Cuatro: Los Dientes de Tatooine
Dengar se despertó bajo los soles
abrasadores de Tatooine justo después del amanecer. El suelo se estaba
calentando. Dengar podía sentir que una pequeña criatura del desierto con un
duro caparazón se había arrastrado debajo de su cuerpo, buscando refugio del
día que se avecinaba entre las sombras y las rocas.
Dengar abrió los ojos y miró a su
alrededor, todavía aturdido. Estaba en un cañón ancho, tendido en la planicie
del desierto, una llanura estéril de roca de color blanco verdoso, erosionada,
tal vez incluso pulida, por el viento. Sus manos y pies estaban atados mediante
tres cuerdas, todas ellas tirantes y sujetas firmemente a la roca, para que no
pudiera moverse. Las correosas cuerdas estaban ligeramente húmedas, diseñadas
para encogerse con el calor del sol, tirando de él con más fuerza.
No había señales de una nave cercana,
ni guardias, ni siquiera un droide para registrar la muerte de Dengar. No había
canto de insectos ni llamada de animales salvajes, solo el constante soplo del
viento sobre la roca.
Dengar se lamió los labios. Parecía
que Jabba tenía la intención de dejarlo morir de deshidratación, una muerte que
no era particularmente atractiva ni particularmente desagradable... comparada
con otras muertes. Dolorosa, pero nada extraordinaria.
Dengar reflexionó al respecto.
Recordó el anuncio de Boba Fett: Los Dientes de Tatooine. Pero, ¿qué eran los
dientes de un planeta? ¿Sus picos montañosos? Eso parecería lógico, pero Dengar
estaba lejos de las montañas.
Así que tenía que ser un animal.
Había relatos de dragones en el desierto, criaturas grandes y malvadas. Dengar
observó el horizonte, tanto por tierra como por aire, en busca de signos de
tales bestias, y lentamente puso a prueba sus ataduras. Dengar era más fuerte de
lo que la mayoría de la gente suponía al verlo. Pero las correas que lo
sujetaban eran más que adecuadas. Inhaló profundamente, saboreando sales
minerales en el aire y comenzó a trabajar vigorosamente para liberarse.
Dengar cerró los ojos después de
probar a fondo cada atadura, y reflexionó. Ya había amanecido, y si Jabba había
cumplido su promesa, entonces Han Solo y sus compañeros ya eran historia, sufriendo
una interminable muerte al ser ingeridos por el poderoso sarlacc en el Pozo de
Carkoon. Dengar se sintió vacío ante el pensamiento. El Imperio había eliminado
la mayor parte de los sentimientos de Dengar. Le habían dejado con pocos
compañeros: su furia, su esperanza, su soledad.
Al pensar en la muerte de Han, Dengar
se sintió como a la deriva, más solo que nunca en el inmenso vacío. Durante incontables
años, atrapar a Han había sido su único objetivo, su única razón de ser. Sin
Han, no parecía quedar ningún motivo para existir. Excepto Manaroo. Y él ya no
estaba seguro de que ella estuviera viva. Recordó su terror, en ese último
momento antes de que perdiera el conocimiento. Estaba segura de que Jabba pretendía
matarla.
Dengar la lloró. En los momentos en
que había tocado la mente de Manaroo, Dengar casi supo lo que era ser humano
otra vez. Casi había sabido lo que era estar completo. Algún día, imaginaba,
con su ayuda, podría haber aprendido de nuevo a amar y a reír.
Pero si ella ya no estaba muerta,
estaría languideciendo en una de las celdas de Jabba, condenada a una muerte
temprana.
Dengar comenzó a esforzarse aún más.
En cuestión de instantes estuvo
sudando profusamente, y logró frotar la piel de su muñeca izquierda hasta que
la sangre empezó a fluir de ella. Aun así, las cuerdas no habían comenzado a
debilitarse.
