domingo, 19 de diciembre de 2010

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio (I)

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio
John Jackson Miller

Capítulo Uno
3960 ABY

Su tarde comenzó como siempre lo había hecho. El rastrillo cayó, creando ordenados surcos en el barro negro. Levantándolo para hacer otra pasada, el portador lo dejó caer de nuevo, dividiendo perfectamente los surcos por la mitad.
Ori Kitai, observaba desde el otro lado del seto. El joven granjero se movía con gran lentitud. El rastrillo, un insustancial el matrimonio de brotes hejarbo y rocas silíceas, partía sin embargo el rico suelo con facilidad. Pero Jelph de Marisota parecía no tener ninguna prisa; en esta o ninguna otra cosa.
¿Hasta qué punto puede llegar a ser monótono?, pensó Ori. Durante todo el día, todos los días, el hombre del sombrero de paja de ala ancha atendía a sus labores, sin ningún lugar al que ir ni amigos que ver. Su finca se encontraba solitaria en un recodo del río Marisota, lejos de la mayoría de los centros de la cultura Sith en Kesh. Nada existía aguas arriba, salvo volcanes y jungla; nada río abajo, salvo los pueblos fantasmas de los Lagos Ragnos. Esa no era vida para un ser humano.
-Dama Orielle -dijo Jelph, quitándose el sombrero. Su cabello color arena caía en una larga trenza fuera del cuello de su camisa empapada.
-Sólo Ori –dijo ella-. Te lo he dicho una docena de veces.
-Y eso significa una docena de visitas -dijo con ese extraño acento suyo-. Me siento honrado.
La delgada mujer de cabello castaño rojizo caminó a lo largo del seto, lanzando miradas de reojo al trabajador. Ella no tenía ningún motivo para ocultar por qué seguía yendo allí; no con el futuro de su familia está a punto de quedar asegurado. Ori podía hacer lo que quisiera. Y, sin embargo, cuando salió a través de la abertura al camino de grava, se sintió apocada, como si volviera a ser una quinceañera. Y no un Sable Sith de la Tribu, diez años mayor.
Con sus ojos marrones mirando fijamente al suelo, se rió entre dientes para sí misma. No había motivo para la modestia. Ori llevaba el uniforme negro de su cargo. Jelph vestía harapos. Ella había superado las pruebas de aprendizaje en los terrenos del palacio, en el paseo glorioso por el que había caminado el Gran Señor Korsin hacía más de un milenio. El hogar de Jelph era una choza, y su explotación, más que una granja, era un depósito para los suelos fertilizados que proporcionaba a los jardineros de las ciudades.
Y sin embargo, el hombre tenía algo que nunca había encontrado en otro ser humano: No tenía nada que demostrar. Nunca nadie la miraba directamente en Tahv. Jamás. La gente siempre tenía un ojo puesto en lo que la conversación podría significar para ellos, en cómo su madre podría ayudarles. Jelph no pensaba en progresar.
¿De qué le servirían esos pensamientos a un esclavo?
Dejando el rastrillo en el suelo, Jelph salió del barro y sacó una toalla de su cinturón.
-Sé por qué estáis aquí -dijo, limpiándose las manos-, pero no por qué estáis aquí hoy. ¿Cuál es la gran ocasión esta vez?
-El Día de Donellan.
Jelph la miró fijamente.
-¿Es una de vuestras fiestas Sith?
Ori inclinó la cabeza mientras le seguía alrededor de la choza.
-Tú fuiste Sith una vez, también, ya sabes.
-Eso es lo que suelen decirme -dijo, lanzando la toalla. Aterrizó en un cubo en el suelo, fuera de su vista-. Me temo que aquí, en el interior del país, no cultivamos mucho los recuerdos ancestrales.
Ori sonrió. Él era tan instruido, para un ser inferior. Jelph cultivaba en abundancia, oculto a la vista del camino donde había dejado pastando su hasta que estuviera lista irse volando de nuevo. Detrás de la casa, detrás de los pequeños montículos de arcilla de río con los que comerciaba con los keshiri, mantenía seis enrejados de las flores dalsa más hermosas que jamás hubiera visto. Al igual que la cabaña y el rastrillo, los enrejados estaban hechos con brotes hejarbo entrelazados... y, sin embargo, eran un visión que rivalizaba con las maravillas hortícolas del Alto Asiento. Ahí, detrás del hogar de un esclavo en medio de ninguna parte.
Tomando la hoja de cristal que le ofrecía, el granjero de ojos color avellana comenzó a cortar los ejemplares que ella elegía. Como de costumbre, estas decorarían las urnas en el balcón de su madre durante los festejos.
-Entonces, ¿qué es lo que celebráis? –Haciendo una pausa, bajó la mirada hacia ella-. Si es que queréis decírmelo, claro.
