Tirando los
dados
Karen Miller
En serio,
pensándolo bien, me iría mejor sin el olor a bantha. Es un poco complicado
tratar de perder a propósito una partida de pazaak sin que nadie se dé cuenta
de lo que estoy haciendo, cuando todo en lo que puedo pensar es cómo voy a
apestar a bantha durante la próxima... eternidad.
Esos eran los pensamientos de Myri Antilles, detrás
de una expresión de ansiedad cuidadosamente construida mientras fingía dudar
acerca de si debía o no sacar otra carta de su mazo principal.
Sentado frente a ella, su oponente –un balosar
cuyas antenas marchitas y llenas de cicatrices y sus rasgos humanoides
prematuramente ajados indicaban una trágica y probablemente terminal adicción a
las píldoras letales- tamborileaba sobre la mesa de juego con sus no
especialmente limpias uñas, silbando una irreconocible melodía. A su alrededor,
había crecientes indicios de impaciencia en el puñado de espectadores que
habían abandonado sus propios arriesgados quehaceres, dejando de beber potentes
cócteles coloridos y de comer aperitivos ilegales, y llevaban un buen rato
mirándoles embobados.
Con un pequeño jadeo, Myri agitó sus pestañas
estrafalariamente maquilladas en una delatora señal de pánico. Ya era hora de
acabar con esto. Ya había descubierto todo lo que iba conseguir de su nervioso
compañero de juego.
El balosar hizo oscilar sus antenas con mal genio
apenas disimulado.
-Vamos, muñeca, no tengo todo el día.
Hubo murmullos en la multitud comentando esa brecha
en sus modales. Dejando caer los hombros, Myri meneó la cabeza.
-Lo siento. –Levantó la barbilla-. Muy bien. Me he
decidido. ¡Voy a hacerlo!
Con apasionada fanfarronería tomó la carta exacta
que necesitaba de su mazo principal y le dio la vuelta.
Los jugadores que se apiñaban tras ella,
comiéndosela con la mirada sin el menor recato, dejaron escapar un gemido de
solidaridad.
-Seis –dijo el balosar, revelando sus dientes
sucios y mellados en una sonrisa.- Eso te deja en veinticuatro, muñeca. Yo
gano.
No hizo falta una gran actuación por parte de Myri para
lograr que la multitud sintiera su dolor mientras el balosar recogía los chips
de crédito en su ya repleta cesta. Perder siempre dolía, ya fuera por una buena
causa o no.
-Oh, vaya –dijo ella, mirando a su alrededor con
una mirada llena de patetismo-. Ya dije que no era ninguna Mebla Dule, ¿verdad?
-¿Una jugadora que no iba de farol? –dijo divertido
uno de los admiradores, hablando el básico con voz potente y un marcado acento
corelliano-. Que alguien me sostenga. Creo que voy a desmayarme.
Hubo carcajadas y murmullos de conversaciones. Myri
se levantó de su silla, hizo un cortés movimiento de cabeza para desear buena
suerte al timador rodiano que ocupó ansiosamente su lugar, y luego se abrió
camino a empellones entre la multitud de jugadores de diversas especies y los
llamativos droides encargados de servirles, dirigiéndose hacia la unidad
sanitaria de las damas, en el extremo opuesto del salón de juego. Bueno. De lo
que el capitán Oobolo, el gran de tres ojos, gustaba de llamar salón de juego,
En realidad era simplemente la cubierta superior reconvertida de su viejo
carguero ligero. Sin embargo, lamentablemente para él, las cortinas de seda de
araña kashyyykiana y los colgantes candelabros tallados en ámbar manaxiano y
cristal fondoriano no engañarían ni a un pasajero ciego para hacerle creer que
el Princesa Galáctica era un crucero
de línea. Y nada, ni siquiera los
sobrecargados regeneradores de aire, podía contrarrestar la peste a establo de
bantha enano de la bodega de carga bajo sus pies.
Pero bueno. Transportar las apestosas pequeñas
bestias entre los distintos bordes galácticos resultaba una tapadera
efectiva... al igual que el propio capitán Oobolo. Un gran, ¿financiando el espionaje político y corporativo
interplanetario? Se había burlado de la idea cuando el comandante Bilpin, de
Seguridad de la Alianza Galáctica, le informó de ello. Pero se tragó su
escepticismo después de escuchar todo lo que él tenía que decir. Desde luego,
hasta ahora las pruebas de las que disponía Seguridad eran sólo circunstanciales,
pero también eran convincentes. Y la situación se estimaba lo bastante urgente
como para merecer una investigación en persona.
