Un momento
crucial
Jason M. Hough
Los soldados de
asalto imperiales pueden tener muchas habilidades, pero la sutileza no es una
de ellas.
Esa mañana me
levanté temprano, preocupado, aunque no sabría decir por qué. Aún tenía que
romper el alba. Dejé a Chloa y a los niños sumidos en sus sueños e hice lo
único que sabía que tranquilizaría mi mente: limpié mi equipo.
Por eso estaba
en mi taller bajo la casa, esforzándome en despojar de óxido las bisagras de
una trampa, cuando los escuché.
Pude seguir su
avance únicamente por el sonido, disfrutando con el ejercicio mental, aunque no
era especialmente difícil. Avanzaban con paso rápido, con sus botas resonando
contra los gastados adoquines. Cuatro sonaban idénticos y podrían haber pasado
por una patrulla estándar por las serpenteantes calles de Tavuu. Sólo que había
otros tres pares de botas más. Los pasos de dos de ellos sonaban más pesados.
Era algo más que una patrulla normal, entonces, porque estaban cargando con
algo. ¿Armas mayores? Eso me causó un nudo en la garganta. Raramente se
necesitaban armas de cualquier tipo en este tranquilo distrito de la ciudad
sobre la jungla. Tavuu era un lugar grande, la capital de Radhii. Había
bastante crimen y agitación en los más oscuros rincones del lado oriental para
mantener ocupada a la guarnición. Sin embargo, aquí arriba, en los extremos
occidentales donde la ciudad terminaba abruptamente al borde de un monstruoso
acantilado, las cosas eran pacíficas.
Era como si se
hubiera llegado hace tiempo a un acuerdo tácito entre los que vivíamos en esta
parte de la ciudad. Estamos arrinconados aquí; no tenemos dónde ir salvo saltar
por el borde, así que vamos a seguir la corriente. Mantendremos la cabeza
gacha.
Era el último
par de pisadas en el que me estaba concentrando ahora. Pasos más ligeros,
arrastrando ligeramente los pies. Tal vez no muy sutil, pero el concepto
tampoco me resultaba enteramente desconocido.
Estaban más allá
del callejón, en el mercado.
Dejé la trampa,
a medio limpiar, y puse el trapo grasiento junto a ella. Mi excesivamente
entusiasta droide ASP emitió un pequeño glomp -¿debo llevarme eso?-
pero le hice callar, con los oídos bien atentos. Pisadas en el callejón lleno
de charcos. Cuando sus pasos comenzaron a sonar más fuerte, empecé a ponerme
nervioso. ¿Cuál de mis vecinos había atraído la atención de los imperiales?
Debería prestar más atención a nuestros vecinos. Lo único que compartíamos era
esta hilera de viejas casas apelotonadas al borde del acantilado. Más allá del
muro a mi espalda había una escarpada pared de roca que bajaba hasta el bosque.
El bosque. Zoess, su nombre antiguo,
que literalmente significaba impenetrable.
Mi segundo hogar.
La voz de Chloa, a mi espalda.
-¿Gorlan, querido?
-Creía que estabas dormida.
Ella conocía el arte de la
sutileza. Después de todos estos años aún podía deslizarse detrás de mí -¡de
mí!- y plantarme un beso en la nuca, y el primer indicio de su presencia sería
la estática justo antes de que sus labios me tocaran.
-¿Vienen a por nosotros?
Pasos en las escaleras de madera
del exterior, respondiendo su pregunta. Me di la vuelta, miré a mi mujer a los
ojos, y me encogí de hombros.
-Vayamos a ver.
Llamaron con fuerza suficiente
para sacudir la pesada puerta. Esperé unos cuantos segundos, tratando de
presentar un aspecto cansado. Les gustaba despertarte. Sacarte de la cama.
Chloa permaneció a mi lado, con
la barbilla alta, mientras entreabría la puerta unos pocos centímetros.
-¿Sí? –dije, con un toque de
carraspeo matutino.
-¿Gorlan Seba?
-¿Sí?
-¿Podemos entrar?
Este no llevaba casco. Pelo
oscuro, rasgos afilados, ojos penetrantes. Yo sabía poco acerca de los rangos
imperiales, pero el hecho de que él estaba al mando era inconfundible.
-¿Hemos hecho algo malo?
El rostro del hombre se tensó,
aunque muy ligeramente, y supe con claridad de día la respuesta a mi pregunta.
