Farol rebelde
Michael Kogge
Lando Calrissian no podía creer su mala suerte. Una
vez más recibía una mano horrorosa en una ronda de sabacc. Para ganar el bote
principal y saldar sus deudas, necesitaba que sus cartas sumaran un total de
veintitrés puntos positivos o negativos. Ahora mismo tenía cinco puntos
negativos... y las cosas no tenían aspecto de ir a mejorar en un futuro
inmediato. Habían sido diez repartos de cartas nefastos seguidos y sus créditos
estaban en las últimas.
Evaluó cómo les iban las cosas a sus competidores
en la mesa. El Viejo Jho, el ithoriano propietario de la cantina, permanecía
inmóvil y en silencio, salvo por una vena que palpitaba en la base de su
cuello, delatando su nerviosismo. Por otro lado, la joven sentada junto a él,
una morena con cazadora de explorador y pantalones amplios, no parecía molesta
en absoluto por sus cartas. Tomaba sorbos de su bebida y paseaba su mirada por
la cantina con aire ausente.
Lando supuso que habría venido de la Ciudad
Capital, ya que su rostro no se veía curtido por haber crecido en las llanuras
de Lothal, y sus manos, suaves y delicadas, delataban trabajo de oficina,
probablemente en un centro de datos. Sus ojos revelaban la mayor parte, como
siempre ocurría con los humanos. Había un brillo pícaro en ellos, una chispa de
inteligencia que desmentía su apariencia ingenua. No importaba lo mucho que
tratara de fingir una casual indiferencia, no podía ocultar a Lando que su
mirada se dirigía una y otra vez a la entrada de la cantina. La mujer esperaba
que alguien pudiera irrumpir allí, tal vez un ex amante enloquecido o un
cobrador de recibos. Era una mujer fugitiva.
El último de los jugadores, un devaroniano con un
cuerno roto, no mostraba ni pizca de ansiedad. Ni debería. Cikatro Vizago era
el gran ganador hasta ese momento, ya que había obtenido la mayoría de los
botes de mano de las rondas individuales. Sin embargo, era obvio que quería
más. Tamborileaba con las uñas en la superficie de la mesa, acercando los dedos
al bote de sabacc que, a diferencia de los botes de mano, iba aumentando en
número de créditos con cada ronda.
-Fuera las zarpas, Vizago –dijo Lando-, a menos que
vayas a cantar sabacc.
El gánster ofreció a Lando una sonrisa de dientes
afilados que podría conseguirle un papel protagonista en un Holo de terror.
-Puede que esté a punto de hacerlo –dijo con su
fuerte acento-. ¿Dispuesto a plantarte?
-Deberías saber que no me planto. Sólo gano –dijo
Lando. Puede que tuviera la peor mano de todas, pero nunca lo mostraría. Había
ganado con menos.
-Entonces deja que haga que te merezca la pena.
Vizago depositó un puñado de chips de crédito en el
bote de sabacc, subiendo en mil la apuesta.
-No voy –gruñó Jho por el traductor que cubría sus
bocas. Dejó caer sus cartas sobre el campo de suspensión de la mesa, que fijó
su valor facial a un total de nueve puntos negativos.
-Yo tampoco –dijo la mujer, para sorpresa de Lando.
No parecía darse cuenta de que se había plantado con una buena mano. Los
dieciocho puntos positivos que dejó en el campo de suspensión podrían haberle
hecho ganar si hubiera continuado jugando.
Vizago estiró los dedos, extendiéndolos sobre la
mesa. Pocos habrían encontrado algún significado en ello, pero para Lando esa
acción revelaba el farol del gánster. El devaroniano había estado golpeando la
mesa con las uñas durante toda la partida, y este breve momento de respiro
demostraba un cambio en su estado de ánimo. Muy probablemente estaba aliviado
de que la mujer se hubiera plantado, lo que significaba que sus cartas sumaban
un total inferior a los dieciocho puntos de la mujer.
Lando tocó los créditos de su bolsillo. No tenía ni
de lejos los mil necesarios para permanecer en la partida. Lo que tenía era la
tarjeta llave de su Ubrikkian 9000. Recientemente había comprado el deslizador
terrestre para explorar potenciales lugares de prospección en un terreno que
había comprado a Vizago... y por el que aún le debía un buen montón de
créditos.
