Día 3: En la Fortaleza Jawa
Conocía a esos jawas. Había estado a las puertas de su fortaleza muchas veces, especialmente durante el año que pasé midiendo la humedad en los cañones de mi granja: Accederían a intercambiar agua por la chatarra que encontrase en el desierto y por información acerca del Imperio y sus ciudades y los sistemas con los que funcionan, y de las razas alienígenas y cómo tratar con ellas. Traté de ser bueno con los jawas, y justo. Si obtenían lo mejor de mí en algunos tratos, yo salir ganando en algunos otros, y la balanza quedaría más o menos nivelada. Algunos de los jawas incluso llegaron a ser mis amigos; los de más edad, aquellos de los que pude aprender quién tendría la paciencia de enseñarme su idioma, el uso de las plantas nativas, nociones geográficas.
Su fortaleza de gruesos muros se mezclaba con las paredes del cañón, pero sabía cómo volar justo hasta sus puertas cerradas y ocultas. Salí de mi deslizador y alcé la unidad de holopantalla.
-¡Oh, jawas! –exclamé-. Vengo ante vosotros con información para hacer trueque.
Las puertas se abrieron de inmediato –la palabra “trueque” siempre abriría sus puertas- y ocho jawas salieron apresuradamente. Intenté de nuevo ver el interior, pero no pude hacerlo con la oscuridad que allí había. Nunca me habían invitado a entrar. No tenía ni idea de lo que había dentro. Esta era una fortaleza familiar nueva, quizá sólo de unos cien años de antigüedad, con, según suponía, quince clanes; cuatrocientos jawas. Eran celosos de sus secretos y recelosos ante cualquier alienígena, pero hablarían conmigo, y harían trueque conmigo, y pasarían horas fuera sobre la arena.
El primer Jawa en alcanzarme fue mi viejo amigo Wimateeka. Comenzó a charlar conmigo en Jawa, lentamente, para que pudiera entenderle.
-¿Sigues viniendo aquí pidiendo agua ahora que la cultivas tú mismo? –gorjeó, y todos rieron.
-No –dije-. Pero os he traído agua como presente en agradecimiento por la generosidad que tuvisteis conmigo en el pasado.
Dejé un odre de agua en los brazos de Wimateeka, y él apenas podía sostenerlo por sí solo. Los otros se arremolinaron a su alrededor para ayudarle a dejarlo sobre la arena y para tocarlo, para sentir el agua moviéndose en su interior.
-¿Qué más nos has traído? –preguntó Wimateeka.
-El conocimiento de los mapas –dije-, y cómo el Imperio los usa para decidir asuntos acerca de las tierras. Nosotros podemos usarlos del mismo modo.
Dejé la unidad de holopantalla sobre la arena nivelada del exterior de la fortaleza, tierra batida y compactada por las idas y venidas de los reptadores Jawa, y pedí a la unidad que mostrase mi mapa a poca altura del suelo. Los jawas soltaron chillidos asustados y escaparon, pero no Wimateeka. Él no abandonaría el odre de agua: Mantenía sus manos sobre él.
-¿Qué es esto que nos has traído, Ariq? –preguntó.
Un mapa, expliqué. Les conté qué eran los mapas y cuál era su propósito, cómo todas las montañas y valles y llanuras de arena a nuestro alrededor estaban representados ahí con pequeñas réplicas, y comenzaron a reconocer y señalar lugares familiares, maravillados de que a esa escala su fortaleza era tan pequeña como el punto rojo.
Les expliqué qué eran las fronteras y qué podrían significar para nosotros: el modo en el que, si aceptaban respetar los límites de la concesión de tierra que el gobierno me había dado, yo no iría al gobierno a pedir tierras más allá del cañón hacia su fortaleza… De hecho, yo les ayudaría a rellenar los formularios para reclamar esa tierra ellos mismos. Les sugerí que comprasen e instalasen sus propios evaporadores, por todo el valle, hasta el borde de mi granja. Incluso si no hacían eso, la línea imaginaria entre su tierra y la mía les daría cierta protección, y les dije cómo esperaba que el Imperio llegaría a aceptar las líneas que acordásemos, y evitaría que otros humanos hicieran granjas en su valle.
