jueves, 18 de septiembre de 2014

Charla de reclutamiento


Charla de reclutamiento
Simon Smith y Eric Trautmann

La antigua mansión, llamada “Palomar” de acuerdo con la desgastada señal de madera, se alzaba al borde de Ciudad Koved, a una media hora del espaciopuerto principal de Siluria III. La mayor parte de las casas vecinas tenían las puertas y ventanas cerradas con tablones, abandonadas cuando llegó el Imperio. La propietaria de la casa, Kaiya Adrimetrum, estaba sentada sobre una caja de suministros y miraba con tristeza la ciudad, observando el amanecer. Había actividad en la casa, con sus hijas preparando comida y los pacientes de la enfermería improvisada quejándose de sus heridas. Y la misteriosa figura de Corwin Shelvay entraba y salía de la periferia de la consciencia de Kaiya.
Kaiya se quedó mirando unos instantes al otro lado del jardín. Corwin Shelvay fue a tomar un par de tazas del cocinero automático, y se sentó frente a ella, tendiéndole una bebida.
-Buena operación –dijo amablemente.
Kaiya levantó la mirada.
-Sí. Lo ha sido. –Tenía la voz entrecortada, pero bajo control. En sus ojos quedaba el recuerdo del tiroteo, el humo, los disparos de bláster volando, la excitación de enviar a esos malditos soldaditos imperiales al infierno y más allá-. Aunque no encontramos el cuerpo del Gobernador Quannith.
-La casa se estaba cayendo abajo. Y supongo que eso fue una suerte, porque si no habríamos tenido más problemas con los imperiales. –Corwin tomó otro sorbo de té y se quitó la gorra para sacudirle el polvo de la parte superior. Parecía ligeramente entristecido-. Tuvimos bastante pocas bajas teniendo en cuenta que nos enfrentábamos a dos escuadras de tropas de asalto.
-¿Catorce heridos es poco? –Kaiya quedó sorprendida por esa afirmación. Catorce heridos le parecía terriblemente excesivo. Especialmente catorce heridos de su propia gente.
-Catorce heridos es poco –afirmó Corwin-. Especialmente contra experimentados soldados de asalto imperiales perfectamente atrincherados en una casa. Sospecho que lo logramos gracias al cañón bláster, y al rifle de Wince. En terreno despejado nos habrían dejado con catorce muertos. –Bajó la mirada un instante, tal vez recordando algo-. Regla número uno: nunca subestimes a los soldados de asalto. Sólo son estúpidos cuando sus comandantes son estúpidos, pero dales una situación táctica acertada y se volverán muy, muy peligrosos. –Meneó la cabeza y volvió a mirar a Kaiya-. De todas formas, ¿qué demonios te hizo el gobernador Quannith?
Corwin no podía sacudirse el recuerdo de la batalla de la noche anterior, de la ferocidad de la mujer silenciosa que estaba ante él.
-Él... no quiero hablar de ello. –Kaiya apartó la mirada, como si apartara un doloroso recuerdo.
Corwin se preguntó brevemente cuál podría ser ese recuerdo, y entonces recordó la casa en la que vivía Kaiya. Sola, pero con espacio y efectos personales para tres o más... miembros de su familia. Sus hijas estaban aquí. Pero ningún marido.
Bajó la mirada, acercando una mano al curioso cilindro que colgaba de su cinturón. Sus ojos miraron al rostro de Kaiya, y luego volvió la cabeza para mirar al exterior de la ventana.
-Sí, lo sé –dijo suavemente.
Un par de segundos después, suspiró y se encogió de hombros para liberar algo de la tensión de su espalda. A pesar de la frenética batalla, no parecía estar físicamente cansado. Volvió a mirar a Kaiya.
-Entonces, ¿cuál va a ser vuestro siguiente paso?
Kaiya salió de su ensimismamiento. Alzó la mirada hacia Corwin, endureciendo de nuevo la expresión.
-Asegurarnos de haber terminado el trabajo –dijo.
-¿Cuánto tiempo planeáis usar para hacer eso? Ahora mismo la base imperial de Siluria Tres ya sabrá de vosotros. Os enfrentáis a una guerra.