Midió el bote de sabacc, engordado
considerablemente por la contribución de Vizago. El montón pagaría de sobra su
deuda. Y con dos jugadores fuera de juego, a Lando le gustaban las
probabilidades. Años en el circuito de casinos lo habían enseñado cuando
jugársela a todo o nada. En la situación correcta, la suerte podía ser tan
fiable como un buen bláster.
Lando depositó su tarjeta llave.
-Todo lo que tengo.
Vizago soltó un gruñido.
-Oh, no. No intentes encasquetarme tu chatarra,
Calrissian.
-¿Un Ubrikkian 9000? Eso no es chatarra. –La mirada
viajera de la mujer quedó fija en la tarjeta llave-. Incluso como piezas
sueltas, vale más que todo el bote. Los mineros los están pidiendo a gritos.
Lando lanzó a la mujer un gesto de aprobación.
-La dama sabe de lo que habla.
-En mi opinión, esos Ubriks son todo un regalo para
la vista –dijo el Viejo Jho-. Casi tanto como una cápsula de escape, en vez de
un deslizador.
-Estoy de acuerdo. –Las pupilas de Vizago se
estrecharon como cabezas de alfiler-. Pero esta vez dejaré que te patines,
Calrissian... aunque rezo por que tengas algo más con lo que pagarme una vez
acabemos con esta diversión.
-¿Qué tal si te pago con el bote? –dijo Lando, con
una sonrisa fanfarrona.
La mesa de sabacc emitió un pitido, indicando que
comenzaba la fase de desplazamiento. Esta era la parte del juego favorita de
Lando, cuando el aleatorizador de la mesa tomaba el control de las cartas y
transmitía señales a los receptores integrados en cada una de ellas. Sus cartas
comenzaban a desdibujarse y a pasar por los distintos palos de Bastones,
Monedas, Frascos y Sables, presentando totales completamente nuevos, nuevas
formas de ganar... y de perder. Como una broma cósmica, un Arreglo de Idiota
parpadeó ante sus ojos, sólo para ser reemplazado instantes después por un par
de Malignos. Esas cartas también se desvanecieron para convertirse en algo
distinto, luego en algo distinto de nuevo, ofreciendo un cosmos de
posibilidades.
El corazón de Lando latía con fuerza. Su mente
cavilaba. Mientras las cartas siguieran cambiando, la fase de desplazamiento
podría terminar en cualquier momento, siendo su duración tan aleatoria como su
barajeo. La emoción estaba en no saber. Por eso le gustaba apostar. Por eso
jugaba. Eso era la vida, vivida al límite, donde el futuro y el destino de uno
podían estar determinados únicamente por el puro azar.
Todo el mundo le miraba. No verían nada inusual. Al
contrario que ellos, él había perfeccionado su cara de sabacc. Aunque su
corazón martilleara y su mente trabajara sin descanso, en la superficie Lando
permanecía tranquilo y calmado.
Cuando la fase terminó y las cartas adquirieron su
valor definitivo, sus instintos demostraron haber estado de nuevo en lo cierto.
Puso sus cartas en el campo de suspensión, mostrando un Once, un Tres y un
Nueve de Sables, todos ellos positivos.
-Sabacc –dijo, suavemente, como si fuera evidente
que eso era lo que tenía que ocurrir.
Vizago rugió, golpeando la mesa. Arrojó sus cartas
al campo.
-¡Tramposo!
-No. Sólo es suerte.
Lando fue a echar mano al bote cuando un fuerte
golpe metálico le distrajo. Se volvió para ver un droide guardaespaldas IG-RM
detenido en el exterior de la puerta trasera de la cantina.
-Creí que acordamos que tus colegas no
estarían–dijo Lando.
-Efectivamente, en el interior–dijo Vizago-. Y te
lo prometo: no va a entrar.
No necesitaba hacerlo. Uno de los brazos del droide
había sido convertido en un cañón bláster. Un disparo bien colocado acabaría
definitivamente con la carrera de Lando en el sabacc.
Pero Lando debía saber que no había que subestimar
al Viejo Jho.
-Puedes apostar a que no lo hará –dijo el
ithoriano. El viejo Jho pulsó un botón en su cinturón, y una puerta blindada se
cerró de golpe frente al droide-. No puedo soportar a esos droides. Ahora vete
–dijo a Vizago.
