Desquite:
El Relato de Dengar
Dave Wolverton
Uno: La Furia
Dengar podía llegar a ser un hombre
paciente cuando eso servía a su propósito. Y en ese instante, sentado en una
elevada cresta montañosa bajo un árbol rupin que desprendía un olor
enfermizamente dulce y emitía un suave murmullo al respirar el aire nocturno de
Aruza, Dengar necesitaba paciencia. En un saliente, un millar de metros por
debajo, el general de COMPNOR Sinick Kritkeen recibía un constante flujo de
invitados en su lujosa mansión, provista de jardines al aire libre y un pórtico
con columnas. Una tras otra, las luces blanco-azuladas de los deslizadores de
sus invitados ascendían el paso montañoso, y los dignatarios salían de ellos;
generalmente empobrecidos señores locales vestidos con chaqué blanco y corbata
plateada, con el metal dorado de sus conexiones de interfaz brillando bajo sus
orejas. Los aruzanos eran gente pequeña, con piel ligeramente azulada tan
lustrosa como las perlas, cabezas redondeadas y cabello de un azul tan, tan
oscuro que casi era negro.
Los aruzanos también eran gente
blanda, reacia a usar la violencia, o incapaz de hacerlo. Y una vez que
entraban en la finca de Kritkeen, caían de rodillas y comenzaban a implorar
alguna clase de favor, pidiendo piedad para su gente, y luego se marchaban con
la promesa de Kritkeen de que “se encargaría del asunto”, o su juramento
solemne de “hacer todo lo que pueda”.
Poco podía imaginarse Kritkeen que
esa noche, una vez se marcharan sus invitados, recibiría una visita de un último solicitante. Los empobrecidos
ciudadanos de Aruza, tan pacíficos como eran, habían pagado a Dengar la
ridícula suma de mil créditos para acabar con la tiranía de Kritkeen.
La mansión de Kritkeen estaba a un
kilómetro de distancia. Incluso con su sistema auditivo mejorado, Dengar no
podría haber escuchado las conversaciones de Kritkeen. Pero Dengar había
colocado en un trípode equipo de espionaje para ayudarle en su vigilancia. Un
rayo láser apuntaba al vidrio que cubría un gran ventanal trasero en la
oficina, y midiendo las vibraciones de las ondas sonoras al golpear contra el
ventanal, Dengar era capaz de obtener una grabación perfecta de las últimas
palabras de Kritkeen. Dengar las escuchaba en un pequeño altavoz colocado bajo
el trípode.
Las cinco lunas de Aruza, cada una
con sus pálidos tonos marrones, plateados y verdes, brillaban a baja altura
sobre las montañas del horizonte como luces ornamentales. Y por todo el valle,
en los templados cielos de la noche de verano de Aruza, los pájaros farrow se
lanzaban en picado, dejando que sus pechos bioluminiscentes se iluminaran con
brillantes destellos que confundían y cegaban a pequeños mamíferos voladores
durante el tiempo suficiente para que los farrows pudieran capturarlos con
facilidad. Los destellos de los pájaros farrow casi parecían relámpagos, pensó Dengar,
o más bien cazas espaciales lanzándose contra sus objetivos, disparando sus
láseres.
Y debido a esos pájaros que
descendían en picado iluminando el aire con sus pechos, Dengar extrajo su
pistola bláster pesada, configurada para matar.
En la mayoría de mundos habría dudado en asesinar a un dignatario con un
bláster. Pero de algún modo allí en Aruza le parecía apropiado. A kilómetros de
distancia, la gente vería el disparo allí, en la colina, y supondría que sólo
eran los pájaros farrow cazando.
Dengar escuchaba la conversación de
Kritkeen con un hombrecillo llamado Abano.
-Oh, próspero. Oh, moderado –decía
con voz potente y desesperada Abano, uno de los pobres barones terratenientes
de Aruza-. Os lo imploro. Mi hija es frágil. Su madre y sus amigos la necesitan
y la quieren mucho. Y sin embargo mañana está programado su procesado imperial
en el hospital de Bukeen. ¡No podéis permitir que ocurra algo tan terrible!
-¿Pero qué puedo hacer? –preguntó
Kritkeen, y avanzó hacia su el escritorio junto a la ventana. Dengar había
configurado sus ojos cibernéticos a 64 aumentos, y podía ver claramente a
Kritkeen. El hombre era alto, con complexión esbelta y grueso cabello castaño.
Puede que no fuera tan alto y esbelto como Han Solo, y tenía la nariz afilada,
pero se parecía bastante a Solo-. Yo, al igual que vosotros, tengo otros por
encima de mí a los que debo servir –razonó Kritkeen-. Me encantaría salvar a tu
hija de los procesadores, pero, incluso si pudiera rescatarla, ¿a quién debería
mandar en su lugar? No, su número salió elegido. Debe ser procesada.
-Pero mi hija es una niña encantadora
–suplicó Abano-. Es amable. Es una joya entre las mujeres. Se dice que los
procesadores le cortarán el cerebro, le quitarán toda su amabilidad, de forma
que, si logra sobrevivir al hospital, volverá como un ser violento y agresivo.
-Cierto –dijo Kritkeen-. Los hombres
como usted y como yo no podemos comprender por qué el Imperio podría desear
sirvientes agresivos. ¿Pero qué podemos hacer?
Dengar se preguntaba por la actitud
de Kritkeen, por qué fingía su impotencia. Debía de satisfacer su enfermizo
sentido del humor. COMPNOR –la Comisión para la Preservación del Nuevo Orden-
había enviado a Kritkeen a Aruza como jefe planetario de “Rediseño”, con la
misión de implementar “experimentos de orientación precesional” que condujeran
a una “edificación cultural de masas” que hicieran de Aruza “una fuerza social
viable dentro del Nuevo Orden”. Dengar había visto las órdenes asignadas a
Kritkeen, aunque al principio había tenido algunas dificultades iniciales para
descifrarlas. Pero Dengar sabía una cosa: En ese planeta, Kritkeen era dios. No
recibía órdenes de nadie, y sus órdenes se llevaban a cabo al pie de la letra.