Dengar dejó de molestarse con la
muñeca y comenzó a trabajar en su pie izquierdo. Allí, las sogas estaban atadas
sobre sus botas blindadas, proporcionando cierta protección a sus piernas. Los
cirujanos imperiales habían potenciado los reflejos de Dengar, le habían dado
una fuerza superior. Pero no podía mover demasiado su pierna para dar una
patada con fuerza, e incluso después de una hora no había logrado romper
ninguna cuerda ni soltar una sola de las sogas del tornillo que las sujetaba a
la roca.
De hecho, todo su trabajo sólo logró
provocar más rozaduras en sus muñecas, de modo que la sangre manó más
profusamente.
Un fuerte viento matutino comenzó a
soplar, levantando arena por toda la amplia llanura. Nubes de polvo se formaron
en la distancia bajo los pies de Dengar; sucias franjas grises que llenaban el
cielo como niebla o nubes de tormenta. Estaban a kilómetros de distancia, pero
él podía verlas rodando hacia él, amenazantes.
Cerró los ojos un instante, tratando
de evitar que les entrara arena, y recordó que uno de los secuaces de Jabba
mencionó un lugar no lejos del palacio, un lugar llamado Valle del Viento.
No tenía ninguna duda de que estaba allí
ahora. Un pensamiento reconfortante, porque al menos sabía que estaba cerca del
Palacio de Jabba; tal vez podría encontrar reservas de agua avanzando a pie, si
tan solo pudiera liberarse.
Al otro lado de la depresión, Dengar
oyó un rugido lastimero. Se giró hacia un lado y vio un bantha peludo que
corría ferozmente y se dirigía hacia él. Tres moradores de las arenas
cabalgaban sobre su espalda, detrás de sus retorcidos cuernos, y en cuestión de
instantes los moradores de las arenas se encontraron a su lado.
Dos de ellos descendieron y caminaron
hacia él, con las armas listas, mientras que el otro se quedó en el bantha, atento
a cualquier señal de emboscada.
Dengar había escuchado historias
sobre los moradores de las arenas, cómo caían sobre los viajeros y los mataban,
solo para recolectar el agua de sus cadáveres. De hecho, los dos que se cernían
sobre Dengar emitían extraños sonidos de succión, silbando en su propia lengua,
y Dengar recordó cuentos más tétricos, que insinuaban que los moradores de las
arenas, para mostrar su desprecio por los cautivos, ataban a sus prisioneros e
insertaban largos tubos metálicos en sus cuerpos, para luego beber de sus
prisioneros mientras estos aún vivían.
Pero Dengar no había hecho nada para
ganarse semejante falta de respeto de estos moradores de las arenas, por lo que
no se sorprendió cuando simplemente se sentaron a su lado, junto a su cabeza,
viéndolo morir.
Durante una larga hora permanecieron
sentados mientras los vientos soplaban cada vez más fuerte. Dengar los observó
y al cabo de un rato reanudó sus esfuerzos. Los moradores de las arenas
meramente lo observaron con mórbida curiosidad, como si esta fuera su forma de
entretenimiento.
Pero él sabía que estaban esperando a
que muriera para poder cosecharlo.
Dengar miró sus caras envueltas, las
púas cosidas en sus ropas, y pensó que parecían dientes. Se preguntó si los
moradores de las arenas lo matarían, si esto era lo que Boba Fett había querido
decir con "los Dientes de Tatooine".
Pero la mañana se hizo más calurosa,
los vientos se secaron y soplaron con más fuerza, y las arenas pesadas
comenzaron a volar por el aire. Y de repente Dengar recordó algo más sobre el
Valle de los Vientos. Algo sobre "mareas de arena". Era inusual que
Dengar olvidara algo. Las drogas mnemióticas que el Imperio le había suministrado
se aseguraban de eso. Dengar sólo había tenido dificultades para recordar lo
que se había dicho porque era parte de una conversación entre otras dos
personas, y su atención se había dirigido a otra parte en ese momento, pero
ahora lo recordaba. El Valle de los Vientos estaba ubicado entre dos desiertos,
uno alto y fresco, el otro más bajo y más caliente. Cada día, los vientos soplaban
ascendiendo por las laderas mientras el aire caliente se elevaba de un
desierto, y por la noche el aire fresco regresaba con gran fuerza.