Así que ahí estaba, apostando de nuevo, sólo que
esta vez no sólo apostaba su dinero... sino también su vida. Porque Oobolo
podría parecer un gran de modales refinados, y el Princesa podría parecer un inofensivo carguero que saltaba de
sistema en sistema, pero en este caso las apariencias –o eso afirmaba el
comandante Bilpin con confiada autoridad- engañaban.
La puerta de la unidad sanitaria se abrió con un
quejido al empujarla. Apretando los dientes, Myri se abrió paso apretándose entre
el rebaño de mujeres –desselianas calvas con crestas en el cráneo, twi’leks con
sus colas craneales pintadas de purpurina, aqualish insectoides y dugs vestidas
de cuero, con sus grandes dientes cuadrados cubiertos de gemas, todas ellas
luchando por un hueco frente al espejo del muro-, y se introdujo en un retrete.
Por fin sola, cerró los ojos por un instante y se resistió al impulso de frotarse
los cristales de grabación experimentales implantados en su cara. Bilpin había
asegurado que esas imitaciones de rubíes y esmeraldas no iban a causarle
ninguna molestia.
-¿Sabes qué, genio? –murmuró, mientras los
implantes hacían que su piel hormigueara casi dolorosamente-. Te equivocabas.
Pero no podía permitirse preocuparse por eso ahora.
Aguanta,
Antilles. No es como si te hubieran pegado un tiro en la tripa en un callejón
de las profundidades de Coruscant, o como si cayeras en picado a la atmósfera
en un ala-X ardiendo y fuera de control.
Desbloqueando el bolsillo de seguridad en la
pernera de su elegante mono verde, comprobó cuánto dinero de la alianza le
quedaba después de dos días a bordo del sórdido palacio del juego del gran.
Casi cuatrocientos en chits sueltos, y una tarjeta intacta por un valor de mil.
De sobra, entonces. Había tenido cuidado de perder más de lo que ganaba, pero
sin parecer una perdedora sin remedio. Por supuesto, si hubiera estado jugando
en serio, ahora mismo necesitaría un cinturón de créditos adicional para
guardar sus ganancias. Por un instante, le dolió el orgullo. Implacablemente,
rechazó esa sensación.
El nivel de ruido fuera de la letrina había
descendido, así que salió, se refrescó en el pequeño lavamanos, y luego se inspeccionó
en el igualmente pequeño espejo. El rostro de una extraña le devolvió la
mirada; largo cabello plateado intrincadamente trenzado en bucles, ojos de
color verde chillón, pestañas que aleteaban ridículamente, labios color
aguamarina fruncidos en un mohín, y esos cristales extraordinarios, reluciendo
sobre sus cejas y a lo largo de las esculpidas líneas de sus mejillas. Inertes hasta
que los alimentara con una señal de activación biológica, para el equipo de
seguridad del capitán Oobolo y sus escáneres sólo eran inofensivos adornos
corporales.
Vive y
aprende, capitán. Vive y aprende, maldita sea.
Era la primera agente que usaba los cristales en
una misión. Si funcionaban tan bien como presumían los técnicos de laboratorio,
proporcionarían a la Alianza Galáctica una ventaja muy necesaria sobre los
enemigos de la paz.
Por favor,
que funcionen. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
Tras sus ojos maquillados, estaba comenzando a
crecer un fuerte dolor de cabeza, en parte por los cristales, en parte por el
humo y el ruido del salón de juego, y un poco –sólo un poco- por el estrés de
la preocupación por si no tenía éxito en su misión. Y debía tener éxito. No
sólo porque Seguridad necesitaba los datos que estaba buscando, sino porque...
porque...
Quiero a mi
padre, de verdad. Pero no siempre es fácil ser su hija.
La sombra de Wedge Antilles era alargada. Uno de
estos días tenía que sentarse a hablar con Syal, y preguntarle a su hermana
mayor cómo se las arreglaba para ocupar su puesto.
Espero que me
dejen finiquitar primero esta misión.
Se abrió paso de nuevo al salón de juego y barrió
con su mirada los diversos juegos de azar que se ofrecían mientras una
estridente oleada de ruido la envolvía. Música enlatada, risas de ganadores
eufóricos y lamentos de perdedores descorazonados, la irritantemente alegre
cháchara de los droides de Oobolo mientras atiborraban a sus clientes con
comida y bebida.
