La tarde de Mylesgood estaba mejorando. Al otro
lado de la calle, estaban arrestando al terrorista; mientras Mylesgood se
acercaba pudo ver que Kaser y Spinks agarraban cada uno uno de los brazos del
hombre, sujetándolos a su espalda, y Shales estaba poniéndose frente al hombre.
Mylesgood albergaba pensamientos acerca de cómo
interrogar a ese hombre. Sabía perfectamente cómo hacerlo, cómo dejar a ese
astuto criminal como un tembloroso despojo. Se imaginó a sí mismo arrojando al
terrorista a los pies del general, y sintió una oleada de excitación que no
había sentido desde los días en que la base era incuestionablemente suya. Eso
no le había parecido tan lejano en el tiempo hasta ahora.
El capitán iba ahora a pie, después de haber
aparcado el repulsor a escasa distancia; se había perdido cerca de un tercio de
su escuadrón en la explosión, algo que se negó a dejar que le afectase hasta
que todo esto hubiera terminado. El resto, incluyendo su chofer, habían sido
enviados en tras la terrorista, tras ese hombre que estaba al final de la
calle, y tras el resto de los impostores. Donde quiera que estuvieran.
Shales estaba de pie con los brazos en jarras,
hablando con voz firme.
-Será mejor que nos lo cuentes, hombrecito. Si no
lo haces, exprimiremos la información de tu amiga.
El terrorista soltó un gruñido grave, lanzó la
cintura hacia arriba, colocó los tobillos alrededor del cuello de Shales, y se
retorció.
Algo crujió. Shales cayó al suelo, con la cabeza en
un ángulo extraño. Mylesgood se escuchó a sí mismo soltar un agudo jadeo.
Tanto Kaser como Spinks estaban de pie,
boquiabiertos, y el terrorista golpeó con la cabeza a Kaser, consiguió liberar
su brazo derecho, y lanzó a Kaser contra Spinks. Sus cabezas chocaron entre sí
y ambos cayeron al suelo.
En ese momento, Mylesgood estaba corriendo, con el
bláster desenfundado, y no se detuvo hasta que estuvo justo ante el rostro del
hombre.
EL terrorista se quedó inmóvil.
Mylesgood dio un paso atrás.
-Nos has causado bastantes problemas –dijo.
El terrorista no dijo nada. Tenía la mirada fija en
Mylesgood, analizándole, analizando la situación.
-He sido un hombre muy paciente –dijo Mylesgood,
mirando efusivamente a sus agentes caídos-. Pero ahora no me siento
especialmente con ganas para conducir un interrogatorio. Ya no me importa por
qué estás aquí. Sólo me importa que tú sigues respirando, y gran cantidad de mi
gente no.
”Además, ésta sigue siendo mi base, pese a lo que
diga la creencia popular, así que no me importan todos los soldados del
Ejército del general corriendo por las calles tratando de arreglar tu desastre.
El general no cuenta, y sus hombres no cuentan. ¿Sabes quién cuenta ahora? Tú y
yo. ¿Sabes qué más cuenta? Este bláster. Ahora piensa en ello. Un bláster y
nosotros dos.
Y entonces sonrió.
Mylesgood respetó eso. Apuntó a la cabeza del
hombre con su bláster. Y habría disparado, de no haber sentido de pronto un
pequeño aguijón afilado en el cuello.
-¡Auh! –dijo, dándose un manotazo en el cuello.
De pronto se sintió extremadamente pesado. Sus
piernas no podían sostenerle en pie. No podía mantener el bláster en posición,
ni siquiera podía sostenerlo ya en la mano, y lo dejó caer al suelo con un
sonido metálico.
-Nosotros tres –dijo el terrorista.
Mylesgood elevó la mirada al cielo, al hombre que
estaba de pie junto a él. Lo último que Mylesgood vio antes de desvanecerse fue
una joven soldado con un uniforme chamuscado y hecho jirones. Sostenía una
pistola de aspecto extraño; fingió que iba a lanzársela al terrorista, pero
luego se la tendió suavemente.
-El sistema de puntería funciona perfectamente
ahora, Sr. Quisquilloso –dijo ella, y se alejaron caminando juntos.
***
En la sala de ordenadores, había veinte soldados
del ejército tratando de abrirse paso entre un mar de funcionarios presa del
pánico que se abalanzaban hacia la salida trasera, y el guardia alto aún seguía
disparando a Haathi y Maglenna, que estaban de pie en la puerta de la oficina.
-¡Regla número cuarenta y siete! –gritó Haathi por
encima del ruido-. ¡El enemigo sólo ataca en dos ocasiones! ¡Una: cuando estás
listo! ¡Dos: cuando no lo estás!
-¡Muy bien, ya vale! –gritó Maglenna-. ¡Estoy
aprendiendo! ¡Estoy contigo! ¡Hay que improvisar! ¡Sin auténtico entrenamiento!
¡Vale! ¡Pero deja de citarme reglas!
-¡Pero son para motivarte! –exclamó Haathi.
Maglenna lanzó una ráfaga de disparos bláster al
pasillo. El guardia alto recibió tres impactos de energía azul en el pecho y se
derrumbó.
