martes, 25 de octubre de 2016

Un momento crucial

Un momento crucial
Jason M. Hough

Los soldados de asalto imperiales pueden tener muchas habilidades, pero la sutileza no es una de ellas.
Esa mañana me levanté temprano, preocupado, aunque no sabría decir por qué. Aún tenía que romper el alba. Dejé a Chloa y a los niños sumidos en sus sueños e hice lo único que sabía que tranquilizaría mi mente: limpié mi equipo.
Por eso estaba en mi taller bajo la casa, esforzándome en despojar de óxido las bisagras de una trampa, cuando los escuché.
Pude seguir su avance únicamente por el sonido, disfrutando con el ejercicio mental, aunque no era especialmente difícil. Avanzaban con paso rápido, con sus botas resonando contra los gastados adoquines. Cuatro sonaban idénticos y podrían haber pasado por una patrulla estándar por las serpenteantes calles de Tavuu. Sólo que había otros tres pares de botas más. Los pasos de dos de ellos sonaban más pesados. Era algo más que una patrulla normal, entonces, porque estaban cargando con algo. ¿Armas mayores? Eso me causó un nudo en la garganta. Raramente se necesitaban armas de cualquier tipo en este tranquilo distrito de la ciudad sobre la jungla. Tavuu era un lugar grande, la capital de Radhii. Había bastante crimen y agitación en los más oscuros rincones del lado oriental para mantener ocupada a la guarnición. Sin embargo, aquí arriba, en los extremos occidentales donde la ciudad terminaba abruptamente al borde de un monstruoso acantilado, las cosas eran pacíficas.
Era como si se hubiera llegado hace tiempo a un acuerdo tácito entre los que vivíamos en esta parte de la ciudad. Estamos arrinconados aquí; no tenemos dónde ir salvo saltar por el borde, así que vamos a seguir la corriente. Mantendremos la cabeza gacha.
Era el último par de pisadas en el que me estaba concentrando ahora. Pasos más ligeros, arrastrando ligeramente los pies. Tal vez no muy sutil, pero el concepto tampoco me resultaba enteramente desconocido.
Estaban más allá del callejón, en el mercado.
Dejé la trampa, a medio limpiar, y puse el trapo grasiento junto a ella. Mi excesivamente entusiasta droide ASP emitió un pequeño glomp -¿debo llevarme eso?- pero le hice callar, con los oídos bien atentos. Pisadas en el callejón lleno de charcos. Cuando sus pasos comenzaron a sonar más fuerte, empecé a ponerme nervioso. ¿Cuál de mis vecinos había atraído la atención de los imperiales? Debería prestar más atención a nuestros vecinos. Lo único que compartíamos era esta hilera de viejas casas apelotonadas al borde del acantilado. Más allá del muro a mi espalda había una escarpada pared de roca que bajaba hasta el bosque.
El bosque. Zoess, su nombre antiguo, que literalmente significaba impenetrable. Mi segundo hogar.
La voz de Chloa, a mi espalda.
-¿Gorlan, querido?
-Creía que estabas dormida.
Ella conocía el arte de la sutileza. Después de todos estos años aún podía deslizarse detrás de mí -¡de mí!- y plantarme un beso en la nuca, y el primer indicio de su presencia sería la estática justo antes de que sus labios me tocaran.
-¿Vienen a por nosotros?
Pasos en las escaleras de madera del exterior, respondiendo su pregunta. Me di la vuelta, miré a mi mujer a los ojos, y me encogí de hombros.
-Vayamos a ver.
Llamaron con fuerza suficiente para sacudir la pesada puerta. Esperé unos cuantos segundos, tratando de presentar un aspecto cansado. Les gustaba despertarte. Sacarte de la cama.
Chloa permaneció a mi lado, con la barbilla alta, mientras entreabría la puerta unos pocos centímetros.
-¿Sí? –dije, con un toque de carraspeo matutino.
-¿Gorlan Seba?
-¿Sí?
-¿Podemos entrar?
Este no llevaba casco. Pelo oscuro, rasgos afilados, ojos penetrantes. Yo sabía poco acerca de los rangos imperiales, pero el hecho de que él estaba al mando era inconfundible.
-¿Hemos hecho algo malo?
