Capítulo Cuatro
Jelph se marchó al alba, con su larga pértiga de hejarbo en la mano para impulsar su barcaza río arriba. Al ver perturbada su paz, Ori estalló en una tormenta de protesta. ¿Qué importaba lo que sus clientes necesitasen para la temporada de siembra otoñal? ¿Qué le debía a esa gente? Todo lo que obtenía por su trabajo eran unos pocos objetos que él no era capaz de obtener de la tierra.
Pero Jelph había seguido mirando a los terrenos de la salva, y al cielo. Aseguraba que tenía más responsabilidades que las que ella conocía. Ori se burló de él, más pesadamente y durante más tiempo del que pretendía. Eso la preocupaba ahora, al retirar dos de las trampas que había tendido para los roedores en la linde del bosque. Jelph no se había marchado enfadado, pero se había marchado de todos modos, a pesar de sus ruegos.
Eso no le gustaba. Él había sido el bálsamo que necesitaba, haciendo que desaparecieran todos sus quebraderos de cabeza. Durante demasiado tiempo en su vida había dependido tanto del oficio de su madre que había sido seductoramente fácil poner su existencia en sus manos. Pero su marcha le había recordado que él podía rechazarla. Ella no tenía poder sobre nadie.
Y no podía vivir sin él. Sin Jelph, ya no había nadie más en absoluto.
Nadie salvo Shyn. Ori echó un vistazo a la puerta trasera del cobertizo de compostaje, un poco más arriba, que se encontraba entreabierta para permitir la circulación. Ni siquiera un uvak debería vivir en semejante lugar, aunque el hedor proviniera de su especie. Respirando profundamente, se acercó. Le había tomado la mayor parte del día comprobar y limpiar las trampas, recogiendo algunas de las alimañas que Jelph usaba para complementar su dieta. Maldita sea. Al menos ver al uvak le recordaba que seguía teniendo cierta libertad, cierta posibilidad de...
Ori entrecerró los ojos. Algo había cambiado en la Fuerza. Dejando caer las trampas, corrió hacia el cobertizo y abrió de golpe la desvencijada puerta.
Shyn estaba muerto.
La gran bestia yacía sangrando sobre el sucio suelo, con profundos cortes con bordes quemados sobre su largo cuello dorado. Reconociendo inmediatamente las heridas, Ori encendió su sable de luz y registró el edificio.
-¡Jelph! Jelph, ¿estás ahí?
Excepto unas cuantas herramientas alineadas en la pared, no había nada allí, salvo el gigantesco montón de estiércol cerca de la entrada.
-Te dije que la encontraríamos aquí –dijo la voz de un hombre joven en el exterior-. Sólo había que seguir el hedor.
Ori salió, con su arma preparada. Los hermanos Luzo, sus rivales en el cuerpo de Sables, estaban ahí fuera ante sus propias monturas uvak. Flen, el mayor de ellos, sonrió con suficiencia.
-El hedor a fracaso, quieres decir.
-¿Queréis morir, Luzo? –Ori dio un paso adelante, sin ningún miedo.
La pareja de hermanos no se movió. Sawj, el más joven, hizo un gesto de desdén.
-Hemos matado a dos Sumos Señores esta semana. No creo que vayamos a mancharnos las manos con una esclava.
-¡Habéis matado a mi uvak!
-Eso es diferente –dijo Sawj-. Puede que no sepas esto, pero nosotros los Sables nos encargamos de mantener el orden. ¡Una esclava no puede poseer un uvak!
Llena de odio, Ori dio otro paso adelante, lista para atacar... cuando vio que Flen Luzo se giraba hacia su uvak.
-Los comerciantes nos dijeron que te gustaba venir aquí –dijo, abriendo su alforja-. Hemos venido para hacer un trato.
Arrojó dos pergaminos a los pies de Ori.
Arrodillándose, Ori observó lacre de los pergaminos. Ahí estaba el sello de su madre, un diseño que solamente conocían ella y los miembros más cercanos de su familia. Algo así estaba reservado para validar un testamento final. Desenrollando el pergamino, comprobó que, en cierto modo, esto lo era.
-¡Aquí dice que conspiró con Dernas y los Rojos para asesinar a la Gran Señora!
-Y el otro dice que conspiró con Pallima y su gente –dijo Flen, con una mueca-. Como ves, firmó ambas confesiones.
-¡Podríais haber conseguido cualquier cosa bajo coacción!
-Sí –dijo Flen.
