viernes, 21 de marzo de 2014

Incógnito

Incógnito 
John Jackson Miller 

-¡Eh, vosotros! ¡Dejadla en paz! 
La súplica de Dewell Bronk apenas fue más que un susurro, y no fue ninguna sorpresa que los matones no le escuchasen. Miró insistentemente desde el otro lado del pasillo del transporte a los delincuentes, un par de jóvenes devaronianos provistos de cuernos. Llevaban atosigando a la pobre anciana twi’lek desde que había subido a bordo. La primera vez que tiraron de su bolso, se resistió brevemente, pero ahora observaba indefensa cómo los jóvenes revolvían entre sus pertenencias. 
Dewell quería decirles que se detuvieran. Más alto, esta vez. Podía hacerlo: tenía una voz autoritaria, una por la que era famoso. Pero eso era en un mundo diferente, uno donde su pequeña estatura significaba muy poco. Nadie iba a escuchar a un kedorzhano regordete de un metro de estatura en la cubierta inferior de un transporte de pasajeros. 
Miró a su alrededor con desesperación. El clíper tallaano no tenía personal de seguridad en este nivel, sólo el primer oficial de aspecto amenazante con quien Dewell no quería volver a hablar nunca más. Echaba de menos sus guardaespaldas, que podrían haber resuelto esto en cuestión de segundos. Pero no los había visto desde que abandonó precipitadamente su apartamento de Coruscant. Suponía que nunca volvería a verlos, ni tampoco su apartamento. 
No, por primera vez en mucho tiempo, Dewell Bronk estaba solo y sin ayuda. Y lo peor de todo, era incapaz de ayudar; una nueva experiencia para el tres veces ganador del premio al Buen Vecino del Año otorgado por la Sociedad de Benevolencia de Coruscant. 
La vida había cambiado. Y ya lo odiaba. 
Uno de los devaronianos le miró directamente: una mirada enojada. Sintiendo que su espíritu de servicio público huía con su valor, Dewell apartó instantáneamente la mirada. Los bigotes de sus carrillos cayeron alicaídos y se derrumbó en su asiento. Estaba siendo estúpido. ¿Cómo podría rescatar a nadie ahora, cuando estaba tratando de evitar llamar la atención? 
Preocupado, sintió de nuevo el peso que llevaba a los pies. Todo lo que poseía estaba en un petate, cerrado con una pequeña cuerda que había atado alrededor de su tobillo. Desde que se marchó al principio de su odisea, había mantenido el zurrón sujeto entre sus talones; no quería despertarse del sueño y descubrir que se lo habían robado. Tampoco es que hubiera gran cosa para llevarse. Los créditos que había planeado usar en su huida ya habían volado; los había gastado en pagar su asiento en este transporte y en el siguiente, y en la única comida diaria que se suponía que venía incluida en la tarifa. 
Eran unas tristes circunstancias para alguien que había vivido su vida cerca de los puntos más brillantes de la galaxia, viajando cuando le apetecía y, en ocasiones, a todo lujo. Ese momento ya había pasado... y puede que nunca regresase de nuevo. Ahora Dewell, alguien que había luchado por la justicia durante toda su carrera, se veía reducido a no hacer nada mientras los ladrones acosaban a una anciana. Podía escucharlo: ahora estaban tirando groseramente de sus tentáculos craneales. Dewell estaba descorazonado. No había nada que pudiera hacer. 
-No queréis molestar a esa mujer –dijo una voz cercana. Su tono era cálido y seguro. Una voz humana, pensó Dewell, pero no se atrevió a levantar la mirada. Algún pobre héroe estaba a punto de ser hecho polvo. 
-No queremos molestar a esta mujer –respondió una áspera voz devaroniana. 
Perplejo, Dewell se inclinó hacia delante y miró al otro lado del pasillo. Los dos matones habían dejado la bolsa de la twi’lek y caminaban hacia la escalera que conducía al nivel superior. La persona que había hablado en primer lugar era el humano que había embarcado en la parada previa; el que Dewell había etiquetado mentalmente como “el Joven Padre”. 