En cada desierto había dunas de
depósitos de arena, que se levantaban con el aire, recorriendo la piedra, para volver
a depositarse cada mañana y cada noche.
El viento se levantó y sopló más
ferozmente. Dengar estaba sudando, y su boca estaba reseca. Podía sentir una
fiebre ardiente en camino. La arena soplaba a través del valle con tal fuerza
que ya no podía mantener los ojos abiertos. Hacerlo, aunque fuera por un
instante, los dejaba ardientes y arenosos.
Después de una ráfaga de viento
devastadora, donde pequeñas rocas golpearon a los moradores de las arenas, el
bantha rugió de dolor y se puso en pie trabajosamente, luego se dio la vuelta
como para marcharse del lugar, y los moradores de las arenas comenzaron a
seguirlo, vacilantes, como si fuera su líder dando una orden indeseable.
Uno de los moradores de las arenas se
detuvo junto a Dengar, sacó un largo cuchillo y comenzó a serrar una de las
cuerdas que sujetaba a Dengar al suelo. Los otros dos ya habían montado, y uno
de ellos gruñó a su compañero, interrogándolo.
La criatura que estaba serrando las
cuerdas se puso de pie y comenzó a sisear una respuesta, haciendo movimientos
de apuñalamiento hacia Dengar, como diciendo: "¿Por qué debemos esperar a
que muera? Matémoslo ya y acabemos con esto."
Pero el que ya estaba montado clavó
un dedo en el aire, señalando a lo lejos, más allá de los pies de Dengar, mientras
decía algo entre siseos. Dengar sólo entendió una palabra de su respuesta:
Jabba. Si lo matas ahora, Jabba se enfurecerá.
El morador de las arenas que con el
cuchillo se estremeció ante esas palabras y quedó inmóvil junto a Dengar durante
un instante. El bantha rugió de nuevo, y el morador de las arenas envainó el
largo cuchillo y saltó sobre su lomo. En cuestión de instantes ya se habían
marchado.
El viento continuaba ganando
intensidad. La arena que volaba con él cubría el mundo como una mortaja sucia y
gris. Emitía un silbido lastimero, como si hablara con voz propia.
Dengar observó la cuerda que había
sido cortada. Era una de las ataduras que sujetaban su mano derecha. Dengar la
rodeó con sus dedos y comenzó a tirar de la atadura, con la esperanza de que se
soltara, pero poco después se echó hacia atrás, exhausto.
Entonces el viento sopló con fuerza,
agitándose sobre la tierra con un grito, y la arena lo cortó salvajemente. Una
pequeña y afilada esquirla de roca silbó en el aire, cortando el puente de la
nariz de Dengar como un trozo de vidrio. Otra esquirla se clavó en su bota. Una
tercera esquirla golpeó una de las cuerdas en su muñeca derecha haciendo que
vibrara, y entonces Dengar comprendió lo que estaba pasando.
Los Dientes de Tatooine. Esquirlas de
piedra y trozos de arena comenzaron a aullar en el aire. Dengar se esforzó por
volver la cabeza, apartándola del aullante viento. El cielo sobre él se estaba
oscureciendo bajo el peso de la tormenta de arena. Los soles colgaban del cielo
como dos brillantes orbes de penetrante luz.
***
Y Dengar recordó algo, un recuerdo
que parecía muy antiguo, profundamente enterrado.
Recordó la sala de operaciones donde
los cirujanos imperiales trabajaron en él. Tenía los ojos cubiertos por gasa,
pero había dos resplandecientes luces brillando sobre su cara, y recordó a los
doctores insertando sondas en su cerebro.
Recordó sentir lástima, una profunda
sensación de lástima, y alguien que decía:
-¿Lástima? ¿Quieres eso?
-Por supuesto que no –respondió otro
doctor-. No queremos eso. Quémalo.
Hubo un instante de silencio, un
sonido siseante, y el olor de la carne quemada cuando los doctores quemaron esa
parte de su hipotálamo.
Entonces llegó el amor, una sensación
que le llenó el corazón y le hizo querer alzarse flotando en el aire.
