El gran estadio abovedado que albergaba la pista de
barredoras de Stassia por fin estuvo a la vista. Examinando el océano de
peatones que obstruía la calle ante ellos, Tambell intentó dominar su impaciencia
y en lugar de eso terminó dando un puñetazo al techo del taxi robotizado.
-No es necesario recurrir a la violencia, señor -advirtió
en tono ofendido el cerebro droide que controlaba el taxi robotizado.
-Cálmate, estamos avanzando -agregó Rizz.
-No lo bastante rápido -gruñó Tambell. Dado que Sedeya
perdió la apuesta del otro día cuando se lo llevaron del torneo de lanzamiento
de anillo, suponía que el chico tenía que estar presente para que esa cosa Jedi
funcionase. Tenía que alejarlo de la pista de barredoras antes de que el
muchacho pudiera empezar a “imaginarse” perdedores.
Los labios de Tambell se tensaron. Había estado
pensando acerca de cómo mantener todo ese ridículo asunto de la Fuerza fuera
del informe posterior. Si el teniente pensaba que se había creído realmente
algo esa basura que se suponía que sólo era una leyenda Jedi, su siguiente
destino sería en las minas de especia de Kessel.
Luchando contra la frustración, sacó su comunicador.
-Hey, Refir -dijo cuando el droide respondió-. Conéctate
a las casetas de apuestas en la pista de barredoras, ¿quieres? Quiero saber si Reye
Sedeya o Aalia Duu-lang han realizado alguna apuesta. Cuánto y por quién. Lo
quiero tan pronto como sea posible -agregó.
Se habían acercado sólo unas pocas manzanas más al
estadio cuando Refir llamó e informó que Sedeya había apostado 10 créditos por
la Moto Seis como ganadora.
Tambell frunció el ceño ante la noticia. ¿Sólo 10
créditos?
Sin embargo, su ceño se convirtió en una sonrisa
cuando se enteró de que Aalia lo había compensado con creces.
Se había decidido por una exacta, apostando 50.000
créditos a que Seis ganaría, y Nueve quedaría segundo. Las exactas eran más
difíciles de predecir, pero pagaban mayores premios, y se preguntó si Sedeya no
sólo podía hacer que Seis ganase, sino también asegurarse de que Nueve quedase
en segundo lugar. Para que Aalia recogiera sus ganancias, los pilotos tenían
que terminar en ese orden.
Y entonces se le ocurrió: tal vez, sólo tal vez,
había cubierto sus apuestas.
Todos los pilotos de barredoras querían ganar el
gran premio, por supuesto, pero los premios para la tercera, cuarta, quinta y
sexta plaza tampoco eran calderilla. Sobre todo si venían con una pequeña prima
por no terminar en cabeza.
Hizo que Refir comprobase las cuentas correctas, y
luego volvió a mirar al tráfico peatonal que fluía a su alrededor. La ciudad
entera parecía haber salido a dar un paseo. Lanzando algunas monedas sueltas en
la bandeja de créditos del taxi robotizado, abrió la puerta y se abrió paso hacia
la acera atestada, con Rizz pisándole los talones. Al ritmo que habían estado
avanzando, llegarían más rápido a pie.
Uniéndose al enjambre en dirección a la entrada del
estadio, mostraron sus placas de identificación al droide de taquilla y fueron
invitados a entrar. Se apretujaron en la primera plataforma elevadora
disponible para llevar a los espectadores a la tribuna y, una vez en la cima,
Rizz sacó un localizador y lo activó, tecleando un código. Un punto verde parpadeó
en el centro de la cuadrícula, y después de que el dispositivo enviase sus sondas
invisibles, un punto rojo parpadeante apareció en el borde de la parrilla.
Tambell lo miró, luego miró a los varios miles de
asientos abarrotados alrededor de la pista oval.