Dewell no sabía si el humano era el padre del niño. Ni tampoco sabía realmente lo joven que era el hombre. Los ojos de los kedorzhanos eran agudos en la oscuridad, pero la mayor parte del resto de especies vivía en la luz. Bajo la luz del día, los kedorzhanos raramente abrían sus ojos más allá de una pequeña rendija. Dewell siempre se había negado a llevar un visor, sintiéndose mejor al ser capaz de mirar directamente a los ojos de sus interlocutores, incluso aunque eso significase que a menudo tuviera problemas para distinguir a una persona de otra. Para Dewell, la gente tendía en convertirse en formas, felices y tristes, crueles e inocentes. Bajo la brillante luz de la cabina de pasajeros, el Joven Padre era un borrón amable, con su rostro oscurecido bajo una capucha marrón mientras acunaba al bebé envuelto en mantas. 
Dewell miró a izquierda y derecha. Nadie más había visto u oído lo que había pasado con los devaronianos; todos los demás se habían marchado, temerosos de verse implicados. Y ahora la twi’lek también se fue, tomando su bolso y marchándose apresuradamente al compartimento de popa. El Joven Padre suspiró y se sentó en el asiento que había dejado libre. 
-Qué curioso lo de esos gamberros –dijo Dewell con aire reflexivo. Sabía que para un fugitivo era un error hablar con un extraño... incluso con uno caballeroso. ¿Quién sabía cuánta gente estaría buscándole, y las tácticas que usarían sus agentes? Pero el humano apenas se giró. Bajo la capucha del hombre, el kedorzhano distinguió dos puntos azules grisáceos y un rostro barbudo. 
-Sólo eran unos muchachos con ganas de divertirse –dijo el hombre. 
-Conozco las diversiones de la juventud –dijo Dewell. Torció con desdén su ancha nariz-. Pero esos eran criminales. –Se aclaró la garganta-. Debería denunciarlos al capitán. 
-No es realmente necesario. 
Dewell suspiró, avergonzado. Qué valiente, pidiéndole a otra persona que hiciera lo correcto. El Joven Padre había corrido un riesgo pero no iría más allá. Viendo al niño que gimoteaba en brazos del hombre, Dewell no podía culparlo. 
El humano comprobaba una y otra vez las envolturas del niño. Incluso con su pobre visión, Dewell pudo darse cuenta de que el hombre estaba confuso. 
-Su hijo tiene hambre –dijo Dewell. 
-Acaba de comer hace muy poco –respondió el Joven Padre-. No pensaba que volviera a ser la hora. 
-Es el niño quien decide cuándo vuelve a ser la hora –dijo Dewell, sintiéndose un poco más cómodo. Sonrió cuando el humano comenzó a rebuscar un biberón en su mochila. Los padres primerizos eran divertidos. Dewell sólo había tenido tiempo a lo largo de su vida para tener siete hijos; no muchos para un kedorzhano, pero había otras muchas más cosas importantes que hacer. Ahora, mirando al niño con ojos entornados, Dewell se encontró deseando haber pasado más tiempo con sus propios hijos... y preguntándose dónde estarían ahora todos ellos. 
Bueno, sabía dónde estaba uno. El pobre Tyloor estaba muerto, y su cuerpo perdido en algún lugar del campo de batalla. Muerto, como muchos otros hijos de la República, en un conflicto que nunca había tenido ningún sentido para Dewell. Y aunque las Guerras Clon habían terminado, afortunadamente –y súbitamente-, la principal batalla de la carrera del kedorzhano también parecía perdida. 