Y si Kritkeen no podía edificar el planeta hasta el punto de que llegara a ser
una “fuerza social viable”, entonces el planeta debía ser, como indicaban las
confusas órdenes, “aliviado del potencial para futura evolución”. Durante las
semanas de viaje, Dengar finalmente comprendió esas órdenes: “Reunir a esos
pacifistas y convertirlos en una máquina de guerra. Si se niegan, achicharrar
el planeta hasta que incluso los gusanos se asfixiasen con las cenizas.”
Y, por tanto, Dengar se preguntaba
por qué Kritkeen se dedicaba a jugar con los lugareños. Kritkeen se sentó
frente a Abano y habló solemnemente, como si tratara de consolar al
hombrecillo.
-Desearía poder ayudarte. ¿Pero acaso
no es mejor tener una hija salvaje y viva, que una virtuosa... y muerta?
-Os daré cualquier cosa –sollozó
Abano-. Cualquier cosa. Mi hija, Manaroo, es adorable, más hermosa que
cualquier otra del valle. Baila, y al moverse, se mueve con la fluidez del agua
bajo la luz de la luna. Es más que una mujer, es un tesoro. ¡Si vierais su
danza, no la enviaríais al procesador!
-¿Cómo? –preguntó Kritkeen-. ¿Me
entregarías a tu hija para que fuera mi amante?
Se escuchó el sonido del aliento
contenido cuando el lugareño trató de expresar su horror, ya que el amable
aruzano jamás había pensado en tal cosa, y cuando Kritkeen comprendió que
realmente no era eso lo que Abano le estaba ofreciendo, golpeó tres veces en su
escritorio con el dedo índice derecho. Era un código estándar en Inteligencia
Imperial. Era una orden para que los guardias finalizaran esa conversación
-¡Acompáñeme! –dijo tajante la voz de
un soldado de asalto, y momentos después Dengar vio encenderse las luces
exteriores de la mansión, iluminando las columnas blancas y los elegantes
árboles inderrin azules. Dos soldados de asalto arrastraban a Abano, que
gritaba y pataleaba, hasta su deslizador. El hombre subió a él temeroso,
buscando a tientas los controles.
Uno de los soldados de asalto alzó su
rifle bláster y disparó a la cabeza de Abano, pero falló por un palmo. El
hombrecillo encontró de pronto los controles de su deslizador y salió disparado,
descendiendo la colina.
Cuando los soldados de asalto
volvieron a entrar en la casa, Kritkeen los miró frunciendo el ceño con gesto
airado.
-¿No habréis dejado restos de carne
tirados por el césped, verdad?
-No, Su Excelencia –respondió uno de
los soldados de asalto.
-Bien –dijo Kritkeen-. Atraen a los
bomats, y no soporto a esas alimañas. Son peores que esos malditos aruzanos.
-Dejamos que el hombre escapara
–explicó el soldado de asalto, inseguro de si Kritkeen se enojaría ante la
noticia.
-Que le vaya bien –dijo Kritkeen con
rictus amargo y agitando la mano-. Rechazad cualquier otra cita para esta
noche. Me he cansado de sus apelaciones con ojos tristes, sus quejumbrosas
súplicas y sus repetitivas peticiones.
Hizo un gesto con la mano a los
soldados de asalto, como indicándoles que se marcharan, pero luego lo pensó
mejor. Miró a su alrededor.
-Id a la ciudad y traedme a la hija
de Abano. Quiero ver si es tan hermosa como él dice. Haré que baile. Y después
de que la hayáis traído, decidle a mi mujer que me quedaré a trabajar hasta
tarde.
-¿Y si se niega a venir? –preguntó
uno de los soldados de asalto.
-No lo hará. Ya conocéis a los
lugareños, tan confiados y llenos de esperanza. No puede ni imaginarse que
podamos hacerle daño alguno.
-Muy bien –dijeron los soldados de
asalto, y salieron por la puerta frontal.
Kritkeen salió apresuradamente tras
ellos y se detuvo bajo el arco iluminado de la puerta, con las manos a la
espalda y su uniforme gris carbón impecablemente limpio. Tenía mandíbula firma
y rostro afilado.
-Por la mañana regresaréis a por la
mujer y la llevaréis a los procesadores. Averiguad cuándo la liberarán, y luego
dejad que permanezca una semana en su casa, para que su familia pueda ver cómo
ha reeducado el Imperio a su hija. Luego llevad a Abano y a su mujer a las
montañas, y acabad con ellos. No quiero que vuelva a molestarme por este
asunto.
-Sí, Su Excelencia –dijeron los
guardias, e instantes después estaban en su propio deslizador, alejándose.
Kritkeen caminó sobre el césped hasta
detenerse junto a una piscina reflectante perfectamente oval, observando las
lunas de colores. Era una noche apacible, con los sonidos de los susurros de
los árboles y los silbidos de los insectos. Era un mundo pacífico. De acuerdo
con los registros, los habitantes de Aruza no habían tenido un crimen en su
planeta desde hacía más de cien de sus años. Se habían olvidado de cómo
hacerlo, se habían vuelto blandos. Mediante la tecnología, habían creado
conexiones neurales que les permitían tanto enviar como recibir pensamientos y
emociones de unos a otros, convirtiéndose en empáticos tecnológicos que
compartían una especie de consciencia de grupo limitada.
Y por tanto la seguridad allí era
laxa. Kritkeen tenía algunos sistemas de defensa limitados en su hogar; armas,
equipo de vigilancia, comunicadores para llamar a más guardias. Pero allí nunca
los había necesitado. Ninguno de los nobles habitantes de Aruza le había
desafiado jamás. Y por tanto Kritkeen se sentía a salvo incluso mientras
permanecía de pie, sin protección, en los espacios abiertos de los terrenos de
su finca.
Dengar se puso en pie de un salto y
descendió apresuradamente por el sendero montañoso, vigilando la oscuridad, con
cuidado de no quebrar ninguna rama o desprender ninguna roca. Corría con largas
zancadas, con increíble agilidad. El Imperio le había mejorado físicamente, lo
había diseñado para grandes hazañas. Dengar era más fuerte que otros hombres,
más rápido. Veía mejor, escuchaba gran parte de lo que era inaudible para los
hombres con oídos inferiores.