-Jho, vamos, sólo quería asegurarme de que todo era
justo. ¿Por qué no nos olvidamos de esto y seguimos jugando, para que todo el
mundo tenga una oportunidad de recuperar sus créditos? –dijo Vizago-. Seguro
que te apuntas a otra partida, ¿verdad, Calrissian?
-Lo siento, Vizago. Tengo que
irme a casa. Mi cerdo inflable se pone de malos humos si no lo saco a pasear.
Vizago se levantó de la mesa.
-¿Y qué tal si te llevo a ti a dar un paseo?
Lando le ignoró, advirtiendo que
la silla junto a Jho estaba vacía.
-¿Adónde ha ido nuestra amiga?
Jho volvió la cabeza.
-Ni siquiera la he visto
marcharse.
Lando examinó la cantina. Un
grupo de tripulantes de carguero se divertían en la barra, mientras dos
snivvinanos se acurrucaban en un oscuro reservado. No había ni rastro de la
joven.
-El bote de sabacc –dijo
Vizago-. ¡Lo ha robado!
Una mirada a la mesa confirmó
que ya no estaba allí.
-Karabast –maldijo Lando, usando una palabra que había aprendido
bastante recientemente. Debería haber prestado más atención. Con toda la
confusión con Vizago, ella debía de haber tomado el bote y luego se escabulló.
La súbita llegada de un
transporte de tropas imperial dejó esas preocupaciones a un lado. El vehículo
repulsor de casco gris aparcó en el exterior de la entrada, con sus torretas
ametralladoras de proa y popa apuntando amenazadoramente a la cantina. Tres
soldados de asalto desembarcaron de su cabina.
Toda la diversión de la barra
terminó, así como los achuchones del reservado. Vizago se escabulló de nuevo en
las sombras. Se hizo un silencio tal en la cantina que Lando podía escuchar el
entrechocar metálico de las placas de armadura de los soldados de asalto al
entrar, con los rifles preparados.
-¿Puedo ofrecerles un refresco a
todos ustedes? –preguntó Jho.
El líder de la escuadra, cuyo
rango venía indicado por la hombrera naranja de su uniforme, soltó un bufido.
-Debería arrestarle por intento
de envenenamiento a un oficial del Imperio. Los humanos no beben bazofia
alienígena.
-Señor, he servido a algunos de
los mejores pilotos de TIE de Lothal...
-Cierra tus bocas, cuello de
cuero.
El líder de la escuadra hizo un
gesto y el soldado que iba tras él activó una tableta holográfica. Proyectó un
holograma azul de la joven ahora ausente, salvo que en lugar de la chaqueta y
los pantalones vestía el atuendo de un burócrata del gobierno.
-Tenemos informes de que esta
traidora estaba en las inmediaciones. ¿Ha estado aquí?
El Viejo Jho dudó, con su vena
hinchada como una raíz de árbol. A pesar del hecho de que la mujer les había
robado, Lando sabía que Jho nunca arruinaría su reputación delatando a alguien
al Imperio.
Lando dio un paso adelante para
estudiar el holograma.
-¿Quién es ella? –Todos los
blásteres se volvieron de inmediato hacia él-. Caballeros, por favor –dijo,
usando el más apaciguador de sus tonos-. Quiero ayudarles.
-Identifíquese –ordenó el líder
de la escuadra.
-Mi nombre es Lando Calrissian.
Recién llegado a Lothal y leal patriota del Imperio Galáctico. Puede comprobar
mi historial.
Hubo una pausa mientras un
soldado hacía precisamente eso. Por unos instantes todo lo que Lando pudo
escuchar era el distorsionado tráfico de comunicaciones que resonaba en el
interior del casco de soldado. No estaba nervioso. Puede que su pasado no fuera
inmaculadamente limpio, pero su archivo de datos en los ordenadores de la
Oficina de Seguridad Imperial sí lo era. Antes de llegar a Lothal, previo pago
de una suma suficiente para pagar el rescate de un príncipe, un hacker había
pulido su historial de la OSI para hacerle parecer un brillante parangón de
civismo imperial.
-Está limpio, señor –dijo el
soldado.
Los blásteres descendieron, pero
sólo uno o dos grados.
-Se llama Ria Clarr –dijo el
líder de la escuadra-. Anteriormente analista en el Instituto de Minería
Imperial, hasta su actividad sediciosa.