Los kedorzhanos eran un pueblo pequeño en estatura, poder, y número. De patas cortas, con cuatro dedos regordetes en cada mano, habían migrado a cualquier parte donde pudiera encontrarse trabajo subterráneo. La mayoría de los mundos habían recibido con los brazos abiertos a los agradables seres de rostro rechoncho; se ocupaban de sus asuntos y causaban pocos problemas. Cuando los kedorzhanos finalmente lograron representación en la República y un asiento en el Senado, muchos supusieron que los diminutos seres se comportarían como estaba haciendo Dewell ahora mismo. Seguramente, se ocuparían de sus propios asuntos, dejando que otras especies actuasen mientras trataban de pasar desapercibidos. 
Pero Dewell y sus ilustres predecesores habían desafiado a las expectativas, usando su poder recién obtenido para luchar por los más débiles de la galaxia. Habían vivido sometidos; esa experiencia les llevó a ayudar a otros. 
Ese hecho –y la muerte de Tyloor, entre tantos otros- era el motivo por el que había firmado la Petición de los 2000 sin hacer preguntas. El Canciller Supremo Palpatine había sobrepasado sus límites, acaparando derechos gubernamentales que habían sido reservados para el pueblo. Y no simplemente poderes importantes para ser usados en una emergencia. No, muchas de las nuevas medidas eran simplemente arbitrarias, eliminando protecciones para los débiles sin ninguna razón en absoluto. 
Sus asesores le habían dicho que no firmase la petición. Ahora, con los Jedi desaparecidos y el Imperio declarado, muchos de sus colegas ya habían retirado sus nombres del documento. Dewell no lo haría. Pero temía que ese fuera el último acto de valor que hiciera jamás... 
El odioso primer oficial apareció en la puerta, tan borracho como había estado antes. 
-Parada en la estación –exclamó en la cabina de pasajeros-. Crucen a la Plataforma 560 para tomar nuestro vuelo de enlace para el Borde Exterior. Los demás, gracias por... 
Dewell no escuchó el resto, agachándose para recoger la bolsa que tenía a los pies con sus pertenencias. Era hora de moverse de nuevo. 

*** 

Dewell no sabía sobre qué planeta estaba, sólo que el cielo era de un verde brillante, y que de nuevo estaba teniendo problemas para ver. En todo caso, estaba contento de haber salido del Babosa Espacial. 
Había esperado a que los devaronianos desembarcaran primero. No había visto dónde se había metido el Joven Padre. Era una lástima; ese humano le había parecido una persona decente. Así iba a ser a partir de ahora, se dio cuenta Dewell. Ir de un sitio a otro, sin establecer nunca una relación que durase más de cinco minutos, por no hablar de una amistad. Difícilmente era una vida que mereciera la pena vivir, y mucho menos luchar por ella. 
Caminando encorvado por el mugriento espaciopuerto, sujetando con fuerza su bolsa en la mano, echó un vistazo a la multitud. Sintió ojos que le miraban, y aunque no podía ver con claridad ninguna cara, se imaginaba el resto. Divisó un pasadizo solitario entre dos de los edificios de mantenimiento, y se dirigió hacia allí. Por ahí podría llegar a la plataforma de aterrizaje evitando la mayor parte del tráfico de peatones. 
Avanzando por el callejón enlosado, escuchó una especie de balido a la vuelta de una esquina. Instintivamente, avanzó unos pasos y miró. Un conserje ortolano de larga trompa, agarrándose todavía a s fregona, estaba siendo zarandeado por dos figuras con armadura blanca. Soldados Clon, del así llamado Gran Ejército de la República. Dewell no podía escuchar lo que estaban diciendo, porque la achaparrada figura azul no dejaba de aullar mientras le sacudían. 
¡Ya era suficiente! Olvidándose de su tamaño –y de todo lo demás en lo que a él respectaba- Dewell se dirigió hacia la zona aislada. 
-¡Dejadlo! –exclamó. Los soldados no le prestaron atención. Con la cuerda fuertemente enrollada en su garra, Dewell lanzó hacia delante su bolsa de pertenencias. Golpeó en la espinilla al soldado que sujetaba al conserje. 