Ori examinó el documento. Candra Kitai rendía ahora su eterna lealtad a la Gran Señora Venn, quien la mantendría con vida –de forma pública y visible- como su esclava personal. Venn ahora tendría que nombrar sus propios tres Sumos Señores de repuesto, dijo Flen, bloqueando de forma efectiva cualquier movimiento que pudiera quedar en los bandos de sus rivales. Ori pudo suponer por el sonido de la voz de Flen que los hermanos podrían encontrarse con un súbito ascenso debido a su lealtad.
-Como dije –añadió Flen-, hemos venido a hacer un trato. Tu sable de luz, por favor.
Ori arrojó los pergaminos al suelo.
-¡Tendréis que quitármelo!
Él simplemente se cruzó de brazos.
Tu madre nos dijo que cooperarías. Estoy seguro de que no quieres ser la causa de su sufrimiento.
-¡Ella ya está sufriendo! –Dio otro paso hacia ellos.
-Y entonces nuestros Sables llegarán aquí en tropel y acabarán con esta pequeña granja. Y con ese chico granjero tuyo –dijo, con sus ojos brillando de maldad-. Ya tienen órdenes de hacerlo, si no nos entregas tu sable de luz.
Ori se quedó inmóvil. Al recordarlo de pronto, miró desesperadamente al río. Él regresaría pronto en su barcaza.
Flen habló con aire de complicidad.
-No nos importa lo que haga una esclava, ni con quién lo haga. Pero no serás una esclava hasta que no tengamos ese arma. –Los hermanos encendieron sus sables de luz al unísono-. De modo que, ¿qué vas a hacer?
Ori cerró los ojos. No merecía lo que le había pasado, pero él lo merecía aún menos. Y él era lo único que tenía.
Pulsando el botón, desactivó el sable de luz y lo arrojó al suelo.
-Ha sido lo correcto –dijo Sawj Luzo, desactivando su sable de luz y tomando el de ella. Ambos hermanos retrocedieron hacia sus animales y montaron en ellos.
-Oh –dijo Flen, alcanzando algo que estaba atado al arnés de su uvak-. Tenemos un regalo de la Gran Señora... para que empieces tu nueva carrera.
Arrojó el objeto alargado, que aterrizó con un golpe seco a los pies de Ori.
Era una pala.
Su hoja de metal hacía que fuera realmente un tesoro: pudo ver que estaba forjada a partir de uno de los escasos fragmentos de los restos del aterrizaje del Presagio. El material había sido trabajado una y otra vez durante siglos, cuando fue notoria la escasez de hierro en la superficie de Kesh. Una última recompensa de su vida pasada. Con la pala en sus manos, escuchó a los hermanos reírse mientras se alejaban hacia el norte.
Ori miró a su alrededor, a lo que le quedaba. La choza. El cobertizo. Montones y montones de barro. Y los enrejados, hogar de las dalsas que la trajeron en primer lugar hasta allí...
-¡NO!
Con la rabia hirviendo en su interior, arremetió, golpeando las frágiles estructuras con la pala. Un poderoso golpe destrozó todo el armazón, lanzando las flores con fuerza contra el suelo. Los restos de brotes de hejarbo estallaron, volando en astillas por el poder de su mente.
Enfurecida, cargó contra la granja, reduciendo a pedazos el destartalado carro de Jelph. Tanta rabia y tan poca cosa que destruir. Se volvió y vio el símbolo de su desposesión: el cobertizo de compostaje. Arremetió contra la puerta, haciéndola saltar de sus goznes y entrando al interior. Con su rabia potenciada por la Fuerza, arrancó las miserables herramientas de las paredes, haciéndolas volar por el aire en un torbellino de odio. Y estaba ese montón de estiércol, grande y apestoso. Con un giro, introdujo la hoja de la pala en su interior...
¡Clanc! Al golpear algo bajo la superficie del estiércol, la pala se liberó de sus manos, haciéndole perder el equilibrio en el lodo.
Recobrando la calma mientras volvía a ponerse en pie, Ori miró la pila con asombro. Allí, bajo la masa hedionda, había una sucia lona cubriendo y protegiendo algo grande.
Algo metálico.
Recuperando la pala, empezó a cavar.
Se había sentido de forma horrible, dejando a Ori con un trabajo que le llevaría todo el día. Pero él tenía su propia trampa que comprobar, ahí bajo las copas frondosas. Jelph no había capturado nada durante meses, pero sus mejores posibilidades siempre parecían coincidir con las auroras.