-¿Qué hizo? ¿Robó algunos
archivos? ¿Avergonzó a algún lugarteniente?
-Borró las bases de datos de los
informes geológicos de Lothal. –El bláster del líder de la escuadra volvió a
alzarse, y los demás hicieron lo mismo-. ¿Dónde está?
-Tranquilo, tranquilo, no hace
falta ponerse nervioso –dijo Lando, retrocediendo un paso-. Su holograma se
parece a una mujer que he visto por aquí hace unos minutos. Se tomó un trago
rápido y luego se fue por donde llegaron ustedes.
-¿En qué dirección se marchó?
-Ni idea. No le estaba prestando
tanta atención. Pero si hubiera sabido que el Imperio la buscaba, habría hecho
algo. Todos lo habríamos hecho –dijo Lando mirando al Viejo Jho de reojo.
-Sí, sí –dijo el ithoriano-.
Siempre informo de cualquier actividad sediciosa que veo.
El líder de la escuadra ofreció
a Jho una penetrante mirada carente de rostro, haciendo que la vena del ithoriano
latiera aún más fuerte. Entonces el líder se dio media vuelta y salió de la
cantina, seguido por sus soldados.
-De nada –dijo Lando a los
soldados. No respondieron.
Una vez que el transporte se fue
a toda velocidad, Vizago emergió de las sombras.
-Nunca hubiera pensado que
fueras tan devoto del Imperio, Calrissian.
-He venido a Lothal a hacer
fortuna como minero, no como agitador –dijo Lando-. Pero también quiero mis
ganancias. Si se hubiera marchado por donde he dicho, se habría topado de
bruces con esos soldados de asalto antes de que llegaran aquí.
Vizago echó un vistazo a la
puerta trasera, que permanecía cerrada.
-¿Entonces cómo se fue?
Lando miró a Jho en busca de la
respuesta.
-En la cocina, hay una puerta al
patio trasero –dijo el Ithoriano.
Lando frunció el ceño. Ahí era
donde había aparcado su Ubrikkian. Y si ella había robado el bote, tenía su
tarjeta llave.
Cruzó corriendo la cocina,
ignorando los chillos de los cocineros ugnaught. Pero para cuando llegó al
patio trasero, la forma esférica de su deslizador se desvanecía en las
praderas.
-No debería haberte dejado
cometer ese desliz, Calrissian –dijo Vizago, llegando a su altura.
Lanco comprobó su crono. Estaba
ligado a los sistemas de navegación de su deslizador, permitiéndole navegar por
todo tipo de información pertinente, desde velocidad hasta altitud, pasando por
el tráfico circundante y los potenciales destinos. Ese último dato le hizo
temblar.
-El juego aún no ha acabado.
Calienta los motores de tu deslizador.
Vizago miró por encima de su
hombro.
-¿Sabes adónde va?
Lando levantó la mirada de su
crono. Las llanuras dominaban el horizonte salvo por un punto oscuro.
***
Aunque la única designación
oficial que Ciudad Tarkin había recibido del Imperio era “Campo de reubicación
43 de Lothal”, todo el mundo, incluso las tropas de asalto, lo identificaban
por su nombre coloquial. Todo comenzó cuando el Gran Moff Tarkin, de quien
recibía el nombre, había ejercido el derecho de dominación del Imperio sobre
Lothal y ordenó que todas las tierras ricas en recursos fueran incautadas para
su uso imperial. Aquellos que fueron desposeídos de sus tierras fueron
reubicados a la fuerza en un lugar tan yermo que no podía cultivarse ninguna
cosecha, donde incluso la ubicua hierba de Lothal era escasa. Eso hacía difícil
encontrar un lugar para ocultar el deslizador de Vizago. Tuvieron que aparcarlo
a medio klick de distancia del campamento y dejar atrás al droide IG-RM como
vigilante.
Acercándose a pie a Ciudad
Tarkin, Lando observó que ni siquiera era propiamente una ciudad, sino más bien
un conjunto de chozas y casuchas improvisadas con viejos contenedores de carga
apiñadas alrededor de la aguja de un evaporador de humedad gastado por el clima.