-¿Amor?
-No lo necesitará.
El siseo, el aroma de la carne
quemada.
La ira lo inundó.
-¿Furia?
-Déjala.
Casi de inmediato, sintió una profunda
sensación de alivio.
-¿Alivio?
-Oh, no sé. ¿A ti qué te parece?
Dengar quiso decir algo, quiso
decirles que le dejaran en paz, pero su boca no funcionaba. Sólo era capaz de
ver los orbes gemelos a través de la gasa.
-Quémalo –dijeron ambos doctores al unísono,
y entonces rieron, como si se tratara de un juego.
El recuerdo se desvaneció, y Dengar
quedó yaciendo solo en la arena. Recordó las promesas que le hicieron sus
oficiales imperiales. Cuando probase su valía para el Imperio, dijeron que lo
restaurarían y le devolverían su capacidad de sentir. Era una promesa que nunca
había tenido sentido y, sin embargo, Dengar siempre había esperado que pudieran
hacerlo, siempre había vivido encarcelado por su esperanza.
Pero ahora se daba cuenta de que lo
habían dejado con la capacidad de sentir esperanza sólo para poder controlarlo,
para mantenerlo en su lugar.
Dengar luchó contra las ataduras que
lo mantenían sujeto. Algunas de las esquirlas de rocas golpeaban las cuerdas,
haciéndolas vibrar, rajándolas, y Dengar sólo esperaba que pudieran cortar una
cuerda o dos antes de que lo cortaran en tiras.
Un fastidioso guijarro lo golpeó
sobre el ojo izquierdo, y Dengar gritó de dolor. Pero estaba solo en el
desierto y el rugido del viento se tragó su voz.
Entonces el rugido resonó con más
fuerza. Sobre su cabeza se escuchaba el trueno de unos motores subespaciales, y
Dengar alzó la mirada a tiempo para ver dos naves que despegaban a través de la
neblina del polvo y el viento, alejándose a baja altura sobre el valle.
Una de ellas era el Halcón Milenario.
El corazón de Dengar comenzó a latir
con más fuerza. Así que lo has logrado, Han, pensó Dengar. Has vuelto a
escapar. Ahora debo seguirte.
Y Dengar sólo tenía tres cosas con
las que trabajar. Su furia, su esperanza, y su soledad.
Giró sobre sí mismo, mirando a ambos
lados del desierto en busca de señales de ayuda, pero no había ninguna, y la
dolorosa soledad lo desoló. Se preguntó cómo podría llegar a desahogar su rabia
y frustración, cuando el objeto de su ira volaba lejos. Han, como el Imperio,
era intocable, imbatible, y Dengar gritó con furia contra ellos.
Y al hacerlo, imaginó a Manaroo,
imaginó que ella lo sostenía entre sus brazos mientras la tecno-empática
compartía sus emociones, haciéndolo humano de nuevo.
Con un grito como el de un condenado
a muerte, Dengar tiró de su mano derecha con todas sus fuerzas, sin importarle
si se la arrancaba por la muñeca. El Imperio lo había destruido, pero en el
proceso le había dado fuerza. Casi inmediatamente, uno de los cables se quebró
con un tañido, seguido rápidamente por el chasquido de otro, mientras que el
tornillo que sujetaba el tercer cable se soltó de la roca.
Dengar volvió a gritar y comenzó a
patear con la pierna izquierda, hasta que también soltó los tornillos del
suelo, y entonces soltó las cuerdas que sujetaban su pierna derecha y se liberó
la mano izquierda.
Ahora se encontraba a merced de los
Dientes de Tatooine mientras la tormenta seguía cobrando fuerza en un crescendo
constante. Los cielos se oscurecían bajo arremolinadas nubes de arena y Dengar
sabía que no había refugio. No había visto nada que pudiera ocultarlo en muchas
millas de distancia. Aun así, los hombres de Jabba habían atado a Dengar al
suelo mientras Dengar llevaba su armadura de combate. Las piernas y el pecho de
Dengar tenían una amplia protección, pero en ese momento eran su cabeza y sus
manos las que estaban siendo masticadas.