-Una guerra no, seguramente. El Imperio no... –Se detuvo en seco. Tal vez por primera vez desde que Corwin la conocía, pudo ver cómo pensaba seriamente en las consecuencias derivadas de la muerte del gobernador local imperial. Pasaron algunos segundos más en los que Corwin pudo escuchar a los demás moviéndose en la cocina de la vieja casa, preparando algo de comida. Los segundos se convirtieron en un minuto o más antes de que Kaiya levantara la mirada.
-Tendremos que convertirnos en guerrillas. Nos perseguirán a todos. –Se detuvo, con el rostro tensándose conforme iba comprendiendo más implicaciones-. No tengo los recursos para esto. Necesitaremos más dinero, más pisos francos, equipo, suministros médicos... –Dejó caer la cabeza entre sus manos-. Esa gente eran mis amigos. ¿Qué es lo que he hecho?
Corwin la observó por un instante.
-Mi maestro me habló una vez de una raza de guerreros –dijo-. Eran gente cuidadosa y considerada, lo que era inusual para una especie así. Tenían una religión, una creencia acerca de sus comandantes. Creían que el comandante llevaba el alma de todos los guerreros bajo su mando. Significaba que cuando un hombre elegía seguir a un líder era un acto de puro altruismo. También hacía que los oficiales se comprometieran mucho con sus soldados. El comandante sangraba con cada uno de sus hombres y mujeres... sentía cómo morían. Pero sus almas permanecían con su comandante. Hasta el final. –Se detuvo-. Ninguno de sus soldados murió nunca en vano –añadió suavemente.
-Los engañé para que me siguieran –explotó Kaiya, furiosa-. Ahora puedo verlo. –Kaiya alzó la cabeza y miró fijamente a Corwin, súbitamente suspicaz. Apenas conocía a ese hombre, y de algún modo le había dejado ver sus planes más audaces. ¿Quién es este hombre?, pensó-. ¿Qué pretendes exactamente, amigo? ¿Eres alguna clase de cruzado galáctico? Me quieres llevar a alguna parte con esta conversación. ¿Adónde?
Corwin sonrió irónicamente.
-Para ser honestos, sí. Soy una especie de cruzado galáctico. Y creo además que deberíamos llevaros fuera del planeta. Seríais útiles para la rebelión.
-¡Estás de broma! ¿Qué podrían querer los rebeldes de nosotros? Si es que eres un rebelde –añadió rápidamente, moviendo la mano ligeramente hacia el rifle bláster de cañones recortados que descansaba sobre una caja cercana. Si es un informante, es hombre muerto, pensó lúgubremente.
Corwin se encogió de hombros, advirtiendo la agitación de Kaiya.
-Uno –dijo, enumerando los puntos con los dedos con la esperanza de poder razonar con ella-: Tienes suficiente liderazgo como para reunir un grupo de gente. Dos, conseguiste suficiente dinero para comprar cuatro cañones bláster y hacer que los transportaran. Tres, hiciste eso y organizaste el ataque y los pisos francos sin que los imperiales lo supieran. Cuatro, llevaste a cabo un ataque exitoso. Eso te convierte en muy, muy buena materia prima para un oficial. Tienes en tu equipo algunos buenos tiradores y médicos, y más gente con otras habilidades que pueden aprender más. La rebelión siempre necesita gente como vosotros.
Corwin hizo una pausa, sonriendo.
-Y veinticinco mil créditos de recompensa imperial dicen que si no soy un rebelde, debo de estar haciendo algo terriblemente mal –Corwin sonrió débilmente.
-¿Veinticinco mil? ¿Quién eres?
-Veinticinco es la recompensa estándar por cualquiera a quien se encuentre con uno de estos.
Corwin desenganchó el extraño cilindro de su cinturón y lo sostuvo en la mano. Kaiya miró fijamente el aparato sin tener la menor idea de qué era. Con cuidado, lo tomó y le dio vueltas en su mano, asegurándose de no tocar ninguno de los botones de control.
-¿Qué es?
Corwin lo recuperó y, con un giro experimentado, apuntó su extremo hacia fuera pulsando uno de los controles. Un haz de luz brillante de un metro de largo se extendió, creando sombras que danzaban detrás de las cajas. Emitía un ligero zumbido, que se hizo más fuerte mientras hacía girar la punta trazando un ocho tan rápidamente que la sorprendente imagen residual aún no se había desvanecido cuando terminó el movimiento. El número permaneció ahí, en su retina, apagándose lentamente.