El óxido había perforado grandes agujeros en el casco del evaporador y
probablemente habría contaminado el agua potable que suministraba. Además,
resultaba obvio que no servía también como suministro para un sistema sanitario
o de higiene comunal. Avanzando por las afueras del campamento, Lando
chapoteaba en un fango que sabía que no era barro precisamente. En varias
ocasiones tuvo que taparse la nariz... y contener el aliento. Ciudad Tarkin
apestaba a suciedad y basura y a toda clase de podredumbre. El hedor de la
extrema pobreza.
-Precioso, ¿verdad? –dijo Vizago.
Lando no dijo nada. Tenía la
mente puesta en su granja, a sólo unos klicks de distancia y todo un paraíso en
comparación con esto. Si su cerdo inflable conseguía olisquear el rastro de una
veta y su negocio minero resultaba lo bastante exitoso como para contratar
personal, se aseguraría de que él y su gente vivieran todos con paz y
comodidad. Nunca sería un habitante de Ciudad Tarkin.
El crono de Lando les dirigió
hacia el borde oriental de la ciudad, donde vieron el Ubrikkian flotando en
modo de espera detrás de una cabaña. Un hombre con una banda metálica en la
cabeza estaba de pie a su lado, presionando la tarjeta llave de Lando contra
los puertos circulares que rodeaban la cápsula. Cuando se abrió una de las escotillas,
el hombre saltó de alegría y trepó al interior.
-¡Eh...!
El ruido de los micro-impulsores
del Ubrikkian ahogó las protestas de Lando. Antes de que pudiera llegar al
deslizador, el hombre se alegó zumbando por la pradera.
Vizago, mientras tanto, había
ido en la dirección opuesta, adentrándose rápidamente por un callejón. Lando
miró por última vez su Ubrikkian, y luego le siguió.
En el centro del campamento, Ria
Clarr se encontraba al borde del evaporador de humedad, rodeada por todas
partes por refugiados. Todos, rodianos, grans y humanos por igual, trataban de
apoderarse de los chips de crédito que ella lanzaba desde su bolsillo como si
fueran confeti.
-Esa bruja infernal... ¿Cómo se
atreve? –Vizago extrajo su bláster y disparó al aire. Los refugiados se
dispersaron como ratas loth, temerosas de un ataque imperial. Los pilotos de
TIE eran conocidos por usar los campos de reubicación como práctica de tiro
durante las patrullas.
Con la multitud dispersada,
Vizago apuntó a Clarr con su pistola.
-Por los abismos de Malachor, ¿qué
estás haciendo?
Clarr dejó caer los pocos chips
que aún tenía y alzó las manos en un gesto de rendición.
-Compensar las cosas.
-¿Con mis créditos? Debería
abrirte un agujero humeante en el corazón.
-Te falla la memoria, Vizago. –Lando
dio un paso adelante-. Yo gané esos créditos, así que yo decido quién es
agujereado y quién no. Baja el arma.
-Calrissian, estoy harto de tus
trucos.
Lando se interpuso en la
trayectoria del bláster de Vizago.
-Puedes dispararme o esperar a
que te pague. ¿Qué prefieres?
Con una mueca de disgusto, el
devaroniano bajó su pistola. Entonces Lando miró a la mujer y la examinó por
segunda vez. Debería haber reconocido ese extraño brillo en sus ojos. Ya lo
había visto en algunas personas que había conocido hace poco.
Se agachó y recogió un chip de
crédito.
-¿Compensar qué?
-Ciudad Tarkin –dijo ella-. Yo
soy la razón por la que existe.
-Eso es ridículo –dijo Vizago-.
Todo el mundo sabe que Tarkin ordenó que se construyera este campamento.
-Basándose en mis informes –dijo
Clarr-. Mi investigación para el Instituto de Minería concluyó que bajo las
granjas de esta gente yacía una rica veta de mineral. Convencí personalmente al
Gran Moff que valdría la pena explotar la perforación. En esa época, yo creía
que el Imperio era una fuerza para el bien, y que ayudaría a sacar a Lothal de
la pobreza y la oscuridad.
-¿Qué te hizo cambiar de idea? –preguntó
Lando.