Lo que había hecho mal era no decir sí a su petición.
-Al contrario –dijo él-. Estamos
aquí para contratarle. Necesitamos un guía.
No dije nada. No podía pensar en
nada que decir.
-Necesitamos –continuó- visitar
el Zoess.
Me quedé mirándole fijamente,
desconcertado. Chloa recobró la compostura antes de que yo pudiera hacerlo.
-¿Cuándo? –preguntó ella.
-Ahora mismo. Esta misma mañana.
-Imposible –dije
automáticamente-. Una expedición adecuada tarda semanas en prepararse.
-No tenemos semanas –dijo el
líder apretando los dientes. Luego echó un vistazo a su alrededor, estudiando
detenidamente las ventanas y balcones con cortinas que nos rodeaban. Finalmente
alzó las manos, mostrándome las palmas-. Déjenos entrar, y se lo explicaré.
Me senté junto a Chloa, con los
brazos cruzados sobre el estómago, y escuché.
-Ha habido una fuga –dijo el
líder. Se presentó como el teniente Vrake y soltó una retahíla de números y
categorías que sin duda impresionarían a alguien a quien le importasen tales
cosas. Sólo importaba el subtexto. Era quien tenía la autoridad aquí-. Ayer
–añadió, arqueando una ceja.
Me di cuenta de que estaba
esperando a que yo hablara.
-¿Oh? –dije, y sentí que Chloa
me propinaba un ligero codazo. No causes
problemas.
-¿Algún visitante la pasada
noche?
-No.
-Nada... fuera de lo habitual,
entonces.
Mi boca se abrió con voluntad
propia para decir que no, pero la memoria me retuvo. Tragué saliva.
-Bueno –dije, y sentí que Chloa
se ponía tensa. Yo continué-. No le di mucha importancia en su momento. Cosas
de niños, pensé. Ruidos de carreras justo después de la última campanada.
Corrían por el callejón y...
Vrake se inclinó sobre mí.
-¿Habló con ellos? ¿Les ayudó?
Un toque de acusación. Negué con
la cabeza.
-Sólo les escuché. Tengo
bastante buen oído.
-¿Y? –preguntó Vrake.
-Y nada. Ellos,
quienesquiera que fuesen, ya se habían ido para cuando quise siquiera
incorporarme.
Era la verdad.
Vrake pensó
sobre ello. Luego se explicó.
Cuatro soldados
de la rebelión, prisioneros, habían logrado escapar de un transporte de camino
a la prisión de Segenka, en el extremo más oriental de Tavuu, cerca de la base
imperial. Unos testigos habían visto a los rebeldes descender por el acantilado
hacía ocho horas, a medio kilómetro al norte de aquí, usando una de las
antiguas escaleras de piedra talladas en la propia roca. El camino temerario.
Un acto de desesperación.
Permanecí ahí
sentado, mirando al hombre que se encontraba frente a mí y a los dos soldados
de armadura blanca tras él, que sostenían sus aras apuntando al suelo.
Perfectamente podría haber habido frente a mí cuatro forajidos, buscando un
guía, si la noche anterior hubieran sabido dónde detenerse en lugar de pasar
corriendo. Me pregunté qué habría hecho en ese caso. La rebelión me importaba
tanto como el gobierno imperial. Es decir, no demasiado. No era de mi
incumbencia. Tenía a Chloa y a los niños, y tenía el Zoess. Eso era suficiente
para mí.
-Tenemos
entendido que tiene un ascensor –dijo Vrake-. Y conocemos su reputación como
rastreador. Nadie conoce el bosque tan bien como usted. De modo que le estoy
pidiendo, Gorlan, que nos ayude a volver a atrapar a esos criminales.
Pidiendo. Desde luego. Es muy fácil pedir algo cuando puedes limitarte a ordenarlo si la
respuesta es no. De hecho, en todas esas circunstancias el único motivo para
molestarte siquiera en pedir algo a alguien es para dar a esa persona la
oportunidad de demostrar su lealtad. Me froté la barbilla, fingiendo considerar
la supuesta petición. Chloa me puso la mano sobre el hombro y me dio un par de
palmaditas. Termina con esto, decía su gesto.
Finalmente, asentí al teniente.
-Tendrán que dejar atrás esos
blásters. Y los comunicadores. No funcionarán allí abajo.
