un soldado de asalto. No se hace.
Una niña pequeña –no podría tener más de 10 años- salió detrás de él y corrió para acercarse al cuerpo. Trató de levantarlo, sacudiéndolo para que volviera a la vida. Lo intentó de veras. Una de las primeras cosas que aprendes en el cuerpo es que, de algún modo, los cuerpos pesan millones de veces más muertos de lo que pesaban cuando estaban vivos. Es como tratar de levantar un saco de agua. Ella cayó de nuevo sobre él, y entonces se limitó a quedarse allí tendida, acariciándole el cabello con la mano.
Por todo alrededor, era caos y fuego de bláster. Otro soldado pedía ayuda. Volví la cabeza por un instante, y entonces fue cuando ella me disparó. No llegué a escuchar el disparo, pero sentí que todas mis entrañas se apartaban del punto de impacto en un nanosegundo. No tenía sentido mirarlo. Me había dado de lleno. Me limité a caer sobre mis rodillas –eso pasó por sí solo- y me quité el casco. Me sentí bien. La brisa en mi cara, los olores, visión periférica. Y aquí estamos. Me estoy muriendo.
Ella sigue mirándome. De pie sobre el cadáver de su padre, con su escaso metro veinte de estatura. Ese rifle es casi tan largo como ella, pero lo sostiene con firmeza. Su padre le enseñó bien. No dispara. Sabe que estoy acabado, pero es más que eso. Reconozco esa mirada. Está sintiendo algo que aún no puede comprender. Lo sé porque yo lo sentí la noche que mi hermana murió. Está pasando justo delante de mí. Todo ese dolor, toda esa ira. Hace un momento, era demasiado para asumirlo, como un enjambre de lyleks contra el que no puedes luchar. Ya no luchaba. Se estaba dejando llevar. Parte de ella acababa de morir, pero lo que quedaba estaba más vivo que nunca. Tenía un propósito. ¡Ahí! Justo... ahora. Lo sabe. Crecerá para ser una rebelde. Va a matar soldados de asalto.
Me pregunto por qué estoy sonriendo. Apuesto a que ella también se lo está preguntando. ¿Qué es lo que siento? No es culpa. Debería serlo, pero no lo es. ¿Orgullo, tal vez? ¡Mírala! Es hermosa.
¿Cuándo comenzó? Para ella, hace un segundo. ¿Cuándo terminará? Ya voy, Xea.

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