Hoy estaba empezando a convertirse en una
repetición de ayer. Antes de pasar una hora perdiendo al pazaak, había
permanecido casi durante ese mismo tiempo alimentando con créditos una sucesión
de máquinas tragaperras en el bar de lugjack. No consiguió ganancias, ni
tampoco ninguna pista de tratos ilegales, no conversaciones sospechosas que los
biocristales pudieran grabar. Durante ese tiempo, justo después de que pasaran
junto a Malastare, se acoplaron con una lanzadera, se despidieron de los
jugadores que habían vaciado sus bolsillos, y recogieron a unos cuantos
aspirantes más ansiosos de arrojar su dinero al capitán Oobolo. Podría ser
buena idea dar un tranquilo paseo y echar un vistazo a los recién llegados.
Así que deambuló junto a los jugadores de binspo,
concentrados y con el ceño fruncido. Pasó junto a los incautos que perdían sus
camisas y sus joyas en partidas de Comandante Imperial. Volvió al bar de
lugjack, por si acaso. Jugó tres partidas de dejarik; perdió una, ganó otra y
perdió la siguiente. Se detuvo para comer una hamburguesa de nerf, luego aceptó
un vaso alto de refresco de un droide que pasaba, y siguió caminando sin rumbo
fijo. Durante todo el tiempo, pudo sentir el cálido zumbido de los cristales de
comandante Bilpin que tenía incrustados, mientras registraban rostros, voces y
signos vitales. Sin dejar que su verde mirada descansara, examinó con aire
casual a cada uno de los jugadores de la sala. Encontró esperanza salvaje e
inapropiada confianza, euforia y desesperación. Todo lo que esperaba encontrar
en un garito de juego... pero nada que hiciera que Bilpin mostrara sus dientes
en una sonrisa de cazador.
Al menos no hasta que se detuvo en la mesa de
sabacc.
Su instinto afinado en el peligro despertó, y miró
fijamente a los jugadores: un corelliano, una besaliska, dos dugs, dos rodianos
y un kaminoano. Todos salvo el corelliano eran recién llegados... y algo acerca
de uno de ellos había activado su alarma. La besaliska. Había algo sutilmente incorrecto en la besaliska.
¿Pero qué? Un novato podría mirar a la jovial
jugadora, con su amplia sonrisa de dientes afilados, su llamativa túnica de
lentejuelas, sus brillantes anillos de oro reluciendo en los dedos de las dos
manos que según las reglas debían permanecer pegadas a la mesa, y pensar Esta es una presa fácil. Al no ser
ninguna novata, Myri miró más allá de la engañosa fachada, a los llamativos y profundos
ojos color ámbar de la besaliska. Fríos. Intensos. Calculadores. Crueles. Esos
no eran los ojos de una jugadora. Eran los ojos letales de una asesina. Había
visto demasiadas veces ojos como esos para equivocarse.
Pero no eran sólo los ojos los que delataban a la
besaliska. La ostentación y el brillo podrían estar gritando No me prestéis atención, soy inofensiva,
pero por detrás de eso se escuchaba en silencio una canción mucho más letal. El
engañosamente fláccido cuerpo de la besaliska se encontraba en tensión,
preparado para actuar con veloz violencia si la violencia era necesaria. Al
verlo, al sentirlo, Myri notó que sus propios músculos se tensaban con certeza
absoluta.
Te pillé.
Fingiendo perder el equilibrio sobre sus estúpidos
y puntiagudos tacones de aguja, y balbuceando sus disculpas, se colocó delante
de los espectadores que se habían reunido para ver la partida de sabacc y
activó un pulso de alimentación biológico directo que indicaría a los cristales
de grabación que se centraran en su presa. Los cristales zumbaron en respuesta.
Hasta ahora, todo bien.
La partida de sabacc continuó. Conforme las
apuestas subían a alturas estratosféricas y el resto de jugadores comenzó a
sudar y a jurar y a aplastar sus cartas sobre la mesa con creciente preocupación,
la multitud de espectadores aumentó hasta que Myri comenzó a recibir fuertes
empujones desde todos los lados. Entre los curiosos comenzaron a intercambiarse
apuestas a escondidas, con los créditos cambiando de manos rápida y
discretamente antes de que les captase alguna cámara de vigilancia y un droide
de seguridad se los llevase para ser expulsados cuando se acoplase la siguiente
lanzadera.
Una hora más tarde, la besaliska se lo llevó todo
con un Arreglo de Idiota, una de las proezas más difíciles y poco frecuentes en
los juegos de azar. El caos se desató a continuación. Sonaron campanas,
saltaron serpentinas, se encendieron bengalas que bañaron el salón con una
breve luz brillante.
-¡Se lleva el bote! –anunció el droide crupier, con
sus fotorreceptores brillando en un arco iris de excitación-. La mayor victoria
en la historia de la Princesa Galáctica.
¡Hurra!