Dengar le dio la espalda al viento y
comenzó a caminar torpemente en la dirección general del palacio de Jabba. Boba
Fett lo había traicionado dos veces. Pero había dejado a Dengar con su
armadura, y Dengar juró en silencio que Boba Fett pagaría ese error con su
vida.
Durante mucho tiempo caminó, con la
cabeza encorvada, las manos acurrucadas contra su pecho para protegerlas. Caminaba
con dificultad, a ciegas, incapaz de ver, sufriendo ensoñaciones febriles. El
viento seco estaba haciendo estragos en él, y aún después de dos horas no había
empezado a encontrar la salida de la depresión del terreno, ni tampoco había
encontrado en ese desierto asolado por la arena una sola roca tras la que
pudiera esconderse.
Al fin, cuando ya no pudo caminar más
y su furia y su esperanza languidecieron bajo el peso de la fatiga, Dengar se
acurrucó formando una bola y se tumbó para morir.
Le pareció estar esperando una
eternidad, y yacía exhausto, vacío, sabiendo que no podría salir del desierto
por sí mismo. Incluso si hubiera roto sus ataduras inmediatamente después de
despertarse, no podría no haber salido de este desierto por sí mismo.
Y entonces vino a él, distante al
principio. Sus ojos estaban cerrados, pero veía luz. Sentía como si estuviera
volando, casi como si estuviera rebotando sobre el suelo en un deslizador, y
algo lo impulsaba hacia adelante, trayendo a su memoria vagos recuerdos. Sentía
un abrumador sentimiento de amor y esperanza, teñido de un sentido de urgencia.
Estoy muriendo, pensó. Mi fuerza
vital está volando. ¿Pero a dónde voy? Observó por un momento, y las luces y
los sentimientos se hicieron más claros. Se sentía más joven, más fuerte y más
apasionado de lo que había estado en años, y se detuvo y gritó con esperanza:
-¿Desquite?
Entonces Dengar comprendió la verdad.
Eso no era la visión de un moribundo, era Manaroo. Dengar todavía llevaba
puesto su attanni, y Manaroo estaba en un deslizador en algún lugar cercano,
buscándolo.
Dengar gritó, irguiéndose entre las
nubes de polvo. Miró a su alrededor y no podía verla, y ella no podía
escucharlo. Él sintió la frustración de Manaroo cuando ella aceleró el
deslizador, preparada para seguir adelante.
Dengar gritó una y otra vez, y permaneció
de pie con los ojos cerrados y las manos levantadas hacia el cielo, y de
repente ella se volvió.
A través de los ojos de Manaroo,
podía verse vagamente a sí mismo a través de la bruma: una masa tenue en las
oscuras arenas arremolinadas, algo que podría ser humano, o podría ser sólo una
ilusión, o podría ser sólo una piedra.
Manaroo hizo girar el deslizador, y
la imagen se perdió por un momento en una ráfaga de arena, pero aceleró hacia
adelante, hasta que vio a Dengar de pie con los puños levantados hacia el
cielo, la cara lacerada en cientos de cortes, los ojos entrecerrados.
Manaroo saltó del deslizador. Dengar
abrió los ojos. Ella llevaba un casco y gruesos ropajes protectores, y Dengar
nunca la habría reconocido en las calles, pero permanecieron un buen rato
abrazándose mientras Manaroo lloraba, y él sintió el ardiente amor que ella
sentía por él, y su sensación de alivio, dos personas compartiendo un solo
corazón.
-¿Cómo? ¿Cómo escapaste? -logró preguntar
Dengar-. Creía que te iban a matar anoche.
-Bailé para ti -susurró ella-. Bailé
lo mejor que pude, y me dejaron vivir otro día.
”Jabba y sus hombres están muertos
-añadió Manaroo-. El palacio está en caos: Saqueos, celebraciones. Un guardia
nos liberó.
-Oh -dijo Dengar tontamente.
-¿Te casarás conmigo? -preguntó
Manaroo.