Y sentía... apenas nada. Poco dolor.
Poco miedo. Nada de culpa. Nada de amor.
Pretendían convertirlo en un asesino
perfecto, de modo que, de joven, cuando casi perdió la vida en un fatídico
accidente de moto barredora, los cirujanos del Imperio le extirparon el
hipotálamo e instalaron en su lugar los circuitos de sus sistemas visuales y
auditivos mejorados.
Dengar sabía muy bien lo que los
procesadores imperiales tenían preparado para los desventurados habitantes de
Aruza. Dengar ya había pasado por esa operación casi veinte años atrás.
En escasos segundos, se plantó detrás
de Kritkeen y se lo encontró aún de pie con las manos a la espalda. Mientras
observaba las lunas, respiró el aire fresco de la noche.
-Bonita noche para morir, ¿verdad?
–dijo suavemente Dengar, oculto en la sombra proyectada por uno de los pilares
de la mansión.
Kritkeen se sobresaltó y se dio la
vuelta, buscándolo en la oscuridad.
-Estoy aquí –dijo Dengar, dando un
paso hacia una zona iluminada.
-¿Quién eres? –preguntó Kritkeen,
alterado y desafiante. Llevó la mano a su cadera, para pulsar una alarma
portátil que llamaría a más soldados de asalto.
Antes de poder parpadear, Dengar
cruzó diez pasos de terreno, se agachó y partió el dedo índice de Kritkeen.
Dengar arrancó la alarma del cinturón de Kritkeen y la depositó en su propio
bolsillo. Luego Dengar extrajo su bláster con una mano e introdujo el cañón en
la boca de Kritkeen haciéndolo chasquear contra el esmalte de sus dientes.
Todas esas acciones le tomaron menos de un segundo, y Kritkeen se quedó con la
boca abierta, aturdido por la velocidad de Dengar.
-Esto va a ser un asesinato
rutinario. De manual. Puede que ya conozca la rutina –dijo Dengar, moviéndose
entonces lentamente, una lentitud deliberada que sólo había logrado adquirir
tras años de práctica. Necesitaba ese descanso, porque era fácil sobrecargar su
sistema si se movía demasiado rápidamente-. Por la sección 2127 del Código
Imperial, estoy obligado a notificarle que he sido contratado para efectuar un
asesinato legal como desagravio a los crímenes contra la humanidad cometidos
por usted.
-¿Qué…? –comenzó a preguntar
Kritkeen.
-No finja ignorar de qué crímenes se
trata. He estado grabando sus acciones durante los últimos doce días. Bueno, el
asesinato tendrá lugar en breve. Le he traído un bláster, ya que tiene el
derecho legal a defenderse. Si le mato, las partes afectadas rellenarán los
documentos imperiales para indicar por qué eligieron el recurso del asesinato.
”Pero, si usted me mata a mí...
–Dengar tomó aire amenazadoramente-, bueno, eso no va a ocurrir.
Kritkeen retrocedió un par de
centímetros, y el bláster de Dengar osciló cerca de sus labios.
-¡Espera un minuto!
Dengar lanzó un bláster a las manos
de Kritkeen y retrocedió un paso.
-Esperaré tres minutos –dijo Dengar-.
Esa es la ley. Tiene tres minutos para correr, en la dirección que usted
quiera... siempre que no vuelva junto a sus preciados soldados de asalto.
Después comienza la caza.
Kritkeen miró fijamente a Dengar por
un instante y luego bajó la mirada hacia el arma que sostenía en su propia
mano, como si tuviera miedo de tocarla. Dengar sabía lo que estaba pensando. Se
preguntaba si podría disparar más rápido que el asesino, pero Kritkeen
recordaría la velocidad de Dengar, y optaría por salir huyendo.
Dengar retrocedió un par de pasos
más, bajó su propio bláster para que el cañón apuntara a sus pies, y observó
con curiosidad a Kritkeen durante un buen rato.
-Adelante. Dispáreme. No tengo nada
que perder –dijo Dengar.
Y era cierto. No tenía familia, ni
hogar. No tenía dinero ni honor. No tenía ningún amigo, y pocas emociones. La
furia era una de ellas, uno de las pocas sensaciones que el Imperio había
dejado a Dengar para recordarle que una vez había sido humano.
Él era lo que el Imperio había hecho
de él: un asesino sin nada que le atara. Un asesino incapaz de conocer la
lealtad, que hoy por primera vez iba a matar a uno de sus propios empleadores.
Dengar recordaba las emociones lo
suficiente como para saber que eso debería haberle hecho sentir bien. Debería
sentirse como algo agradable y dulce. Pero sólo sentía vacío.
-¿Quién eres? –preguntó Kritkeen,
mirando a los oscuros ojos de Dengar.
-Fui bautizado con el nombre de
Dengar en Corellia. Pero en este sector se me conoce por otro nombre. Me llaman
“Desquite”.
La mano de Kritkeen comenzó a temblar
y retrocedió aterrado, estremeciéndose al reconocer el nombre. Dejó caer el
bláster al suelo.
-¡Yo... yo... he oído hablar de ti!
Dengar miró significativamente el
arma.
-Ha perdido veinte segundos. Al
término de esos tres minutos, voy a matarle, tanto si está armado como si no.
-Espera, por favor... Desquite. He...
oído decir que estás un poco loco. Que estás un poco fuera de control.
Rechazando misiones... eligiendo trabajos extraños. Que sólo atacas a aquellos
que tú quieres. Entonces, ¿por qué yo?
Dengar observó a Kritkeen a la luz de
la luna. Su cabello castaño estaba impecablemente recortado. Si fuera un poco
más delgado, se parecería más a Han Solo. Pero en la oscuridad se parecía
bastante. Y ese hombre merecía morir, Dengar estaba seguro de ello.
Su respiración se detuvo
imperceptiblemente.
-¿Por qué? –dijo Dengar con voz
neutra-. Porque usted es quien es, y yo soy lo que ustedes hicieron de mí.