-Un sable de luz –susurró Kaiya-. Había escuchado hablar de ellos, pero nunca había visto uno realmente. Entonces, ¿eres un Jedi? Creía que se suponía que todos erais viejos arrugados y con barba, comulgando con la Fuerza o algo así.
Corwin apagó el sable, sonriendo. El zumbido cesó. Kaiya aprovechó la pausa para respirar.
-No todos nosotros. Mira, puedo poneros en contacto con la alianza, y daros buenas referencias. –Volvió a colgar el sable de luz de su cinturón-. Reconócelo, aquí no podéis hacer mucho contra el Imperio, y sois lo bastante buenos como para marcar una diferencia. ¿Qué dices?
Kaiya se puso en pie de golpe, y caminó hasta la ventana, frotándose los ojos.
-No puedo creerlo. Un Caballero Jedi, pidiéndome que trabaje para la rebelión. Y aún no estoy segura de poder aceptar. –Hizo una pausa, suspiró profundamente y se volvió para mirar a Corwin. El cansancio era evidente en su rostro-. Había planeado quedarme en Siluria para luchar contra los imperiales –continuó-. No quiero abandonar este lugar, ni a mis amigos. Y no creo que deba.
Permaneció en silencio.
-Si te quedas aquí, estarás golpeando al aire en vano. Este lugar no es importante para el Imperio. Si consigues convertirte en una seria molestia, se limitarán a mandar un par de bombarderos TIE para hacerte pedazos desde órbita, y no les importará a quién más matan con tal de acabar contigo. –Corwin terminó su té-. El Imperio también tiene una táctica que usa en mundos que no necesita demasiado. Comienzan matando a la población inocente. Es el truco anti-guerrilla más viejo del manual: matar a alguien en la plaza del pueblo cada mediodía hasta que se rindan.
”Kaiya, serás una buena comandante, pero aquí estarás desaprovechada. Si quieres al Imperio fuera de Siluria, tendrás que enfrentarte a él fuera de Siluria. Causarás más daño, y la gente de aquí estará más segura. Y no tienes por qué dejar atrás a todo el mundo. Trataremos de aceptar a todo el mundo que quiera salir de aquí. Si Siluria os necesita, os necesita ahí fuera, golpeándoles donde hace falta.
-Así de fácil, ¿verdad? ¿Sólo salir volando, unirme a la rebelión, y todo irá bien? –Kaiya se pasó una mano por el pelo con aire ausente-. No creo que el universo funcione así.
-Nada que merezca la pena es sencillo. Pero haréis más daño al Imperio con la rebelión. Habéis arrasado la casa de un gobernador, Kaiya. Ahora imagina hacer lo mismo a un bunker de comunicaciones de línea o al edificio de un reactor. No es mucho, pero si lo hacéis dos minutos antes de que una unidad de las Fuerzas Especiales rebeldes ataque la base, seguro que dejaba al Imperio sangrando de la nariz. O algo peor. Además, Siluria estaría a salvo de represalias, porque no sabrían quiénes sois.
Corwin se levantó y metió las manos en los bolsillos.
-Será duro para ti y para todos los que decidáis venir. No voy a mentirte. Mucha gente muere cada día. Puede que pase un tiempo antes de que encuentre a alguien con quien contactar, ya que la seguridad es muy estricta. Pero es bueno que los planes sean flexibles: la necesidad está ahí, los medios están ahí, y vosotros tenéis el talento para dejar huella. Confiemos en la Fuerza para el resto.
Se oyeron más ruidos desde la cocina y la puerta se abrió. Una niña, de unos diez u once años, entró con dos platos humeantes.
-Lleváis siglos hablando, vosotros dos –dijo con una sonrisa-. Supuse que tendríais hambre.
Kaiya sonrió ligeramente y tomó un plato de los que ofrecía la niña, su hija. Entonces se sentó a comer, dando la espalda a Corwin. Parecía que la conversación había terminado. Corwin la miró unos instantes, y luego tomó el otro plato.
-Me comería un bantha –dijo-. Gracias.
Entonces volvió a ponerse la gorra, y dejo a Kaiya con sus pensamientos.

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