miércoles, 6 de febrero de 2019

Desquite: El Relato de Dengar (y IV)


Cuatro: Los Dientes de Tatooine

Dengar se despertó bajo los soles abrasadores de Tatooine justo después del amanecer. El suelo se estaba calentando. Dengar podía sentir que una pequeña criatura del desierto con un duro caparazón se había arrastrado debajo de su cuerpo, buscando refugio del día que se avecinaba entre las sombras y las rocas.
Dengar abrió los ojos y miró a su alrededor, todavía aturdido. Estaba en un cañón ancho, tendido en la planicie del desierto, una llanura estéril de roca de color blanco verdoso, erosionada, tal vez incluso pulida, por el viento. Sus manos y pies estaban atados mediante tres cuerdas, todas ellas tirantes y sujetas firmemente a la roca, para que no pudiera moverse. Las correosas cuerdas estaban ligeramente húmedas, diseñadas para encogerse con el calor del sol, tirando de él con más fuerza.
No había señales de una nave cercana, ni guardias, ni siquiera un droide para registrar la muerte de Dengar. No había canto de insectos ni llamada de animales salvajes, solo el constante soplo del viento sobre la roca.
Dengar se lamió los labios. Parecía que Jabba tenía la intención de dejarlo morir de deshidratación, una muerte que no era particularmente atractiva ni particularmente desagradable... comparada con otras muertes. Dolorosa, pero nada extraordinaria.
Dengar reflexionó al respecto. Recordó el anuncio de Boba Fett: Los Dientes de Tatooine. Pero, ¿qué eran los dientes de un planeta? ¿Sus picos montañosos? Eso parecería lógico, pero Dengar estaba lejos de las montañas.
Así que tenía que ser un animal. Había relatos de dragones en el desierto, criaturas grandes y malvadas. Dengar observó el horizonte, tanto por tierra como por aire, en busca de signos de tales bestias, y lentamente puso a prueba sus ataduras. Dengar era más fuerte de lo que la mayoría de la gente suponía al verlo. Pero las correas que lo sujetaban eran más que adecuadas. Inhaló profundamente, saboreando sales minerales en el aire y comenzó a trabajar vigorosamente para liberarse.
Dengar cerró los ojos después de probar a fondo cada atadura, y reflexionó. Ya había amanecido, y si Jabba había cumplido su promesa, entonces Han Solo y sus compañeros ya eran historia, sufriendo una interminable muerte al ser ingeridos por el poderoso sarlacc en el Pozo de Carkoon. Dengar se sintió vacío ante el pensamiento. El Imperio había eliminado la mayor parte de los sentimientos de Dengar. Le habían dejado con pocos compañeros: su furia, su esperanza, su soledad.
Al pensar en la muerte de Han, Dengar se sintió como a la deriva, más solo que nunca en el inmenso vacío. Durante incontables años, atrapar a Han había sido su único objetivo, su única razón de ser. Sin Han, no parecía quedar ningún motivo para existir. Excepto Manaroo. Y él ya no estaba seguro de que ella estuviera viva. Recordó su terror, en ese último momento antes de que perdiera el conocimiento. Estaba segura de que Jabba pretendía matarla.
Dengar la lloró. En los momentos en que había tocado la mente de Manaroo, Dengar casi supo lo que era ser humano otra vez. Casi había sabido lo que era estar completo. Algún día, imaginaba, con su ayuda, podría haber aprendido de nuevo a amar y a reír.
Pero si ella ya no estaba muerta, estaría languideciendo en una de las celdas de Jabba, condenada a una muerte temprana.
Dengar comenzó a esforzarse aún más.
En cuestión de instantes estuvo sudando profusamente, y logró frotar la piel de su muñeca izquierda hasta que la sangre empezó a fluir de ella. Aun así, las cuerdas no habían comenzado a debilitarse.