Ahora había atraído su atención, lo quisiera o no. El soldado soltó al ortolano, que salió corriendo por uno de los pasajes laterales, abandonando su cubo y su carro de material de limpieza. Tomando el rifle bláster que llevaba al hombro, el soldado miró directamente al kedorzhano. 
-¿Dewell Bronk? 
Dewell levantó la mirada, sorprendido. 
-Así me llamo. 
-Senador Bronk, queda usted arrestado. 
-¿Bajo qué autoridad? 
-La del Emperador Palpatine. –El segundo soldado mostró una tableta de datos con la imagen de Dewell. 
Dewell abrió sus grandes ojos como platos. Por supuesto, no había ningún interés imperial en acosar conserjes. Al menos, aún no. Era una trampa, y había caído de lleno en ella. Dejó caer los brazos a los lados. 
-Supongo que sabía que esto terminaría... 
Antes de poder acabar, ocurrió algo sorprendente. El cubo del conserje aterrizó sobre el casco del primer soldado clon con un fuerte sonido metálico, vertiendo agua jabonosa e impidiendo por completo la visión del soldado. El segundo soldado se dio la vuelta, levantando su rifle; sin duda, habría hecho falta alguien de la estatura de un wookiee para arrojar el cubo sobre la cabeza de su compañero. Pero tras él no había nadie en absoluto. En lugar de eso, había alguien a un lado... y sostenía, entre otras cosas, un gran bote de espray. Mientras Dewell se echaba al suelo, escuchó el fuerte sonido del aerosol y olió la espuma limpiadora a alta presión. 
Levantando la mirada, vio la cómica imagen del soldado, con sus aperturas oculares y sus tomas de aire taponadas con la densa sustancia, moviendo su rifle en un intento de disparar aleatoriamente. Pero su asaltante ya estaba sobre él, luchando por apartar el arma. La zona aislada estaba lo suficientemente en sombras como para que Dewell pudiera distinguir la identidad de su rescatador. 
¡El Joven Padre! 
En un ágil movimiento, el humano golpeó al soldado en la cabeza con la culata de su propio rifle. La figura acorazada retrocedió  a trompicones, chocando contra su compañero que seguía con el cubo en la cabeza. Entonces el Joven Padre los empujó –cómo exactamente, Dewell no pudo verlo- lanzándolos al interior de una de las puertas laterales. Se dio cuenta de que era un pozo de mantenimiento. Pudo escuchar el colosal clamor cuando los hombres acorazados cayeron por las escaleras. 
El Joven Padre se acercó y cerró la puerta, bloqueándola. 
-No volverán a molestarle, senador. 
Dewell miró a su alrededor. 
-Pero dónde... 
El Joven Padre señaló con la cabeza un lugar detrás de él. Avanzando, Dewell distinguió la forma del bebé, acurrucado y descansando cómodamente sobre el carro del conserje ortolano. El hombre levantó al niño. 
-Creo que le han estado siguiendo desde el Babosa Espacial –dijo el Joven Padre-. El Emperador tiene agentes por todas partes. 
Bronk no preguntó al hombre cómo lo sabía. 
-No lo entiendo. Hay muchos kedorzhanos... y básicamente parecemos iguales. Mis documentos son una falsificación perfecta. ¿Fue el primer oficial? 
-Los devaronianos, creo. Las falsificaciones le llevarán lejos... pero ellos conocen su reputación de proteger al débil. Sospecho que sabían que estaba huyendo, y usaron eso para tratar de hacerle salir a la luz. Allí, y aquí –dijo, señalando la puerta cerrada con la cabeza-. Pero son los primeros días del Imperio de Palpatine. La próxima vez, puede que el informante sea la víctima; la mujer twi’lek, el conserje ortolano... 
Dewell meneó la cabeza. 
-La desconfianza no está en mi naturaleza. 