Myri observó, removiéndose por dentro, cómo la
besaliska aceptaba los elogios con los que el droide, los disgustados jugadores
derrotados y la multitud le estaban colmando. No podía probarlo, ni siquiera
podía estar segura de cómo lo había hecho, pero todos sus instintos le decían a
gritos que la besaliska había hecho trampa. Y apostaría todos los créditos de
su bolsillo a que el droide crupier del capitán Oobolo había jugado un papel
clave en el engaño. Lo que significaba... lo que tenía que significar...
-¡Felicidades, Hamajum! –dijo el capitán Oobolo con
voz atronadora, con su piel moteada sonrojada por el placer, mientras la
multitud se apartaba a su paso-. Ha sido realmente una gran victoria. ¡No todos
los días se ve a alguien obtener un Arreglo de Idiota! Venga, concédame unos
momentos para explicarme cómo lo ha logrado. ¡Una ronda por cuenta de la casa
para todos los demás!
Bajo la cobertura de las ruidosas celebraciones,
Myri siguió en la estela de los dos criminales mientras se dirigían al bar.
Tras ellos, el droide crupier anunció una nueva partida de sabacc, otro droide
crupier proclamaba el inicio de otra ronda de pazaak, los droides camareros
comenzaron a repartir las bebidas gratuitas, y la musiquilla de las máquinas de
lugjack atravesó el aire que apestaba a bantha. La multitud se separó sólo para
volver a juntarse en otra parte, y el juego continuó.
-Tomaré un refresco –dijo Myri al droide del bar
mientras le tendía su vaso vacío. Tomando una nueva bebida, mantuvo a Oobolo y
la besaliska en el límite de su visión mientras avanzaba discretamente hacia
ellos, acercándose tanto como pudo atreverse. Lo bastante para ver cómo la besaliska
le pasaba a Oobolo un cristal de datos en un movimiento de prestidigitador
digno de un Jedi. Si no hubiera estado esperándolo, jamás habría advertido el
intercambio, nunca habría capturado el momento con los cristales experimentales
de Bilpin, y...
Un empujón, una exclamación, y la bebida de alguien
vertida por su espalda.
-¡Eh! –protestó, dándose la vuelta-. ¿Por qué no
tienes cuidado con...?
Entonces las palabras se desvanecieron, porque se
encontró mirando a una cara que jamás había visto antes... y a unos ojos que
conocía casi mejor que los suyos propios. Pertenecían al único y genuino Wedge
Antilles.
-Lo siento, lo siento –farfulló su padre-. Ha sido
culpa mía. Qué torpe. ¡Deje que le ayude a limpiarse!
Con una última mirada a Oobolo, que representaba a
la perfección el papel de un anfitrión cortés y buen perdedor dando joviales
palmadas en el hombro a su contacto, la besaliska, Myri dejó que el hombre
delgaducho y calvo de piel malva le empujara al otro extremo del bar, y esperó
hasta que un droide le hubo dado un paño húmedo.
-¿Qué estás haciendo
aquí? –susurró con fiereza, mientras su padre le limpiaba el cóctel pegajoso y
terriblemente dulzón-. Y no te atrevas
a decir que vigilándome las espaldas, porque...
-La misión se ha ido al traste –respondió él,
manteniendo un tono de voz demasiado bajo como para que nadie pudiera
escucharles-. Los cristales de Bilpin no son tan seguros como él pensaba. O el
técnico de Oobolo es mejor. O ambas cosas.
Maldición.
-¿Me estaban interfiriendo?
-En ambas direcciones. Sin otro modo de llegar a
ti, tuve que presentarme en persona.
A pesar de tener los nervios a flor de piel, Myri
sintió una oleada de alivio. Esto no era nada personal, entonces. Había venido
a salvar a quienquiera que fuese la persona enviada por Bilpin. Pero si estaba
siento interferida, entonces era probable que el equipo de seguridad de Oobolo
estuviera rastreando ahora mismo el origen de la señal. Envió una señal de
alimentación biológica para desactivar los cristales, y luego se arriesgó a
echar una mirada por encima de su hombro.
-No importa –dijo, aún en susurros-. Capté la
entrega de los datos.
-¿La besaliska?
-En efecto –dijo, dándose la vuelta. Pero la
besaliska había desaparecido, al igual que Oobolo.
Con ojos cálidos, su padre arrojó en la barra el
paño manchado.
-Buen trabajo.
No había tiempo para saborear el cumplido. Con el
corazón desbocado, hizo un barrido de la sala con la mirada, en busca de
problemas.
-¿Sabes cuánto falta hasta la próxima lanzadera?