Dengar dejó de molestarse con la muñeca y comenzó a trabajar en su pie izquierdo. Allí, las sogas estaban atadas sobre sus botas blindadas, proporcionando cierta protección a sus piernas. Los cirujanos imperiales habían potenciado los reflejos de Dengar, le habían dado una fuerza superior. Pero no podía mover demasiado su pierna para dar una patada con fuerza, e incluso después de una hora no había logrado romper ninguna cuerda ni soltar una sola de las sogas del tornillo que las sujetaba a la roca.
De hecho, todo su trabajo sólo logró provocar más rozaduras en sus muñecas, de modo que la sangre manó más profusamente.
Un fuerte viento matutino comenzó a soplar, levantando arena por toda la amplia llanura. Nubes de polvo se formaron en la distancia bajo los pies de Dengar; sucias franjas grises que llenaban el cielo como niebla o nubes de tormenta. Estaban a kilómetros de distancia, pero él podía verlas rodando hacia él, amenazantes.
Cerró los ojos un instante, tratando de evitar que les entrara arena, y recordó que uno de los secuaces de Jabba mencionó un lugar no lejos del palacio, un lugar llamado Valle del Viento.
No tenía ninguna duda de que estaba allí ahora. Un pensamiento reconfortante, porque al menos sabía que estaba cerca del Palacio de Jabba; tal vez podría encontrar reservas de agua avanzando a pie, si tan solo pudiera liberarse.
Al otro lado de la depresión, Dengar oyó un rugido lastimero. Se giró hacia un lado y vio un bantha peludo que corría ferozmente y ​​se dirigía hacia él. Tres moradores de las arenas cabalgaban sobre su espalda, detrás de sus retorcidos cuernos, y en cuestión de instantes los moradores de las arenas se encontraron a su lado.
Dos de ellos descendieron y caminaron hacia él, con las armas listas, mientras que el otro se quedó en el bantha, atento a cualquier señal de emboscada.
Dengar había escuchado historias sobre los moradores de las arenas, cómo caían sobre los viajeros y los mataban, solo para recolectar el agua de sus cadáveres. De hecho, los dos que se cernían sobre Dengar emitían extraños sonidos de succión, silbando en su propia lengua, y Dengar recordó cuentos más tétricos, que insinuaban que los moradores de las arenas, para mostrar su desprecio por los cautivos, ataban a sus prisioneros e insertaban largos tubos metálicos en sus cuerpos, para luego beber de sus prisioneros mientras estos aún vivían.
Pero Dengar no había hecho nada para ganarse semejante falta de respeto de estos moradores de las arenas, por lo que no se sorprendió cuando simplemente se sentaron a su lado, junto a su cabeza, viéndolo morir.
Durante una larga hora permanecieron sentados mientras los vientos soplaban cada vez más fuerte. Dengar los observó y al cabo de un rato reanudó sus esfuerzos. Los moradores de las arenas meramente lo observaron con mórbida curiosidad, como si esta fuera su forma de entretenimiento.
Pero él sabía que estaban esperando a que muriera para poder cosecharlo.
Dengar miró sus caras envueltas, las púas cosidas en sus ropas, y pensó que parecían dientes. Se preguntó si los moradores de las arenas lo matarían, si esto era lo que Boba Fett había querido decir con "los Dientes de Tatooine".
Pero la mañana se hizo más calurosa, los vientos se secaron y soplaron con más fuerza, y las arenas pesadas comenzaron a volar por el aire. Y de repente Dengar recordó algo más sobre el Valle de los Vientos. Algo sobre "mareas de arena". Era inusual que Dengar olvidara algo. Las drogas mnemióticas que el Imperio le había suministrado se aseguraban de eso. Dengar sólo había tenido dificultades para recordar lo que se había dicho porque era parte de una conversación entre otras dos personas, y su atención se había dirigido a otra parte en ese momento, pero ahora lo recordaba. El Valle de los Vientos estaba ubicado entre dos desiertos, uno alto y fresco, el otro más bajo y más caliente. Cada día, los vientos soplaban ascendiendo por las laderas mientras el aire caliente se elevaba de un desierto, y por la noche el aire fresco regresaba con gran fuerza.