-¿Ves? –dijo Haathi.
Maglenna sintió de pronto el impulso de estallar en
una risa histérica. El corazón le latía con fuerza, y sus oídos también, pero
aparte de eso todos sus sentidos estaban alerta.
-Ahora vamos –dijo Haathi, corriendo al pasillo-.
Únete a la lucha.
-¿Qué lucha?
-Ésta. –Haathi saltó a la muchedumbre de imperiales
y comenzó a disparar al techo. Algunos de ellos pensaron en lanzarse al suelo,
pero la mayor parte trató de alejarse de ella, en dirección a sus propias
tropas. Maglenna imitó el ejemplo de Haathi, y ambas se abrieron paso gritando
y disparando hasta la entrada de carga principal. Si alguien se interponía en
su camino, le aturdían, y para cuando las tropas de seguridad consiguieron
acercarse lo suficiente, Haathi y Maglenna ya estaban en el exterior de la zona
de carga principal, corriendo.
Cuando rodearon la fachada del edificio, vieron
tropas de todas clases corriendo por todas partes. Nadie advirtió a la
comandante de aspecto desaliñado o a la sargento con pinturas de camuflaje en
la cara. Todo el mundo estaba gritando órdenes, o caminando de un lado a otro
con los blásters en la mano, o gritando obscenidades a la gente en el lado de
máxima seguridad del muro.
Haathi se volvió a mirar a Maglenna.
-¿Estás bien? –preguntó-. Me estaba preocupando.
-¿Por qué?
-SI los soldados hubieran pensado que sólo tenían
oportunidad de hacer un disparo, te habrían elegido a ti. Cuando el enemigo
tiene que ser selectivo, es mejor no parecer importante.
-¿Es la regla número cuarenta y ocho?
-En realidad es la sesenta y algo. Me he saltado
unas cuantas.
De pronto Haathi y Maglenna fueron interrumpidas
por un carro repulsor con un gigantesco cañón de cubierta.
-Eh, Comandante Majara y Cabo Castigo –gritó la
conductora-. ¡Subid!
-¡Sargento, Morgan, soy sargento! –replicó Haathi,
y saltó alegremente a la cubierta trasera del repulsor. Maglenna, que se
encontraba más cerca de la parte delantera del vehículo, advirtió que la
conductora tenía un ojo morado y que su pasajero se estaba agarrando el hombro.
Ambos parecían haber salido de un colchón de llamas.
-¿Estáis bien? –preguntó Maglenna.
Al oír decir eso, Haathi, que estaba justo detrás
de los asientos de Morgan y Jayme, se inclinó hacia delante y les rodeó con un
brazo a cada uno.
-¿Qué ha pasado? –exclamó, fijándose en sus caras-.
Si sólo os he dejado solos media hora...
-Ese es el quid de la cuestión, T’Charek. Que no
estábamos solos –dijo Morgan.
-¿Quién estaba con vosotros? ¿Un pirómano?
-Parece que principalmente es sólo hollín y humo,
T’Charek –dijo Maglenna, trepando a la cubierta trasera. Luego añadió,
dirigiéndose a Jayme y Morgan-: Voy a pasarme el resto de mi carrera
parcheándoos a vosotros dos, ¿no?
-¿Eso es una de las reglas de T’Charek? –preguntó
Morgan.
-Ahora sí –dijo Haathi, y suspiró-. Muy bien, chica
maravilla. Más tarde me dirás cómo os chamuscasteis.
Morgan y Jayme se cuadraron secamente al estilo
imperial. Haathi se sentó en la silla del artillero y se abrochó el arnés;
Maglenna permaneció en el centro de la cubierta con los brazos a la espalda,
con aire solemne. Pensó que tal vez si alguien mostraba un aspecto al menos
medio oficial, el guardia de la puerta no sentiría la necesidad de hacer
preguntas. Tampoco es que eso importase: Maglenna supuso que el siguiente plan
de Haathi consistía en que Morgan embistiera directamente contra la puerta de
mínima seguridad y se alejase en los bosques antes de que nadie tuviera tiempo
de reaccionar. Mientras tanto, Morgan conducía por calles laterales y cedía el
paso a los vehículos de emergencia que se dirigían hacia el muro.
Haathi, situada con las rodillas a la altura de la
cabeza de Maglenna, se recostó en su asiento y le dio a Maglenna unos
golpecitos en el hombro.
-La primera misión casi ha terminado –dijo-. ¿Cómo
te sientes?
-Entumecida –dijo Maglenna.
-¿Echas de menos tu trabajo de despacho?
-No, porque hoy he aprendido algo.
-¿Cuarenta y ocho reglas inútiles?
-Cuarenta y nueve. Cualquier cosa que hagas en una
guerra puede matarte.
-Incluso hacer algo aburrido.
Maglenna volvió la vista atrás; en el edificio de
administración con forma de T, los imperiales aún tropezaban unos con otros,
apelotonándose en la puerta, cayendo en la zona de carga, vociferando y
lanzando exabruptos.
-Especialmente hacer algo aburrido –dijo-. Por
suerte, con vosotros tres, esa es una cosa menos de la que preocuparme.
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