Capítulo Cuatro
La pequeña choza estaba tomando forma. Bajo un denso dosel de follaje que ningún explorador a lomos de un uvak podría penetrar, la nueva estructura se alzaba sobre un montículo relativamente seco en mitad de la espesura. Los brotes hejarbo crecían mucho más fuertes en esa parte de la selva; de no haber sido por el sable de luz de Jelph, Ori nunca habría podido despejar el terreno.
Habían pasado ocho semanas desde que la explosión se llevó consigo la granja. Jelph y Ori habían descendido desde la selva sólo una vez, al amparo de la noche, para investigar lo que quedaba. No había nada que ver. Toda la orilla se había hundido en el río Marisota. Aguas oscuras se arremolinaban y giraban sobre el cráter de la explosión. Todo lo que quedaba era el muñón de un camino cubierto de maleza que terminaba en el borde del río. La pareja regresó a la selva esa noche seguros de que nadie se enteraría de que una vez hubo un caza estelar en Kesh. Ori se rió por primera vez en varios días, citando la frase favorita de su madre.
-La Confianza del Callejón Sin Salida.
Desde ese viaje, su atención se había centrado exclusivamente en construirse un lugar donde permanecer ocultos. Ori se dio cuenta de que ya no había vuelta atrás; no después de la traición de su madre. La muerte de Venn sin duda habría sido transmitida a través de la Fuerza... e igualmente sin duda, eso habría hecho que los Sumos Señores restantes volvieran a enfrentarse entre sí. El juego había empezado de nuevo; tal vez incluso Candra encontrase un papel que jugar. Ori no quería tener nada que ver con eso. Eso formaba parte de su pasado.
Y si nadie lamentó la muerte de Lillia Venn, tampoco nadie había ido en busca de Ori y Jelph. De hecho, ambos descubrieron menos Sith y keshiri que de costumbre en los alrededores. Presumiblemente, la desaparición misteriosa de una Gran Señora en una zona considerada embrujada desde la tragedia de los Lagos Ragnos tendría ese efecto.
Mejor para ella. Ahora tenía una nueva visión de sí misma... basada en una vieja historia que había oído de niña. La leyenda keshiri decía que, poco después la legada de los Sith, parte de su población nativa había escapado cruzando el océano. Habían escogido un viaje sin retorno hacia la privación y una muerte probable antes que vivir al servicio de la Tribu. Actualmente, los keshiri más devotos la contaban como una advertencia: la elección del destino era un lujo reservado a los Protectores, no a sus siervos. El precio de la arrogancia, para un siervo, era el aislamiento.
Ori la veía de otra manera. Si el éxodo realmente había sucedido, quien hubiera dirigido a los esclavos en su huída habría sido el keshiri más grande de todos los tiempos. Su destino había sido decidido... y desafiado. Jelph estaba en lo cierto. Tenía que haber una manera de triunfar en la vida, aparte de trepar a la cima de una caótica orden... sólo para ser apuñalado con un shikkar o envenenado por un presunto aliado. Se preguntaba si Venn habría sido feliz, al ser inmolada en su momento de triunfo. Los miembros de la Tribu parecían tan irremediablemente atados a sus caminos como los keshiri que seguían siendo esclavos. ¿Y creían que eran más inteligentes?
Mirando hacia el sol que desaparecía entre los árboles, Ori comenzó a cortar los últimos de los brotes de un metro de longitud que formarían la puerta lateral. Se sentía extraña usando el arma de Jedi, pensó. Todos los sables de luz que usaban los Sith de Kesh eran de color rojo, pero algunos de los náufragos originales guardaban sables de luz Jedi como trofeos. Ella había visto a uno verde en el Museo Korsin. El color de este era extraño y hermoso, un azul brillante que no se encontraba en ninguna parte de la naturaleza. El único artefacto que indicaba el origen alienígena de Jelph.
Bueno, no el único, pensó, apagando el sable de luz.
Ella sabía que él estaría ahí ahora. Como de costumbre, se había levantado al amanecer para atrapar el desayuno y recoger fruta para más tarde. Aunque no tenía nada que ver con las condiciones para la agricultura que ofrecían las tierras bajas, la selva proporcionaba otros medios de sustento durante todo el año; en esta latitud, ella dudaba de que se enterasen cuando llegara el invierno. Pasó el resto del día construyendo su refugio, antes de retirarse, al anochecer, como siempre hacía, a mantener vigilancia junto al dispositivo... la única parte de la nave espacial que Jelph no había llevado a la granja. Se dirigió allí ahora, hasta el lugar entre los árboles donde Jelph había permanecido sentado sobre un tocón durante horas, mirando fijamente a la caja de metal oscuro y trasteando con sus instrumentos.