En cada desierto había dunas de depósitos de arena, que se levantaban con el aire, recorriendo la piedra, para volver a depositarse cada mañana y cada noche.
El viento se levantó y sopló más ferozmente. Dengar estaba sudando, y su boca estaba reseca. Podía sentir una fiebre ardiente en camino. La arena soplaba a través del valle con tal fuerza que ya no podía mantener los ojos abiertos. Hacerlo, aunque fuera por un instante, los dejaba ardientes y arenosos.
Después de una ráfaga de viento devastadora, donde pequeñas rocas golpearon a los moradores de las arenas, el bantha rugió de dolor y se puso en pie trabajosamente, luego se dio la vuelta como para marcharse del lugar, y los moradores de las arenas comenzaron a seguirlo, vacilantes, como si fuera su líder dando una orden indeseable.
Uno de los moradores de las arenas se detuvo junto a Dengar, sacó un largo cuchillo y comenzó a serrar una de las cuerdas que sujetaba a Dengar al suelo. Los otros dos ya habían montado, y uno de ellos gruñó a su compañero, interrogándolo.
La criatura que estaba serrando las cuerdas se puso de pie y comenzó a sisear una respuesta, haciendo movimientos de apuñalamiento hacia Dengar, como diciendo: "¿Por qué debemos esperar a que muera? Matémoslo ya y acabemos con esto."
Pero el que ya estaba montado clavó un dedo en el aire, señalando a lo lejos, más allá de los pies de Dengar, mientras decía algo entre siseos. Dengar sólo entendió una palabra de su respuesta: Jabba. Si lo matas ahora, Jabba se enfurecerá.
El morador de las arenas que con el cuchillo se estremeció ante esas palabras y quedó inmóvil junto a Dengar durante un instante. El bantha rugió de nuevo, y el morador de las arenas envainó el largo cuchillo y saltó sobre su lomo. En cuestión de instantes ya se habían marchado.
El viento continuaba ganando intensidad. La arena que volaba con él cubría el mundo como una mortaja sucia y gris. Emitía un silbido lastimero, como si hablara con voz propia.
Dengar observó la cuerda que había sido cortada. Era una de las ataduras que sujetaban su mano derecha. Dengar la rodeó con sus dedos y comenzó a tirar de la atadura, con la esperanza de que se soltara, pero poco después se echó hacia atrás, exhausto.
Entonces el viento sopló con fuerza, agitándose sobre la tierra con un grito, y la arena lo cortó salvajemente. Una pequeña y afilada esquirla de roca silbó en el aire, cortando el puente de la nariz de Dengar como un trozo de vidrio. Otra esquirla se clavó en su bota. Una tercera esquirla golpeó una de las cuerdas en su muñeca derecha haciendo que vibrara, y entonces Dengar comprendió lo que estaba pasando.
Los Dientes de Tatooine. Esquirlas de piedra y trozos de arena comenzaron a aullar en el aire. Dengar se esforzó por volver la cabeza, apartándola del aullante viento. El cielo sobre él se estaba oscureciendo bajo el peso de la tormenta de arena. Los soles colgaban del cielo como dos brillantes orbes de penetrante luz.

***

Y Dengar recordó algo, un recuerdo que parecía muy antiguo, profundamente enterrado.
Recordó la sala de operaciones donde los cirujanos imperiales trabajaron en él. Tenía los ojos cubiertos por gasa, pero había dos resplandecientes luces brillando sobre su cara, y recordó a los doctores insertando sondas en su cerebro.
Recordó sentir lástima, una profunda sensación de lástima, y alguien que decía:
-¿Lástima? ¿Quieres eso?
-Por supuesto que no –respondió otro doctor-. No queremos eso. Quémalo.
Hubo un instante de silencio, un sonido siseante, y el olor de la carne quemada cuando los doctores quemaron esa parte de su hipotálamo.