-Yo... ¡Yo nunca hice nada! –protestó
Kritkeen, abriendo ampliamente los brazos. Entonces observó las vastas llanuras
de Aruza, donde las luces de la ciudad brillaban como gemas doradas y azules, y
cerró la boca.
-Huya -dijo Dengar-. En dos minutos
le alcanzará el Desquite.
Kritkeen se encogió retrocediendo
uno, dos, tres pasos. Seguía mirando a Dengar, sin darse cuenta de que una vez
que había dado ese primer paso atrás, su subconsciente ya había elegido por él.
Había comenzado a huir.
Pocos segundos después, su mente
consciente se dio cuenta de ello, y agachándose lentamente, busco a tientas su
bláster en la oscuridad. Entonces dio media vuelta y huyó con todas sus
fuerzas, corriendo a ciegas, en dirección al denso arbolado de las pendientes
bajo la mansión.
Dengar permaneció inmóvil,
escuchando, contemplando desde lo alto las innumerables luces de los valles: el
descenso de los pájaros farrow, las parpadeantes luces de la ciudad, las lunas
de colores. Respiró el aire inmóvil, percibió el sonido del gorjeo de los
insectos. Echaría de menos ese mundo. Había sido un lugar agradable, pero los
equipos de Rediseño Imperial pronto lo convertirían en un infierno.
Se oyeron sonidos de chasquidos
producidos por Kritkeen al atravesar algunos arbustos, un lastimero chillido de
alarma de un árbol rupin cuando Kritkeen chocó contra él. Tres minutos después,
Kritkeen avanzaba cojeando por la base del pequeño valle y luego comenzó a
correr de nuevo colina arriba más sigilosamente, dirigiéndose de vuelta hacia
su mansión; sin duda con la idea de obtener un arma más potente, o de avisar a
los soldados de asalto.
Dengar dejó que el hombre corriera,
dejó que se agotara él mismo. Sería peligroso atacarlo cuando aún seguía
fresco.
Dengar caminó un centenar de metros
hasta un desfiladero pequeño pero escarpado. Dengar calculó que el camino que
Kritkeen estaba tomando le conduciría hasta allí. En efecto, un par de minutos
después escuchó la dificultosa respiración de Kritkeen, y Dengar sólo tuvo que
permanecer tras un arbusto hasta que Kritkeen apareció tambaleándose por el
camino, jadeando y con el rostro cubierto de sudor. Miraba atentamente a su
alrededor, con ojos muy abiertos que brillaban bajo la luz de las lunas. Con su
arma, apuntó cauteloso a su alrededor en el espacio abierto.
-¿Ha disfrutado de su carrera?
–preguntó Dengar.
Kritkeen giró con su arma y disparó.
Dengar observó el cañón, calculó
dónde iba a impactar el disparo, y concluyó que debía dar un paso a un lado
para evitar recibir un impacto en el pecho. El ardiente disparo de bláster pasó
siseante a su lado, y Dengar volvió a su posición inicial tan rápidamente que
Kritkeen soltó un grito de sorpresa, creyendo que, de algún modo, el disparo de
bláster había atravesado a Dengar.
Dengar dio un paso adelante, arrebató
el bláster de las manos de Kritkeen, y levantó en vilo al hombre con una sola
mano. Dengar entrecerró los ojos en la oscuridad, sosteniendo su presa,
mirándolo fijamente.
El mundo pareció retorcerse por
debajo de Dengar, como si la realidad fuera algo resbaladizo, un tentáculo de
alguna bestia gigante sobre el que cabalgaba.
Sostuvo a Kritkeen en el aire, muy
por encima de su cabeza, y lo giró hasta que pudo mirarle a la cara bajo la luz
de las lunas, justo en el ángulo correcto, hasta que realmente pudo verlo...
-¿Creías que podrías escapar de mí,
eh, Solo? –dijo Dengar-. ¿Saltar en tu deslizador y dejar que me ahogara con
los gases de tu tubo de escape?
-¿Qué? –exclamó Kritkeen, tratando de
liberarse del agarre de Dengar. Pero el Imperio había aumentado la fuerza de
Dengar. Todo esfuerzo era inútil. Dengar lo sacudió hasta que dejó de
forcejear.
Entonces escuchó la voz de Han, pero
era lejana, distante.
-Eh, amigo, ha sido una carrera
justa, y ha ganado el mejor... ¡Yo!
-¡Una carrera justa! –bramó Dengar,
recordando la letal carrera de motos barredoras por los pantanos de cristal de
Agrilat.
Todo el sistema corelliano había
estado observando a los dos adolescentes en la carrera de desafío más letal
hasta la fecha. Su recorrido por los pantanos había sido peligroso... con
manantiales calientes creando mortales corrientes de aire ascendente, géiseres
expulsando agua hirviente sin previo aviso, las afiladas hojas de la cristalina
vegetación amenazando con cortarles en pedazos como sables.
Los pantanos de cristal no eran lugar
para pilotar barredoras, y mucho menos competir con ellas. Y sin embargo
atravesaron la vegetación, sobre las aguas ardientes. En algunos lugares,
habían competido cruelmente por la mejor posición, empujándose y golpeándose el
uno al otro, como si ambos fueran inmortales. Dengar había escuchado los gritos
de aplauso de las multitudes, y por unos breves instantes se sintió invencible,
corriendo junto al gran Han Solo, un hombre que, como él mismo, jamás había
sido vencido.
En el último tramo de la carrera,
ambos hombres habían optado por aproximarse a baja altitud sobre el agua a
través de la vegetación, con la esperanza de ganar velocidad. Dengar se había
agachado, con las afiladas hojas de cristal de color blanco ahumado pasando
junto a él como borrones, el agua ante él humeando y burbujeando, el olor
sulfuroso elevándose hacia su nariz, y el deseo de que ningún geiser estallara
ante él para cocerlo vivo. Esquivó demasiado tarde una de las hojas cristalinas
y le golpeó en la oreja, cortándole el lóbulo y haciendo que la sangre le
corriera por el cuello.