-Sí. Por supuesto -murmuró Dengar, y
él quiso preguntar si ella lo salvaría, pero en lugar de eso se desplomó por el
cansancio.
***
Dengar pasó las siguientes semanas
recuperándose en una cámara médica de Mos Eisley, y el día en que salió de ella
se dispuso a prepararse para su matrimonio con Manaroo. Entre su gente, realizar
las alianzas formales del matrimonio se consideraba algo pequeño, algo que dos
personas podrían hacer en privado. Pero la parte más importante de la
ceremonia, la "fusión", que se producía cuando dos personas
intercambiaban attannis y comenzaban oficialmente a compartir la misma mente, debería
ser presenciada y celebrada por sus amigos y familiares. Lo que significaba que
Dengar y Manaroo tendrían que ir a buscarlos al mundo donde la Alianza Rebelde
los hubiera ocultado.
Durante esas semanas de recuperación,
Dengar usó el attanni que Manaroo le había dado, y por primera vez en décadas
se sintió libre de la criatura en que se había convertido, libre de la criatura
que el Imperio había hecho de él, hasta que descubrió que ya no quería volver a
ser esa criatura. La jaula de furia, esperanza y soledad que habían construido
para él quedó destrozada.
Los dos estaban arruinados
económicamente, pero no físicamente, y con las facturas médicas que se
avecinaban, Dengar tenía que encontrar alguna manera de ganar dinero. Dengar
consideró volver a saquear el Palacio de Jabba, pero circulaban oscuros rumores
en Mos Eisley. Varias personas ya habían ido a saquear el palacio, y
encontraron que las puertas del palacio estaban cerradas por dentro. Extrañas
criaturas parecidas a arañas podían verse en los muros. Solo dos o tres
residentes del palacio habían escapado con vida después de la muerte de Jabba,
y la mayoría de ellos abandonaron Tatooine rápidamente.
Así que no fue hasta unos pocos días
después de que Dengar saliera de la cámara cuando descubrió que, al parecer,
nadie sabía que Jabba había muerto en el Gran Pozo de Carkoon. Dengar decidió
que podría obtener algunos créditos en el desierto, rescatando las armas
perdidas durante la batalla final de Jabba, registrando los cuerpos de los
secuaces de Jabba.
Así fue que tomó a Manaroo y voló con
el Castigador Uno sobre el desierto,
hasta que encontró los restos de las barcas de Jabba, intactos.
Los cuerpos de los secuaces de Jabba
cubrían el suelo, sus cadáveres desecados, casi momificados por el calor, entre
escombros dispersos: unas cuantas armas rotas, de vez en cuando una ficha de
crédito, partes de droides...
Cuando Dengar llegó al Gran Pozo de
Carkoon propiamente dicho, advirtió un terrible hedor a carne quemada y podrida.
Parecía que el "Todopoderoso Sarlacc" debería cambiar su nombre por
el "Sarlacc Muerto del Todo". Alguien había dejado caer una bomba por
su garganta.
En el borde del pozo había un hombre
muerto, desnudo, con la carne quemada y magullada, como si lo hubieran metido
vivo en ácido. Dengar dio la vuelta al cadáver con un pie para echar un vistazo
a su cara.
El hombre estaba quemado, cubierto de
ampollas. Dengar nunca antes había visto al pobre tipo.
-Ayuda -susurró el hombre. Dengar se
sorprendió al encontrarlo vivo.
-¿Qué ha pasado? -preguntó Dengar.
-El sarlacc... me tragó. Lo maté. Lo
hice estallar -respondió el hombre. Dengar quedó asombrado. Se decía que el
poderoso sarlacc tardaba mil años en digerir a alguien. Dengar había supuesto
que era sólo una exageración, pero obviamente este hombre no podía llevar
tendido allí más de uno o dos días. Lo que significaba que había estado en el
vientre del sarlacc durante varias semanas.
Manaroo se encontraba alejada tan
sólo una docena de metros, y se apresuró a llegar hasta ellos.
-Venga, vamos –dijo-. ¡Ayúdame a
meterlo dentro!