Su padre montó el numerito de invitarle a un trago
para disculparse.
-Tres horas –dijo, ofreciéndole el vaso de
refresco-. Así que tratamos de pasar desapercibidos, y nos mantenemos cerca.
Ella alzó una ceja.
-Pero no demasiado cerca. Es decir, ¡ni siquiera
nos han presentado formalmente!
-Una vez más, lo siento mucho –dijo él en voz alta,
con ojos brillantes y las dos manos alzadas mientras agitaba su cabeza calva-.
Buena suerte, señorita. Hasta pronto.
Buena suerte, sí. Iban a necesitarla.
Myri dejó escapar un profundo suspiro. Tres horas no
era tanto tiempo. Además, aunque la gente de Oobolo apareciera buscando, ¿qué
podrían encontrar? Con los cristales desactivados, era prácticamente invisible.
Y tampoco importaba que estuvieran observando a todo el mundo por la red de
cámaras de seguridad. Siempre que no hiciera nada estúpido, como ganar un bote,
no se molestarían en mirarla dos veces.
Nos irá bien.
Perfectamente bien.
Y así fue... durante dos horas y veintiséis
minutos. Entonces los droides de seguridad de Oobolo aguaron la fiesta.
-¡Eh! –gritó alguien-. ¡No muevas esa cosa delante
de mi cara, no he hecho nada malo!
Sorprendida, Myri dejó caer el chit de crédito que
estaba a punto de introducir en su máquina de lugjack. Cuando se enderezó
después de recogerlo, su padre de color malva estaba de pie frente a ella.
-Droides con escáneres –dijo, con una seriedad
absoluta en sus familiares ojos-. Son cinco, lo que significa que nos sobran
los cinco. Hora de irse.
Ella miró fijamente a la multitud, donde un droide
alto y físicamente imponente, que recordaba incómodamente a un droide de
batalla, blandía una vara sensora de alta tecnología sobre uno de los jugadores
de Oobolo.
-Sí –convino ella-. ¿Pero irse a dónde?
Antes de que su padre pudiera contestar, el sistema
de avisos públicos cobró vida con un chasquido.
-Damas,
caballeros, y seres de todas clases –les saludó Oobolo-. Les habla el capitán. Lamentamos las
molestias, pero nuestro barrido de salud pública rutinario ha revelado que
alguien de a bordo no se encuentra bien. No hay necesidad de que cunda el
pánico, sólo es una molesta urticaria, pero estoy seguro de que sea quien sea
nuestro atribulado amigo, él o ella no quiere sufrir innecesariamente o
contagiar al resto. Así que mantengan la calma y cooperen mientras mi equipo de
sanidad termina su tarea. Y para pasar el mal trago, disfruten de otra ronda a
cuenta de la casa.
Hubo una charla animada, incluso algunas risas,
cuando la multitud reaccionó al anuncio de Oobolo.
-¿Papá? ¿Ir a dónde? –volvió a preguntar Myri-. ¿Y
cómo? No me digas que tienes una nave metida en el bolsillo de tu traje.
Su padre sonrió.
-Casi. Hay un crucero de la Alianza camuflado
esperando. Escapamos en una cápsula salvavidas y lanzamos una bengala, y ellos
vendrán a buscarnos.
-Ja –dijo ella, devolviéndole la sonrisa-. Si no
fueras calvo y malva, te besaría.
-Hemos estudiado los planos de esta nave –dijo su
padre-. Cada unidad sanitaria tiene un conducto de acceso que conduce a una
bahía de mantenimiento. Nos reuniremos allí abajo y nos dirigiremos a las
cápsulas de escape. El panel del conducto en el lavabo de señoras está en la
pared del fondo, el tercero desde arriba, segundo por la izquierda. Te veo
luego.
Myri se alejó de él sin echar la vista atrás,
evitando discretamente a los droides. Dentro del lavabo de señoras encontró a
una twi’lek solitaria, cuyas colas craneales de color azul pálido estaban
tomando un tono verduzco por haber bebido demasiado.
-Te buscan ahí fuera –le dijo a la jugadora de ojos
vidriosos. Mareada y dócil, la twi’lek salió tambaleándose. Soltándose el fino
pendiente que colgaba de su oreja izquierda, Myri lo giró rápidamente,
activando el escalpelo láser en miniatura de su núcleo; selló la puerta de los
lavabos y luego se apresuró a localizar el panel del conducto de acceso. Cuando
lo encontró, volvió a activar el escalpelo, cortando rápidamente los tornillos
de la placa. Luego, después de dejar la placa en el suelo, se guardó el
escalpelo en el bolsillo frontal de su mono y se metió con los pies por delante
en el conducto de acceso.