-Vaya -dijo con amargura. La cámara de vigilancia
que seguía a Sedeya no estaba tan lejos... pero estaba justo al otro lado de la
pista, lo que significaba que el muchacho y Aalia estaban sentados enfrente, en
algún lugar. Él y Rizz tendrían que dar toda la vuelta.
Y no tenían tiempo.
La tradicional llamada para que los pilotos
ocupasen sus puestos resonó por los altavoces de comunicaciones de la tribuna y
fue rápidamente ahogada por el rugido de excitación de la multitud. Tambell
alcanzó a ver a los pilotos saliendo de los boxes a la pista, con las aletas de
dirección de aspecto letal de sus barredoras brillando como bayonetas bajo las
luces brillantes de la cúpula. Parecían bien protegidos con sus coloridos
cascos y armaduras corporales, pero él sabía lo inútil que eran realmente esas
cosas en caso de accidente.
Hileras de asientos se extendían hasta donde un muro
de duracemento de seis metros de altura marcaba el descenso hacia la pista de
abajo. Si un piloto perdía el control de su barredora, la pared teóricamente le
impediría empotrarse en la tribuna. En realidad, dado que las barredoras se
estrellaban tanto hacia abajo como hacia arriba, la pared no era de mucho
consuelo para los espectadores de las gradas inferiores.
No es que importara. Los asientos eran los más
caros, y siempre se agotaban.
Los pilotos terminaron el desfile a sus puestos y
corrían a toda velocidad por la pista, haciendo gemir sus motores al acelerar
sobre el obstáculo de calentamiento, una puerta de metal que ocupaba fácilmente
toda la anchura de la pista mientras corrían a la par. Más tarde, pasadas varias
vueltas en la carrera, los obstáculos se volverían más estrechos, y los
deportistas competirían para pasar por encima, por debajo o a través del
espacio cada vez menor. Tambell siempre había pensado que, para ser seres supuestamente
inteligentes, los pilotos de barredoras poseían muy poco sentido común. O bien muchas
ganas de morir.
Él y Rizz comenzaron a bajar los escalones. Había
un largo camino para bajar a la pista, y para cuando llegaron a la mitad las barredoras
ya se habían alineado en la salida. El rumor de la multitud desapareció bajo un
coro ensordecedor de gritos mecánicos cuando los pilotos revolucionaron sus
propulsores; pero incluso a pleno rendimiento, las barredoras quedaban
retenidas por la red repulsora que las mantenía en su puesto.
La cuenta atrás parpadeó en las pantallas que
cubrían la pared de duracemento, y la multitud la coreó, golpeando el suelo con
los pies con cada número. Cuando llegó a cero, las pantallas se volvieron
verde, las barredoras salieron disparadas hacia adelante, los espectadores se
volvieron locos, y Tambell gimió.
-Nunca llegaremos a tiempo -gritó por encima del
hombro a Rizz, quien asintió con la cabeza, mostrando su acuerdo. Llegaron a la
grada inferior justo cuando la pista se preparaba para la novena vuelta, con las
barredoras flotando como barcos en un mar agitado por la tormenta, cayendo en
picado para evitar uno de los obstáculos que se cernían sobre la pista.
Rizz levantó el localizador.
-Están prácticamente en línea recta -gritó,
señalando por encima de la zona interior del estadio donde mecánicos y droides
de mantenimiento ocupaban los boxes. Tambell miró alrededor buscando una manera
de llegar al otro lado, antes de concluir de mala gana que la larga caída hasta
la pista era la única manera.
-Entonces, crucemos –exclamó como respuesta.
Rizz lo miró -¿Estás
loco?- pero no protestó cuando Tambell se introdujo entre la pared y la
primera fila de asientos. Una valla de seguridad de eslabones láser brillaba
delante de ellos: delgadas líneas rojas entrecruzadas que quitaba a los
espectadores demasiado entusiastas las ganas de saltar a la pista. Caminaron de
puntillas, molestando de todos modos a los espectadores antes de que Tambell
finalmente encontrase lo que estaba buscando. Deslizó su identificador de
seguridad en una ranura, y una sección de 10 metros de la valla
láser se apagó.