Juntos llevaron al hombre herido a
bordo del Castigador Uno, lo
tendieron en una cama y Dengar le proporcionó un poco de agua mientras Manaroo
comenzaba a rociar sus heridas con antibióticos.
Cuando el hombre pudo hablar de nuevo,
agarró la muñeca de Dengar.
-Gracias. Gracias, amigo –susurró una
y otra vez.
-No fue nada -respondió Dengar.
-¿Nada? ¿Aún... aún quieres que
seamos socios, Dengar? –preguntó el hombre. Extendió la mano como para estrechársela.
Dengar miró boquiabierto el rostro
torturado y quemado del hombre, y se dio cuenta de que se trataba de Boba Fett.
Boba Fett sin su armadura y sus armas. Boba Fett indefenso en la cama de
Dengar. Boba Fett, que le había robado a Han Solo, que había bombardeado la nave
de Dengar, que había drogado a Dengar y lo había dejado en el desierto para que
muriera. ¡El hombre que lo había traicionado dos veces!
Sonó un torbellino en los oídos de
Dengar, y el mundo parecía girar de un lado a otro. Había una mancha fangosa en
la cabeza del hombre, y Dengar se imaginó qué aspecto tendría Boba Fett si no
tuviera el pelo quemado. Si tuviera el pelo castaño, como el de Han Solo...
-Llámame Desquite -murmuró Dengar.
El terror llenó los ojos de Boba Fett
cuando de repente vio el peligro.
-Yo... sólo estaba siguiendo órdenes -dijo
Boba Fett, pero en la mente de Dengar, era Han Solo a quien Dengar escuchaba-. Lo
siento.
-Oye, amigo, ha sido una carrera
justa -decía Han, con esa sonrisa arrogante en su rostro-. Podría haber sido perfectamente
al revés. Podría haber sido yo quien se quemase... Lo siento.
-¡Pero yo soy el que se quemó! -gritó
Dengar, agarrando a Han por la garganta.
Hubo una breve lucha, y Dengar sintió
una oleada de mareo. Estaba ahogando a Boba Fett, y el hombre lo estaba
mirando, suplicándole.
-¡Lo siento! ¡Lo siento! -gemía, y
Manaroo apareció repentinamente detrás de Dengar, tirando de él.
Ella estaba manipulando algo,
retorciendo algo metálico contra su conexión craneal. Su attanni atravesó a
Dengar, inundándolo con sus oleadas de inquietud, su preocupación no sólo por
Dengar, sino también por Boba Fett.
-¿Qué está pasando aquí? –gritó Manaroo,
separándolos.
-¡Él intentó matarme! –exclamó Dengar,
y de repente vio que, durante la lucha, Boba Fett había logrado sacar la
pistola de Dengar de su funda. Había estado apoyando el cañón contra las
costillas de Dengar y podría haber esparcido el almuerzo de Dengar contra la
pared del fondo, pero no había apretado el gatillo.
Dengar comenzó a calmarse. Las
propias emociones de Manaroo lo cubrieron. Su preocupación, su amor. Miraba a
Boba Fett y no veía un monstruo. En lugar de eso, ella veía a un hombre
desollado y torturado, tal como Dengar había estado unos días atrás.
En el momento de silencio que siguió,
Boba Fett sostuvo la pistola contra el pecho de Dengar. Dengar casi habló. Casi
dijo: "Adelante. No tengo nada que perder". Había dicho esa frase en
circunstancias similares una docena de veces, pero esta vez las palabras se le
atascaron en la garganta. Esta vez, comprendió, finalmente tenía algo que
perder. Tenía a Manaroo, y tenía a un hombre que quería ser su socio.
Boba Fett hizo girar el bláster y se
lo tendió a Dengar.
-Te lo debo –dijo-. Haz lo que tengas
que hacer.
Dengar enfundó el bláster y
permaneció de pie mirando a Boba Fett.
-Voy a casarme en un par de semanas,
y necesitaré un padrino. ¿Estás disponible?
Boba Fett asintió, y lo sellaron con
un apretón de manos.
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