Justo cuando se soltaba, un pesado puño metálico
martilleó la puerta del lavabo... y lo último que escuchó mientras se hundía en
la oscuridad fue la voz de un droide pidiendo que le dejara entrar ya mismo.
Su descenso por el conducto de acceso fue rápido y
movido; recibió varios golpes en su caída. Y cuando salió despedida por el otro
extremo, no aterrizó en la superficie dura de una cubierta... sino en la masa
lanosa y cálida de un asustado bantha enano.
-¡Maldición!
La peste a estiércol fresco de bantha era cien veces
peor ahí abajo. Dando vueltas en la penumbra, Myri trató de encontrar un camino
a la seguridad, apartando hocicos húmedos y ansiosos y pesadas frentes peludas,
sintiendo cómo los animales deambulaban y se movían, con el riesgo de que la
hicieran caer bajo sus pesados pies.
-¡Myri! ¡Por aquí!
Y ese era su padre. Usando sus rodillas y codos
para mantener a los banthas a distancia, tratando de no asfixiarse mientras
aguantaba la respiración, escapó del corral de banthas.
-¡Pues vaya con el estudio de los planos! –dijo,
jadeando, mientras él la tomaba del brazo para ayudarla a subir la pared de
duracero del corral-. ¿Cuándo fue la última vez que te revisaste la vista?
Los dientes de su padre brillaron brevemente en la
penumbra.
-Aquí todo el mundo se cree un experto. Vamos. Las
cápsulas de escape están por aquí.
-¿Estás seguro? –gruñó ella, siguiéndole-. Porque
lo último que necesitamos es...
Disparos de bláster trazaron una línea de fuego
rojo por la cubierta delante de ellos.
-¡Alto! –ordenó el droide de seguridad que iba en
cabeza. Otros cuatro se alzaban tras él, fuertemente armados y amenazantes-. Al
suelo, boca abajo, las manos donde podamos verlas.
-¿Boca abajo? –repitió Myri-. ¿En este suelo? ¡Tienes que estar de broma!
Aturdido, desacostumbrado a que le replicasen, el
droide se la quedó mirando. Sin mirar a su padre, Myri extrajo del bolsillo su
pendiente escalpelo-. Cuantos más seamos, mejor lo pasaremos, supongo.
Él le había dado esos pendientes en su último
cumpleaños. Sus dientes volvieron a brillar en otra sonrisa.
-Estoy de acuerdo.
Antes de que los droides pudieran reaccionar,
desenfundó su propio bolígrafo láser, y en un dueto perfecto abrieron la puerta
del corral de los banthas. Añadiendo un “¡Lo
siento!”, Myri apuntó con su láser a la más cercana de las peludas
posaderas, haciendo que cundiera el pánico entre las desconcertadas criaturas.
-¡Corre! –gritó su padre, señalando-. ¡Por ahí! Yo
haré que salgamos al espacio real, y tú sal de aquí con la información.
¿Dejarle atrás?
Pero...
-¡Ve!
No había tiempo para protestar. Los banthas
desbocados eran tan letales como los droides, que no perdían tiempo en disparar
a cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Ahora el aire apestaba a
pelo y carne quemados, además de a estiércol fresco. Los banthas bramaban,
correteando entre ella y su padre mientras los disparos de bláster rociaban el
techo, las paredes y el suelo.
Haciendo acopio de toda su velocidad, fuerza e
ingenio, Myri se lanzó hacia la libertad. Sintió que su hombro izquierdo se
desencajaba al empujar a un droide a un lado, sintió un crujido en su rodilla
derecha al tropezar sobre un bantha caído. El sudor le picaba en los ojos,
cegándola. No podía ver a su padre.
No importa.
Sigue corriendo. El general Antilles puede cuidar de sí mismo.
Sirvientes chadra-fan atónitos se apartaban a su
paso mientras corría a través de la escasamente iluminada bahía de ingeniería
del carguero. Cápsulas de escape, cápsulas de escape, ¿dónde estaban las
malditas cápsulas de escape?
Allí. Justo arriba. Había dos. Dirigiéndose hacia
ellas, notó la trepidación del carguero cuando los motores de velocidad luz se
apagaron. Bien hecho, papá. Quiso
esperarle, pero si lo hacía le despellejaría viva. Sólo importaba la misión,
nada más. Ella lo sabía. Pero esperó.
