sábado, 26 de marzo de 2011

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio (II)

Capítulo Dos
Los Sith tenían una nave, Ori lo sabía, pero nunca la había visto. Nadie vivo lo había hecho. Una de las últimas acciones de Yaru Korsin fue trasladar a todo el mundo desde su cómodo retiro hasta Tahv, donde los recién llegados podrían aumentar su número y su alcance. Centinelas aéreos protegían en todo momento el santo y prohibido Templo frente a los intrusos, fueran Sith o no. Pero la montaña seguía siendo visible sobre los ahora inservibles muros protectores de Tahv, un recordatorio de sus orígenes estelares.
Ori podía ver claramente el monte desde el nuevo y lujoso compartimento de su madre en la Korsinata. Múltiples gradas se alzaban sobre un terreno de juegos pentagonal, con la sección del Gran Señor sobre todas ellas. Precisamente esa mañana, la madre de Ori había sido agraciada con una codiciada sección del estadio junto al Gran Señor, cuyo palco siempre miraba hacia el Templo.
-Más cerca de las estrellas –dijo Ori en un susurro. Estamos ascendiendo.
Estudió el horizonte. Allí, a kilómetros de distancia, el Presagio yacía en su edificio protector, esperando el día en que los Sith llegaran a buscar a su tribu perdida. Pero nadie había llegado, y había pocas explicaciones agradables del por qué. El legendario Señor Sith Naga Sadow ya debería de haberlos encontrado, si es que había ganado su guerra. Si los Sith y los Jedi se habían aniquilado entre sí, puede que nunca llegase nadie.
¿Y si habían vencido los Jedi? Tal como le había pasado en la granja, Ori palideció sólo de pensarlo. Sabía quiénes eran los Jedi sólo a través de sus maestros, que mantenían viva la historia. Ori sabía lo suficiente para odiar a los Jedi y todo lo que representaban. Debilidad. Piedad. Abnegación. Ser descubiertos por los Jedi sería realmente un cruel destino.
Pero lo peor acerca del paso del tiempo había sido el descubrimiento de que, en sus intentos de escapar del planeta, esos mismos pioneros legendarios de hacía un milenio habían malgastado la mayor parte de los recursos que podrían ser de utilidad hoy en día a la Tribu. Seguían circulando gran cantidad de los cristales Lignan de la bodega del Presagio, pero sólo servían para hacer sables de luz y poco más. Y cualquier conocimiento acerca de cómo funcionaba el Presagio se había desvanecido; ahora era competencia de estudiosos que ya no tenían acceso a la nave. Sólo un Gran Señor podía anular la prohibición de Korsin y devolver los ojos de la Tribu al espacio.
No sería esta Gran Señora, la mayor inútil que jamás obtuviera el puesto. Ori hervía de rabia mientras miraba a la pálida vieja bruja en su pedestal hermosamente decorado. Lillia Venn se balanceaba en su trono, con su mano atrofiada moviéndose arrítmicamente con la melodía de los músicos que tocaban abajo. La Gran Señora Venn había sido una candidata de compromiso un año antes, cuando los otros seis Sumos Señores habían sido incapaces de ponerse de acuerdo en un nuevo líder. Siendo la mayor de los Sumos Señores por veinte años de diferencia, Venn no era una figura a temer; nadie imaginaba que durase demasiado. Los partidos políticos rivales, distinguidos por las bandas rojas y doradas que llevaban, juraron vasallaje a la mujer mientras continuaban tramando sus siguientes pasos. Esta Gran Señora era un cadáver ambulante que aún no sabía que estaba muerto.
-No olvides saludar, cariño.
Ori volvió la mirada a los oscuros ojos de Candra Kitai. Vibrante a sus cincuenta años, la más reciente de los Sumos Señores se acercó a la barandilla, se giró educadamente al palco real, e hizo una reverencia. Cuando la Gran Señora no respondió, el rostro de Candra se puso tan tenso que Ori temió que se resquebrajase.
-Tranquila, mamá –dijo Ori-. Tal como me dijiste, hoy es nuestro gran día.