Cuando terminé, los jawas se apresuraron a entrar en la fortaleza para discutir mi información y mi propuesta. Se llevaron el agua. Pedí a Wimateeka que se quedase fuera conmigo un rato más. Nos sentamos a la sombra de mi deslizador para mirar los soles ponientes mientras hablábamos.
-¿Puedes enseñarme un saludo de los moradores de las arenas? –le pregunté.
Me miró, sorprendido.
-Koroghh gahgt takt –dijo unos instantes después-. Que tu partida sea venturosa.
-No, un saludo –dije-. No una despedida. –Pensé que había pronunciado mal la palabra Jawa para “saludo” la primera vez que pregunté.
-Eso es un saludo –dijo-. El más educado. Se saludan así entre ellos porque siempre están viajando. Raramente permanecen mucho tiempo en un lugar.
Ni siquiera el tiempo suficiente como para desarrollar saludos, pensé, tan sólo bendiciones apresuradas porque se separan los unos de los otros muy pronto.
-Dilo de nuevo –pedí, y Wimateeka lo hizo, y yo lo repetí hasta que supe decirlo.
-¿Por qué quieres aprender este saludo? –me preguntó Wimateeka.
Le expliqué lo de los moradores de las arenas y el agua, y mis preguntas acerca de la tierra… su tierra.
Wimateeka quedó en silencio un tiempo, mirándome.
-Los moradores de las arenas jóvenes serán peligrosos en los días venideros, y durante un tiempo –dijo. Explicó que esta era la época en la que los adolescentes deben realizar alguna gran hazaña para ganarse la madurez, hazañas que a menudo incluían actos de destrucción contra otras razas que no fuesen los moradores de las arenas.
-Todos nuestros reptadores vuelven a casa para esperar aquí durante ese tiempo –dijo-. Deberías conducir a tus camaradas humanos a Mos Eisley y hacer lo mismo.
Me contó cómo un gran ejército de jóvenes moradores de las arenas atacó una vez una fortaleza Jawa al sur de nosotros y masacró a sus habitantes. Esa fortaleza seguía siendo una ruina vacía, quemada, que Wimateeka había visitado una vez. Tuve suerte de que los moradores de las arenas que rondaban mi evaporador no hubieran sido adolescentes un busca de ganarse su madurez.
Wiimateka me preguntó cómo operar la unidad holográfica, y la programé para que obedeciera a la voz de Wimateeka cuando le pidiera mostrar el mapa, y nada más. Él hizo que el mapa se mostrase tres veces, y luego preguntó si podía llevarlo a la discusión del interior de la fortaleza.
-Esto no es un intercambio –le dije-. Quiero esta unidad holográfica de vuelta, intacta.
-Yo te la traeré personalmente –dijo. Cogió abruptamente la unidad holográfica y se apresuró a entrar en la fortaleza.
Me tomé la cena que había traído conmigo. Después de que el último sol se hubo ocultado, extendí mantas sobre la arena. Pretendía dormir allí, bláster en mano –especialmente después de la historia de Wimateeka acerca del rito de madurez de los jóvenes moradores de las arenas- en la relativa seguridad del exterior de las puertas Jawa. Pero en mitad de la noche, los jawas se acercaron a mí, con antorchas.
Wimateeka los lideraba.
-Nos has honrado –dijo. Puso la unidad holográfica frente a mí-. Extiende nuestras fronteras para incluir el valle a nuestro oeste hasta el Mar de las Dunas, y aceptaremos tu proposición.
Mostré el mapa y le dije a la unidad holográfica que hiciera los cambios de fronteras. Los jawas exclamaron de forma apagada cuando sus líneas negras se movían para incluir el valle que habían pedido. Era un valle por el que viajaban sus reptadores para llegar hasta el Mar de Dunas para sus búsquedas de chatarra. Todo el mundo estaba de acuerdo en que necesitaban ese valle.
-No estamos seguros aquí en la arena –dijo Wimateeka-. Toma tus mantas, tu deslizador y tu unidad holográfica y entra para pasar el resto de la noche con nosotros.