El rostro del hombre se tensó, aunque muy ligeramente, y supe con claridad de día la respuesta a mi pregunta. Lo que había hecho mal era no decir sí a su petición.
-Al contrario –dijo él-. Estamos aquí para contratarle. Necesitamos un guía.
No dije nada. No podía pensar en nada que decir.
-Necesitamos –continuó- visitar el Zoess.
Me quedé mirándole fijamente, desconcertado. Chloa recobró la compostura antes de que yo pudiera hacerlo.
-¿Cuándo? –preguntó ella.
-Ahora mismo. Esta misma mañana.
-Imposible –dije automáticamente-. Una expedición adecuada tarda semanas en prepararse.
-No tenemos semanas –dijo el líder apretando los dientes. Luego echó un vistazo a su alrededor, estudiando detenidamente las ventanas y balcones con cortinas que nos rodeaban. Finalmente alzó las manos, mostrándome las palmas-. Déjenos entrar, y se lo explicaré.
Me senté junto a Chloa, con los brazos cruzados sobre el estómago, y escuché.
-Ha habido una fuga –dijo el líder. Se presentó como el teniente Vrake y soltó una retahíla de números y categorías que sin duda impresionarían a alguien a quien le importasen tales cosas. Sólo importaba el subtexto. Era quien tenía la autoridad aquí-. Ayer –añadió, arqueando una ceja.
Me di cuenta de que estaba esperando a que yo hablara.
-¿Oh? –dije, y sentí que Chloa me propinaba un ligero codazo. No causes problemas.
-¿Algún visitante la pasada noche?
-No.
-Nada... fuera de lo habitual, entonces.
Mi boca se abrió con voluntad propia para decir que no, pero la memoria me retuvo. Tragué saliva.
-Bueno –dije, y sentí que Chloa se ponía tensa. Yo continué-. No le di mucha importancia en su momento. Cosas de niños, pensé. Ruidos de carreras justo después de la última campanada. Corrían por el callejón y...
Vrake se inclinó sobre mí.
-¿Habló con ellos? ¿Les ayudó?
Un toque de acusación. Negué con la cabeza.
-Sólo les escuché. Tengo bastante buen oído.
-¿Y? –preguntó Vrake.
-Y nada. Ellos, quienesquiera que fuesen, ya se habían ido para cuando quise siquiera incorporarme.
Era la verdad.
Vrake pensó sobre ello. Luego se explicó.
Cuatro soldados de la rebelión, prisioneros, habían logrado escapar de un transporte de camino a la prisión de Segenka, en el extremo más oriental de Tavuu, cerca de la base imperial. Unos testigos habían visto a los rebeldes descender por el acantilado hacía ocho horas, a medio kilómetro al norte de aquí, usando una de las antiguas escaleras de piedra talladas en la propia roca. El camino temerario. Un acto de desesperación.
Permanecí ahí sentado, mirando al hombre que se encontraba frente a mí y a los dos soldados de armadura blanca tras él, que sostenían sus aras apuntando al suelo. Perfectamente podría haber habido frente a mí cuatro forajidos, buscando un guía, si la noche anterior hubieran sabido dónde detenerse en lugar de pasar corriendo. Me pregunté qué habría hecho en ese caso. La rebelión me importaba tanto como el gobierno imperial. Es decir, no demasiado. No era de mi incumbencia. Tenía a Chloa y a los niños, y tenía el Zoess. Eso era suficiente para mí.
-Tenemos entendido que tiene un ascensor –dijo Vrake-. Y conocemos su reputación como rastreador. Nadie conoce el bosque tan bien como usted. De modo que le estoy pidiendo, Gorlan, que nos ayude a volver a atrapar a esos criminales.
Pidiendo. Desde luego. Es muy fácil pedir algo cuando puedes limitarte a ordenarlo si la respuesta es no. De hecho, en todas esas circunstancias el único motivo para molestarte siquiera en pedir algo a alguien es para dar a esa persona la oportunidad de demostrar su lealtad. Me froté la barbilla, fingiendo considerar la supuesta petición. Chloa me puso la mano sobre el hombro y me dio un par de palmaditas. Termina con esto, decía su gesto.
Finalmente, asentí al teniente.