-Descubrir las mentiras tras la
propaganda imperial. Como la mayoría de la gente, yo sabía que esta era una zona
pobre, pero sólo me di cuenta de en qué malas condiciones estaba cuando la
sobrevolé en una inspección de seguimiento. Durante mucho tiempo, me debatí en
agonía pensando en qué hacer, sabiendo que había sido cómplice de lo que estaba
pasando aquí. Pero tenía miedo de hacer algo por mí misma... tenía miedo de lo
que el Imperio pudiera hacerme a mí...
hasta que escuché la transmisión de Holored de ese chico, pidiendo a todo el
mundo que se levantara contra la tiranía imperial. Pensé que si un niño no
tenía miedo de desafiar al Imperio, yo tampoco debería tenerlo.
Se refería a Ezra Bridger, el
más joven de esos mismos nuevos conocidos que habían ayudado a Lando a adquirir
su cerdo inflable. Un tiempo después, el grupo había pirateado la red de
comunicaciones imperial y había difundido un mensaje de resistencia a cualquiera
con un receptor de Holored.
Lando tenía que admitir que fue
un mensaje inspirador. Pero prefería mantenerse fuera de la política galáctica.
Tratar con gánsteres del mercado negro como Vizago ya le causaba suficientes
quebraderos de cabeza.
-Así que borraste toda tu investigación
y huiste de Ciudad Capital –dijo Lando-. ¿Pero por qué detenerse en el bar del
Viejo Jho? Hay mejores lugares para ocultarse que una partida de sabacc.
-¡Quería los créditos! –dijo Vizago.
Clarr agitó la cabeza.
-El bote de sabacc era una
oportunidad que no podía dejar pasar. Pero fui al local del Viejo Jho buscando
a alguien como tú –dijo, mirando a Lando.
-¿Necesitas los servicios de un
jugador? –preguntó Vizago.
-De un rebelde.
Lando soltó una risita entre
dientes y le ofreció la misma sonrisa generosa que había dado a un millar de
damas que había rechazado por uno u otro motivo.
-Me halaga tu petición, en
serio. Pero la revolución es un juego al que no me dedico.
-Eso es lo que yo pensaba antes –dijo
Clarr-, pero si no te involucras, es un juego que vas a perder.
El crono de Lando emitió un
pitido. Echó un vistazo a su muñeca. El rastreador indicaba que su Ubrikkian
había dado media vuelta y viajaba hacia Ciudad Tarkin a gran velocidad. Un
segundo icono parpadeaba tras él, persiguiéndolo y ganando terreno a tal
velocidad que Lando no necesitó agrandar la imagen para saber qué era.
-Recomiendo que ocultes por el
momento tus auténticas lealtades –dijo Lando-. Estamos a punto de tener
compañía de tipo imperial.
El silbido de los láseres
subrayó su advertencia. El Ubrikkian de Lando se acercaba hacia ellos a toda
velocidad desde el oeste, con su sección de popa ardiendo. El hombre con la
cinta craneal de acero estaba sentado en la cabina, boca abajo mientras la nave
giraba y avanzaba como una flecha hacia el campamento.
Lando se tiró al suelo buscando
protección. Segundos después, el paseo del hombre terminó en una colisión que
sacudió la tierra.
Una abrasadora ola de calor pasó
sobre Lando, chamuscándole la ropa y la espalda. Contuvo el aliento hasta que
ya no pudo hacerlo más, esperando a que se despejara el humo.
Finalmente, se puso en pie,
tosiendo. Aparte de algunas quemaduras menores, no había sufrido daños. Su Ubrikkian,
por el contrario, había experimentado una terrible muerte mecánica. Yacía
retorcido alrededor del evaporador de humedad, con piezas de su fuselaje
dispersas por todas partes. El hombre de la cabina no se movía.
-Usted otra vez –dijo una voz
filtrada que resultaba familiar.
El líder de la escuadra de tropas
de asalto asomó de la compuerta del transporte imperial de tropas mientras este
emergía entre el humo. Saltó a tierra, seguido de dos soldados. Todos apuntaron
son sus blásteres a Lando y Vizago, y las torretas láser del transporte
hicieron otro tanto.
-Vaya, hola –dijo Lando,
recuperando el aliento-. Deberíamos tomar algo juntos alguna vez, visto que nos
movemos en los mismos círculos.
-¿Dónde está ella? –ladró el
líder de la escuadra.
La pregunta llevaba consigo una
cierta implicación, que Lando fue incapaz de confirmar plenamente. Al no
responder, Vizago dio un paso adelante.