Entonces llegó el amor, una sensación que le llenó el corazón y le hizo querer alzarse flotando en el aire.
-¿Amor?
-No lo necesitará.
El siseo, el aroma de la carne quemada.
La ira lo inundó.
-¿Furia?
-Déjala.
Casi de inmediato, sintió una profunda sensación de alivio.
-¿Alivio?
-Oh, no sé. ¿A ti qué te parece?
Dengar quiso decir algo, quiso decirles que le dejaran en paz, pero su boca no funcionaba. Sólo era capaz de ver los orbes gemelos a través de la gasa.
-Quémalo –dijeron ambos doctores al unísono, y entonces rieron, como si se tratara de un juego.
El recuerdo se desvaneció, y Dengar quedó yaciendo solo en la arena. Recordó las promesas que le hicieron sus oficiales imperiales. Cuando probase su valía para el Imperio, dijeron que lo restaurarían y le devolverían su capacidad de sentir. Era una promesa que nunca había tenido sentido y, sin embargo, Dengar siempre había esperado que pudieran hacerlo, siempre había vivido encarcelado por su esperanza.
Pero ahora se daba cuenta de que lo habían dejado con la capacidad de sentir esperanza sólo para poder controlarlo, para mantenerlo en su lugar.
Dengar luchó contra las ataduras que lo mantenían sujeto. Algunas de las esquirlas de rocas golpeaban las cuerdas, haciéndolas vibrar, rajándolas, y Dengar sólo esperaba que pudieran cortar una cuerda o dos antes de que lo cortaran en tiras.
Un fastidioso guijarro lo golpeó sobre el ojo izquierdo, y Dengar gritó de dolor. Pero estaba solo en el desierto y el rugido del viento se tragó su voz.
Entonces el rugido resonó con más fuerza. Sobre su cabeza se escuchaba el trueno de unos motores subespaciales, y Dengar alzó la mirada a tiempo para ver dos naves que despegaban a través de la neblina del polvo y el viento, alejándose a baja altura sobre el valle.
Una de ellas era el Halcón Milenario.
El corazón de Dengar comenzó a latir con más fuerza. Así que lo has logrado, Han, pensó Dengar. Has vuelto a escapar. Ahora debo seguirte.
Y Dengar sólo tenía tres cosas con las que trabajar. Su furia, su esperanza, y su soledad.
Giró sobre sí mismo, mirando a ambos lados del desierto en busca de señales de ayuda, pero no había ninguna, y la dolorosa soledad lo desoló. Se preguntó cómo podría llegar a desahogar su rabia y frustración, cuando el objeto de su ira volaba lejos. Han, como el Imperio, era intocable, imbatible, y Dengar gritó con furia contra ellos.
Y al hacerlo, imaginó a Manaroo, imaginó que ella lo sostenía entre sus brazos mientras la tecno-empática compartía sus emociones, haciéndolo humano de nuevo.
Con un grito como el de un condenado a muerte, Dengar tiró de su mano derecha con todas sus fuerzas, sin importarle si se la arrancaba por la muñeca. El Imperio lo había destruido, pero en el proceso le había dado fuerza. Casi inmediatamente, uno de los cables se quebró con un tañido, seguido rápidamente por el chasquido de otro, mientras que el tornillo que sujetaba el tercer cable se soltó de la roca.
Dengar volvió a gritar y comenzó a patear con la pierna izquierda, hasta que también soltó los tornillos del suelo, y entonces soltó las cuerdas que sujetaban su pierna derecha y se liberó la mano izquierda.
Ahora se encontraba a merced de los Dientes de Tatooine mientras la tormenta seguía cobrando fuerza en un crescendo constante. Los cielos se oscurecían bajo arremolinadas nubes de arena y Dengar sabía que no había refugio. No había visto nada que pudiera ocultarlo en muchas millas de distancia. Aun así, los hombres de Jabba habían atado a Dengar al suelo mientras Dengar llevaba su armadura de combate. Las piernas y el pecho de Dengar tenían una amplia protección, pero en ese momento eran su cabeza y sus manos las que estaban siendo masticadas.