-Tendrán que dejar atrás esos blásters. Y los comunicadores. No funcionarán allí abajo.
-Están especialmente reforzados. Con el blindaje adicional...
Mi paciente sonrisa le detuvo.
-Un error común que ha causado más accidentes de los que me molestado en contar. Confíe en mí, no funcionarán.
-Hmm. –Vrake frunció el ceño-. Bueno, usted es el experto.
-Querrá tener un buen cuchillo. Tal vez una lanza. Tengo algunos de sobra. Pueden disponer de ellos.
Uno de sus hombres se inclinó hacia él y le susurró algo.
-Ah, bien –le dijo Vrake. Se volvió hacia mí-. Parece que puede que tengamos una alternativa.
A veinte metros de la base del acantilado, mi ascensor se detuvo silenciosamente. Antes de descender de él, me llevé un dedo a los labios, y Vrake confirmó haber entendido el gesto. Él y su escuadra permanecían completamente parados, esperando. Todos habían dejado atrás sus cascos. Ninguno de los añadidos que ofrecían funcionaría una vez descendiéramos bajo el dosel del bosque, lo que los hacía peor que inútiles: estorbarían la visión y la audición, dos cosas mucho más importantes que la armadura una vez dentro del Zoess. Sin embargo, pensé que habrían pensado alguna forma de quedarse con ellos. Quitarles toda la electrónica, por ejemplo. Algo, aunque sólo fuera para conservar el temible aspecto que sus uniformes sin rostro les proporcionaban.
Todos observamos la vasta y bulbosa alfombra de follaje, viva con tonos verdes, púrpuras y amarillos.
El bosque zumbaba.
Un sonido grave y ululante, casi como un latido. Poco más que un ruido de fondo para los de la ciudad de arriba, pero ahí abajo el zumbido era algo físico. Podías sentir su peso. Una presión, forjada por la acumulación electrostática en los árboles-rayo que poblaban el bosque. Di a la escuadra un momento para que se acostumbraran, mientras yo escuchaba atentamente por sí se oían otras cosas. Ghoma y otras bestias, más extrañas. Por el momento, todo tranquilo.
-A partir de ahora hagan exactamente lo que yo diga –les dije. Los soldados miraron a Vrake, quien me miró y asintió con un único y brusco movimiento de cabeza.
Abandonamos la plataforma por una serie de escalones de madera que descendían hasta el borde de un pequeño claro, lejos de las basuras y los escombros que habían sido arrojados por el borde del acantilado antes de que la ley imperial prohibiera esa práctica.
Caminamos hacia el norte, hacia la base de la escalera de piedra, una serie de peldaños tallados en la cara del acantilado hace eones, algunos tan desgastados que apenas eran visibles. Mostré señales de que alguien había descendido recientemente por allí, tal y como habían dicho los testigos de Vrake. Hojas pisoteadas, guijarros recién expuestos. Los que habían descendido por esa escalera habían ido directos al corazón del Zoess. Yo había pensado –deseado, incluso- que tal vez simplemente habrían seguido el acantilado hacia el norte, hasta el final. Pero obviamente eso sólo habría servido para que les capturaran, y claramente los riesgos del bosque eran preferibles a aquello.
-¿Qué delito cometieron exactamente esos prisioneros? –pregunté.
-Se rebelaron –dijo Vrake, dando por zanjado el tema con su tono de voz.
Por mí bien. Prediqué con el ejemplo, al no decir nada. Con esta compañía, sólo podía avanzar a la mitad de mi ritmo habitual. Me agaché bajo unas pesadas frondas azules, que goteaban con un jarabe gelatinoso que arrastraba consigo sus semillas. Aparté espinosas enredaderas cavenna que colgaban en retorcidos bucles ante nuestros rostros, sondeando, saboreando el aire. Bastante inofensivas si no dejabas que las pequeñas puntas semejantes a lenguas llegaran a probar tu piel.
Cuanto más nos alejábamos de la sombra del acantilado, más altos se volvían los árboles. Sus bases eran más gruesas, y las cúpulas que formaban sus pesadas ramas superiores dejaron a mis seguidores sin habla al mirar atónitos el verde y fantasmal techo, como el de una catedral, de Zoess. Los insectos pasaban como flechas a nuestro alrededor, dejando pequeños rastros de bioluminiscencia azul. Los pájaros cantaban en la distancia, la mayoría al oeste, donde la luz del sol había comenzado a asomar sobre la ciudad y alcanzaba el bosque. A mediodía haría un calor sofocante.