Acercándose al montículo aislado, encontró su tesoro, oculto bajo las hojas gigantes. Respiró más rápido por la expectación. A lo largo de los últimos días de turbulencia y tranquilidad, había sentido de alguna manera que algo estaba a punto de suceder. Después de tanto tiempo, este podría ser el día que había estado esperando...
Jelph se detuvo. Algo estaba pasando, pero no era allí. Mirando a través del follaje hacia el oeste, tuvo esa corazonada de nuevo. Algo estaba sucediendo, y estaba sucediendo ahora.
Corrió hacia la barcaza.
Ori encontró el extraño objeto bajo la lona cubierta de estiércol. En realidad no había acumulado encima mucho de ese asqueroso material; sólo lo suficiente para dar la impresión de que lo que había debajo era algo distinto de lo que en realidad había.
Y lo que había, era grande: fácilmente como dos uvak de largo. Un gran cuchillo de metal, pintado de rojo y plata, con una extraña burbuja negra colocada en la parte trasera. Hacia atrás salían extensiones, como alas, en forma de uve invertida, cada una rematada con dos largas lanzas que le parecían sables de luz.
Ya se había olvidado del olor, y cada vez respiraba más rápido a medida que pasaba la mano por la superficie del misterio de metal. Estaba fría y llena de imperfecciones, con abolladuras y marcas de quemaduras por toda su longitud. Pero aún le esperaba la auténtica sorpresa. Al llegar a la sección redondeada de la parte trasera, presionó su rostro contra lo que parecía de cristal negro. En el interior, encajada en un espacio increíblemente pequeño, vio una silla. Había una placa grabada justo detrás del reposacabezas, con caracteres de aspecto similar a los que sus mentores le habían enseñado:
Durante toda su vida, Jelph Marrian había temido a los Sith. La Gran Guerra Sith había concluido antes de que él naciera, pero la devastación causada a su planeta natal de Toprawa fue tan completa que había dedicado su vida a evitar su regreso.
Había ido demasiado lejos, ganándose la antipatía de los conservadores líderes que dirigían la Orden Jedi. Expulsado, había tratado de continuar su vigilia, en colaboración con un movimiento clandestino de Caballeros Jedi dedicado a impedir el regreso de los Sith. Durante cuatro años, había trabajado en las sombras de la galaxia, asegurándose de que los señores del mal realmente eran sólo un recuerdo.
Las cosas habían vuelto a ir mal. Durante una misión en una remota región hacía tres años, descubrió la caída de la Alianza Jedi. Temeroso de volver, se dirigió hacia las regiones inexploradas, seguro de que nada podría restaurar nunca su nombre y su lugar en la Orden.
En Kesh, había encontrado algo que podría hacerlo... envuelto en su peor pesadilla hecha realidad. Había sido atrapado en una de las colosales lluvias de meteoritos de Kesh, estrellándose en la remota selva como una estrella caída más. Incapaz de solicitar ayuda a través de los extraños campos magnéticos de Kesh, se había aventurado hacia abajo, hacia las luces que había visto en el horizonte.
La luz de una civilización, inmersa en la oscuridad.
Aún a metros de la orilla, saltó de la barcaza.
-¡Ori! ¡Ori, he vuelto! ¿Estás...?
Jelph se detuvo cuando vio los enrejados, cortados. Asimilando los daños, se lanzó hacia el cobertizo.
La puerta estaba abierta. Allí, expuesto en el crepúsculo de la tarde, estaba el caza dañado que había estado rescatando cuidadosamente de la selva, un pedazo cada vez. Encontró otra cosa, a su lado: una pala de metal, desechada.
-¿Ori?
Entrando en las sombras del cobertizo, vio el cadáver del uvak, del que ya se estaban alimentando pequeñas aves carroñeras. Detrás de la construcción, encontró las trampas que le había enviado a Ori que comprobase, abandonadas en el suelo. Ella había estado ahí... y se había ido.
Frente a la choza, encontró otros rastros. Grandes botas Sith y huellas de más uvak. También estaban allí las huellas más pequeñas de Ori, dirigiéndose más allá del seto hacia el camino de carros que conducía a Tahv.
Jelph buscó en el interior de su chaleco el bulto que siempre llevaba en sus viajes. Una luz azul brilló en su mano. Él era un Jedi solitario en un planeta lleno de Sith. Su existencia los amenazaba... pero la existencia de los Sith lo amenazaba todo. Tenía que detenerla.
Sin importar a qué coste.