No me esperaba esto. Me levanté de inmediato y doblé mis mantas, las guardé junto a la unidad holográfica en el deslizador, y lo conduje a través de sus puertas.
No dormimos. Los jawas me llevaron a una gran sala, y en el corazón de su fortaleza hablamos a la luz de las antorchas acerca de mapas y agua y los moradores de las arenas, y de cómo hablar con ellos acerca de los mapas.
Su fortaleza de gruesos muros se mezclaba con las paredes del cañón, pero sabía cómo volar justo hasta sus puertas cerradas y ocultas. Salí de mi deslizador y alcé la unidad de holopantalla.
-¡Oh, jawas! –exclamé-. Vengo ante vosotros con información para hacer trueque.
Las puertas se abrieron de inmediato –la palabra “trueque” siempre abriría sus puertas- y ocho jawas salieron apresuradamente. Intenté de nuevo ver el interior, pero no pude hacerlo con la oscuridad que allí había. Nunca me habían invitado a entrar. No tenía ni idea de lo que había dentro. Esta era una fortaleza familiar nueva, quizá sólo de unos cien años de antigüedad, con, según suponía, quince clanes; cuatrocientos jawas. Eran celosos de sus secretos y recelosos ante cualquier alienígena, pero hablarían conmigo, y harían trueque conmigo, y pasarían horas fuera sobre la arena.
El primer Jawa en alcanzarme fue mi viejo amigo Wimateeka. Comenzó a charlar conmigo en Jawa, lentamente, para que pudiera entenderle.
-¿Sigues viniendo aquí pidiendo agua ahora que la cultivas tú mismo? –gorjeó, y todos rieron.
-No –dije-. Pero os he traído agua como presente en agradecimiento por la generosidad que tuvisteis conmigo en el pasado.
Dejé un odre de agua en los brazos de Wimateeka, y él apenas podía sostenerlo por sí solo. Los otros se arremolinaron a su alrededor para ayudarle a dejarlo sobre la arena y para tocarlo, para sentir el agua moviéndose en su interior.
-¿Qué más nos has traído? –preguntó Wimateeka.
-El conocimiento de los mapas –dije-, y cómo el Imperio los usa para decidir asuntos acerca de las tierras. Nosotros podemos usarlos del mismo modo.
Dejé la unidad de holopantalla sobre la arena nivelada del exterior de la fortaleza, tierra batida y compactada por las idas y venidas de los reptadores Jawa, y pedí a la unidad que mostrase mi mapa a poca altura del suelo. Los jawas soltaron chillidos asustados y escaparon, pero no Wimateeka. Él no abandonaría el odre de agua: Mantenía sus manos sobre él.
-¿Qué es esto que nos has traído, Ariq? –preguntó.
Un mapa, expliqué. Les conté qué eran los mapas y cuál era su propósito, cómo todas las montañas y valles y llanuras de arena a nuestro alrededor estaban representados ahí con pequeñas réplicas, y comenzaron a reconocer y señalar lugares familiares, maravillados de que a esa escala su fortaleza era tan pequeña como el punto rojo.
Les expliqué qué eran las fronteras y qué podrían significar para nosotros: el modo en el que, si aceptaban respetar los límites de la concesión de tierra que el gobierno me había dado, yo no iría al gobierno a pedir tierras más allá del cañón hacia su fortaleza… De hecho, yo les ayudaría a rellenar los formularios para reclamar esa tierra ellos mismos. Les sugerí que comprasen e instalasen sus propios evaporadores, por todo el valle, hasta el borde de mi granja. Incluso si no hacían eso, la línea imaginaria entre su tierra y la mía les daría cierta protección, y les dije cómo esperaba que el Imperio llegaría a aceptar las líneas que acordásemos, y evitaría que otros humanos hicieran granjas en su valle.
Cuando terminé, los jawas se apresuraron a entrar en la fortaleza para discutir mi información y mi propuesta. Se llevaron el agua. Pedí a Wimateeka que se quedase fuera conmigo un rato más. Nos sentamos a la sombra de mi deslizador para mirar los soles ponientes mientras hablábamos.
