lunes, 3 de mayo de 2010

Ylesia (XII)

Maal Lah reprimió el instinto de agacharse cuando otro vuelo de cazas enemigos pasó rugiendo sobre su cabeza. El villip que tenía en las manos conservaba la tétrica imagen del ejecutor muerto que había usado para intentar tomar el mando de los inútiles guardaespaldas del presidente Sal-Solo, y al que la Guardia Presidencial había asesinado en lugar de obedecerle.
Los cobardes serían arrojados a un pozo y aplastados por bestias de carga, se prometió.
El damutek criado en las afueras de la capital para albergar sus tropas había sido destruido al comienzo del ataque, por suerte después de haber evacuado sus guerreros. Pero desde entonces se habían visto obligados a permanecer a cubierto, arrinconados por los malditos cazas que patrullaban sobre ellos a escasa altitud. La cobertura de cazas había sido tan pesada que Maal Lah había sido incapaz de enviar siquiera algunos de sus guerreros hacia el centro de la ciudad para defender el gobierno de la Brigada de la Paz.
Había recibido noticias de que la flota se había rendido; más candidatos para el pozo y las bestias de carga, pensó Maal Lah. Su propia pequeña fuerza aérea al menos había caído luchando. Y ahora, sospechaba que el gobierno de Ylesia estaba a punto de caer en manos del enemigo.
Pero incluso considerando esas circunstancias, Maal Lah se encontraba satisfecho. Sabía que las fuerzas de la Nueva República estaban a punto de encontrarse con una sorpresa, y que la sorpresa debería acabar con la pesada cobertura de cazas.
Y una vez que pudiera mover con seguridad a sus guerreros, habría más sorpresas esperando a los invasores de la Nueva República.
Y muchos sacrificios de sangre para los dioses de los yuuzhan vong.

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