Dengar le dio la espalda al viento y comenzó a caminar torpemente en la dirección general del palacio de Jabba. Boba Fett lo había traicionado dos veces. Pero había dejado a Dengar con su armadura, y Dengar juró en silencio que Boba Fett pagaría ese error con su vida.
Durante mucho tiempo caminó, con la cabeza encorvada, las manos acurrucadas contra su pecho para protegerlas. Caminaba con dificultad, a ciegas, incapaz de ver, sufriendo ensoñaciones febriles. El viento seco estaba haciendo estragos en él, y aún después de dos horas no había empezado a encontrar la salida de la depresión del terreno, ni tampoco había encontrado en ese desierto asolado por la arena una sola roca tras la que pudiera esconderse.
Al fin, cuando ya no pudo caminar más y su furia y su esperanza languidecieron bajo el peso de la fatiga, Dengar se acurrucó formando una bola y se tumbó para morir.
Le pareció estar esperando una eternidad, y yacía exhausto, vacío, sabiendo que no podría salir del desierto por sí mismo. Incluso si hubiera roto sus ataduras inmediatamente después de despertarse, no podría no haber salido de este desierto por sí mismo.
Y entonces vino a él, distante al principio. Sus ojos estaban cerrados, pero veía luz. Sentía como si estuviera volando, casi como si estuviera rebotando sobre el suelo en un deslizador, y algo lo impulsaba hacia adelante, trayendo a su memoria vagos recuerdos. Sentía un abrumador sentimiento de amor y esperanza, teñido de un sentido de urgencia.
Estoy muriendo, pensó. Mi fuerza vital está volando. ¿Pero a dónde voy? Observó por un momento, y las luces y los sentimientos se hicieron más claros. Se sentía más joven, más fuerte y más apasionado de lo que había estado en años, y se detuvo y gritó con esperanza:
-¿Desquite?
Entonces Dengar comprendió la verdad. Eso no era la visión de un moribundo, era Manaroo. Dengar todavía llevaba puesto su attanni, y Manaroo estaba en un deslizador en algún lugar cercano, buscándolo.
Dengar gritó, irguiéndose entre las nubes de polvo. Miró a su alrededor y no podía verla, y ella no podía escucharlo. Él sintió la frustración de Manaroo cuando ella aceleró el deslizador, preparada para seguir adelante.
Dengar gritó una y otra vez, y permaneció de pie con los ojos cerrados y las manos levantadas hacia el cielo, y de repente ella se volvió.
A través de los ojos de Manaroo, podía verse vagamente a sí mismo a través de la bruma: una masa tenue en las oscuras arenas arremolinadas, algo que podría ser humano, o podría ser sólo una ilusión, o podría ser sólo una piedra.
Manaroo hizo girar el deslizador, y la imagen se perdió por un momento en una ráfaga de arena, pero aceleró hacia adelante, hasta que vio a Dengar de pie con los puños levantados hacia el cielo, la cara lacerada en cientos de cortes, los ojos entrecerrados.
Manaroo saltó del deslizador. Dengar abrió los ojos. Ella llevaba un casco y gruesos ropajes protectores, y Dengar nunca la habría reconocido en las calles, pero permanecieron un buen rato abrazándose mientras Manaroo lloraba, y él sintió el ardiente amor que ella sentía por él, y su sensación de alivio, dos personas compartiendo un solo corazón.
-¿Cómo? ¿Cómo escapaste? -logró preguntar Dengar-. Creía que te iban a matar anoche.
-Bailé para ti -susurró ella-. Bailé lo mejor que pude, y me dejaron vivir otro día.
”Jabba y sus hombres están muertos -añadió Manaroo-. El palacio está en caos: Saqueos, celebraciones. Un guardia nos liberó.
-Oh -dijo Dengar tontamente.
-¿Te casarás conmigo? -preguntó Manaroo.