Él no se lo había mantenido oculto. Para los Sith, el "transmisor", como él lo llamaba, podía ser un descubrimiento tan explosivo como el caza estelar. Jelph lo había guardado por lo que representaba: su tabla de salvación hacia el exterior. Nunca había sido capaz de enviar un mensaje; como él mismo explicó, algo en Kesh y su campo magnético cambiante impedía tales intentos. Tal vez eso no fuera una situación permanente, pero podrían pasar siglos antes de que cambiara. Ori se preguntaba si ese mismo fenómeno había frustrado a los náufragos siglos antes. Todo lo que él podía hacer era configurar el dispositivo para buscar señales en el éter, registrándolas para su posterior reproducción. Tal vez, si algún viajero se acercaba lo suficiente, podría ser capaz de hacer llegar un mensaje más allá. Ori entendía ahora los viajes de Jelph río arriba durante los primeros meses: iba a la selva para ver qué sonidos había atrapado.
Normalmente, no escuchaba nada salvo estática. Pero fuera lo que fuese lo que Jelph acababa de oír le había dejado desconcertado.
-No puedo volver -dijo, mirando fijamente al dispositivo.
Ori miró al objeto parpadeante, sin comprender.
-¿Qué ha pasado?
-Capté una señal. -Le tomó varios segundos ser capaz de decir las palabras-. Los Jedi están en guerra entre sí.
-¿Qué?
-Un Jedi llamado Revan –dijo-. Cuando yo vivía allí, Revan era como nosotros... tratando de reunir a los Jedi contra un enemigo mayor. –Jelph tragó saliva, y encontró que tenía la boca seca-. Por lo que parece, algo ha ido mal. La Orden Jedi se ha dividido. Está en guerra consigo misma.
Jelph reprodujo para ella el mensaje grabado. Un fragmento de una advertencia de un almirante de la República, que advertía a los oyentes de que no se podía confiar en ningún Jedi. La antigua unión entre la República y los Jedi habían sido rota. Ahora sólo había guerra.
El mensaje terminó.
Agitado, Jelph desactivó el dispositivo.
-Esto... es culpa nuestra. Del Pacto.
-¿La secta Jedi a la que pertenecías?
-Sí. –Alzó la mirada al crepúsculo, incapaz de encontrar ninguna estrella vespertina a través del follaje-. Y ese es el problema. Se supone que no debería haber ninguna secta Jedi. Ahora la Orden está dividida... pero nosotros la dividimos en primer lugar. -Agitó la cabeza-. Que la Fuerza los ayude a todos.
Volvió de nuevo la mirada hacia la espesura. Ori le dejó sentarse en silencio. Se dio cuenta de que durante todos esos días en que ella se quejaba del mundo que había perdido, Jelph estaba viviendo con la pérdida de toda una galaxia. Y ahora la estaba perdiendo de nuevo.
Finalmente, Jelph se puso de pie y habló.
-Ya no sé qué hacer, Ori. Hemos evitado que la Tribu descubriera una forma de salir de Kesh. Pero siempre mantuve la esperanza de que, algún día, podría establecer contacto con el transmisor. Establecer contacto –dijo, mirándola por un instante-, para sacarnos de este lugar.
-Y para advertirles acerca de mi gente –dijo Ori.
Jelph apartó la mirada. No tenía sentido evitar la verdad.
-Sí.
Ori le puso la mano en el hombro.
-Es justo. Yo traté de advertir a mi gente acerca de ti.
-Bueno, ahora no tiene importancia -dijo él, agachándose para apartar una piedra de su futuro jardín delantero-. Si los Jedi están divididos, o, peor aún, si Revan o algún otro ha caído al lado oscuro, entonces llamar su atención sobre un planeta lleno de Sith es lo peor que podría hacer para la galaxia.
-Eso no lo sabes –dijo ella-. Podrías equivocarte. Tal vez los Jedi llegaran aquí y acabaran con todos.
-Sí, tal vez esté equivocado. -Riendo para sí mismo, la miró-. ¿Sabes? Es la primera vez que alguien me ha oído decir eso. Tal vez si lo hubiera dicho más a menudo antes, yo no estaría aquí ahora. -Lanzó la piedra a la corriente y se arrodilló de nuevo-. He vivido toda mi vida pensando que sabía lo que tenía que hacer. Pero no sé lo que debo hacer ahora.