Meses antes, la madre de Ori había tomado el lugar de Venn entre los siete Sumos Señores, convirtiéndose instantáneamente en la segunda persona más importante de la Tribu. Manteniendo en privado sus preferencias acerca de las facciones rivales, Candra resultaba ser quien rompería el empate: la persona que tendría la palabra definitiva en la elección del sucesor de la anciana líder.
Reconociendo la nueva importancia de Candra, Venn le había ofrecido la sección más cercana a ella, al alcance de incluso sus debilitados ojos. Si jugaba bien sus cartas, Candra podría mantener indefinidamente en punto muerto a los demás Sumos Señores, esquivando todos los desafíos.
¿Y después? Quién sabe, pensó Ori. Para el próximo Día de Donellan, puede que seamos nosotras quienes estemos en el palco real.
Sus propios rivales en el liderazgo de los Sables, los hermanos Luzo, flanqueaban a la Gran Señora. La pareja, de pecho robusto, devolvió la mirada a Ori, sin ocultar apenas su desdén. Probablemente molestos, pensó ella, porque este era el único momento en el que no podían sabotear sus esfuerzos. Habían estado observándola durante meses, ansiosos por aprovecharse de cualquier desliz. Con un poco de suerte, el fin de Venn también sería el fin de los Luzos.
-Tranquila, querida –dijo Candra, captando sus pensamientos-. Hoy todos somos amigos.
La más reciente de los Sumos Señores se giró y saludó a los líderes de las dos facciones rivales, sentados en sus habituales palcos rojo y dorado. Los sumos Señores Dernas y Pallima eran tan importantes para ella como lo era la Gran Señora... y ella para ellos.
-Amigos. Claro. –Ori puso los ojos en blanco.
-Pero nuestro palco luce precioso. Un gran trabajo, una vez más.
Al recordárselo, Ori volvió la mirada hacia algo más agradable: las flores dalsa, frescas y vibrantes en la barandilla. Puede que Jelph de Marisota nunca apareciera por allí, pero al menos una parte de él había hecho el viaje.
Desde abajo llegó un sonido atronador. Ori miró hacia abajo, a los jinetes vestidos con el antiguo uniforme de los Rangers Celestiales de Nida Korsin que entraban al campo con sus uvak mutilados. El más cruel de los deportes sangrientos de Kesh, la monta-rastrillo comenzaba ya con sangre. Se cortaban los músculos de las alas de los cachorros uvak, manteniéndoles permanentemente en tierra y conservándoles a un tiempo cierto margen de movimiento. Con fragmentos de cristal incrustados en los duros bordes de sus alas, las criaturas adultas caminaban lentamente, agitando sus alas transformadas en peligrosas armas.
Entornando los ojos, Ori trató de identificar a los jinetes. Dernas y sus Rojos tenían sus favoritos, al igual que Pallima y los Dorados. Venn tenía dos candidatos, promocionados por los hermanos Luzo. Sin embargo, el último en entrar al campo era el que importaba a Ori: Campion Dey, un criador de uvak de las tierras del sur que Candra patrocinaba. Dey saludó a Ori y a su madre,
-Creo que lo hará bien –comentó Ori.
-Morirá –dijo Candra.
Ori volvió la mirada, sorprendida. Candra estaba acomodada en su confortable silla, indiferente a los tambores que retumbaban abajo. Analizando el rostro de su madre, Ori descubrió la verdad. Estos eventos deportivos siempre eran representaciones de las luchas por la sucesión. Las facciones rivales podrían tratar de ganarse el favor de Candra permitiendo que su candidato ganase, pero la más reciente de los Sumos Señores no iba a inquietar a la Gran Señora Venn. No hoy.
-Algún día tendremos que ganar –refunfuñó Ori.
-Hoy no –dijo Candra. Campion Dey podía darse por muerto.
Al toque de concha-cuerno, el campo se convirtió inmediatamente en una nube de polvo y sangre. En la monta-rastrillo no había estrategias ni posiciones. Los jinetes tenían sus sables de luz, pero cualquiera con dos dedos de frente se preocupaba de las riendas y de nada más. Como cualquier Sable, Ori disfrutaba con una buena pelea... pero esto no era más que una lucha entre animales: titanes, dando bandazos, desgarrándose entre sí.
Y el candidato de su familia estaba allí simplemente para decorar el lugar, no más importante que las flores del...
-¡Mirad!
