lunes, 28 de marzo de 2011

La Tribu Perdida de los Sith #5: Purgatorio (III)

Capítulo Tres

Jelph vertió un poco más de la mezcla terrosa en el cuenco de Ori. Pese a ser un plato de indigentes, los insípidos cereales se transformaban en otra cosa en sus manos, sazonados con especias de su jardín y pequeñísimos trocitos de carne en salazón. Ori no sabía de qué animal era, pero igualmente devoraba su comida con avidez. Dos días de orgulloso ayuno habían sido demasiado.
Aún le parecía tan extraño verle ahí, fuera de los campos. Cada una de las dos mañanas anteriores, él se había levantado antes del amanecer, comenzando temprano sus tareas para tener más tiempo para ella. Se lavaba en el río antes de que ella se despertase. Cuando le tocaba a ella, él se retiraba al rincón de la choza que hacía las veces de cocina para preservar su intimidad. Ori no creía necesitarlo, pero sin embargo comenzaba a acostumbrarse a esa extraña mansedumbre. Él no era un juguete de los keshiri, sino un humano, aunque fuera un esclavo.
Como ella.
Por alguna razón, no le había contado nada aquella primera noche. No había apenas nada que él pudiera hacer, y todo le quedaba demasiado grande. Ori se sentó en silencio junto a la puerta de la choza, observando la nada hasta que se quedó dormida. Se despertó a la mañana siguiente en el interior, en el camastro de paja que él mismo usaba. No tenía ni idea de dónde había dormido él aquella noche, si es que había dormido.
La segunda noche, después de una cena que dejó intacta, se decidió a contárselo: todo lo que había descubierto en su viaje a Tahv. Los líderes de las dos facciones que no lograban ponerse de acuerdo en un Gran Señor habían caído ante su anciana candidata de conveniencia. La situación había llevado a que sus esbirros decapitasen –literalmente- el liderazgo de las facciones Roja y Dorada.
Las fuentes de Ori le habían asegurado que su madre aún vivía, aunque en las garras de la vengativa Venn. Era demasiado tarde para que Candra pudiera salvar su carrera, pero aún podría salvar su vida, si decía las cosas adecuadas sobre las personas adecuadas. Como Donellan, Candra había esperado demasiado para elegir un bando y promocionarse como sucesora. Un año como Sumo Señor le había parecido demasiado poco tiempo. Pero para Venn, que casi consideraba como un milagro cada segundo de vida, la necesidad de sobrevivir a sus rivales era primordial.
Al descubrir que había sido condenada a la esclavitud, Ori fue corriendo hacia su uvak oculto y salió volando al único lugar seguro que conocía. Tras un largo momento de duda, Jelph la acogió... aunque tenía menos seguridad acerca de qué hacer con Shyn. Como esclavos, ninguno de ellos podía poseer un uvak. Recordando la compostera que anteriormente había servido como establo, Ori le instó a esconder a la criatura allí, tras los montones de estiércol almacenado. Al principio dudó, pero finalmente Jelph cedió ante la presión de Ori. Ya se sentía mareada, y las arcadas fueron más fuertes en cuanto se abrió la puerta de ese asqueroso lugar. Le pasó lo mismo la segunda noche, tras relatar la historia completa de la caída de su pequeña pero importante familia.
En esos momentos, Jelph se mostró dispuesto y servicial, atendiéndola con paños y agua fresca del río. Ahora, en el crepúsculo de la tercera noche, ella realmente estaba poniendo a prueba los límites de su hospitalidad. Sintiéndose mejor, Ori había pasado todo el día dando vueltas por la granja, repasando la secuencia de hechos en su cabeza y planeando el regreso al poder de su familia, aunque ahora la familia solamente fuera ella. Durante la cena, puso a prueba tanto el conocimiento como la paciencia de Jelph.
-No entiendo –dijo él, arañando el fondo de su cuenco de concha orojo-. Creía que la Tribu encontraba normal que la gente desease los trabajos de los demás.
-Sí, sí –dijo Ori, sentada en el suelo con las piernas cruzadas-. Pero no matamos para obtenerlos. Matamos para mantenerlos.
-¿Hay diferencia?
Ori dejó caer su cuenco vacío al suelo de la choza. Menuda mesa de comedor, pensó.
-Realmente no sabes nada acerca de tu gente, ¿verdad? La Tribu es una meritocracia. Quien sea el mejor en un trabajo puede obtenerlo... en el supuesto de que se haga un desafío público. Dernas nunca hizo un desafío público para ser Gran Señor. Ni Pallima.
-Ni tampoco tu madre –añadió, arrodillándose para recoger el cuenco de Ori. Se mostró ligeramente asombrado cuando ella usó la Fuerza para hacerlo levitar hasta su mano-. Gracias.
-Escucha, es muy sencillo –dijo ella, poniéndose en pie y haciendo un esfuerzo inútil por limpiar la suciedad de su uniforme-. Si alcanzas a tus rivales antes de que estén listos, puedes hacer lo que quieras... incluyendo el asesinato.
Él la miró con la frente fruncida.
-Suena como un baño de sangre.
-Normalmente lo dejamos en cosas de más bajo nivel, por el bien del orden. Envenenamientos. Una cuchilla shikkar en la garganta.
-Por el bien del orden.
Ella se plantó en la entrada y le miró fijamente.
-¿Vas a criticarnos, o vas a ayudarme?
-Lo siento –dijo Jelph, poniéndose de pie-. No quería enfadarte. –Agitó la cabeza-. Es sólo que pensar en tener normas para esa clase de cosas parece... bueno... extraño. Hay normas para romper las normas.
Ori caminó hacia el bancal del río y miró al oeste. El sol parecía hundirse en el propio río, haciendo que el agua tomase un brillo de color naranja. Era un lugar bonito, y había fantaseado anteriormente con pasar noches allí. Pero esto no era en absoluto lo que había imaginado. No iba a ser capaz de planear su regreso desde este lugar. Y necesitaría más ayuda que un robusto granjero.
-Tengo que volver –dijo-. A mi madre le tendieron una trampa para incriminarla. Quien nos hizo esto, lo pagará... y recuperaré mi honor. –Se volvió para mirar a Jelph, que se encontraba masticando una ramita de algo que había recogido del suelo-. ¡Tengo que volver!
-Yo no haría eso –dijo él, uniéndose a ella en la orilla del río-. Sospecho que vuestra Gran Señora se encargó personalmente de todo esto.
Ori le miró, sorprendida.
-¿Y tú qué sabes de esto?
-No mucho, tienes razón –dijo Jelph, mascando-. Pero si tu madre era la llave para elegir al reemplazo de Venn, puedo entender que la vieja la quisiera fuera de su camino.
Incrédula, Ori volvió la mirada hacia las crecientes sombras.
-Dedícate al fertilizante, Jelph.
-Míralo de este modo –dijo él, asomándose al campo de visión de Ori-. Si Venn no hubiera escenificado el intento de asesinato y realmente sospechase de tu madre, no habríais sido condenadas. Estaríais muertas. Pero la Gran Señora no tiene que mataros, porque sabe que no hicisteis nada. Sois más útiles como ejemplo. –Arrojó la rama al río-. Convirtiendo en esclavas a la Suma Señora y a su familia, mientras vosotras viváis serviréis como ejemplo disuasorio viviente para todos los demás.
Ori le miró, atónita. Tenía sentido. Dernas y Pallima habían muerto a la vista de todo el mundo. La hoguera en su finca había atraído la atención de humanos y keshiri por igual. Si hubiera permanecido en Tahv, ya estaría presa, haciendo trabajos forzados a la vista de todo el mundo.
-¿Y entonces qué hago?
Él sonrió, suavemente. Su cicatriz era invisible ahora.
-Bueno, no lo sé. Pero se me ocurre que, mientras aún no sientas a través de tu Fuerza que tu madre esté sufriendo, la forma de frustrar a Venn es... no ser un ejemplo.
Él no dijo el resto, pero ella lo escuchó. El modo de no ser un ejemplo es no estar allí. Ella le miró a los ojos, que reflejaban la luz de las estrellas que iluminaba el agua.
-¿Cómo puede un granjero saber de estas cosas?
-Ya has visto mi trabajo –dijo él, posándole una mano en el hombro-. Trato con muchas cosas que apestan.
Ella se rió, a su pesar, por primera vez desde que había llegado. Dio un paso alejándose del río en la oscuridad, y su pie flaqueó sobre la tierra blanda.
Él la sostuvo. Ella le dejó.