Entonces Dengar salió gritando de la
vegetación y vio que Han Solo no estaba ni delante de él, ni a ninguno de los
dos lados, y el corazón de Dengar se llenó de júbilo con la esperanza de la
victoria... justo cuando la moto barredora de Han Solo descendió desde arriba,
golpeando con la aleta estabilizadora la nuca de Dengar, bañando el rostro de
Dengar con las llamas de los motores de Solo.
La barredora del propio Dengar se
hundió de morros en el agua, lanzando a Dengar por los aires. Su último
recuerdo del incidente era verse a sí mismo, volando sobre las humeantes aguas
azules, de cabeza hacia las hojas de un árbol de cristal.
Estoy muerto, se dio cuenta demasiado tarde.
Los doctores dijeron que su casco lo
había salvado. Había apartado la mayor parte de las hojas de cristal que de
otro modo le habrían atravesado el cerebro. En realidad, sólo una hoja había
efectuado esa fatídica entrada. Los trabajadores del cuerpo sanitario lo habían
recogido de entre la maleza, perforado por una docena de heridas.
Le operaron. Sus heridas eran tan
graves que sólo el Imperio podría haberlo recuperado así de bien. Pero
estimaron que las arriesgadas operaciones eran una buena inversión. Dengar
tenía soberbios reflejos, que bien podrían ser puestos al servicio del Imperio.
Así que cerraron su cerebro,
retirando aquellas partes que ya no necesitaría. Cosieron las heridas abiertas
en su torso, insertando nuevas redes neurales en brazos y piernas. Cultivaron
nueva piel para cubrir la que había perdido en su rostro. Le dieron nuevos ojos
para ver, nuevos oídos para escuchar. Todos los canales de noticias proclamaron
su recuperación como “milagrosa”.
Y una vez estuvo curado, comenzaron a
entrenarlo para convertirse en asesino, usando peligrosas drogas mnemióticas
que le proporcionaron una memoria infalible, al tiempo que lo dejaban
susceptible a experimentar alucinaciones.
Dengar sacudió al asustado
hombrecillo sobre su cabeza, gritando.
-¿Dices que eso fue justo? ¿Dices que
esto es justo?
-¡No! –exclamó Solo, pero Dengar no
creyó que hubiera cambiado de parecer-. ¡No, por favor!
-¡Cierra la boca! –bramó Dengar, y
luego cargó con el hombre un centenar de metros hasta un terraplén más
escarpado. Desenganchó una granada de conmoción de la sujeción de su cinturón,
la introdujo en la boca abierta de Solo, y pulsó el botón de detonación.
Durante diez segundos, sostuvo a
Solo, inmóvil.
Luego corrió y lo arrojó por el
acantilado. Quiero que veas lo que se
siente, pensaba, al ir volando
indefenso hacia tu muerte.
Extrajo su bláster y disparó dos
veces a Solo, aún en el aire.
La granada de conmoción explotó antes
de que Solo golpeara el suelo, y si alguien de los valles lo vio, habría
pensada que sólo era la luz de un pájaro farrow lanzándose sobre su presa.
Dengar permaneció inmóvil un largo
instante, respirando el aire, dejando que se le despejara la cabeza. Le daba la
impresión de que se estuviera alzando una niebla, de que la confusión estuviera
abandonando su cuerpo. Por unos momentos había vivido una alucinación. Por un
instante creyó haber matado a Han Solo, pero ahora se daba cuenta de que no, no
lo era, no podía haber sido Solo... simplemente otro impostor.
Un deslizador terrestre coronó una
colina, y el sonido de sus motores se volvió súbitamente más fuerte. O bien
Dengar no había estado prestando atención, o el sonido de los motores del
deslizador había sido amortiguado casi por completo por las montañas.
Dengar se dio cuenta de pronto de que
debía de haber perdido la noción del tiempo. Debía de haber permanecido allí de
pie durante al menos media hora. Eso le ocurría a menudo después de un
asesinato. En cualquier caso, los dos soldados de asalto habían regresado,
trayendo consigo a la bailarina.
Antes de que el deslizador pudiera
detenerse, uno de los soldados de asalto descendió de un salto, llevando la
mano a su arma mientras miraba a Dengar.
Dengar alzó su propio bláster pesado
y apuntó al soldado de asalto.
-Yo no trataría de hacer eso... no si
quisiera vivir.
-¡Identifíquese! –dijo el soldado de
asalto, con una voz que el sistema de comunicación hacía sonar como si
estuviera hablando dentro de una caja. Su mano permaneció cerca de su arma.
-Me llaman Desquite –dijo Dengar,
usando el apodo que pensaba que sería más conocido por esos lares-. Asesino
imperial de nivel uno. Ahora pongan las manos sobre la cabeza.
El soldado de asalto puso sus manos
sobre su cabeza, mientras el otro apagó el deslizador y salió de él. Dengar les
indicó por gestos que permanecieran juntos.
Los soldados de asalto parecían
calmados incluso mientras se rendían, y Dengar se preguntó si sus rostros
parecerían tan calmados si no estuvieran cubiertos.
La bailarina, Manaroo, era realmente
adorable. A la luz de los paneles de instrumentos del deslizador, podía verla
bien. Llevaba un sedoso atuendo plateado sobre su piel azul claro, y luminosos
tatuajes de lunas y estrellas brillaban en sus muñecas y tobillos. Sus ojos
brillaban en la oscuridad.
-¿Quién es su objetivo? –preguntó uno
de los soldados de asalto, creyendo sin duda que se trataba de un encargo
aprobado por el Imperio.
Dengar quería que mantuvieran esa
impresión.
-Kritkeen. El encargo ya se ha
realizado, así que no hay nada que podáis hacer para salvarlo.
-¡Kritkeen es un oficial de la
COMPNOR! –protestó uno de los soldados de asalto-. ¡El Imperio no autorizaría
un encargo semejante! ¿De dónde obtuvo sus órdenes?
-No es un encargo aprobado por el
imperio –admitió Dengar, ya que el soldado de asalto lo había preguntado-.
Acepté este trabajo como autónomo. Mi empleador dijo representar a un consorcio
de seres libres que quería detener los esfuerzos de Rediseño de la COMPNOR. He
sido contratado para eliminar a diez de vuestros oficiales de la COMPNOR.