-Tampoco en la mía –dijo el Joven Padre, atrayendo al niño hacia sí. Se volvió y comenzó a alejarse-. Su próximo vuelo está por ahí –dijo-. Me aseguraré de que lo tome. 
Bronk le siguió en la breve distancia hasta la Plataforma 560, contento de que nadie parecía haberse dado cuenta del jaleo de unos instantes atrás. La nave era ligeramente mejor que el Babosa Espacial, pero estaba soltando vapores, lista para partir, y eso le hacía parecer celestial. 
Dewell se detuvo cerca de la rampa de acceso y volvió la mirada al Joven Padre. 
-Gracias. 
El hombre simplemente inclinó la cabeza y comenzó a darse la vuelta. 
-Así es como va a ser todo, ¿verdad? –preguntó Dewell, mirando al suelo. 
El Joven Padre se detuvo. 
-¿A qué se refiere? 
-Vivir oculto. En el exilio. Tendré que temer a cada extraño, cada conexión de comunicador. No podré tocar una tableta de datos sin temer que los compinches de Palpatine estén observando. –Dewell alzó la mirada-. Estoy exagerando, ¿no? 
-Me temo que no –dijo el hombre. Asintió con simpatía-. Será así y peor. Las cosas que son básicas para tu ser, las que te completan y te llenan de alegría, pueden convertirse en debilidades. Incluso aquello que te define; el mismo deseo de ayudar a los demás. 
Dewell miró de nuevo a la nave estelar, y luego al bullicioso borrón de los pasajeros, moviéndose de un lado a otro. Señalándolos, el Joven Padre continuó, agachando la cabeza. 
-Creerás que las multitudes te ofrecerán seguridad... pero eso sólo funciona si no muestras nada de ti mismo a nadie. Y eso no es lo peor. Tendrás que observar los actos amables de los demás con escepticismo y suspicacia. –Sonrió amablemente-. Excluyendo lo presente. 
Dewell bajó la mirada. El hombre no le parecía familiar; había visto con claridad tan pocas caras humanas que no recordaba ninguna de ellas. Pero conocía a un compañero en un predicamento similar al suyo cuando lo oía. 
-Parece que estamos en la misma situación. 
-No exactamente –dijo el hombre-. Usted tiene más opciones disponibles que yo. 
Dewell se quedó un instante mirando fijamente al suelo, hasta que se dio cuenta de lo que quería decir el hombre. 
-Yo no puedo vivir oculto. –Respirando profundamente, el pequeño kedorzhano se irguió-. Supongo que tengo que volver. 
El humano asintió sombríamente. 
-Tendré que retractarme, declarar mi apoyo a Palpatine. 
Las palabras le hicieron sentir nauseas mientras se alejaba de la rampa. 
-Así estará en mejor posición para ayudar a la gente -dijo el Joven Padre-. Puede que ese sea el lugar donde debe estar, hasta que se necesite a gente con su fuerza. 
-¡Fuerza! –Dewell soltó una carcajada-. Me da miedo cada luz brillante y cada ruido fuerte. 
-Su fuerza puede sorprenderle –dijo el Joven Padre, sujetando con fuerza el bulto que sostenía-. Incluso el más pequeño de nosotros puede cambiar la galaxia. 
-Incluso su hijo. 
El Joven Padre bajó la mirada y sonrió. 
-Incluso él. 
-Espero que no tengamos que esperar tanto –dijo Dewell. 
-Estoy de acuerdo –asintió el Joven Padre-. Pero estoy preparado para hacerlo. –Miró por encima de su hombro. Al otro lado del asfalto, otro transporte se preparaba para despegar-. Ese es mi vuelo. 
Dewell observó cómo el hombre se volvía. 
-Lo siento –dijo-. Creo que no me dijo su nombre. 
-Mi nombre ya no tiene importancia –dijo el Joven Padre, sin mirar atrás. 
Dewell asintió. 
-Tal vez. Pero sus actos  la tienen. –Se despidió con la mano-. Siga actuando... si puede. 

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