Miró la caída hacia abajo y suspiró, pero de todos
modos pasó una pierna por encima del borde de la pared de duracemento. Su bota
golpeó la pantalla del marcador, que ahora parpadeaba con los números de las barredoras
que iban en cabeza, pasó la otra pierna por encima, respiró hondo y se dejó
caer.
Aproximadamente a un tercio de su caída, se dio
cuenta de que la altura de seis metros estaba mucho más allá de su capacidad
para aterrizar cómodamente, y trató como un loco de agarrarse al tablero marcador
conforme pasaba junto a él. Asirse a un borde ayudó a frenar su descenso, pero
dio un tirón tremendo a sus brazos, y todo su cuerpo sintió el impacto cuando
sus pies finalmente golpearon el suelo.
Apretando los dientes, inclinó la cabeza hacia
arriba para mirar a Rizz. El joven no parecía entusiasmado, pero se guardó el
localizador, pasó con cuidado por encima del borde, y luego sorprendió a Tambell
saltando de pronto hacia el obstáculo más próximo, que flotaba sobre la pista a
poco menos de dos metros de la pared. Se hundió por el peso extra cuando Rizz
se agarró al borde más cercano, y antes de que sus repulsores pudieran
compensarlo, Rizz se había dejado caer con suavidad al suelo.
-¿Estás bien? -preguntó con preocupación, al ver el
rostro contraído de Tambell. Asintiendo ligeramente con la cabeza, Tambell
trató de dar un paso, y descubrió que sus pies aún seguían insensibles. El
gemido de las barredoras se dirigía hacia ellos una vez más y, aplastándose
contra la pared, trató de no estremecerse mientras pasaban rugiendo, con sus aletas
de dirección cortando el aire con suave sonido de cuchilladas.
Una vez que hubieron pasado, él y Rizz se dirigieron a
la zona interior del estadio, pasando por encima de las líneas hidráulicas y recipientes
de lubricante, y evitando a los grasientos mecánicos, mientras se abrían paso por los boxes. Habían llegado al otro lado, mirando más allá de la pista y preguntándoese cómo iban a volver a subir ese maldito muro cuando otro tipo de zumbido cerca de ellos atrajo la
atención de Tambell.
Su pequeña incursión no había pasado desapercibida a
la seguridad de la pista. Una pequeña plataforma flotante se detuvo a unos
metros de distancia, y una oficial de aspecto severo les ordenó que la
acompañaran. Se miraron el uno al otro, se encogieron de hombros y subieron
obedientemente a la plataforma. La expresión de la mujer cambió cuando Tambell
le mostró su placa.
-Oh –dijo-. ¿Cómo puedo ayudarle, sargento?
Ella los dejó cerca de la parte superior de la
tribuna, y apenas habían salido de la plataforma cuando se elevó un grito de la
multitud, salpicado de chillidos y alaridos dispersos. La oficial miró hacia el
otro lado de la pista, luego extrajo sus macrobinoculares y estudió el desastre.
-No pasa nada -informó después de un momento-. No
hay espectadores heridos, al menos. Qué suerte. El año pasado tuvimos que estar
limpiando durante semanas.
Tambell hizo una mueca.
-Vamos -le dijo a Rizz-. Atrapemos a ese chico.
Aalia y su séquito no fueron difíciles de
encontrar, no con el localizador que mostraba a Sedeya prácticamente enfrente.
No es que lo necesitase, de todos modos; el brillante cabello rubio de Aalia
reflejaba las luces del techo, como un espejo, y sus ojos eran insondables
mientras les miraba por encima de su hombro desde donde ella tenía su corte, en
un confortable palco en uno de los niveles medios. Sedeya, con su delgado cuerpo
irradiando inquietud, estaba sentado a su lado.