-¿Es que el humo ha empañado
vuestros visores? Está en el evaporador.
Dos de los soldados pasaron junto
a ellos para inspeccionar el lugar del accidente. Sólo entonces obtuvo Lando su
confirmación. Entre los escombros no podía verse ni a Clarr ni nada que
parecieran sus restos.
Vizago flexionó sus manos
enfundadas en guantes.
-Juro que estaba aquí. La he
visto hace tan sólo un instante.
Lando también la había visto...
corriendo a través del humo por detrás de los soldados. Intercambió con ella
una mirada momentánea antes de que ella se deslizara detrás del transporte.
Los dos soldados volvieron junto
a su comandante, clavando los cañones de sus rifles en las espaldas de Vizago y
Lando.
-Si no nos decís la verdad,
arrasaremos este poblado –dijo el líder de la escuadra-, después de reduciros a
cenizas a vosotros.
El devaroniano siseó a Lando,
como si estuviera a punto de morderle.
-Díselo... ¡Dile que era la
verdad!
Lando miró fijamente al líder de
la escuadra, centrándose en las lentes curvadas del casco, que ocultaban los
auténticos ojos del soldado. Aunque Lando no podía leer nada en esos ojos, se
recordó que estaban allí, que debajo de la armadura de plastoide blanco había
una persona, por muy robótica y carente de rostro que pareciera. Y a las
personas se les podía engañar con un farol.
-Ordene a sus tropas que bajen
sus rifles y le diré dónde está.
El líder de la escuadra se
inclinó sobre Lando.
-No negociamos con escoria. Esta
es tu última oportunidad.
Lando no podía ver a Clarr, pero
tenía que confiar a la suerte que ella supiera lo que se hacía. Todo lo que
tenía que hacer él era mantener la atención de los soldados apartada del
transporte durante un par de instantes más.
-Eso no sería muy inteligente,
señor. Mi socio y yo valemos más vivos que muertos. –Puso su cara de sabacc más
seria-. Somos rebeldes, ¿sabe?
Rebeldes. Esa única palabra
resultó ser incendiaria. Encendieron los ojos del líder de la escuadra bajo las
lentes, ensanchando sus pupilas, haciéndolos al menos visibles. Lando jamás
había visto tanto odio.
-¿Qué? Yo no soy ningún rebelde –dijo Vizago-. ¡Está mintiendo, le
digo que está mintiendo!
-Ponedles esposas aturdidoras –dijo
el líder de la escuadra-. Se los llevaremos al agente Kallus para...
Un disparo de láser interrumpió
la orden del líder de la escuadra. Salió despedido hacia delante, contra Lando,
y ambos golpearon el suelo. Lando rodó poniéndose de rodillas, pero el líder de
la escuadra permaneció boca abajo, con un agujero humeante en la espalda.
Los otros dos soldados se
volvieron y abrieron fuego contra el transporte. Pese a que el cuerpo del
piloto del transporte colgaba inerte de la escotilla, las torretas de proa del
transporte continuaban moviéndose. Clarr debía de haberse infiltrado en el
vehículo y tomado el control de su armamento.
Pero ocuparse de dos objetivos
demostró ser difícil para alguien no versado en tecnología militar. Sus
siguientes disparos fallaron. Los de los soldados de salto no. Concentraron su
fuego a través de la escotilla abierta del transporte. En cuestión de segundos,
sus torretas dejaron de rotar.
Los soldados volvieron a apuntar
a Lando y Vizago con sus rifles.
-Pagaréis por esto, escoria
rebelde –dijeron ambos.
Lando esperó a que llegara el
inevitable disparo de bláster. No había forma de salir de esta con un farol.
Una roca golpeó el casco de uno
de los soldados. Sorprendidos, el soldado y su camarada se dieron la vuelta...
para encontrarse con una lluvia de objetos. Los refugiados habían salido de sus
chozas y arrojaban cualquier objeto que tuvieran a mano, desde hidrollaves
dobladas hasta varas luminosas gastadas. Aunque la mayor parte rebotaba
inocuamente en la armadura de los soldados, el impacto fue suficiente para
hacerles perder el equilibrio. No volvieron a levantarse. Los refugiados se
abalanzaron sobre los soldados, con el miedo reemplazado por una furia
hirviente. El chasquido de los bastones eléctricos para pastorear nerfs
silenció los gritos de los soldados, pero los refugiados continuaron con su
ataque. Obtendrían su venganza.