-Están
especialmente reforzados. Con el blindaje adicional...
Mi paciente
sonrisa le detuvo.
-Un error común
que ha causado más accidentes de los que me molestado en contar. Confíe en mí,
no funcionarán.
-Hmm. –Vrake
frunció el ceño-. Bueno, usted es el experto.
-Querrá tener un
buen cuchillo. Tal vez una lanza. Tengo algunos de sobra. Pueden disponer de
ellos.
Uno de sus
hombres se inclinó hacia él y le susurró algo.
-Ah, bien –le
dijo Vrake. Se volvió hacia mí-. Parece que puede que tengamos una alternativa.
A veinte metros
de la base del acantilado, mi ascensor se detuvo silenciosamente. Antes de
descender de él, me llevé un dedo a los labios, y Vrake confirmó haber
entendido el gesto. Él y su escuadra permanecían completamente parados,
esperando. Todos habían dejado atrás sus cascos. Ninguno de los añadidos que ofrecían
funcionaría una vez descendiéramos bajo el dosel del bosque, lo que los hacía
peor que inútiles: estorbarían la visión y la audición, dos cosas mucho más
importantes que la armadura una vez dentro del Zoess. Sin embargo, pensé que
habrían pensado alguna forma de quedarse con ellos. Quitarles toda la
electrónica, por ejemplo. Algo, aunque sólo fuera para conservar el temible
aspecto que sus uniformes sin rostro les proporcionaban.
Todos observamos
la vasta y bulbosa alfombra de follaje, viva con tonos verdes, púrpuras y
amarillos.
El bosque
zumbaba.
Un sonido grave
y ululante, casi como un latido. Poco más que un ruido de fondo para los de la
ciudad de arriba, pero ahí abajo el zumbido era algo físico. Podías sentir su
peso. Una presión, forjada por la acumulación electrostática en los
árboles-rayo que poblaban el bosque. Di a la escuadra un momento para que se
acostumbraran, mientras yo escuchaba atentamente por sí se oían otras cosas.
Ghoma y otras bestias, más extrañas. Por el momento, todo tranquilo.
-A partir de
ahora hagan exactamente lo que yo diga –les dije. Los soldados miraron a Vrake,
quien me miró y asintió con un único y brusco movimiento de cabeza.
Abandonamos la
plataforma por una serie de escalones de madera que descendían hasta el borde
de un pequeño claro, lejos de las basuras y los escombros que habían sido
arrojados por el borde del acantilado antes de que la ley imperial prohibiera
esa práctica.
Caminamos hacia
el norte, hacia la base de la escalera de piedra, una serie de peldaños tallados
en la cara del acantilado hace eones, algunos tan desgastados que apenas eran
visibles. Mostré señales de que alguien había descendido recientemente por
allí, tal y como habían dicho los testigos de Vrake. Hojas pisoteadas,
guijarros recién expuestos. Los que habían descendido por esa escalera habían
ido directos al corazón del Zoess. Yo había pensado –deseado, incluso- que tal
vez simplemente habrían seguido el acantilado hacia el norte, hasta el final.
Pero obviamente eso sólo habría servido para que les capturaran, y claramente
los riesgos del bosque eran preferibles a aquello.
-¿Qué delito
cometieron exactamente esos prisioneros? –pregunté.
-Se rebelaron
–dijo Vrake, dando por zanjado el tema con su tono de voz.
Por mí bien.
Prediqué con el ejemplo, al no decir nada. Con esta compañía, sólo podía
avanzar a la mitad de mi ritmo habitual. Me agaché bajo unas pesadas frondas
azules, que goteaban con un jarabe gelatinoso que arrastraba consigo sus
semillas. Aparté espinosas enredaderas cavenna que colgaban en retorcidos
bucles ante nuestros rostros, sondeando, saboreando el aire. Bastante
inofensivas si no dejabas que las pequeñas puntas semejantes a lenguas llegaran
a probar tu piel.
Cuanto más nos
alejábamos de la sombra del acantilado, más altos se volvían los árboles. Sus
bases eran más gruesas, y las cúpulas que formaban sus pesadas ramas superiores
dejaron a mis seguidores sin habla al mirar atónitos el verde y fantasmal
techo, como el de una catedral, de Zoess. Los insectos pasaban como flechas a
nuestro alrededor, dejando pequeños rastros de bioluminiscencia azul. Los
pájaros cantaban en la distancia, la mayoría al oeste, donde la luz del sol
había comenzado a asomar sobre la ciudad y alcanzaba el bosque. A mediodía
haría un calor sofocante.