Se lanzó por el camino, hacia la oscuridad.
Pero Jelph había seguido mirando a los terrenos de la salva, y al cielo. Aseguraba que tenía más responsabilidades que las que ella conocía. Ori se burló de él, más pesadamente y durante más tiempo del que pretendía. Eso la preocupaba ahora, al retirar dos de las trampas que había tendido para los roedores en la linde del bosque. Jelph no se había marchado enfadado, pero se había marchado de todos modos, a pesar de sus ruegos.
Eso no le gustaba. Él había sido el bálsamo que necesitaba, haciendo que desaparecieran todos sus quebraderos de cabeza. Durante demasiado tiempo en su vida había dependido tanto del oficio de su madre que había sido seductoramente fácil poner su existencia en sus manos. Pero su marcha le había recordado que él podía rechazarla. Ella no tenía poder sobre nadie.
Y no podía vivir sin él. Sin Jelph, ya no había nadie más en absoluto.
Nadie salvo Shyn. Ori echó un vistazo a la puerta trasera del cobertizo de compostaje, un poco más arriba, que se encontraba entreabierta para permitir la circulación. Ni siquiera un uvak debería vivir en semejante lugar, aunque el hedor proviniera de su especie. Respirando profundamente, se acercó. Le había tomado la mayor parte del día comprobar y limpiar las trampas, recogiendo algunas de las alimañas que Jelph usaba para complementar su dieta. Maldita sea. Al menos ver al uvak le recordaba que seguía teniendo cierta libertad, cierta posibilidad de...
Ori entrecerró los ojos. Algo había cambiado en la Fuerza. Dejando caer las trampas, corrió hacia el cobertizo y abrió de golpe la desvencijada puerta.
Shyn estaba muerto.
La gran bestia yacía sangrando sobre el sucio suelo, con profundos cortes con bordes quemados sobre su largo cuello dorado. Reconociendo inmediatamente las heridas, Ori encendió su sable de luz y registró el edificio.
-¡Jelph! Jelph, ¿estás ahí?
Excepto unas cuantas herramientas alineadas en la pared, no había nada allí, salvo el gigantesco montón de estiércol cerca de la entrada.
-Te dije que la encontraríamos aquí –dijo la voz de un hombre joven en el exterior-. Sólo había que seguir el hedor.
Ori salió, con su arma preparada. Los hermanos Luzo, sus rivales en el cuerpo de Sables, estaban ahí fuera ante sus propias monturas uvak. Flen, el mayor de ellos, sonrió con suficiencia.
-El hedor a fracaso, quieres decir.
-¿Queréis morir, Luzo? –Ori dio un paso adelante, sin ningún miedo.
La pareja de hermanos no se movió. Sawj, el más joven, hizo un gesto de desdén.
-Hemos matado a dos Sumos Señores esta semana. No creo que vayamos a mancharnos las manos con una esclava.
-¡Habéis matado a mi uvak!
-Eso es diferente –dijo Sawj-. Puede que no sepas esto, pero nosotros los Sables nos encargamos de mantener el orden. ¡Una esclava no puede poseer un uvak!
Llena de odio, Ori dio otro paso adelante, lista para atacar... cuando vio que Flen Luzo se giraba hacia su uvak.
-Los comerciantes nos dijeron que te gustaba venir aquí –dijo, abriendo su alforja-. Hemos venido para hacer un trato.
Arrojó dos pergaminos a los pies de Ori.
Arrodillándose, Ori observó lacre de los pergaminos. Ahí estaba el sello de su madre, un diseño que solamente conocían ella y los miembros más cercanos de su familia. Algo así estaba reservado para validar un testamento final. Desenrollando el pergamino, comprobó que, en cierto modo, esto lo era.
-¡Aquí dice que conspiró con Dernas y los Rojos para asesinar a la Gran Señora!
-Y el otro dice que conspiró con Pallima y su gente –dijo Flen, con una mueca-. Como ves, firmó ambas confesiones.
-¡Podríais haber conseguido cualquier cosa bajo coacción!
-Sí –dijo Flen.
Ori examinó el documento. Candra Kitai rendía ahora su eterna lealtad a la Gran Señora Venn, quien la mantendría con vida –de forma pública y visible- como su esclava personal. Venn ahora tendría que nombrar sus propios tres Sumos Señores de repuesto, dijo Flen, bloqueando de forma efectiva cualquier movimiento que pudiera quedar en los bandos de sus rivales. Ori pudo suponer por el sonido de la voz de Flen que los hermanos podrían encontrarse con un súbito ascenso debido a su lealtad.