Lando se apresuró a alejarse de
la multitud, dirigiéndose hacia el transporte imperial. Temía lo que se
encontraría allí, pero tenía que ir. Clarr había arriesgado su vida para salvar
la de él, así que estaba en deuda con ella y tenía que ver si había alguna
posibilidad de que él pudiera salvarle la vida a ella.
Los disparos de los soldados de
asalto habían convertido el interior del transporte en una ruina humeante. Las
consolas de la cabina crepitaban. Los cables al aire soltaban chispas. El mando
de pilotaje colgaba de un cordón de cable fundido, mientras que los controles
de armamento no eran más que un revoltijo ennegrecido.
En el suelo, entre todo ello,
yacía Ria Clarr.
Lando se acercó y se inclinó
sobre ella para inspeccionar las heridas. Le habían dado en el abdomen, lo que
ciertamente sería doloroso, pero no necesariamente letal. Su temor se convirtió
en esperanza.
-¿Ria?
Cuando ella abrió los ojos y alzó
la mirada hacia él, le ofreció su sonrisa más seductora.
-No está mal para una geóloga.
El brillo en los ojos de la joven
fue más intenso que nunca.
-No está mal para un rebelde –le dijo
ella.
***
En la rampa de acceso del Cuerno Roto, Lando echó una última
mirada a Ciudad Tarkin. El lugar ya no se parecía en nada al campamento
desolado que era cuando había llegado. Los refugiados se afanaban entre las
chozas, armándose con blásteres del transporte de tropas o creando de forma
tosca sus propias armas. Dirigiendo toda esta actividad se encontraba Ria
Clarr, confinada en una camilla repulsora a causa de sus heridas, pero no por
ello menos determinada en su lucha contra el Imperio.
Lando suspiró. Les había pedido –le
había suplicado a Clarr- que subieran
a bordo del carguero de Vizago y abandonaran Lothal, explicándoles que el
Imperio regresaría con toda su fuerza y no tomaría prisioneros. Pero no pudo
persuadir a nadie, y aún menos a Clarr. Su acto de resistencia y su victoria
resultante sobre los soldados de asalto había sacado a esa gente de su abatido
letargo, les había dado un propósito, les había inspirado. Sí, puede que Ciudad
Tarkin fuera un lugar abyecto y miserable en el que vivir, pero era su hogar. Y
lo defenderían, hasta la muerte si era necesario.
Clarr acercó su camilla a la
rampa. Miró a Lando ofreciéndole una sonrisa.
-Gracias. Por todo.
-No hay de qué –dijo Lando,
incapaz de mostrar él también una sonrisa-. Buena suerte.
Entrando en el carguero, casi se
sintió culpable por no quedarse atrás. Pero lo cierto era que Ciudad Tarkin no
era su hogar, y el Imperio no era su enemigo. No todavía, al menos. Y si ese
día llegaba, una cosa estaba clara: Lando Calrissian no podría contar con su
suerte. Los jugadores inteligentes sabían cuando jugar a doble o nada, y cuando
no hacerlo, particularmente si las
probabilidades iban tan en su contra, como ocurriría con el Imperio.
El Cuerno Roto despegó, pilotado por los droides guardaespaldas de
Vizago. El plan que Lando había trazado con Vizago les obligaba a permanecer a
salvo fuera de Lothal durante un par de semanas, para que cualquier
investigación imperial no se les llevara por delante.
-Oculta mi alijo de
transpondedores en la cabaña y recuerda pasear al cerdo inflable –le dijo Lando
a W1-LE, su droide de protocolo, por el comunicador-. Quiero que siga
olisqueando en busca de mineral.
Apagó su comunicador y permaneció
de pie a solas en la cabina principal. Al otro lado de la ventanilla, Ciudad
Tarkin iba haciéndose cada vez más pequeña hasta que sólo fue una luz más en la
superficie de Lothal. Pronto no fue ni siquiera eso.
Vizago llegó a su lado.
-Todavía me debes el pago de esas
tierras, Calrissian.
Lando toquiteó los escasos
créditos que quedaban en su bolsillo, los que no había apostado. No eran mucho,
pero tal vez fueran suficientes, si tenía suerte.
-¿Hace una partida de sabacc?