Y por debajo de todo ello, el zumbido de los árboles-rayo.
Y también había algo más.
Me agaché sobre una rodilla y levanté una mano. Los soldados de asalto imitaron mi posición, con las armas preparadas. Algunos sostenían garrotes, uno un largo cuchillo de cazador. El resto portaba las “alternativas” que Vrake había mencionado: ballestas modificadas. Armas wookiee, sin duda confiscadas y luego modificadas para únicamente disparar, por medios mecánicos, proyectiles sin carga. Me pregunté de dónde las habría sacado la guarnición. ¿Alguna vez habían sido disparadas? No es problema mío, traté de decirme a mí mismo.
El sonido que se acercaba a nosotros, ese era mi problema.
Habíamos estado siguiendo un sendero de caza, el mismo que habían usado los rebeldes. Hice un gesto a mis acompañantes para que se apartaran a un lado del camino. Algunos de ellos se movieron realmente rápido.
Delante de nosotros, al otro lado de la estrecha franja de embarrado suelo del bosque, un helecho estalló en un rocío verde y azul. Sólo vi dientes y garras y el borrón de movimiento antes de rodar hacia un lado y sacar mi cuchillo de su funda. La bestia, un deschene –uno joven, de hecho- pasó galopando a mi lado y chocó contra uno de los dos soldados de asalto que aún no se habían puesto a cubierto. Los dos –hombre y animal- se adentraron rodando en la maleza.
Salí disparado hacia la maraña de arbustos y raíces hasta que encontré a la pareja, sacudiéndose. El soldado estaba de espaldas, con las manos sobre la cabeza y los brazos juntos cubriéndose la cara, mientras el deschene clavaba sus garras en su armadura blanca. Ya había logrado atravesar el material, y comenzaba a manar sangre del hombre que tenía debajo. Unas pocas sacudidas más y acabaría con él. Metí la mano a un bolsillo y extraje un dispositivo de mi propia invención. Un pequeño disco negro, con su superficie exterior salpicada con pequeñas púas.
-¡Al suelo! –grité, y arrojé el dispositivo tan fuerte como pude. Entonces me arrojé al suelo y me tapé los oídos, esperando que me hubieran escuchado.
Con los brazos rodeándome la cabeza, sólo podía ver entre mis codos. El lanzamiento había sido correcto. Golpeó al animal de seis patas en mitad del costado. Las púas atravesaron la piel y se enredaron con el fino pelaje. El impacto causó que se quebrara la segunda característica de mi dispositivo, una esfera en el interior de la esfera. Los productos químicos del interior se mezclaron, creando una potente corriente eléctrica.
Hubo una detonación, que pudo sentirse más que escucharse, y un brillante destello blanco. Relámpagos eléctricos saltaron desde el dosel del bosque y golpearon el pequeño dispositivo y la bestia en la que estaba enganchado. Otra detonación, esta vez repugnante y húmeda, tuvo como resultado una ducha de carne y duro pellejo humeante. Oculté el rostro para no verlo. Amaba a los animales que vagaban por el Zoess, incluso a los depredadores.
Me puse de rodillas, y luego me levanté. El soldado de asalto en el suelo yacía inmóvil. Vrake pasó atropelladamente junto a mí y se arrodilló junto a su soldado.
-¿Vivo? –pregunté.
La respuesta llegó unos segundos más tarde.
-Se pondrá bien. ¡Traedme un medipac!
Esta última orden la gritó por encima del hombro. Uno de los otros soldados se había recuperado y obedeció.
Vrake me miró.
-¿Qué era esa cosa que ha lanzado?
Me encogí de hombros.
-Un invento mío. Las descargas de los árboles son atraídas por los dispositivos con energía, de modo que me pregunté: ¿Por qué no aprovecharlas?
-Muy inteligente –dijo, examinando la repentinamente patética ballesta que sostenía en sus manos.
-Tal vez, pero nada sutil. Si sus rebeldes están aquí fuera, saben que venimos.