-Mañana harán mil años de que naciera el primogénito de Nida Korsin.
-Oh -dijo Jelph, mientras continuaba podando-. ¿Llegó a ser Gran Señor o algo así?
Ella sonrió.
-Oh, no.
El reinado de Nida Korsin había iniciado una era robusta, gloriosa para los Sith, explicó ella. Donellan sabía que su padre, el Señor Consorte, sería condenado a muerte cuando Nida muriera. Esa era la voluntad de Yaru Korsin. Pero esperó demasiado tiempo para actuar. El único hijo de Nida murió siendo un anciano, esperando su oportunidad de ascenso al poder. Fue el final de un sistema dinástico; tras su muerte, una Nida sin herederos instituyó la sucesión en base al mérito.
-¿De modo que ese tipo fracasó, y tiene su propio día?
A los Sith les gustaba el mensaje de la historia de Donellan, le dijo ella. Muchos Sith eran pacientes maquinando sus ascensos, pero era posible ser demasiado paciente.
-El Día de Donellan también es llamado el Día de los Desposeídos. Y, piensa en ello -dijo ella, admirando sus musculosos brazos a través de las hendiduras de las mangas-. ¿Acaso esta Tribu ha necesitado alguna vez un motivo para una celebración?
Él se rió una vez, una risita gutural que hizo que Ori sonriera.
-No, supongo que no –dijo-. Por lo menos, mantiene ocupada a la gente de mi oficio.
Los siete Altos Señores siempre trataban de superarse unos a otros en la decoración de sus palcos en los juegos. Ocupándose personalmente del diseño de la cabina de su madre ocho meses antes, Ori supo de Jelph y su jardín secreto de uno de los floristas keshiri de Tahv... si bien de manera indirecta. Detectando una mentira cuando el keshiri afirmó que las flores eran suyas, Ori lo siguió un día con su uvak. Estando las bestias voladoras todavía prohibidas a los keshiri, el florista viajó a pie para reunirse con una caravana que transportaba fertilizante del Marisota. Allí encontró a Jelph... y lo había encontrado de nuevo muchas veces desde entonces, excepto cuando estaba ausente con su balsa, en la selva.
La selva. Ori miró por encima del enrejado hacia las verdes colinas, que ascendían alejándose hasta las cumbres humeantes del este. Ni siquiera la Tribu subía a esa maraña de maleza y follaje colgante.
-Ninguna persona en su sano juicio debería ir allí -había dicho Jelph. Pero lo que trajo al regresar en su pequeña embarcación era el secreto de su éxito hortícola… y de los éxitos de todos los clientes que dependían de él-. Para cuando los sedimentos descienden río abajo –le había explicado una vez-, se han perdido muchos de los nutrientes.
Ori había pasado noches en vela imaginando al hombre metido hasta la cintura en un oscuro arroyo de montaña, paleando lodo en su barcaza.
Tonterías. Un exceso hedonista. Pero ella era Sith, ¿no? ¿A quién más debería complacer?
De rodillas, él arregló cuidadosamente las flores cortadas sobre un paño desplegado en el suelo. Sus grandes manos manchadas de tierra trabajaban con sorprendente delicadeza, apartando los brotes que habían caído si querer. Jelph la miró profundamente.
-Ya sabéis que puedo daros los nombres de mis clientes más cerca de Tahv. Ellos cultivan las plantas con la misma tierra.
-Las tuyas son mejores -dijo.
Eso era cierto. Tal vez las flores sólo crecían mejor en un aire más cercano a su tierra natal. Tal vez eran los cuidados a mano de un humano, en lugar de un keshiri.
O tal vez se trataba de ese humano. Cuando ella lo conoció, supuso que Jelph acababa de convertirse recientemente en esclavo. Ningún trabajador que hubiera conocido, humano o keshiri, tenía su vocabulario. Tenía que haber sido alguien antes, en las ciudades Sith. Pero él había contestado sin vacilar:
-No soy nadie. Nunca conocí a nadie, antes que a vos.
Había nacido en la esclavitud, y allí permanecería. Él, y cualquier hijo que alguna vez pudiera tener.
La clase de los esclavos humanos se había desarrollado poco después de que la línea Korsin terminase. Aunque muchos de los descendientes del Presagio eran sensibles a la Fuerza, aquellos que no lo eran habían formado su propia capa de la sociedad por debajo de aquellos que servían al Gran Señor. Miembros libres de la Tribu, esta hidalguía ayudó a mantener productivos a los keshiri, que permanecían por debajo de todos. Pero cuando cualquier ciudadano Sith era condenado por un Señor, sus derechos de nacimiento podían perderse para siempre. Jelph de Marisota no tenía apellido porque su padre no tenía ninguno que darle. Era mejor que un keshiri –ella nunca permitiría que uno de los siervos de piel púrpura la llamase por su nombre de pila- pero sólo porque era humano, no porque fuera Sith. Jelph debía lealtad y servicio a los Sith, si así lo deseaban, pero sólo Ori había tratado directamente con él para cualquier cosa.