Todos los ojos se volvieron hacia Campion Dey, cuyo uvak retrocedió de repente sobre sus pies con garras. Cargó hacia delante, con sus alas con bordes como cuchillas extendidas. Pero en lugar de provocar una carnicería en el oponente que se encontraba caído e indefenso ante él, la criatura saltó...
...y voló. Unas alas que no deberían funcionar se agitaron poderosamente, permitiendo a uvak y jinete salir de la lucha hacia las tribunas.
Dey, de pie en su silla de montar, alzó su sable de luz rojo y gritó algo que Ori no pudo escuchar. De acuerdo, él tenía el control. Activando su propia arma, Ori subió de un salto a la barandilla, lista para golpear si pasaba cerca. Pero la bestia renqueante fue hacia la izquierda, ascendiendo con dificultad entre la multitud presa del pánico hacia el lujoso compartimiento de la Gran Señora.
Ori vio a Lillia Venn ponerse en pie, sin inmutarse, cuando el atacante escaló hasta su tribuna y se acercó a ella. Alzando sus temblorosas manos, la Gran Señora desencadenó un torrente de energía del lado oscuro. Llamas azules chisporrotearon en sus alas, y el sorprendido animal cayó hacia atrás, a la tribuna inferior, arrojando al jinete de su lomo. Los Luzos saltaron desde el palco real, con sus propias armas convertidas en borrones rojos mientras se lanzaban contra el aspirante a asesino.
-¡Madre, atrás! –gritó Ori.
Más allá, un sirviente keshiri cerró los postigos del compartimiento de la Gran Señora. Ori hizo entonces lo mismo, haciendo caer en el proceso grandes macetas de flores de Jelph. Se volvió hacia su madre, que se encontraba estupefacta, paralizada ante el espectáculo.
-¿Qué ha ocurrido, Madre?
Conocían a Campion Dey desde hacía años, y habían apoyado su entrenamiento. ¿Qué podía haber causado que cometiera semejante locura?
Candra sólo agitó la cabeza. Brotaba sangre de un rostro que sólo momentos antes parecía juvenil.
-Será... será mejor que te vayas, Ori.
-Los otros Sables se están ocupando de Dey –dijo Ori, vigilando la entrada al compartimiento.
-No me refiero a eso.
Ori miró a su madre, aturdida.
-Nosotras no hemos hecho esto. No tenemos nada de lo que preocuparnos. ¿Verdad? –Agarró el brazo de la mujer mayor-. ¿Verdad, madre?
Convocando una reserva de calma insólita, Candra se puso en pie.
-No sé qué es lo que acaba de pasar. Pero lo sabré, de un modo u otro.
Comenzó a andar, dejando atrás a su hija, y abrió la puerta. Fuera, Sith y keshiri se apresuraban como locos huyendo por las rampas exteriores de la Korsinata.
-¡Madre!
Candra le devolvió la mirada con ojos tristes.
-Ahora no puedo hablar, Ori. Vuelve a nuestra finca y asegúrate de que los esclavos sepan que no volveré a casa esta noche.
Y desapareció en la multitud.

Una estrella cayó, inofensiva, desde el cielo. Aterrizando en una colina, iluminó la noche, haciendo que los jardines de Kesh florecieran como nunca antes.
Hasta que volvió a alzarse, prendiéndole fuego a todo. Las piedras del hogar de Ori se convirtieron en cenizas antes de que el viento ardiente la expusiera al infierno. Carbonizada y moribunda, persiguió la estrella hasta la jungla para preguntarle por qué había destruido su mundo. Esta respondió: “Porque creíste que era una amiga.”
Ori había experimentado esa visión de la Fuerza durante su segundo día como Tyro, el nivel más bajo en la jerarquía de la Tribu. Nunca había significado nada para ella. Pero al llegar a Lluvia de Estrellas, la casa de campo de su madre al sur de Tahv, tuvo ocasión de recordarlo. Una procesión de trabajadores keshiri estaba saliendo de la mansión de mármol, llevando pertenencias a una pira en el césped.
Sus trabajadores. Sus pertenencias.
Dejando a Shyn junto a las columnas que se alineaban en la avenida principal, Ori corrió hacia la hoguera. Sacando su sable de luz, se enfrentó a la frágil figura púrpura que dirigía los actos: el mayordomo de su madre.