Los soldados de asalto se miraron el
uno al otro, y Dengar los vio tensos, listos para saltar. Se preguntaba si su
amenaza les sonaba tan absurda a ellos como a sí mismo. Si realmente hubiera
planeado matar a diez oficiales de la COMPNOR, nunca hubiera permitido que ellos supieran de la amenaza, pero ahora
que había soltado la mentira, Dengar se dio cuenta de que el Imperio se preocuparía.
Tendrían que dedicar algo de esfuerzo a perseguir a Dengar. Justo como él
quería.
-Ahora, quitaos los cascos y dejadlos
en el deslizador, y luego arrojad allí también vuestras armas.
Ambos soldados de asalto obedecieron.
Una vez estuvieron desarmados y ya no podían solicitar refuerzos, Dengar agitó
su bláster ante ellos, señalándoles el valle de paredes pronunciadas que tenían
a los pies.
-¡Bajad por ahí, más allá del borde,
y no dejéis de correr!
Los soldados de asalto dudaron,
temiendo tal vez que fuera a dispararles por la espalda, así que disparó junto
a sus pies, haciéndoles salir corriendo.
Se acercó al deslizador. La
bailarina, Manaroo, lo observaba con ojos aterrados. Llevaba las manos
esposadas en su regazo. Dengar le alzó las manos en el aire, sostuvo su bláster
contra los bastos eslabones de la cadena, y disparó.
-¿Lo has matado? ¿Has matado a
Kritkeen? –preguntó Manaroo. Su voz era fuerte y grave, y parecía extraña
proviniendo de una mujer con tan delicado encanto.
-Está muerto –dijo Dengar, saltando
al asiento del conductor del deslizador. Encendió los motores, dio media vuelta
al deslizador, y se dirigió de vuelta a la ciudad.
-¿Entonces la COMPNOR se marchará?
¿Abandonará sus esfuerzos de Rediseño? –preguntó con aire esperanzado.
-No –respondió Dengar. Se dio cuenta
de que la pacífica gente de Aruza no tenía experiencia con ejércitos o
guerras-. No funciona así. Cuando el Imperio descubra el asesinato de Kritkeen,
el siguiente en la línea de mando asumirá sus funciones, hasta que el Imperio
envíe un nuevo oficial. Dentro de unas pocas semanas tendréis aquí otro
general, más duro que Kritkeen.
-¿Entonces qué podemos hacer?
–preguntó ella.
Dengar pensó en ello. Esta gente no
tenía armas, ni experiencia en la lucha.
-Huid del planeta. Tu procesamiento
está programado para mañana. Huye del planeta esta noche.
-¡Pero el Imperio ha destruido
nuestras naves! ¡No hay forma de escapar!
Él volvió la cabeza y la vio
observándolo. Había un aire de admiración en sus ojos, una mirada de respeto
hacia él que no había visto en el rostro de nadie desde hacía años.
-Puedes salvarme –dijo ella-. Puedes
llevarme donde quiera que vayas. –Examinó su rostro-. ¿Eres un buen hombre?
Era una extraña pregunta, una que
nunca antes le habían hecho a Dengar. Hubo un momento en su vida en el que
habría contestado que sí. Pero el Imperio había cortado parte de su cerebro, la
parte que le permitía distinguir el bien del mal, y se preguntaba... Se llevó
las manos a la cabeza, recolocando de forma inconsciente las vendas sobre su
cuello; no para ocultar las cicatrices de sus quemaduras, sino para asegurarse
de que sus enlaces cibernéticos estaban cubiertos.
-Señorita, ¿cómo podría ser un buen
hombre? Ni siquiera estoy seguro de seguir siendo un hombre.
Dengar coronó la colina, pasó al
siguiente valle, y giró abandonando el camino hacia un grupo de árboles. Su
propia nave estaba oculta más adelante, atravesando los matorrales. Sabía que
tendría que abandonar rápidamente el planeta.
Había planeado limitarse a dejar a
esa mujer en la maleza. Hacer cualquier otra cosa más sería inconveniente. Pero
su nave –un viejo JumpMaster 5000 corelliano- tenía algo de espacio extra. Podría dejarla en cualquier otra parte,
si el esfuerzo merecía la pena.
Se detuvo tras una cortina de
árboles. Su nave, el Castigador Uno,
descasaba en la oscuridad bajo las ramas, cubierta por una red de camuflaje. El
JumpMaster había sido construido como vehículo de exploración y servicio para
mundos indómitos. Era pequeño: diseñado para un único piloto, con suficiente
espacio para un pasajero o un poco de carga. La nave con forma de U tenía algo
de armamento decente: torpedos protónicos, un bláster cuádruple, y un cañón
iónico en miniatura. Dengar llevaba pilotándolo diez años. Durante mucho tiempo
había supuesto que estaba acostumbrado a estar solo, y a menudo defendía sus
tendencias solitarias argumentando para sí mismo que de todas formas él no era
una compañía agradable. Pero en ese momento se sentía extraño, y se dio cuenta
de que apreciaría la compañía.
-Vamos –dijo Dengar-. Vas a venir
conmigo.
-¿Adónde? –preguntó ella, buscando su
nave, incapaz de localizarla en la oscuridad.
-A cualquier lugar salvo aquí. Ya
pensaremos en eso más tarde.
La tomó de la muñeca y tiró de ella
hacia el Castigador Uno. No se molestó
en retirar la red de camuflaje. En vez de eso, se agachó bajo ella, abrió una
puerta, y entró llevando a la chica consigo. En cuestión de un instante, estaba
sentado a los mandos. Tenía que liberarse del pozo gravitatorio de ese planeta
sin que lo derribaran. Esperaba que nadie hubiera descubierto aún el asesinato.
Encendió los motores y se alzó con un
rugido a escasa altura sobre los árboles, ganando velocidad. Comprobó el
monitor holográfico que aparecía ante sus ojos. Un único destructor estelar esperaba
en órbita, y podía verlo allá arriba, sobre el horizonte a su izquierda.
Aceleró a toda velocidad alejándose de él, e indicó a su ordenador de
navegación que estableciera un rumbo para el primer salto.