Qué desperdicio, pensó, admirando tanto al trabajador como a su trabajo.
-Sabes, mi madre es un Gran Señor.
-Lo habéis mencionado alguna vez.
-Ella es poderosa, pero las tradiciones son muy fuertes –dijo-. Es una pena que no haya ninguna forma de que vuelvas a ser uno de nosotros.
-Nunca lo he sido –dijo-. ¿Y qué haría yo en Tahv? Difícilmente encajaría con vuestra hermosa gente.
Mirando hacia ella, le guiñó un ojo. A la luz del sol, podía ver la larga cicatriz rojiza corriendo por su mejilla derecha hasta el cuello. A veces había imaginado que se debía a alguna gran batalla, en lugar de un accidente de granja, años atrás. Pero él tenía razón. Incluso si tuviera un nombre y apellido, su desfiguración le haría difícil encajar en la Tribu.
Jelph se puso en pie bruscamente.
-Vas a aplastarlas –dijo ella, pasando los ojos rápidamente de él a las flores.
-En realidad, tengo algo para vos -dijo, señalando con el pulgar detrás de él-. En honor de vuestro Día de la Desposesión.
-Es “de los Desposeídos”.
-Os pido disculpas.
La condujo al interior de la granja, más de lo que nunca había estado antes, más allá de los montículos hasta una estructura que sólo había visto desde el cielo. Situada cerca de la orilla del río, la cabaña era más grande que su vivienda y el doble de alta.
Ori palideció.
-¿Qué hay aquí atrás? ¡Apesta!
-El estiércol suele hacerlo. El de uvak se lleva la palma -dijo, acercándose a la puerta de barrotes. Lo que antiguamente era un establo para un anterior ocupante que pudiera poseer uvak, ahora le proporcionaba un lugar al refugio del viento para almacenar la carga de estiércol que necesitaba para mezclar su tierra-. No os gustaría estar cerca cuando tengo lo acarreo hasta aquí.
Abrió la puerta.
-Sin duda, este no es tu regalo para mí –dijo ella, entornando los ojos y tapándose la nariz.
-Por supuesto que no. –Alargó la mano al interior de la puerta y recogió un yugo de aspecto extraño-. Es algo en lo que he estado trabajando. He alargado unos odres y los he añadido a parte de un arnés para uvak. –Equilibrando las correas centrales en sus manos, le mostró cómo las largas bolsas colgaban a ambos lados-. Siempre habéis tenido que volar de vuelta con las dalsa en un paño húmedo. Con esto, podéis llevarlas directamente... y no acabaréis empapada cuando lleguéis a vuestra casa.
Ori abrió mucho los ojos, mientras él cerraba la puerta del apestoso lugar.
-¿Has hecho eso para mí?
Jelph miró a su alrededor.
-Hmm. No veo hoy aquí a ningún Gran Señor, así que... claro. Supongo que es para vos.
Regresaron caminando a lo largo de la orilla del río, más allá de la pequeña barcaza atada en el bancal. Tras terminar de pastar, Shyn, el uvak de Ori, se acercó volando y se posó en un claro. Jelph caminó con seguridad hacia el animal y levantó el yugo sobre su marco de cuero. Un ajuste perfecto. Shyn, que no soportaba a nadie, asintió con la cabeza pasivamente.
Por eso vengo aquí, pensó Ori. La vida en la corte era despiadada; aquel mes, más de lo habitual. Aunque muchos no estaban motivados por el ansia de poder, sino por el miedo a perder el poder que tenían. Este hombre no tenía nada y no temía a nada.
Su madre le había dado un nombre: la Confianza del Callejón Sin Salida.
Jelph llenó parcialmente los pellejos con agua y luego depositó las flores cortadas en el interior. Shyn parecía ahora un animal de desfile, adornado con flores. Eso podría ser buena idea para algún momento, pensó Ori... pero no para mañana. Observó cómo sujetaba la parte superior para proteger las flores.
-Ya está. Listas para un Gran Señor.
La ayudó a subir a lomos del uvak.
-Jelph -dijo ella, mirando hacia abajo-. Con todo lo que se sabes hacer, realmente deberías estar enseñando a los keshiri cómo cultivar las cosas. No vendiendo tierra.
-Cuidado -dijo, señalando hacia el granero de compostaje-. Mi vida está en esa tierra. –Dio unas palmaditas en el alargado rostro de Shyn y se volvió hacia su barcaza, flotando en el del agua-. Y puede que no sea de la Tribu, pero al menos tengo una “nave”. -Se rió-. ¡Aunque tenga este aspecto!