Él resopló con desdén.
-Se están enfrentando al Imperio. Sabían que iríamos tras ellos desde el momento que eligieron el bando equivocado.
Yo no dije nada, un hecho del que él pareció darse cuenta. Pero Vrake ignoró mi desaire y ayudó a su agitado soldado a ponerse en pie. Pronto estuvimos de nuevo en movimiento.
Pasaron las horas. Los sonidos del bosque se estremecían ocasionalmente con el hueco gruñido de cazas TIE lejanos, que patrullaban los límites del bosque manteniéndose a una distancia prudencial de los árboles-rayo. Me detuve cuando los escuchamos por primera vez, y miré a Vrake.
-No pensaría que íbamos a arriesgarnos a dejar que los prisioneros se escabulleran por el extremo opuesto del bosque, ¿verdad?
Medio kilómetro después, conforme declinaba el día, llegamos a un antiguo tronco de árbol petrificado en el centro de un pequeño claro. El rastro de los rebeldes era obvio, la tierra pisoteada.
-Descansaron aquí –dije.
-¿Cuándo? –preguntó Vrake.
-Hace tres horas. Tal vez cuatro.
Dejó escapar un suspiro de frustración.
-Necesitamos avanzar más rápido, Gorlan.
-¿Por qué? –pregunté-. Sus patrullas...
-Necesitamos atraparles antes de que lo haga este bosque.
-Entonces encontrarán sus restos, ¿y qué? El bosque hará el trabajo por ustedes.
-No, no lo hará –dijo apretando los dientes, en los límites de su paciencia.
-No lo entien...
-Aún no les hemos interrogado –dijo, pronunciando cada sílaba seca y cortante como un cuchillo.
Le mantuve un instante la mirada y luego tuve que apartarla, hacia el antiguo árbol muerto. Interrogar. ¿En qué me he metido?, pensé. Nunca debería haber abierto la puerta esa mañana. No debería haberme involucrado.
Estudié los rastros alrededor del tronco del árbol. Había una zona hueca en la base.
-Si no le importa –dijo Vrake, señalando con una mano en la dirección en la que los rebeldes habían estado avanzando-, ¿podemos continuar?
-No tiene que preocuparse por eso –dije.
-¿Y eso qué significa?
Me acerqué al nudoso tronco petrificado y me agaché.
-Hicieron algo más que detenerse aquí a descansar. Tenían suministros escondidos aquí. –Señalé unas depresiones en el barro dentro del tronco hueco-. Tres, tal vez cuatro mochilas, supongo. Pesadas.
Vrake parpadeó.
-¿Qué?
-Y otra cosa. Mire las pisadas. Hay más desde aquí, dirigiéndose al oeste. Ahora son ocho, creo. Se reunieron con otros.
-¿Está diciéndome que planearon esto?
Ante eso, sólo puede encogerme de hombros.
-Dudo que fuera un encuentro casual.
-No se pase de listo –dijo con voz ronca.
-Al menos están cargando con equipo –propuso uno de los soldados-. Puede que los ralentice.
El teniente reunió a sus hombres.
-Que todo el mundo permanezca alerta. Nuestros fugitivos probablemente estén armados. Al menos podemos conformarnos con saber que no nos dispararán con blásters. –Echó una mirada a la bolsa de mi cinturón-. ¿Cuántos más de esos pequeños inventos suyos le quedan?
-Dos –dije, lamentando haber permitido que vieran siquiera uno de ellos.
Sostuvo en alto la palma de su mano. Dudé, sólo un instante, y luego deposité en ella los discos.
-Bien- dijo-. En marcha.
Avanzamos hasta el atardecer. El bosque se volvió más frío y silencioso, y no tuvimos más encuentros con la fauna salvaje local. Por suerte, los rebeldes habían tomado un camino que conducía a uno de los escasos grandes claros del bosque, uno que yo usaba frecuentemente cuando mis viajes requerían más de un día de camino.
-Acamparemos aquí –dije.
-Continuamos –replicó Vrake.
-No, no lo haremos –dije-. Confíe en mí. No podemos atravesar el bosque en la oscuridad, y mucho menos seguir un rastro.
-Nos sacarán toda una noche de camino de ventaja.