Y por debajo de
todo ello, el zumbido de los árboles-rayo.
Y también había
algo más.
Me agaché sobre
una rodilla y levanté una mano. Los soldados de asalto imitaron mi posición,
con las armas preparadas. Algunos sostenían garrotes, uno un largo cuchillo de
cazador. El resto portaba las “alternativas” que Vrake había mencionado:
ballestas modificadas. Armas wookiee, sin duda confiscadas y luego modificadas
para únicamente disparar, por medios mecánicos, proyectiles sin carga. Me
pregunté de dónde las habría sacado la guarnición. ¿Alguna vez habían sido
disparadas? No es problema mío, traté de decirme a mí mismo.
El sonido que se acercaba a
nosotros, ese era mi problema.
Habíamos estado siguiendo un
sendero de caza, el mismo que habían usado los rebeldes. Hice un gesto a mis
acompañantes para que se apartaran a un lado del camino. Algunos de ellos se
movieron realmente rápido.
Delante de nosotros, al otro
lado de la estrecha franja de embarrado suelo del bosque, un helecho estalló en
un rocío verde y azul. Sólo vi dientes y garras y el borrón de movimiento antes
de rodar hacia un lado y sacar mi cuchillo de su funda. La bestia, un deschene
–uno joven, de hecho- pasó galopando a mi lado y chocó contra uno de los dos
soldados de asalto que aún no se habían puesto a cubierto. Los dos –hombre y
animal- se adentraron rodando en la maleza.
Salí disparado hacia la maraña
de arbustos y raíces hasta que encontré a la pareja, sacudiéndose. El soldado
estaba de espaldas, con las manos sobre la cabeza y los brazos juntos cubriéndose
la cara, mientras el deschene clavaba sus garras en su armadura blanca. Ya
había logrado atravesar el material, y comenzaba a manar sangre del hombre que
tenía debajo. Unas pocas sacudidas más y acabaría con él. Metí la mano a un
bolsillo y extraje un dispositivo de mi propia invención. Un pequeño disco
negro, con su superficie exterior salpicada con pequeñas púas.
-¡Al suelo! –grité, y arrojé el
dispositivo tan fuerte como pude. Entonces me arrojé al suelo y me tapé los
oídos, esperando que me hubieran escuchado.
Con los brazos rodeándome la
cabeza, sólo podía ver entre mis codos. El lanzamiento había sido correcto.
Golpeó al animal de seis patas en mitad del costado. Las púas atravesaron la
piel y se enredaron con el fino pelaje. El impacto causó que se quebrara la
segunda característica de mi dispositivo, una esfera en el interior de la
esfera. Los productos químicos del interior se mezclaron, creando una potente
corriente eléctrica.
Hubo una detonación, que pudo
sentirse más que escucharse, y un brillante destello blanco. Relámpagos
eléctricos saltaron desde el dosel del bosque y golpearon el pequeño
dispositivo y la bestia en la que estaba enganchado. Otra detonación, esta vez
repugnante y húmeda, tuvo como resultado una ducha de carne y duro pellejo
humeante. Oculté el rostro para no verlo. Amaba a los animales que vagaban por
el Zoess, incluso a los depredadores.
Me puse de rodillas, y luego me
levanté. El soldado de asalto en el suelo yacía inmóvil. Vrake pasó
atropelladamente junto a mí y se arrodilló junto a su soldado.
-¿Vivo? –pregunté.
La respuesta llegó unos segundos
más tarde.
-Se pondrá bien. ¡Traedme un
medipac!
Esta última orden la gritó por
encima del hombro. Uno de los otros soldados se había recuperado y obedeció.
Vrake me miró.
-¿Qué era esa cosa que ha
lanzado?
Me encogí de hombros.
-Un invento mío. Las descargas
de los árboles son atraídas por los dispositivos con energía, de modo que me
pregunté: ¿Por qué no aprovecharlas?
-Muy inteligente –dijo,
examinando la repentinamente patética ballesta que sostenía en sus manos.
-Tal vez, pero nada sutil. Si
sus rebeldes están aquí fuera, saben que venimos.
Él resopló con desdén.
-Se están enfrentando al
Imperio. Sabían que iríamos tras ellos desde el momento que eligieron el bando
equivocado.
Yo no dije nada, un hecho del
que él pareció darse cuenta. Pero Vrake ignoró mi desaire y ayudó a su agitado
soldado a ponerse en pie. Pronto estuvimos de nuevo en movimiento.
Pasaron las horas. Los sonidos
del bosque se estremecían ocasionalmente con el hueco gruñido de cazas TIE
lejanos, que patrullaban los límites del bosque manteniéndose a una distancia
prudencial de los árboles-rayo. Me detuve cuando los escuchamos por primera
vez, y miré a Vrake.
-No pensaría que íbamos a
arriesgarnos a dejar que los prisioneros se escabulleran por el extremo opuesto
del bosque, ¿verdad?
Medio kilómetro después,
conforme declinaba el día, llegamos a un antiguo tronco de árbol petrificado en
el centro de un pequeño claro. El rastro de los rebeldes era obvio, la tierra pisoteada.
-Descansaron aquí –dije.
-¿Cuándo? –preguntó Vrake.
-Hace tres horas. Tal vez
cuatro.
Dejó escapar un suspiro de
frustración.
-Necesitamos avanzar más rápido,
Gorlan.
-¿Por qué? –pregunté-. Sus
patrullas...
-Necesitamos atraparles antes de
que lo haga este bosque.
-Entonces encontrarán sus
restos, ¿y qué? El bosque hará el trabajo por ustedes.
-No, no lo hará –dijo apretando
los dientes, en los límites de su paciencia.
-No lo entien...
-Aún no les hemos interrogado
–dijo, pronunciando cada sílaba seca y cortante como un cuchillo.
Le mantuve un instante la mirada
y luego tuve que apartarla, hacia el antiguo árbol muerto. Interrogar. ¿En qué me he metido?, pensé. Nunca debería haber
abierto la puerta esa mañana. No debería haberme involucrado.
Estudié los rastros alrededor
del tronco del árbol. Había una zona hueca en la base.
-Si no le importa –dijo Vrake,
señalando con una mano en la dirección en la que los rebeldes habían estado
avanzando-, ¿podemos continuar?
-No tiene que preocuparse por
eso –dije.
-¿Y eso qué significa?
Me acerqué al nudoso tronco
petrificado y me agaché.
-Hicieron algo más que detenerse
aquí a descansar. Tenían suministros escondidos aquí. –Señalé unas depresiones
en el barro dentro del tronco hueco-. Tres, tal vez cuatro mochilas, supongo.
Pesadas.
Vrake parpadeó.
-¿Qué?
-Y otra cosa. Mire las pisadas.
Hay más desde aquí, dirigiéndose al oeste. Ahora son ocho, creo. Se reunieron
con otros.
-¿Está diciéndome que planearon esto?
Ante eso, sólo puede encogerme
de hombros.
-Dudo que fuera un encuentro
casual.
-No se pase de listo –dijo con
voz ronca.
-Al menos están cargando con
equipo –propuso uno de los soldados-. Puede que los ralentice.
El teniente reunió a sus
hombres.
-Que todo el mundo permanezca
alerta. Nuestros fugitivos probablemente estén armados. Al menos podemos
conformarnos con saber que no nos dispararán con blásters. –Echó una mirada a
la bolsa de mi cinturón-. ¿Cuántos más de esos pequeños inventos suyos le
quedan?
-Dos –dije, lamentando haber
permitido que vieran siquiera uno de ellos.
Sostuvo en alto la palma de su
mano. Dudé, sólo un instante, y luego deposité en ella los discos.
-Bien- dijo-. En marcha.
Avanzamos hasta el atardecer. El
bosque se volvió más frío y silencioso, y no tuvimos más encuentros con la
fauna salvaje local. Por suerte, los rebeldes habían tomado un camino que
conducía a uno de los escasos grandes claros del bosque, uno que yo usaba
frecuentemente cuando mis viajes requerían más de un día de camino.
-Acamparemos aquí –dije.
-Continuamos –replicó Vrake.
-No, no lo haremos –dije-.
Confíe en mí. No podemos atravesar el bosque en la oscuridad, y mucho menos
seguir un rastro.
-Nos sacarán toda una noche de
camino de ventaja.
-Créame –dije-, ellos también
tendrán que detenerse. El Zoess es intransitable después del ocaso. Cualquier
luz activaría los árboles, y una llama atraería la ira del ghoma salvaje. No ha
visto la rabia hasta que no ha visto uno de ellos enfurecido por la visión del
fuego. Además, este claro ofrece algunas pequeñas comodidades.
Fui al mismo centro y dejé mi
equipo en el suelo junto a un elevado poste de madera que sobresalía de la
tierra. En una docena de lugares a lo largo de su longitud asomaban unos
ganchos. Extraje de mi mochila una linterna eléctrica, la colgué de uno de los
ganchos, y busqué el interruptor de encendido.
-¡¿Qué está haciendo?! –bramó
Vrake. Él y sus hombres retrocedieron de un salto.
Encendí la linterna. Una débil
luz roja bañó el centro del claro.
-Tranquilos –dije, satisfecho
por sus expresiones, debo admitir. Indiqué un círculo de piedras alrededor del
poste, de apenas un metro de diámetro-. El único lugar del Zoess fuera del
alcance de los árboles-rayo.
Tardaron un instante en recobrar
su compostura.
-Debería habérnoslo dicho –dijo
Vrake-. Podríamos haber colocado aquí una torreta. O un conjunto de sensores.
-No sabía que su camino nos
conduciría aquí –expliqué-. Y esa clase de equipo nos habría ralentizado.
-¿La luz no alertará a nuestra
presa, o a esos ghoma, de nuestra presencia?
-Este color tranquiliza a los
animales. No sé por qué. Y sólo la tendremos encendida mientras establecemos el
campamento, ¿de acuerdo?
Me ocupé preparando el saco de
dormir. Vrake y sus hombres se reunieron a unos metros de distancia y hablaron
entre ellos. Cuando terminaron, un par de los soldados de asalto se alejaron un
poco y comenzaron a patrullar el borde del claro.
Comimos bajo el cielo nocturno.
Los soldados que no estaban patrullando hablaban en susurros. Charlas de
soldados, viejas como el propio tiempo. Me senté solo, sopesando los
acontecimientos. Mi mente bullía, como habría dicho Chloa.
Algo no estaba bien. Sólo que no
podía distinguir el qué.
-No se preocupe –me dijo de
repente Vrake.
Salí bruscamente de mi
ensimismamiento.
-¿Hmm?
-Conozco esa mirada pensativa.
Mañana los habremos atrapado, y podrá volver con su familia. El Imperio
recordará la ayuda que nos está prestando, me aseguraré de ello.
Asentí.
-¿Tiene usted hijos?
-Ajá. Lejos de aquí –dijo-.
Ahora, descanse. Hemos organizado guardias.
Sin embargo, no estaba cansado.
Mi cuerpo lo estaba, claro, pero mi mente aún daba vueltas a los eventos del
día. Saqué varios objetos de mi mochila y los ensamblé, con cuidado de conectar
la batería especial en último lugar. Pronto tuve montado el holoproyector. Me
tumbé junto a él, sobre mi saco de dormir, en la noche agradablemente templada.
Con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, contemplé grabaciones de mis
hijos jugando. Chloa, sonriendo tímidamente.
Había aprendido, durante todos
los años ahí fuera. La luz suave parecía apaciguar al bosque. El Zoess siempre
me había dejado tranquilo, como si hubiéramos alcanzado un acuerdo. Me pregunté
si hoy había roto ese acuerdo.
Tal vez sí, porque me desperté
algún tiempo después con sonidos de violencia.
Furiosos gruñidos de esfuerzo.
Un grito de triunfo, o tal vez de rabia.
Una figura ante mí. Cereana, con
un mono de prisionera. Su rostro fantasmal, iluminado por las parpadeantes
imágenes del holoproyector. Rodé en el suelo cuando su lanza descendió. Golpeó
la tierra donde había estado mi cabeza. Ella maldijo.
Sus compañeros estaban formando
un tosco círculo alrededor del poste de madera, cada uno de pie sobre un saco
de dormir, apuñalando con lanzas, una y otra vez.
-¡Algo va mal! –gritó uno de
ellos.
-No están aquí –dijo otro.
Una bota me golpeó en las
costillas, lanzándome de nuevo al suelo. Rodé sobre mí mismo y alcé las manos.
-Sólo soy un guía –dije.