De pie en la entrada de la choza pasada la medianoche, Jelph observó la figura durmiente de Ori en el camastro de paja. Pensaba en que había sido un error dejar que Ori permaneciera tanto tiempo... y ciertamente había sido un error dejar que las cosas llegasen tan lejos como lo habían hecho en los últimos nueve días. Pero, bueno, para empezar había sido un error fomentar sus visitas.
Caminando al exterior, alisó su harapienta túnica. Después de muchos días sofocantes, esa noche el viento soplaba con un frío poco habitual para esa época. Encajaba con su humor. La presencia de Ori lo ponía todo en peligro, de modos que ella nunca podría imaginar. Porque había mucho más en juego que la fortuna de una familia Sith.
Y, aún así, la había acogido. Era una Ori Kitai distinta la que había venido a verle, una ante la que no podía resistirse. Parecía tan orgullosa en sus visitas anteriores; imbuida del nocivo engreimiento de su gente, segura tanto de su estatus como de sí misma. Con la pérdida del primero, lo demás desapareció. Había visto a la persona que se ocultaba debajo: indecisa e insegura. Pese a lo enfadada que seguía estando por lo que había pasado, también estaba triste por la pérdida de la visión de sí misma que un día había tenido. Y últimamente la tristeza estaba ganando, y sus días se limitaban a pasear de la choza al jardín.
Humildad en un Sith. Era una cosa asombrosa de atestiguar, algo imposible. Su armadura se había fundido, las impurezas parecían haberse esfumado. ¿Era posible que no todos los Sith de Kesh hubieran nacido corruptos? Su rabia por haber sido desposeída no parecía... superior a lo normal. No más de lo que él habría sentido, y había sentido, en situaciones similares. No era la clase de furia que destruía civilizaciones por diversión. No era Sith.
Se dio cuenta de que era un error que la mayor desgracia en la vida de Ori sólo la hubiera hecho más atractiva ante sus ojos. La defensa que tanto había trabajado en crear se había desmoronado después de esa noche en la orilla del río. En ese momento, ella le necesitaba, y había pasado tanto tiempo desde que nadie le había necesitado... No había mucho mercado para los don nadies, ni en el campo no en ningún otro lugar. Pero el riesgo siempre estaba allí, acompañando a la felicidad.
Miró hacia el norte. Un débil rayo de luz anidó entre las nubes y las colinas. Estaba comenzando de nuevo la aurora. En un par de noches, el cielo septentrional estaría en llamas. Pronto sería el momento.
Echando un vistazo al almacén, calculó cuánto tiempo tendría que estar fuera de la granja. No era seguro dejarla sola allí en su ausencia. Ella tendría que irse.
Pero él no podía dejarla marchar.

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