-Como dije –añadió Flen-, hemos venido a hacer un trato. Tu sable de luz, por favor.
Ori arrojó los pergaminos al suelo.
-¡Tendréis que quitármelo!
Él simplemente se cruzó de brazos.
Tu madre nos dijo que cooperarías. Estoy seguro de que no quieres ser la causa de su sufrimiento.
-¡Ella ya está sufriendo! –Dio otro paso hacia ellos.
-Y entonces nuestros Sables llegarán aquí en tropel y acabarán con esta pequeña granja. Y con ese chico granjero tuyo –dijo, con sus ojos brillando de maldad-. Ya tienen órdenes de hacerlo, si no nos entregas tu sable de luz.
Ori se quedó inmóvil. Al recordarlo de pronto, miró desesperadamente al río. Él regresaría pronto en su barcaza.
Flen habló con aire de complicidad.
-No nos importa lo que haga una esclava, ni con quién lo haga. Pero no serás una esclava hasta que no tengamos ese arma. –Los hermanos encendieron sus sables de luz al unísono-. De modo que, ¿qué vas a hacer?
Ori cerró los ojos. No merecía lo que le había pasado, pero él lo merecía aún menos. Y él era lo único que tenía.
Pulsando el botón, desactivó el sable de luz y lo arrojó al suelo.
-Ha sido lo correcto –dijo Sawj Luzo, desactivando su sable de luz y tomando el de ella. Ambos hermanos retrocedieron hacia sus animales y montaron en ellos.
-Oh –dijo Flen, alcanzando algo que estaba atado al arnés de su uvak-. Tenemos un regalo de la Gran Señora... para que empieces tu nueva carrera.
Arrojó el objeto alargado, que aterrizó con un golpe seco a los pies de Ori.
Era una pala.
Su hoja de metal hacía que fuera realmente un tesoro: pudo ver que estaba forjada a partir de uno de los escasos fragmentos de los restos del aterrizaje del Presagio. El material había sido trabajado una y otra vez durante siglos, cuando fue notoria la escasez de hierro en la superficie de Kesh. Una última recompensa de su vida pasada. Con la pala en sus manos, escuchó a los hermanos reírse mientras se alejaban hacia el norte.
Ori miró a su alrededor, a lo que le quedaba. La choza. El cobertizo. Montones y montones de barro. Y los enrejados, hogar de las dalsas que la trajeron en primer lugar hasta allí...
-¡NO!
Con la rabia hirviendo en su interior, arremetió, golpeando las frágiles estructuras con la pala. Un poderoso golpe destrozó todo el armazón, lanzando las flores con fuerza contra el suelo. Los restos de brotes de hejarbo estallaron, volando en astillas por el poder de su mente.
Enfurecida, cargó contra la granja, reduciendo a pedazos el destartalado carro de Jelph. Tanta rabia y tan poca cosa que destruir. Se volvió y vio el símbolo de su desposesión: el cobertizo de compostaje. Arremetió contra la puerta, haciéndola saltar de sus goznes y entrando al interior. Con su rabia potenciada por la Fuerza, arrancó las miserables herramientas de las paredes, haciéndolas volar por el aire en un torbellino de odio. Y estaba ese montón de estiércol, grande y apestoso. Con un giro, introdujo la hoja de la pala en su interior...
¡Clanc! Al golpear algo bajo la superficie del estiércol, la pala se liberó de sus manos, haciéndole perder el equilibrio en el lodo.
Recobrando la calma mientras volvía a ponerse en pie, Ori miró la pila con asombro. Allí, bajo la masa hedionda, había una sucia lona cubriendo y protegiendo algo grande.
Algo metálico.
Recuperando la pala, empezó a cavar.
Se había sentido de forma horrible, dejando a Ori con un trabajo que le llevaría todo el día. Pero él tenía su propia trampa que comprobar, ahí bajo las copas frondosas. Jelph no había capturado nada durante meses, pero sus mejores posibilidades siempre parecían coincidir con las auroras.
Acercándose al montículo aislado, encontró su tesoro, oculto bajo las hojas gigantes. Respiró más rápido por la expectación. A lo largo de los últimos días de turbulencia y tranquilidad, había sentido de alguna manera que algo estaba a punto de suceder. Después de tanto tiempo, este podría ser el día que había estado esperando...
