Kerra se asomó desde la descomunal cabina del transporte
Sith y palideció. Vannar estaba en lo cierto. Si este contaminado y devastado
mundo era un indicio, este sector se había olvidado por completo de cualquier
bien que los Jedi hubieran hecho aquí jamás. Los Jedi se habían retirado cuando
lo hizo la República, conservando su número para evitar un asalto total de los
Sith contra los mundos del Núcleo. Si no fuera por los esfuerzos de Vannar
Treece y sus voluntarios, no habría ninguna actividad Jedi en absoluto en el
sector Grumani. Y Vannar sólo realizaba rápidas incursiones con el
consentimiento tácito, no oficial de la Orden Jedi... rara vez hacía algo con mayores
ramificaciones.
Pero esta misión era algo más... o, al menos, prometía serlo.
Kerra se volvió hacia el puente de mando del transporte, que ahora había
cobrado vida con sus compañeros Jedi. Tantas de las estrellas más brillantes de
la Orden se encontraban allí, que casi parecía un Consejo Jedi paralelo. A algunos,
como el trandoshano, Mrssk, los conocía de las operaciones anteriores de
Treece, mientras que a otros, como el Maestro quarren, Berluk, sólo los conocía
por su reputación. Treece había utilizado la gravedad de esta operación para reclamar
todos los favores que le debían. Y no había sido un caso difícil de defender. Lord
Daiman había encontrado baradio.
Necesario para detonadores térmicos y otras armas, el
baradio no era algo con lo que un Lord Sith pudiera comerciar. La escasez del
mismo actuaba como un obstáculo logístico ante las ambiciones malvadas. Muchos
de los príncipes en guerra hacía tiempo que habían agotado las minas
comerciales desarrolladas durante épocas anteriores, pasando luego a robar cualquier
suministro que tuvieran sus vecinos. Pero si los informes de inteligencia que Vannar
había recibido recientemente eran ciertos, Daiman había encontrado la veta de
baradio más grande en más de un siglo, justo en su propio patio trasero, en el planeta
agrario Chelloa.
Vannar no le había hablado mucho acerca de la fuente de su
información, excepto para decirle que tenía una confianza absoluta en ella. Y
todo el mundo con el que habló Vannar entendía las implicaciones: en caso de
que Daiman militarizase el baradio de Chelloa, no sólo podría superar fácilmente
a su único hermano Odion, sino a todos sus vecinos en conflicto. Y eso, en
última instancia, significaría un problema para la República, si sus enemigos
se unían tras un único líder.
Los Jedi tenían que impedir que eso ocurriera... uniéndose a
las órdenes de Vannar. Quien, como siempre, tenía un plan listo para funcionar.
La Operación Influjo era sencilla. Dando el primer golpe en
el centro de transporte daimanita en Oranessan, el equipo Jedi se apoderaría de
uno de los gigantescos transportes de minerales con rumbo a Chelloa. Allí, desmantelarían
las instalaciones de envío de baradio antes de que un solo kilogramo del
material llegase a cualquiera de las fábricas de municiones de Daiman más cercanas
a la línea del frente. No era una solución permanente, pero no podían darse el
lujo de esperar a tener una.
–Interceptándolo, ganamos tiempo –había dicho Vannar.
Estar en el campo de acción con el equipo, en lugar de verlos
a todos desde el espaciopuerto, era una sensación agradable. Y, aparte del
proteccionismo de Vannar, la mayoría de ellos también parecían contentos de
tenerla a su lado. Ella había trabajado con muchos de los voluntarios en los
preparativos de las misiones anteriores, llegando a conocerlos y a conocer sus
motivaciones. Algunos, como ella, habían sido obligados a huir del territorio
bajo la ocupación Sith. Otros eran partidarios de la visión estratégica de
Vannar; para ser alguien que no formaba parte del Consejo Jedi, había pocos
Jedi con más influencia.
Ella sabía que las razones de Dorvin para estar allí eran
más complicadas. Su especie cereana era una minoría microscópica en Coruscant,
y su comunidad era todo lo que quedaba de la incursión de una empresa
esclavista en su planeta natal, siglos atrás. Excluidos de la repatriación por otros
cereanos temerosos de la contaminación tecnológica, los cereanos como Dorvin convivían
con la alienación todos los días de sus vidas. Ayudar a otros a regresar a su
hogar era algo significante.
Deslizándose por debajo de la consola de control –una
posición incómoda para alguien con su cráneo puntiagudo– Dorvin le sonrió.
–Ha sido agradable verte en acción, Kerra Holt –dijo con su voz
majestuosa–. Harás que la Canciller se sienta orgullosa.
–¿Qué?
–Tienes un sable de luz verde –dijo Dorvin–. Una opción poco
común entre los reclutas de hoy en día. ¿Aspiras a convertirte en un consular,
al igual que la Canciller Genarra?
–No. –Kerra nunca había conocido a la líder de la República,
una de una serie de Jedi elegidos para conducir a la orden a través de una
época que pedía medidas extremas. Pero ciertamente le había enviado bastantes
informes en nombre de Vannar.
–Ah. –Dorvin se retorció la punta del bigote–. Entonces, tal
vez honres a alguien de nuestra historia. ¿Vas a obligarme a adivinarlo?
–No, en realidad, simplemente tomé un cristal de la parte
superior del montón.
–Hmm.
Visiblemente decepcionado, Dorvin resopló y se deslizó por
debajo de la consola de control. Kerra negó con la cabeza. Dorvin vivía para la
tradición, buscando consuelo en ella. Muchos lo hacían. Pero Kerra nunca había
tenido tiempo para los adornos, sino que intentaba aprender lo más rápidamente
posible todas las habilidades que los Jedi pudieran enseñarle. Era el mejor
camino, pensaba. Los rituales pertenecían a una época en la que los Jedi no
habían estado en guerra durante toda una generación. Se había excusado segundos
después del final de su ceremonia de nombramiento como caballero para salir
cuanto antes del estrado. ¿De qué servían las palabras floridas, cuando la
gente estaba sufriendo?
–Tengo un problema –dijo Dorvin.
–¿Qué ocurre?
Dorvin volvió a asomar la cabeza por debajo de la consola.
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