-Será mejor que vayas al camarote y
te abroches el cinturón de seguridad –dijo Dengar por encima de su hombro-.
Puede que tengamos un viaje movidito.
El destructor estelar envió un
escuadrón de interceptores TIE en su persecución, y Dengar alzó los deflectores
de popa. Pero el Castigador Uno era
más rápido de lo que las apariencias externas pudieran sugerir, y aceleró a las
blanco-azuladas profundidades del hiperespacio justo cuando los interceptores
TIE los tenían al alcance de sus disparos.
Entonces volaron libres. Dengar fue
al camarote y encontró a Manaroo de rodillas, medio apoyada en el camastro.
Estaba sollozando.
Dengar permaneció de pie
observándola, buscando en su interior los sentimientos, tratando de recordar
por qué lloraba la gente.
-Hay comida y bebida si quieres.
Señaló la unidad de alimentos y el
dispensador de bebidas.
-¿Podemos llamar a mis padres?
¿Decirles dónde he ido?
-Sí –respondió Dengar.
Permaneció de pie durante un minuto,
pensando si debía decir algo más.
-Dengar –dijo ella, alzando la mirada
hacia él con curiosidad. Su rostro era redondeado, y bajo la luz podía verse
que su piel y su cabello eran de un azul más pálido que el de la mayoría de los
aruzanos. Sus tatuajes aún brillaban, y olía ligeramente a perfume. Su cuerpo
era el de una bailarina, ágil y fuerte-. ¿Por qué has matado esta noche a
Kritkeen? Si el Imperio continuará destruyendo a nuestra gente, ¿de qué sirve
esto entonces? No cambia nada.
Dengar podía pensar en una docena de
razones: Lo hizo por el dinero que se le había pagado. Lo hizo porque Kritkeen
era escoria y merecía morir. Lo hizo porque el hombre se parecía a Han Solo.
Eligió decir parte de la verdad, tal vez debido a que muy raramente era libre
de hacerlo. En su línea de trabajo, mentir era un modo de vida-. Lo hice porque
estoy buscando a un hombre, y este es el único modo que conozco para poder
acercarme a él.
-¿A quién estás buscando? –preguntó
Manaroo, picada por la curiosidad.
-Su nombre es Han Solo. ¿Alguna vez
has oído hablar de él?
Las probabilidades de que tan
siquiera hubiera oído hablar de él en ese mundo remoto eran pequeñas, pero
Dengar creía en probar suerte. Sin embargo, no se sorprendió al escuchar su
respuesta.
-No.
-Es un contrabandista a cuya cabeza
han puesto precio. Le gustan las naves rápidas y los blásteres pesados. Llevo
persiguiéndole desde hace más de un año. Dos veces, en Tatooine y luego de
nuevo en Ord Mantell, le he alcanzado, justo a tiempo para verle salir huyendo
en su nave, el Halcón Milenario. Ya
me estoy cansando de quemarme con su tubo de escape.
-¿Crees que Kritkeen sabía dónde
estaba?
-No –respondió Dengar-. Pero yo y
muchos otros cazarrecompensas llevamos tras el rastro de Solo desde hace un
tiempo, y aún no lo hemos encontrado en ningún lugar de la galaxia.
-Entonces, ¿crees que se ha
estrellado en algún mundo desconocido, o se ha ocultado en un planeta
insignificante, como Aruza?
-Escuché un rumor sobre un hábil
piloto rebelde que hizo estallar la Estrella de la Muerte imperial. Comprobé
los registros. La nave de Solo, el Halcón
Milenario, estuvo allí. Está con la Rebelión, y no sólo se está escondiendo
de los cazadores de recompensas.
-Sigo sin comprender. ¿Entonces sabes
dónde está?
-No –respondió Dengar, y se preguntó
si le había revelado demasiado. Ya no sentía apenas temor, no desde las
operaciones. Sin embargo, había sido entrenado para guardar silencio, y de
pronto pensó que tal vez había estado hablando demasiado abiertamente. Pero ya
le había contado la mitad de sus secretos, y si ella descubría el resto, bueno,
siempre podría matarla-. Sólo la Rebelión sabe dónde está, y le están
protegiendo. Así que tengo que buscar una forma de unirme a ellos, pero dudo
que me vayan a aceptar fácilmente. Soy un asesino imperial. Pero Kritkeen ha
sido uno de los adversarios más molestos de la Rebelión, y hay muchos más como
él de los que puedo ocuparme. Una vez que el Imperio haya puesto precio a mi
cabeza y la Rebelión decida que soy enemigo del Imperio, sospecho que me
ofrecerán asilo. Y una vez esté en la Rebelión, encontraré a Han Solo.
-Estás sembrando las semillas de tu
propia destrucción –dijo Manaroo, y sus brillantes ojos negros parecieron
asustados-. El Imperio te dará caza.
Dengar soltó una carcajada.
-Bueno, no tengo nada que perder.
Oye, ¿por qué no te tumbas en ese camastro y tratas de dormir un poco? –dijo
Dengar con un bostezo. Había llegado a acostumbrarse a los ciclos nocturnos de
Aruza, y en ese momento su cuerpo le decía que ya había pasado la hora de
acostarse.
Pocos días después dejó a Manaroo en
un desconocido planeta remoto, tras entregarle unos cientos de créditos para
que comprara un pasaje a cualquier otra parte, y en los meses siguientes apenas
pensó más en ella. Aunque volaba solitario por los cielos, por una vez no se
mortificaba por su soledad. Estaba consumido por su búsqueda de Han Solo. Viajó
por los bordes de la galaxia buscando los antros de mala muerte donde hacían
sus negocios los contrabandistas y los asesinos, pero nunca obtuvo noticias de
Solo. Por dos veces envió a Tatooine mensajes para Jabba el Hutt, para informar
de sus progresos.
Cinco oficiales más de Rediseño de la
COMPNOR encontraron su brutal fin. Cuatro asesinos trataron de matar a Dengar,
y Dengar les hizo pagar por ello. Luego las cosas se calmaron. Nadie volvería a
arriesgarse a ir tras él.