Al mirarlo, Ori vio la mirada que había visto en él en sus anteriores visitas a la granja. Era la expresión que usaba cuando trabajaba en el lodo. Entonces estaba haciendo algo desagradable, pero que hacía porque tenía que hacerlo, para mantener vivo su jardín y contentos a los clientes. Su deber.
Deber. El término no significaba lo mismo para los Sith. En los Sables, Ori había tenido misiones que le habían encargado realizar... pero las había tomado como desafíos personales, no por ninguna lealtad a un orden superior. La galaxia no tenía derecho a darle extraños trabajos. Los seres verdaderamente libres tenían vidas. Los esclavos tenían deberes.
Y ahora Jelph estaba sufriendo, en la certeza de que tenía algún deber que cumplir, pero sin saber de qué se trataba. ¿Qué servicio le debía la galaxia... una galaxia que ya le había expulsado?
-Tal vez -dijo Ori-, tal vez la filosofía Sith tenga tu respuesta.
-¿Qué?
-Se nos enseña a ser egoístas. Nosotros no pensamos en nosotros y ellos. Eres sólo tú, contra todos los demás. Nadie más importa. –Rodeándole con los brazos desde atrás, ella se asomó a la corriente oscura, que burbujeaba en silencio al seguir su camino para alimentar al río Marisota-. Los Sith me expulsaron. Los Jedi te expulsaron. Tal vez ninguno de los dos lados merezca nuestra ayuda.
-¿El único lado digno de ser salvado -dijo, volviéndose hacia ella-, es el nuestro?
Ella le sonrió. Sí, había estado en lo cierto desde el principio. Él era mucho más que un esclavo.
-Inténtalo, Jedi –dijo-. Si yo puedo hacer algo desinteresado... entonces quizás sea el momento de que tú hagas algo egoísta.
Él la miró durante un largo instante, con un brillo en sus ojos. Sin decir palabra, rompió el abrazo y caminó hacia el receptor. Levantándolo del suelo, mostró una sonrisa torcida.
-¿Te parece bien?
Ori le vio acunar la parpadeante máquina un momento antes de darse cuenta de lo que pretendía. Exhalando, ella se acercó y le ayudó a llevar el transmisor al borde de la corriente. Con un gran empujón, lo arrojaron en ella. Golpeando un banco de arena bajo la corriente, el artilugio se rompió ruidosamente en mil pedazos. Observaron juntos por un momento como trozos de carcasa temblaban y desaparecían en la oscuridad. Luego volvieron a su casa.
Las ataduras habían sido cortadas.
Era el momento de vivir.
Habían pasado ocho semanas desde que la explosión se llevó consigo la granja. Jelph y Ori habían descendido desde la selva sólo una vez, al amparo de la noche, para investigar lo que quedaba. No había nada que ver. Toda la orilla se había hundido en el río Marisota. Aguas oscuras se arremolinaban y giraban sobre el cráter de la explosión. Todo lo que quedaba era el muñón de un camino cubierto de maleza que terminaba en el borde del río. La pareja regresó a la selva esa noche seguros de que nadie se enteraría de que una vez hubo un caza estelar en Kesh. Ori se rió por primera vez en varios días, citando la frase favorita de su madre.
-La Confianza del Callejón Sin Salida.
Desde ese viaje, su atención se había centrado exclusivamente en construirse un lugar donde permanecer ocultos. Ori se dio cuenta de que ya no había vuelta atrás; no después de la traición de su madre. La muerte de Venn sin duda habría sido transmitida a través de la Fuerza... e igualmente sin duda, eso habría hecho que los Sumos Señores restantes volvieran a enfrentarse entre sí. El juego había empezado de nuevo; tal vez incluso Candra encontrase un papel que jugar. Ori no quería tener nada que ver con eso. Eso formaba parte de su pasado.
Y si nadie lamentó la muerte de Lillia Venn, tampoco nadie había ido en busca de Ori y Jelph. De hecho, ambos descubrieron menos Sith y keshiri que de costumbre en los alrededores. Presumiblemente, la desaparición misteriosa de una Gran Señora en una zona considerada embrujada desde la tragedia de los Lagos Ragnos tendría ese efecto.
Mejor para ella. Ahora tenía una nueva visión de sí misma... basada en una vieja historia que había oído de niña. La leyenda keshiri decía que, poco después la legada de los Sith, parte de su población nativa había escapado cruzando el océano. Habían escogido un viaje sin retorno hacia la privación y una muerte probable antes que vivir al servicio de la Tribu. Actualmente, los keshiri más devotos la contaban como una advertencia: la elección del destino era un lujo reservado a los Protectores, no a sus siervos. El precio de la arrogancia, para un siervo, era el aislamiento.