-¡Vamos, papá, vamos! –gruñó, llegando a la primera
cápsula salvavidas y abriendo de par en par su escotilla. Un último vistazo a
sus espaldas... y allí estaba, escapando de la bahía de motores con un droide
en sus talones. Maldición, esos
apestosos hojalatas corrían bastante. Oobolo debía de haberlos trucado.
No esperó, no, era demasiado lista para eso, pero
antes de culminar su fuga abrió la compuerta de la otra cápsula salvavidas.
Unos pocos instantes de ventaja era todo lo que Wedge Antilles necesitaba.
Escuchó fuego bláster mientras cerraba con un
portazo la compuerta de su propia cápsula, y luego pulsó el botón de
lanzamiento. Una explosión de gases propulsores y salió escupida al espacio,
con las distantes estrellas centelleando y la mole del carguero de Oobolo
cerniéndose gigantesca. Pero, ¿dónde estaba el crucero de la Alianza?
Un pulso de alimentación biológico reactivó los
cristales de Bilpin, para que la seguridad de la Alianza supiera que era ella.
Un rápido examen de los controles de la cápsula salvavidas reveló un
rudimentario sistema de dirección y un comunicador. Introdujo en el enlace un
código de identificación seguro, comenzó a transmitir, y luego presionó el
rostro contra la ventanilla. Buscando a su padre. Buscando a la ayuda.
¡Y ahí estaba! Allí estaba el crucero de la
Alianza, casi lo bastante cerca como para besarlo, con sus hermosas líneas
esbeltas apareciendo entre ondulaciones cuando el escudo se desactivó. Y ahí
estaba la otra cápsula de escape. Su padre. Pero algo iba mal, la cápsula estaba
girando, no flotando. Saltaron chispas antes de que el vacío las apagara. Un
desafortunado impacto de bláster. La otra cápsula salvavidas estaba dañada.
Hubo cegadores rayos de luz cuando los blásters del
carguero de Oobolo dispararon... y fallaron. Pero, ¿la próxima vez? Myri pegó
su puño a la ventanilla. No podía quedarse de brazos cruzados, viendo cómo
Oobolo hacía desaparecer a su padre del cielo. Justo cuando el crucero de la
Alianza se lanzaba a la refriega y respondía a la beligerancia del carguero con
su propia ráfaga letal de plasma, ella se lanzó sobre los controles de la
cápsula. Dejó que el crucero distrajera a Oobolo y a su sorprendentemente bien
armado carguero, y ella hizo el resto.
La cápsula salvavidas respondía a sus órdenes
torpemente, de forma reticente. Peo que una vaina de carreras arrastrando
pesados sacos de arena. Maldición.
¡Qué no daría por ser un Jedi! Jurando entre dientes, Myri obligó entre ruegos
y súplicas a que el inútil montón de chatarra tomase un rumbo de intercepción, sintiendo
que sus huesos chirriaban y su músculos gritaban mientras hacía que la maldita
cápsula cubriera la distancia... cubriera la distancia...
Las cápsulas salvavidas chocaron con un
escalofriante golpe seco.
Mientras abrasadoras líneas de fuego de cañón laser
se entrecruzaban en la oscuridad del espacio, hizo que su cápsula de escape
rebotara palmo a palmo a lo largo del casco de la nave dañada de su padre,
empujando y compensando hasta que quedó encajada detrás de él, y ambos estaban
alineados con el crucero de la Alianza. El estrecho espacio interior de su
cápsula salvavidas estaba iluminado con una brillante luz estroboscópica blanca
que la estaba cegando. No podía creer que Oobolo no diera media vuelta y se
fuera. Esa información que la besaliska le había pasado tenía que ser la bomba
si valía la pena correr este tipo de riesgos.
Volvió a mirar por la ventanilla. Su padre le
devolvía la mirada desde su cápsula salvavidas, lo bastante cerca como para
poder tocarse, con su rostro malva húmedo con sangre. Pero le estaba sonriendo,
saludando con la mano. Sosteniendo su comunicador. Ella tomó el suyo, lo puso
de nuevo en su frecuencia por defecto y lo activó.
-¿Estás bien?
–preguntó su padre. Su voz distorsionada por la estática sonó potente en el
silencio casi absoluto de la cápsula.
-Sí. ¿Y tú?
-Bastante
bien. Pero los controles están fritos, pequeña, así que es cosa tuya. Llévanos
a casa.
La confianza de su padre acabó con el miedo que
sentía Myri.
-¡Sí, señor! –dijo con una risa.
Apuntó sus cápsulas salvavidas hacia la cubierta de
hangar abierta del crucero de la Alianza, y extrajo hasta la última chispa de
energía de su renqueante e inadecuado motor. Miró fijamente su destino,
agarrando los controles con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, sintiendo
que se le ponía la carne de gallina entre los omoplatos. Un disparo afortunado
del carguero, sólo uno, y se convertirían en pequeños fragmentos de metal
destrozado, huesos y sangre, flotando para siempre en el vasto frío del
espacio.