-Sí. Por supuesto -murmuró Dengar, y él quiso preguntar si ella lo salvaría, pero en lugar de eso se desplomó por el cansancio.

***

Dengar pasó las siguientes semanas recuperándose en una cámara médica de Mos Eisley, y el día en que salió de ella se dispuso a prepararse para su matrimonio con Manaroo. Entre su gente, realizar las alianzas formales del matrimonio se consideraba algo pequeño, algo que dos personas podrían hacer en privado. Pero la parte más importante de la ceremonia, la "fusión", que se producía cuando dos personas intercambiaban attannis y comenzaban oficialmente a compartir la misma mente, debería ser presenciada y celebrada por sus amigos y familiares. Lo que significaba que Dengar y Manaroo tendrían que ir a buscarlos al mundo donde la Alianza Rebelde los hubiera ocultado.
Durante esas semanas de recuperación, Dengar usó el attanni que Manaroo le había dado, y por primera vez en décadas se sintió libre de la criatura en que se había convertido, libre de la criatura que el Imperio había hecho de él, hasta que descubrió que ya no quería volver a ser esa criatura. La jaula de furia, esperanza y soledad que habían construido para él quedó destrozada.
Los dos estaban arruinados económicamente, pero no físicamente, y con las facturas médicas que se avecinaban, Dengar tenía que encontrar alguna manera de ganar dinero. Dengar consideró volver a saquear el Palacio de Jabba, pero circulaban oscuros rumores en Mos Eisley. Varias personas ya habían ido a saquear el palacio, y encontraron que las puertas del palacio estaban cerradas por dentro. Extrañas criaturas parecidas a arañas podían verse en los muros. Solo dos o tres residentes del palacio habían escapado con vida después de la muerte de Jabba, y la mayoría de ellos abandonaron Tatooine rápidamente.

Así que no fue hasta unos pocos días después de que Dengar saliera de la cámara cuando descubrió que, al parecer, nadie sabía que Jabba había muerto en el Gran Pozo de Carkoon. Dengar decidió que podría obtener algunos créditos en el desierto, rescatando las armas perdidas durante la batalla final de Jabba, registrando los cuerpos de los secuaces de Jabba.
Así fue que tomó a Manaroo y voló con el Castigador Uno sobre el desierto, hasta que encontró los restos de las barcas de Jabba, intactos.
Los cuerpos de los secuaces de Jabba cubrían el suelo, sus cadáveres desecados, casi momificados por el calor, entre escombros dispersos: unas cuantas armas rotas, de vez en cuando una ficha de crédito, partes de droides...
Cuando Dengar llegó al Gran Pozo de Carkoon propiamente dicho, advirtió un terrible hedor a carne quemada y podrida. Parecía que el "Todopoderoso Sarlacc" debería cambiar su nombre por el "Sarlacc Muerto del Todo". Alguien había dejado caer una bomba por su garganta.
En el borde del pozo había un hombre muerto, desnudo, con la carne quemada y magullada, como si lo hubieran metido vivo en ácido. Dengar dio la vuelta al cadáver con un pie para echar un vistazo a su cara.
El hombre estaba quemado, cubierto de ampollas. Dengar nunca antes había visto al pobre tipo.
-Ayuda -susurró el hombre. Dengar se sorprendió al encontrarlo vivo.
-¿Qué ha pasado? -preguntó Dengar.
-El sarlacc... me tragó. Lo maté. Lo hice estallar -respondió el hombre. Dengar quedó asombrado. Se decía que el poderoso sarlacc tardaba mil años en digerir a alguien. Dengar había supuesto que era sólo una exageración, pero obviamente este hombre no podía llevar tendido allí más de uno o dos días. Lo que significaba que había estado en el vientre del sarlacc durante varias semanas.
Manaroo se encontraba alejada tan sólo una docena de metros, y se apresuró a llegar hasta ellos.
-Venga, vamos –dijo-. ¡Ayúdame a meterlo dentro!