-¿Qué está pasando? –Ori agarró al hombre-. ¿Quién te dijo que hicieras esto?
Reconociendo a la hija de su ama, el keshiri miró furtivamente a ambos lados antes de tocar la muñeca de Ori. Le habló en un leve susurro.
-Fue la propia Gran Señora quien ordenó esto, milady. Hace sólo un par de horas.
¿Un par de horas? Ori agitó la cabeza. El intento de asesinato había sido sólo dos horas antes. ¿Cómo era esto posible?
El mayordomo señaló a la entrada principal. Allí, dos aprendices de los hermanos Luzo se encontraban de pie en la gran puerta, observando cómo pasaban los trabajadores cargados con muebles. Ori vio que aún no habían reparado en su presencia... pero ella iba a cambiar eso. Ori dio un paso hacia la casa.
Agarrándola del brazo, el viejo hizo retroceder a Ori.
-Hay más de ellos dentro –dijo, llevándola tras la hoguera, fuera de su campo de visión-. También se van a llevar las cosas de su madre.
-¿Sigue siendo una Suma Señora? –preguntó Ori.
El mayordomo bajó la mirada.
Otro pensamiento la asaltó.
-¿Sigo siendo un Sable?
Sintiéndose súbitamente mareada, Ori se acercó tambaleándose a las llamas y trató de recordar lo que había visto y oído en su camino al huir de la Korsinata. Había habido un gran caos. Con Campion Dey muerto segundos después de su ataque frustrado, por todas partes había rumores atribuyendo sus actos. La facción Roja aseguraba que su madre había realizado un funesto pacto con los Dorados, y viceversa. Algunos decían que Venn había muerto en su palco, sucumbiendo a sus esfuerzos y a la agitación; otros informaban haber visto las ejecuciones de los Sumos Señores Dernas y Pallima, en sus propios palcos del estadio. Nada de eso tenía sentido.
La única cosa en la que todos estaban de acuerdo era en quién había llevado al asesino al estadio en primer lugar: la familia Kitai.
Tenía que volver a Tahv y hablar con sus aprendices leales con acceso al Alto Asiento. Defensores de los intereses de su familia, ellos sabrían qué estaba pasando ahora. Era importante no sucumbir a la rabia por la hoguera, un obvio intento por parte de la Gran Señora de provocar una reacción y revelar deslealtad.
Volviendo la mirada a la mansión, Ori sonrió con suficiencia. Las habilidades políticas de Candra no tenían rival. En ese mismo momento, ya habría desviado exitosamente la culpa de sí misma y habría descubierto quién salió vencedor. Para cuando Ori llegase a Tahv, Candra probablemente se encontraría sentada a la derecha de quien quiera que hubiera ganado. Ahora no era el momento de caer en una torpe trampa tendida por los Luzos.
-Esto se solucionará –dijo al mayordomo, volviéndose hacia su uvak.
-Adiós, Ori.
Subiendo sobre Shyn, Ori tomó las riendas. De repente se detuvo, llamando al anciano keshiri que se estaba retirando.
-Espera. Me has llamado Ori.
El keshiri bajó la mirada y salió corriendo.
Por el lado oscuro, pensó. Cualquier cosa menos eso.

Jelph inclinó el tambaleante carro hacia atrás, permitiendo que otro montón de tierra se vertiese en la zanja. Conforme pasaba el verano, los montones se secarían, volviéndose más ácidos; un baño alcalino tendía a fortificar las reservas. Sus clientes keshiri no sabían nada de iones de hidrógeno, pero así y todos eran bastante maniáticos.
Escuchando un sonido, Jelph dejó caer su pala y caminó rodeando la choza. Allí, en los menguantes rayos de luz de la tarde, se encontraba su visitante del día anterior, cara a cara con su uvak, sujetando la brida.
-Me sorprende verte –dijo Jelph, acercándose a ella desde atrás-. Espero que no hubiera ningún problema con las dalsas.
Dándose la vuelta, ella soltó el arnés. Sus brillantes ojos marrones estaban llenos de dolor y rabia.
-He sido condenada –dijo Ori de Tahv-. Soy una esclava.

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