-Créame –dije-, ellos también tendrán que detenerse. El Zoess es intransitable después del ocaso. Cualquier luz activaría los árboles, y una llama atraería la ira del ghoma salvaje. No ha visto la rabia hasta que no ha visto uno de ellos enfurecido por la visión del fuego. Además, este claro ofrece algunas pequeñas comodidades.
Fui al mismo centro y dejé mi equipo en el suelo junto a un elevado poste de madera que sobresalía de la tierra. En una docena de lugares a lo largo de su longitud asomaban unos ganchos. Extraje de mi mochila una linterna eléctrica, la colgué de uno de los ganchos, y busqué el interruptor de encendido.
-¡¿Qué está haciendo?! –bramó Vrake. Él y sus hombres retrocedieron de un salto.
Encendí la linterna. Una débil luz roja bañó el centro del claro.
-Tranquilos –dije, satisfecho por sus expresiones, debo admitir. Indiqué un círculo de piedras alrededor del poste, de apenas un metro de diámetro-. El único lugar del Zoess fuera del alcance de los árboles-rayo.
Tardaron un instante en recobrar su compostura.
-Debería habérnoslo dicho –dijo Vrake-. Podríamos haber colocado aquí una torreta. O un conjunto de sensores.
-No sabía que su camino nos conduciría aquí –expliqué-. Y esa clase de equipo nos habría ralentizado.
-¿La luz no alertará a nuestra presa, o a esos ghoma, de nuestra presencia?
-Este color tranquiliza a los animales. No sé por qué. Y sólo la tendremos encendida mientras establecemos el campamento, ¿de acuerdo?
Me ocupé preparando el saco de dormir. Vrake y sus hombres se reunieron a unos metros de distancia y hablaron entre ellos. Cuando terminaron, un par de los soldados de asalto se alejaron un poco y comenzaron a patrullar el borde del claro.
Comimos bajo el cielo nocturno. Los soldados que no estaban patrullando hablaban en susurros. Charlas de soldados, viejas como el propio tiempo. Me senté solo, sopesando los acontecimientos. Mi mente bullía, como habría dicho Chloa.
Algo no estaba bien. Sólo que no podía distinguir el qué.
-No se preocupe –me dijo de repente Vrake.
Salí bruscamente de mi ensimismamiento.
-¿Hmm?
-Conozco esa mirada pensativa. Mañana los habremos atrapado, y podrá volver con su familia. El Imperio recordará la ayuda que nos está prestando, me aseguraré de ello.
Asentí.
-¿Tiene usted hijos?
-Ajá. Lejos de aquí –dijo-. Ahora, descanse. Hemos organizado guardias.
Sin embargo, no estaba cansado. Mi cuerpo lo estaba, claro, pero mi mente aún daba vueltas a los eventos del día. Saqué varios objetos de mi mochila y los ensamblé, con cuidado de conectar la batería especial en último lugar. Pronto tuve montado el holoproyector. Me tumbé junto a él, sobre mi saco de dormir, en la noche agradablemente templada. Con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, contemplé grabaciones de mis hijos jugando. Chloa, sonriendo tímidamente.
Había aprendido, durante todos los años ahí fuera. La luz suave parecía apaciguar al bosque. El Zoess siempre me había dejado tranquilo, como si hubiéramos alcanzado un acuerdo. Me pregunté si hoy había roto ese acuerdo.
Tal vez sí, porque me desperté algún tiempo después con sonidos de violencia.
Furiosos gruñidos de esfuerzo. Un grito de triunfo, o tal vez de rabia.
Una figura ante mí. Cereana, con un mono de prisionera. Su rostro fantasmal, iluminado por las parpadeantes imágenes del holoproyector. Rodé en el suelo cuando su lanza descendió. Golpeó la tierra donde había estado mi cabeza. Ella maldijo.
Sus compañeros estaban formando un tosco círculo alrededor del poste de madera, cada uno de pie sobre un saco de dormir, apuñalando con lanzas, una y otra vez.
-¡Algo va mal! –gritó uno de ellos.
-No están aquí –dijo otro.
Una bota me golpeó en las costillas, lanzándome de nuevo al suelo. Rodé sobre mí mismo y alcé las manos.
-Sólo soy un guía –dije.