El nombre “Desquite” se mencionaba en
susurros apagados cuando entraba en un casino y, a menudo, en extraños mundos
pequeños y sucios, en alguna calle su mirada se cruzaba con una madre y su hijo
que lo observaban fijamente, con un destello de respeto en los ojos. A veces,
alguien incluso lo llamaba por su nombre, aclamándolo, y él les devolvía su
mirada inexpresiva, asombrado.
El planeta Toola era poco más que una
colección de campos mineros, un lugar oscuro, frío, alejado de su sol. Los
lugareños, una especie llamada whiphid, eran grandes criaturas cubiertas de
pelaje blanco en invierno que adquiría una tonalidad marrón en verano. Los
gigantescos whiphids, con sus relucientes colmillos, sólo tenían la tecnología
más básica. Los más salvajes todavía cazaban con lanzas de punta de piedra,
mientras que los guerreros más cercanos a las minas optaban por hachas de
guerra metálicas e incluso vibrohojas introducidas como contrabando en el
planeta desde otros mundos. Los whiphids realizaban la mayor parte del trabajo
en las minas a mano. Eran un pueblo duro, independiente, bárbaro. A Dengar le
caían bien.
Así que Dengar se encontró jugando a
cartas con una mujer limpia (algo extraño en el campamento minero) vestida con
un bonito mono.
Estaban sentados en una choza whiphid
fabricada con cuero cosido sobre el costillar de alguna bestia gigante. Las
hembras whiphid cantaban alrededor de una rugiente hoguera, mientras que los
machos, más pequeños, asaban demonios de las nieves, untándolos en una salsa de
olor dulzón elaborada a partir de líquenes. El humo aceitoso permanecía formando
nubes sobre sus cabezas.
-No lo entiendo, Desquite –susurró la
compañera de Dengar en el juego de cartas, una mujer de rostro afilado, con
cabello rubio y ojos escrutadores, inclinándose hacia delante durante la
partida-. Eres un asesino entrenado por el Imperio. ¿Por qué te has vuelto
contra ellos, sabiendo que te matarán?
Dengar suspiró, como había hecho
cientos de veces en los últimos meses.
-Es lo correcto. Tengo que
enfrentarme al Imperio, aunque tenga que hacerlo solo.
”Creo... –dijo Dengar, adornando su
relato por primera vez- que decidí que tenía que abandonar cuando me ordenaron
que matara a los niños sagrados de Asrat.
-¿Y quiénes son...?
-Huérfanos que viven en un templo,
con sus vidas dedicadas al bien. Denunciaron al Emperador, y juraron, como
ellos decían, “negarle su amor y su apoyo”. Trataron de abandonar formalmente
el Imperio. Y en el Imperio, la rebelión, aunque provenga de unos niños, no se
tolera.
”Así que tenía que matar a los niños,
o abandonar el Imperio. Elegí abandonar.
-¿Y qué hay del Rediseño de la
COMPNOR? ¿Por qué luchas contra él? –preguntó la mujer.
-Porque son la rama más
concienzudamente malvada del Imperio. Pocos hombres merecen un final brutal a
manos de un asesino, pero muchos de los individuos que se lo merecen pueden
encontrarse en Rediseño.
La mujer estudió el rostro de Dengar.
Ella había sido cuidadosa durante toda la velada, manteniendo una conducta
amigable, y aún no había tenido que identificarse.
-Pero como asesino imperial, se
rumorea que se te extrajo parte del cerebro. No tienes emociones ni conciencia.
¿Cómo distingues bien del mal?
Dengar se pasó la lengua por los
labios. No había “rumores” acerca de su falta de conciencia. Sus operaciones se
habían llevado a cabo en secreto. Esa mujer sólo podría haber tenido noticia de
tales informes si hubiera leído sus archivos militares... y estos habrían sido
dolorosamente difíciles de conseguir. Sólo un agente de la Alianza Rebelde
podría tener tal información... o, por supuesto, los propios cirujanos
imperiales que le operaron. Dengar se preguntó en qué categoría caería ella.
Había plantado suficientes semillas para que la Alianza Rebelde hubiera
contactado con él mucho antes, pero creía que podrían temerse un engaño.
Habrían enviado a una interrogadora especial, tal vez incluso alguien con
capacidades empáticas o telepáticas.
-Tengo recuerdos –dijo Dengar
honestamente, sabedor de que su interrogadora sentiría la verdad de sus
palabras incluso aunque no fuera telépata-. Recuerdo la diferencia entre el
bien y el mal, aunque ya no pueda ver muy bien esa diferencia.
-Debes sentirte muy asustado, muy
solo –dijo ella-, luchando contra el Imperio de este modo.
-Ya no siento temor –dijo Dengar-. Me
arrancaron esa capacidad.
No se atrevió a negar su soledad.
-¿Y qué hay de la rebelión? ¿Has
intentado unirte?
-No creo que me admitieran –dijo Dengar
con una risa vacía-. He hecho tanto mal, que creo que verán mi muerte como
justa recompensa.
-Tal vez –dijo la mujer, como si
diera por zanjado el tema, y continuó con la partida de cartas.
Al amanecer, cuando Dengar fue a su
nave con la intención de abandonar Toola, descubrió que alguien había
programado su ordenador de navegación, trazando un curso hacia una estrella sin
nombre en el borde más alejado de la galaxia. Escrito en el polvo acumulado en
una de las pantallas podía leerse un mensaje que decía “Amigos”.
Encendió los motores y despegó,
descubriendo que las coordenadas le llevaron a un pequeño puesto avanzado
rebelde donde un variopinto grupo de oficiales de inteligencia militar lo
examinaron durante tres días. Al parecer superó sus pruebas y aceptó una
misión.
Como muchos rebeldes, se esperaba de
él que fuera competente en varios ámbitos. Por motivos morales, la Alianza
Rebelde se oponía al uso de asesinos, pero le permitieron ayudar en la
planificación de futuras incursiones, mejorar las motos barredoras de ataque y
comenzar a entrenar a equipos de saboteadores en cómo dejar fuera de servicio
las instalaciones Imperiales de reparaciones de naves.
El recién creado puesto avanzado al
que había sido asignado se encontraba en un sistema estelar llamado Hoth.