Juntos llevaron al hombre herido a bordo del Castigador Uno, lo tendieron en una cama y Dengar le proporcionó un poco de agua mientras Manaroo comenzaba a rociar sus heridas con antibióticos.
Cuando el hombre pudo hablar de nuevo, agarró la muñeca de Dengar.
-Gracias. Gracias, amigo –susurró una y otra vez.
-No fue nada -respondió Dengar.
-¿Nada? ¿Aún... aún quieres que seamos socios, Dengar? –preguntó el hombre. Extendió la mano como para estrechársela.
Dengar miró boquiabierto el rostro torturado y quemado del hombre, y se dio cuenta de que se trataba de Boba Fett. Boba Fett sin su armadura y sus armas. Boba Fett indefenso en la cama de Dengar. Boba Fett, que le había robado a Han Solo, que había bombardeado la nave de Dengar, que había drogado a Dengar y lo había dejado en el desierto para que muriera. ¡El hombre que lo había traicionado dos veces!
Sonó un torbellino en los oídos de Dengar, y el mundo parecía girar de un lado a otro. Había una mancha fangosa en la cabeza del hombre, y Dengar se imaginó qué aspecto tendría Boba Fett si no tuviera el pelo quemado. Si tuviera el pelo castaño, como el de Han Solo...
-Llámame Desquite -murmuró Dengar.
El terror llenó los ojos de Boba Fett cuando de repente vio el peligro.
-Yo... sólo estaba siguiendo órdenes -dijo Boba Fett, pero en la mente de Dengar, era Han Solo a quien Dengar escuchaba-. Lo siento.
-Oye, amigo, ha sido una carrera justa -decía Han, con esa sonrisa arrogante en su rostro-. Podría haber sido perfectamente al revés. Podría haber sido yo quien se quemase... Lo siento.
-¡Pero yo soy el que se quemó! -gritó Dengar, agarrando a Han por la garganta.

Hubo una breve lucha, y Dengar sintió una oleada de mareo. Estaba ahogando a Boba Fett, y el hombre lo estaba mirando, suplicándole.
-¡Lo siento! ¡Lo siento! -gemía, y Manaroo apareció repentinamente detrás de Dengar, tirando de él.
Ella estaba manipulando algo, retorciendo algo metálico contra su conexión craneal. Su attanni atravesó a Dengar, inundándolo con sus oleadas de inquietud, su preocupación no sólo por Dengar, sino también por Boba Fett.
-¿Qué está pasando aquí? –gritó Manaroo, separándolos.
-¡Él intentó matarme! –exclamó Dengar, y de repente vio que, durante la lucha, Boba Fett había logrado sacar la pistola de Dengar de su funda. Había estado apoyando el cañón contra las costillas de Dengar y podría haber esparcido el almuerzo de Dengar contra la pared del fondo, pero no había apretado el gatillo.
Dengar comenzó a calmarse. Las propias emociones de Manaroo lo cubrieron. Su preocupación, su amor. Miraba a Boba Fett y no veía un monstruo. En lugar de eso, ella veía a un hombre desollado y torturado, tal como Dengar había estado unos días atrás.
En el momento de silencio que siguió, Boba Fett sostuvo la pistola contra el pecho de Dengar. Dengar casi habló. Casi dijo: "Adelante. No tengo nada que perder". Había dicho esa frase en circunstancias similares una docena de veces, pero esta vez las palabras se le atascaron en la garganta. Esta vez, comprendió, finalmente tenía algo que perder. Tenía a Manaroo, y tenía a un hombre que quería ser su socio.
Boba Fett hizo girar el bláster y se lo tendió a Dengar.
-Te lo debo –dijo-. Haz lo que tengas que hacer.
Dengar enfundó el bláster y permaneció de pie mirando a Boba Fett.
-Voy a casarme en un par de semanas, y necesitaré un padrino. ¿Estás disponible?
Boba Fett asintió, y lo sellaron con un apretón de manos.

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