-¿Puedes enseñarme un saludo de los moradores de las arenas? –le pregunté.
Me miró, sorprendido.
-Koroghh gahgt takt –dijo unos instantes después-. Que tu partida sea venturosa.
-No, un saludo –dije-. No una despedida. –Pensé que había pronunciado mal la palabra Jawa para “saludo” la primera vez que pregunté.
-Eso es un saludo –dijo-. El más educado. Se saludan así entre ellos porque siempre están viajando. Raramente permanecen mucho tiempo en un lugar.
Ni siquiera el tiempo suficiente como para desarrollar saludos, pensé, tan sólo bendiciones apresuradas porque se separan los unos de los otros muy pronto.
-Dilo de nuevo –pedí, y Wimateeka lo hizo, y yo lo repetí hasta que supe decirlo.
-¿Por qué quieres aprender este saludo? –me preguntó Wimateeka.
Le expliqué lo de los moradores de las arenas y el agua, y mis preguntas acerca de la tierra… su tierra.
Wimateeka quedó en silencio un tiempo, mirándome.
-Los moradores de las arenas jóvenes serán peligrosos en los días venideros, y durante un tiempo –dijo. Explicó que esta era la época en la que los adolescentes deben realizar alguna gran hazaña para ganarse la madurez, hazañas que a menudo incluían actos de destrucción contra otras razas que no fuesen los moradores de las arenas.
-Todos nuestros reptadores vuelven a casa para esperar aquí durante ese tiempo –dijo-. Deberías conducir a tus camaradas humanos a Mos Eisley y hacer lo mismo.
Me contó cómo un gran ejército de jóvenes moradores de las arenas atacó una vez una fortaleza Jawa al sur de nosotros y masacró a sus habitantes. Esa fortaleza seguía siendo una ruina vacía, quemada, que Wimateeka había visitado una vez. Tuve suerte de que los moradores de las arenas que rondaban mi evaporador no hubieran sido adolescentes un busca de ganarse su madurez.
Wiimateka me preguntó cómo operar la unidad holográfica, y la programé para que obedeciera a la voz de Wimateeka cuando le pidiera mostrar el mapa, y nada más. Él hizo que el mapa se mostrase tres veces, y luego preguntó si podía llevarlo a la discusión del interior de la fortaleza.
-Esto no es un intercambio –le dije-. Quiero esta unidad holográfica de vuelta, intacta.
-Yo te la traeré personalmente –dijo. Cogió abruptamente la unidad holográfica y se apresuró a entrar en la fortaleza.
Me tomé la cena que había traído conmigo. Después de que el último sol se hubo ocultado, extendí mantas sobre la arena. Pretendía dormir allí, bláster en mano –especialmente después de la historia de Wimateeka acerca del rito de madurez de los jóvenes moradores de las arenas- en la relativa seguridad del exterior de las puertas Jawa. Pero en mitad de la noche, los jawas se acercaron a mí, con antorchas.
Wimateeka los lideraba.
-Nos has honrado –dijo. Puso la unidad holográfica frente a mí-. Extiende nuestras fronteras para incluir el valle a nuestro oeste hasta el Mar de las Dunas, y aceptaremos tu proposición.
Mostré el mapa y le dije a la unidad holográfica que hiciera los cambios de fronteras. Los jawas exclamaron de forma apagada cuando sus líneas negras se movían para incluir el valle que habían pedido. Era un valle por el que viajaban sus reptadores para llegar hasta el Mar de Dunas para sus búsquedas de chatarra. Todo el mundo estaba de acuerdo en que necesitaban ese valle.
-No estamos seguros aquí en la arena –dijo Wimateeka-. Toma tus mantas, tu deslizador y tu unidad holográfica y entra para pasar el resto de la noche con nosotros.
No me esperaba esto. Me levanté de inmediato y doblé mis mantas, las guardé junto a la unidad holográfica en el deslizador, y lo conduje a través de sus puertas.
No dormimos. Los jawas me llevaron a una gran sala, y en el corazón de su fortaleza hablamos a la luz de las antorchas acerca de mapas y agua y los moradores de las arenas, y de cómo hablar con ellos acerca de los mapas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario