domingo, 8 de noviembre de 2009

El honor de los Jedi (16)

16
–Esperemos que su distracción funcione durante un rato –dice Luke–. No me gusta la idea de tropezarme aquí fuera con un escuadrón de soldados de asalto en gravedad cero.
Gideon asiente, y luego abre la marcha sobre los regueros de aspecto arenoso hacia el extremo izquierdo del molino. El molino tiene más de un kilómetro de largo y se alza cincuenta metros sobre la superficie. A una altura de cuatro metros de su base se extienden doce amplios sumideros obturados por ríos inertes de arena plateada. Los sumideros conducen a un inmenso silo sobre el que corre toda la extensión del edificio. Luego, cada cincuenta metros, unas bombas dirigen la arena a unas largas mangueras que la transportan al exterior, a los regueros de vertido. En este momento, los sumideros, las bombas y las mangueras permanecen inactivos, esperando un reinicio de las operaciones que Luke duda que llegue nunca.
–¿Por qué han hecho esto? –pregunta Luke. La mina de los Tredway es un valioso recurso estratégico y económico. No comprende por qué Parnell está destruyendo el complejo en lugar de confiscarlo.
Sidney hace girar sus orejas, alejándolas del centro de su cabeza, en una expresión de desesperación.
–Porque son los imperiales. ¿Acaso necesitan otra razón?
–Imperiales o no, esto no tiene sentido –dice Gideon–. Esta mina les paga cada año los suficientes impuestos como para equipar todo un escuadrón de corbetas, y la vieja dama se lleva bastante bien con el gobernador. Parnell no destruiría todo esto sólo para que la familia Tredway sirva de ejemplo, eso to lo aseguro. Aquí tiene que estar pasando algo más.
Gideon se detiene al borde del molino, y luego indica a los otros que le sigan doblando la esquina. El edificio se extiende ante ellos durante un cuarto de kilómetro. Dos figuras con armadura blanca acaban de desaparecer de la vista al otro lado del molino. Los rebeldes no pueden ver ninguno de los edificios del centro del complejo. Pero a la izquierda, dos edificios residenciales marcan el perímetro exterior del complejo. A dos kilómetros de distancia, la casa principal se alza sobre sus terrazas cuidadosamente esculpidas. Incluso desde esa distancia, Luke puede ver media docena de brechas en sus muros. Los soldados de asalto no han tardado mucho tiempo en penetrar las débiles defensas de los Tredway.
Luke abre la marcha hasta la siguiente esquina y asoma la cabeza por ella. Los dos soldados de asalto están caminando hacia el otro extremo del molino. Desde allí, el piloto rebelde puede ver el resto del complejo.
El complejo yace en ruinas. El techo del almacén de equipamiento se ha derrumbado, enterrando el contenido del edificio bajo dos metros de escombros. Un hueco del tamaño de un caminante imperial adorna el “secadero”, el edificio de vestuarios donde los mineros se visten para el trabajo. Los flexi-pasillos tienen agujeros y desgarrones en ellos cada 20 metros.
Luke esperaba encontrar supervivientes. En su lugar, cadáveres de todas las formas y tamaños cubren el complejo, extraídos inadecuadamente y sin preparar de sus refugios en los edificios. Cerca de 100 objetos desfigurados y calcinados, que anteriormente podrían haber estado vivos o no, yacen esparcidos entre los edificios.
Las únicas cosas que se movían, aparte de los soldados de asalto, son droides muy dañados y confusos. Dos droides de mantenimiento, uno al que le falta un brazo y otro al que le falta una pierna, trabajan para reparar el hueco en el edificio de vestuarios. Un droide médico con la cabeza aplastada se apresura de una forma calcinada a otra, realizando test de diagnóstico que ningún paciente superará.
Luke se vuelve, tratando de hacer desaparecer visiones de una escena similar allá en Tatooine. Pero sin importar lo fuerte que cierre los párpados y apriete los dientes, los recuerdos inundan su mente: humo negro, oleoso, surgiendo de la entrada a una casa subterránea; el calor abrasador que le impedía entrar al pequeño volcán que antes había sido su hogar; dos formas, humeantes e irreconocibles como su tío y su tía, retorcidas en la arena que habían cosechado durante tanto tiempo y a tan alto coste. Comprendiendo que no puede ganar una batalla contra su propia mente, Luke permite que la rabia y la pena que sintió en aquella ocasión vuelva a invadirle. Ninguna de las dos emociones se ha debilitado con el tiempo.
Afortunadamente, Gideon interrumpe su meditación.
–¿Qué ocurre?
–Dos soldados de asalto están dando la vuelta al otro lado del edificio –informa el minero, forzando que la atención de Luke regrese a la situación actual.
–¡Verán las naves!
La devastación es más concienzuda y completa de lo que Luke había imaginado posible. Había aterrizado en el lado lejano del molino esperando encontrar a 50 o 100 mineros atrincherados en el complejo, superados por mucho en número y potencia de fuego, pero manteniendo pese a todo alguna línea de defensa. Nunca se le había ocurrido que los imperiales pudieran haber tomado el complejo Tredway tan totalmente por sorpresa.
Gideon frunce el ceño, luego se encoge de hombros.
–Ya no hay nada que podamos hacer al respecto. Si tratan de entrar al Cubo de Rocas, se llevarán una sorpresa.
–Erredós mantendrá el ala-X cerrado –dice Luke–. Pero eso no me sirve de mucho alivio.
Lucha contra la bilis que sube por su garganta, tratando de mantener la perspectiva de un soldado, de enfocarse en el objetivo a su alcance.
–Ni a mí –dice Sidney–. Deberíamos regresar a las naves.

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