El tiempo se ralentizó. Las cápsulas nadaban por el
vacío. Suspendida entre las posibilidades, Myri sintió cómo sus arañazos y
moratones se quejaban. Sintió que sus instintos de piloto dirigían sus dedos
sobre los controles, un empujoncito a este lado, un ligero temblor hacia el
otro, mientras el motor subluz se esforzaba y el fuego de plasma trazaba
amenazas de desastre en la noche.
Y entonces, en lo que le pareció un parpadeo, el
cielo se llenó de seguridad.
Como en un sueño, vio cómo la sombra del crucero de
la Alianza les tragaba, sintió la oscuridad cayendo sobre su rostro. Parpadeó
de nuevo cuando las luces del hangar acabaron con la oscuridad, y sintió el
sabor a sangre al morderse la lengua cuando su cápsula salvavidas golpeó con
fuerza la cubierta del hangar. A través de la ventanilla vio la cápsula de su
padre chocar contra la cubierta delante de ella, y luego girar sobre su costado
con un estridente chirrido. Vio gente, corriendo hacia ellos, agradeciendo la
visión de sus familiares uniformes de la Alianza.
Un técnico abrió la escotilla de su cápsula
salvavidas desde el interior.
-Hola ahí dentro. ¿Estás bien?
Myri asintió.
-Estoy bien. Gracias –dijo mientras trepaba al
exterior. El técnico se la quedó mirando, con una expresión de extrañeza. Lo
achacó a los llamativos cristales que llevaba, y se volvió a buscar a su padre.
-¡Myri! –dijo él, acercándose. La sangre de su
rostro se había secado formando una máscara roja, que contrastaba terriblemente
con la piel malva-. Buen trabajo.
Dos pequeñas palabras que contenían toda una
galaxia de orgullo. Le sonrió.
-Gracias.
Una multitud se había reunido, y se dio cuenta de
que todos la estaban mirando con esa misma expresión peculiar. Entonces alguien
comenzó a aplaudir. En cuestión de instantes todo el mundo estaba aplaudiendo,
incluso su padre.
Desconcertada, Myri se ruborizó.
-¿Qué? Dejadlo ya, ¿queréis? En serio, gente. ¿Papá?
La multitud se apartó para revelar una figura
larguirucha y familiar. Garik Loran. Con su rostro enjuto completamente serio,
dejó que el aplauso continuara durante unos instantes, y luego lo detuvo
levantando una mano.
-Esa ha sido una acrobacia impresionante –dijo, con
los ojos entrecerrados-. Apuesto a que tenemos que llamarla la Maniobra
Antilles.
Nunca podía distinguir si el viejo amigo de su padre
bromeaba o no. Todo lo que sabía a ciencia cierta era que a Garik Loran no le
gustaban las exhibiciones.
-Lo siento, señor –murmuró-. Pero no podía dejar
que frieran al general Antilles.
-Supongo que no –convino Loran. La miró
socarronamente-. ¿Sabes que lo que has hecho con esas cápsulas salvavidas es
técnicamente imposible?
Su padre estaba sonriendo.
-No hay nada imposible. No para un Antilles.
Mientras Loran miraba a su padre poniendo los ojos
en blanco, Myri sintió que su rubor aumentaba aún más. Muy bien. Ya basta.
-Señor, la misión. ¿Consiguieron...?
Loran asintió.
-Sí, recibimos tus transmisiones intactas. Oobolo
consiguió escapar justo cuando nos alcanzasteis, pero no te preocupes. Le
marcamos a tiempo. Él, su amiga y los datos pronto estarán bajo custodia de la
Alianza.
-Es bueno saberlo, señor.
-Desde luego –dijo Loran, y dio un paso atrás-.
Ahora, si vosotros dos sois tan amables de venir conmigo, tenéis un informe que
dar. –Alzó las cejas-. Y después de eso, Myri, hay otra misión que quisiera discutir
contigo. Todos los demás, de vuelta al trabajo.
-Ah, bueno –dijo su padre, mientras salían del
hangar caminando juntos-. Ya sabes lo que dicen, pequeña. La recompensa por un
trabajo bien hecho es otro trabajo.
Eso era muy cierto. Pero no le importaba. Sonrió
cuando los dedos de su padre se entrelazaron un instante con los suyos y luego
se soltaron.
-Estoy lista, general –dijo. Y estalló en risas.
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