-Cállate –dijo ella siseando
entre dientes.
-Sí –exclamó una voz. Vrake-.
Cállate.
Los soldados de asalto surgieron
de sus escondites alrededor del perímetro del claro, formando un círculo
alrededor de los rebeldes, que pasaban el peso de un pie al otro, apuntando con
sus lanzas de un objetivo al siguiente.
Sacudí la cabeza. Las costillas
me palpitaban dolorosamente. Gritos similares de “¡mantened la posición!” y
“¡no os mováis!” se entremezclaron en la confusión del campamento, conforme los
soldados de asalto se acercaban.
-No nos rendiremos –dijo la
mujer a mi lado.
Vrake comenzó a avanzar.
-Interesante lugar, este bosque.
Nos coloca en igualdad de condiciones. Nuestras ballestas –dijo, y señaló con
la cabeza al rebelde más cercano- y vuestras... ¿qué es lo que tenéis? ¿Lanzas?
Encantadoramente primitivo...
La mujer junto a mí apretó el
arma entre sus manos. Se escuchó un chasquido apagado, y entonces la punta de
la lanza se abrió. Un arpón. Debería haberlo adivinado antes, por el cable
enrollado en el antebrazo de cada rebelde.
La punta del arma salió
disparada a una velocidad asombrosa, errando por poco el golpe al rostro de
Vrake, antes de volver como un látigo y recolocarse por sí misma en el barril
de la “lanza”.
Los hombres de Vrake alzaron sus
ballestas. Todo el mundo se tensó.
Mis ojos estaban fijos en las
manos de Vrake. Sujetaba con ellas algo a su espalda, pero al girarse para
esquivar el ataque pude ver fugazmente lo que sostenía. Las dos pequeñas
esferas que yo le había dado. Retrocedí de espaldas hacia el centro del claro, junto
al poste marcador y mi equipo.
Todos ellos –tanto rebeldes como
soldados de asalto- cambiaban su peso de un pie a otro, ajustando su objetivo
de un blanco a otro. Tomándose la medida entre ellos. Decidiendo a quién
disparar primero o hacia qué lado lanzarse.
El aire se hizo más denso e
inmóvil. El bosque cobró un silencio sepulcral. Ese extraño instante de calma
que siempre se manifestaba antes de la violencia.
Mi mano golpeó algo. Me giré, vi
mi holoproyector, que aún parpadeaba, y mi mente se llenó de pesar y
remordimiento. La idea de que tal vez no volvería a ver más a Chloa y a los
niños.
Una última mirada, al menos.
Enfoqué la imagen.
Y vi a una extraña. No a mis
hijos, ni a Chloa, sino a una mujer de cabello oscuro. Mi mente necesitó unos
segundos para comprender quién era. No era una extraña en absoluto. Ni mucho
menos.
La Princesa Leia Organa estaba
allí, holográficamente. La interrupción de mi propia grabación significaba que
eso era una transmisión de emergencia. Estaba hablando. Tomé el dispositivo,
con cuidado de mantenerlo dentro del círculo de piedras para que el bosque no
nos aniquilase a todos.
-Tiene un arma –ladró uno de los
rebeldes, no muy seguro. No se me ocurrió hasta más tarde que se estaba
refiriendo a mí.
-El rastreador lucha con
nosotros –dijo Vrake-. O más le vale, si quiere volver a ver a su familia.
Activé el sonido. Ya no les
escuchaba a ellos, sino a ella. A la Princesa
Leia Organa.
-Todos vosotros, deteneos.
¡Escuchad! –grité. Fue una especie de graznido, en realidad-. Dejad de luchar.
Algo ha pasado.
Amplié la imagen hasta que Leia
pareció estar de pie, a tamaño real, sobre la palma de mi mano.
Estaba diciendo: “La Estrella de la Muerte en la órbita de la
luna boscosa de Endor ya no existe, y con ella se ha ido el liderazgo imperial.
El tirano Palpatine ha muerto...”
Permanecí ahí, sin escuchar el
resto de sus palabras. Palpatine estaba muerto. El liderazgo imperial,
desaparecido. Miré a Vrake, que se encontraba inmóvil, atrapado entre la
incredulidad y la rabia. Yo no sabía qué hacer, qué decir. De algún modo, las
únicas palabras que venían a la mente eran las que acababa de pronunciar.
Dejad de luchar.