Ori la veía de otra manera. Si el éxodo realmente había sucedido, quien hubiera dirigido a los esclavos en su huída habría sido el keshiri más grande de todos los tiempos. Su destino había sido decidido... y desafiado. Jelph estaba en lo cierto. Tenía que haber una manera de triunfar en la vida, aparte de trepar a la cima de una caótica orden... sólo para ser apuñalado con un shikkar o envenenado por un presunto aliado. Se preguntaba si Venn habría sido feliz, al ser inmolada en su momento de triunfo. Los miembros de la Tribu parecían tan irremediablemente atados a sus caminos como los keshiri que seguían siendo esclavos. ¿Y creían que eran más inteligentes?
Mirando hacia el sol que desaparecía entre los árboles, Ori comenzó a cortar los últimos de los brotes de un metro de longitud que formarían la puerta lateral. Se sentía extraña usando el arma de Jedi, pensó. Todos los sables de luz que usaban los Sith de Kesh eran de color rojo, pero algunos de los náufragos originales guardaban sables de luz Jedi como trofeos. Ella había visto a uno verde en el Museo Korsin. El color de este era extraño y hermoso, un azul brillante que no se encontraba en ninguna parte de la naturaleza. El único artefacto que indicaba el origen alienígena de Jelph.
Bueno, no el único, pensó, apagando el sable de luz.
Ella sabía que él estaría ahí ahora. Como de costumbre, se había levantado al amanecer para atrapar el desayuno y recoger fruta para más tarde. Aunque no tenía nada que ver con las condiciones para la agricultura que ofrecían las tierras bajas, la selva proporcionaba otros medios de sustento durante todo el año; en esta latitud, ella dudaba de que se enterasen cuando llegara el invierno. Pasó el resto del día construyendo su refugio, antes de retirarse, al anochecer, como siempre hacía, a mantener vigilancia junto al dispositivo... la única parte de la nave espacial que Jelph no había llevado a la granja. Se dirigió allí ahora, hasta el lugar entre los árboles donde Jelph había permanecido sentado sobre un tocón durante horas, mirando fijamente a la caja de metal oscuro y trasteando con sus instrumentos.
Él no se lo había mantenido oculto. Para los Sith, el "transmisor", como él lo llamaba, podía ser un descubrimiento tan explosivo como el caza estelar. Jelph lo había guardado por lo que representaba: su tabla de salvación hacia el exterior. Nunca había sido capaz de enviar un mensaje; como él mismo explicó, algo en Kesh y su campo magnético cambiante impedía tales intentos. Tal vez eso no fuera una situación permanente, pero podrían pasar siglos antes de que cambiara. Ori se preguntaba si ese mismo fenómeno había frustrado a los náufragos siglos antes. Todo lo que él podía hacer era configurar el dispositivo para buscar señales en el éter, registrándolas para su posterior reproducción. Tal vez, si algún viajero se acercaba lo suficiente, podría ser capaz de hacer llegar un mensaje más allá. Ori entendía ahora los viajes de Jelph río arriba durante los primeros meses: iba a la selva para ver qué sonidos había atrapado.
Normalmente, no escuchaba nada salvo estática. Pero fuera lo que fuese lo que Jelph acababa de oír le había dejado desconcertado.
-No puedo volver -dijo, mirando fijamente al dispositivo.
Ori miró al objeto parpadeante, sin comprender.
-¿Qué ha pasado?
-Capté una señal. -Le tomó varios segundos ser capaz de decir las palabras-. Los Jedi están en guerra entre sí.
-¿Qué?
-Un Jedi llamado Revan –dijo-. Cuando yo vivía allí, Revan era como nosotros... tratando de reunir a los Jedi contra un enemigo mayor. –Jelph tragó saliva, y encontró que tenía la boca seca-. Por lo que parece, algo ha ido mal. La Orden Jedi se ha dividido. Está en guerra consigo misma.
Jelph reprodujo para ella el mensaje grabado. Un fragmento de una advertencia de un almirante de la República, que advertía a los oyentes de que no se podía confiar en ningún Jedi. La antigua unión entre la República y los Jedi habían sido rota. Ahora sólo había guerra.
El mensaje terminó.
Agitado, Jelph desactivó el dispositivo.
-Esto... es culpa nuestra. Del Pacto.
-¿La secta Jedi a la que pertenecías?