Jelph se detuvo. Algo estaba pasando, pero no era allí. Mirando a través del follaje hacia el oeste, tuvo esa corazonada de nuevo. Algo estaba sucediendo, y estaba sucediendo ahora.
Corrió hacia la barcaza.
Ori encontró el extraño objeto bajo la lona cubierta de estiércol. En realidad no había acumulado encima mucho de ese asqueroso material; sólo lo suficiente para dar la impresión de que lo que había debajo era algo distinto de lo que en realidad había.
Y lo que había, era grande: fácilmente como dos uvak de largo. Un gran cuchillo de metal, pintado de rojo y plata, con una extraña burbuja negra colocada en la parte trasera. Hacia atrás salían extensiones, como alas, en forma de uve invertida, cada una rematada con dos largas lanzas que le parecían sables de luz.
Ya se había olvidado del olor, y cada vez respiraba más rápido a medida que pasaba la mano por la superficie del misterio de metal. Estaba fría y llena de imperfecciones, con abolladuras y marcas de quemaduras por toda su longitud. Pero aún le esperaba la auténtica sorpresa. Al llegar a la sección redondeada de la parte trasera, presionó su rostro contra lo que parecía de cristal negro. En el interior, encajada en un espacio increíblemente pequeño, vio una silla. Había una placa grabada justo detrás del reposacabezas, con caracteres de aspecto similar a los que sus mentores le habían enseñado:
Caza de Ataque Táctico clase Aurek
Sistemas de Flota de la República
Modelo X4A – Lote de Producción 35-C
Ori abrió los ojos como platos. Reconoció lo que estaba viendo como lo que era. Una forma de regresar.Sistemas de Flota de la República
Modelo X4A – Lote de Producción 35-C
Durante toda su vida, Jelph Marrian había temido a los Sith. La Gran Guerra Sith había concluido antes de que él naciera, pero la devastación causada a su planeta natal de Toprawa fue tan completa que había dedicado su vida a evitar su regreso.
Había ido demasiado lejos, ganándose la antipatía de los conservadores líderes que dirigían la Orden Jedi. Expulsado, había tratado de continuar su vigilia, en colaboración con un movimiento clandestino de Caballeros Jedi dedicado a impedir el regreso de los Sith. Durante cuatro años, había trabajado en las sombras de la galaxia, asegurándose de que los señores del mal realmente eran sólo un recuerdo.
Las cosas habían vuelto a ir mal. Durante una misión en una remota región hacía tres años, descubrió la caída de la Alianza Jedi. Temeroso de volver, se dirigió hacia las regiones inexploradas, seguro de que nada podría restaurar nunca su nombre y su lugar en la Orden.
En Kesh, había encontrado algo que podría hacerlo... envuelto en su peor pesadilla hecha realidad. Había sido atrapado en una de las colosales lluvias de meteoritos de Kesh, estrellándose en la remota selva como una estrella caída más. Incapaz de solicitar ayuda a través de los extraños campos magnéticos de Kesh, se había aventurado hacia abajo, hacia las luces que había visto en el horizonte.
La luz de una civilización, inmersa en la oscuridad.
Aún a metros de la orilla, saltó de la barcaza.
-¡Ori! ¡Ori, he vuelto! ¿Estás...?
Jelph se detuvo cuando vio los enrejados, cortados. Asimilando los daños, se lanzó hacia el cobertizo.
La puerta estaba abierta. Allí, expuesto en el crepúsculo de la tarde, estaba el caza dañado que había estado rescatando cuidadosamente de la selva, un pedazo cada vez. Encontró otra cosa, a su lado: una pala de metal, desechada.
-¿Ori?
Entrando en las sombras del cobertizo, vio el cadáver del uvak, del que ya se estaban alimentando pequeñas aves carroñeras. Detrás de la construcción, encontró las trampas que le había enviado a Ori que comprobase, abandonadas en el suelo. Ella había estado ahí... y se había ido.
Frente a la choza, encontró otros rastros. Grandes botas Sith y huellas de más uvak. También estaban allí las huellas más pequeñas de Ori, dirigiéndose más allá del seto hacia el camino de carros que conducía a Tahv.
Jelph buscó en el interior de su chaleco el bulto que siempre llevaba en sus viajes. Una luz azul brilló en su mano. Él era un Jedi solitario en un planeta lleno de Sith. Su existencia los amenazaba... pero la existencia de los Sith lo amenazaba todo. Tenía que detenerla.
Sin importar a qué coste.
Se lanzó por el camino, hacia la oscuridad.
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