-Cállate –dijo ella siseando entre dientes.
-Sí –exclamó una voz. Vrake-. Cállate.
Los soldados de asalto surgieron de sus escondites alrededor del perímetro del claro, formando un círculo alrededor de los rebeldes, que pasaban el peso de un pie al otro, apuntando con sus lanzas de un objetivo al siguiente.
Sacudí la cabeza. Las costillas me palpitaban dolorosamente. Gritos similares de “¡mantened la posición!” y “¡no os mováis!” se entremezclaron en la confusión del campamento, conforme los soldados de asalto se acercaban.
-No nos rendiremos –dijo la mujer a mi lado.
Vrake comenzó a avanzar.
-Interesante lugar, este bosque. Nos coloca en igualdad de condiciones. Nuestras ballestas –dijo, y señaló con la cabeza al rebelde más cercano- y vuestras... ¿qué es lo que tenéis? ¿Lanzas? Encantadoramente primitivo...
La mujer junto a mí apretó el arma entre sus manos. Se escuchó un chasquido apagado, y entonces la punta de la lanza se abrió. Un arpón. Debería haberlo adivinado antes, por el cable enrollado en el antebrazo de cada rebelde.
La punta del arma salió disparada a una velocidad asombrosa, errando por poco el golpe al rostro de Vrake, antes de volver como un látigo y recolocarse por sí misma en el barril de la “lanza”.
Los hombres de Vrake alzaron sus ballestas. Todo el mundo se tensó.
Mis ojos estaban fijos en las manos de Vrake. Sujetaba con ellas algo a su espalda, pero al girarse para esquivar el ataque pude ver fugazmente lo que sostenía. Las dos pequeñas esferas que yo le había dado. Retrocedí de espaldas hacia el centro del claro, junto al poste marcador y mi equipo.
Todos ellos –tanto rebeldes como soldados de asalto- cambiaban su peso de un pie a otro, ajustando su objetivo de un blanco a otro. Tomándose la medida entre ellos. Decidiendo a quién disparar primero o hacia qué lado lanzarse.
El aire se hizo más denso e inmóvil. El bosque cobró un silencio sepulcral. Ese extraño instante de calma que siempre se manifestaba antes de la violencia.
Mi mano golpeó algo. Me giré, vi mi holoproyector, que aún parpadeaba, y mi mente se llenó de pesar y remordimiento. La idea de que tal vez no volvería a ver más a Chloa y a los niños.
Una última mirada, al menos. Enfoqué la imagen.
Y vi a una extraña. No a mis hijos, ni a Chloa, sino a una mujer de cabello oscuro. Mi mente necesitó unos segundos para comprender quién era. No era una extraña en absoluto. Ni mucho menos.
La Princesa Leia Organa estaba allí, holográficamente. La interrupción de mi propia grabación significaba que eso era una transmisión de emergencia. Estaba hablando. Tomé el dispositivo, con cuidado de mantenerlo dentro del círculo de piedras para que el bosque no nos aniquilase a todos.
-Tiene un arma –ladró uno de los rebeldes, no muy seguro. No se me ocurrió hasta más tarde que se estaba refiriendo a mí.
-El rastreador lucha con nosotros –dijo Vrake-. O más le vale, si quiere volver a ver a su familia.
Activé el sonido. Ya no les escuchaba a ellos, sino a ella. A la Princesa Leia Organa.
-Todos vosotros, deteneos. ¡Escuchad! –grité. Fue una especie de graznido, en realidad-. Dejad de luchar. Algo ha pasado.
Amplié la imagen hasta que Leia pareció estar de pie, a tamaño real, sobre la palma de mi mano.
Estaba diciendo: “La Estrella de la Muerte en la órbita de la luna boscosa de Endor ya no existe, y con ella se ha ido el liderazgo imperial. El tirano Palpatine ha muerto...”
Permanecí ahí, sin escuchar el resto de sus palabras. Palpatine estaba muerto. El liderazgo imperial, desaparecido. Miré a Vrake, que se encontraba inmóvil, atrapado entre la incredulidad y la rabia. Yo no sabía qué hacer, qué decir. De algún modo, las únicas palabras que venían a la mente eran las que acababa de pronunciar.
Dejad de luchar.