-Sí. –Alzó la mirada al crepúsculo, incapaz de encontrar ninguna estrella vespertina a través del follaje-. Y ese es el problema. Se supone que no debería haber ninguna secta Jedi. Ahora la Orden está dividida... pero nosotros la dividimos en primer lugar. -Agitó la cabeza-. Que la Fuerza los ayude a todos.
Volvió de nuevo la mirada hacia la espesura. Ori le dejó sentarse en silencio. Se dio cuenta de que durante todos esos días en que ella se quejaba del mundo que había perdido, Jelph estaba viviendo con la pérdida de toda una galaxia. Y ahora la estaba perdiendo de nuevo.
Finalmente, Jelph se puso de pie y habló.
-Ya no sé qué hacer, Ori. Hemos evitado que la Tribu descubriera una forma de salir de Kesh. Pero siempre mantuve la esperanza de que, algún día, podría establecer contacto con el transmisor. Establecer contacto –dijo, mirándola por un instante-, para sacarnos de este lugar.
-Y para advertirles acerca de mi gente –dijo Ori.
Jelph apartó la mirada. No tenía sentido evitar la verdad.
-Sí.
Ori le puso la mano en el hombro.
-Es justo. Yo traté de advertir a mi gente acerca de ti.
-Bueno, ahora no tiene importancia -dijo él, agachándose para apartar una piedra de su futuro jardín delantero-. Si los Jedi están divididos, o, peor aún, si Revan o algún otro ha caído al lado oscuro, entonces llamar su atención sobre un planeta lleno de Sith es lo peor que podría hacer para la galaxia.
-Eso no lo sabes –dijo ella-. Podrías equivocarte. Tal vez los Jedi llegaran aquí y acabaran con todos.
-Sí, tal vez esté equivocado. -Riendo para sí mismo, la miró-. ¿Sabes? Es la primera vez que alguien me ha oído decir eso. Tal vez si lo hubiera dicho más a menudo antes, yo no estaría aquí ahora. -Lanzó la piedra a la corriente y se arrodilló de nuevo-. He vivido toda mi vida pensando que sabía lo que tenía que hacer. Pero no sé lo que debo hacer ahora.
Al mirarlo, Ori vio la mirada que había visto en él en sus anteriores visitas a la granja. Era la expresión que usaba cuando trabajaba en el lodo. Entonces estaba haciendo algo desagradable, pero que hacía porque tenía que hacerlo, para mantener vivo su jardín y contentos a los clientes. Su deber.
Deber. El término no significaba lo mismo para los Sith. En los Sables, Ori había tenido misiones que le habían encargado realizar... pero las había tomado como desafíos personales, no por ninguna lealtad a un orden superior. La galaxia no tenía derecho a darle extraños trabajos. Los seres verdaderamente libres tenían vidas. Los esclavos tenían deberes.
Y ahora Jelph estaba sufriendo, en la certeza de que tenía algún deber que cumplir, pero sin saber de qué se trataba. ¿Qué servicio le debía la galaxia... una galaxia que ya le había expulsado?
-Tal vez -dijo Ori-, tal vez la filosofía Sith tenga tu respuesta.
-¿Qué?
-Se nos enseña a ser egoístas. Nosotros no pensamos en nosotros y ellos. Eres sólo tú, contra todos los demás. Nadie más importa. –Rodeándole con los brazos desde atrás, ella se asomó a la corriente oscura, que burbujeaba en silencio al seguir su camino para alimentar al río Marisota-. Los Sith me expulsaron. Los Jedi te expulsaron. Tal vez ninguno de los dos lados merezca nuestra ayuda.
-¿El único lado digno de ser salvado -dijo, volviéndose hacia ella-, es el nuestro?
Ella le sonrió. Sí, había estado en lo cierto desde el principio. Él era mucho más que un esclavo.
-Inténtalo, Jedi –dijo-. Si yo puedo hacer algo desinteresado... entonces quizás sea el momento de que tú hagas algo egoísta.
Él la miró durante un largo instante, con un brillo en sus ojos. Sin decir palabra, rompió el abrazo y caminó hacia el receptor. Levantándolo del suelo, mostró una sonrisa torcida.
-¿Te parece bien?
Ori le vio acunar la parpadeante máquina un momento antes de darse cuenta de lo que pretendía. Exhalando, ella se acercó y le ayudó a llevar el transmisor al borde de la corriente. Con un gran empujón, lo arrojaron en ella. Golpeando un banco de arena bajo la corriente, el artilugio se rompió ruidosamente en mil pedazos. Observaron juntos por un momento como trozos de carcasa temblaban y desaparecían en la oscuridad. Luego volvieron a su casa.
Las ataduras habían sido cortadas.
Era el momento de vivir.
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