Dos de los gorilas se apostaron a ambos lados del palco
cuando Tambell se acercó a la entrada, pero no se sorprendió cuando Aalia les recibió
a él y a Rizz con toda la fuerza de su encanto.
-Cabo Tambell –le saludó cordialmente-. No sabía
que era un entusiasta de las barredoras.
-Es Sargento, y no lo soy -dijo Tambell secamente. Señaló
con la cabeza hacia Sedeya-. Estamos aquí por su amigo.
El chico lo miró fijamente, con aspecto aturdido,
pero al menos su atención estaba apartada de la carrera que tenía lugar más
abajo.
La sonrisa perfecta de Aalia no vaciló ni un
instante.
-¿Tiene usted una orden de detención?
-¿Voy a necesitar una? –respondió él, mirando esos
ojos increíbles y reconociendo el frío desprecio que acechaba en sus
profundidades. En su cinturón, sonó su comunicador. Lo sacó y se lo entregó a
Rizz sin romper la mirada. Rizz se hizo a un lado y respondió a la llamada.
-Sí, creo que la necesitará -dijo Aalia-. Después
de esas inconveniencias en el torneo, el otro día, Reye ya ha cooperado
bastante con usted. ¿Verdad, Reye?
El chico se retorció en su silla y empezó a decir
algo, pero ella le puso una mano en el brazo a modo de advertencia. Tragó
saliva y se calló.
-Vuelva cuando tenga una orden de detención,
sargento -aconsejó, sin dejar de sonreír agradablemente-. De lo contrario, apártese,
por favor. Me está bloqueando la vista.
Tambell sintió cómo la ira comenzaba a arder. Hace
cuatro años, ella al menos habría tenido el debido respeto a la autoridad
imperial. Ahora era simplemente arrogante. Antes de que pudiera responder,
Sedeya se libró de la cuidada mano de Aalia y se levantó.
-De acuerdo, señor -murmuró, sin mirar a la señora del
crimen-. Iré con usted.
La sonrisa de Aalia permaneció en su lugar, pero sus
ojos quedaron abruptamente helados.
-¿Estás seguro de que es lo que quieres hacer? -le
preguntó-. No tiene por qué ir con él, Reye. No si no tiene una orden.
-Está bien -murmuró Sedeya, dirigiéndose hacia la
entrada. De repente, Tambell tuvo la impresión de que la perspectiva de
quedarse con Aalia lo asustaba aún más que lo que podría suceder si se iba con
ellos.
-Pero, ¿no quieres esperar y ver si ganas tu
apuesta? –preguntó Aalia.
El chico pasó apresuradamente junto a Tambell,
saliendo del palco, y se detuvo junto a Rizz, cerca de las escaleras.
-Uh, en realidad no –dijo-. No me sentía muy
afortunado cuando la hice.
Tambell se detuvo a considerar esas palabras.
¿Significaba que Reye ya había decidido no desempeñar su papel en el esquema de
Aalia? Si fuera así, se le podría persuadir para que les contara lo que sabía.
Se volvió hacia Aalia.
-Volveré luego a por usted -prometió en voz baja-.
Después de que haya ganado su apuesta.
Los ojos de Aalia se estrecharon, y la sonrisa se
torció en algo sospechosamente parecido a una mueca de desprecio.
-Hágalo.
-En realidad, no creo que tengamos que volver -interrumpió
Rizz, devolviendo el comunicador a Tambell mientras se acercaba a su lado-.
Creo que podemos llevárnosla en este momento.
Tambell le miró, arqueando una ceja.
-Era Refir -dijo Rizz-. Parece que ha habido cierto
número de depósitos contabilizados en las cuentas de varios pilotos de la
carrera de hoy... salvo unos pocos notables.
-¿Cómo los de la exacta de la apuesta de Aalia? –sugirió
Tambell.
-Una coincidencia, estoy seguro -convino Rizz-.
Algunos de los fondos provienen de un restaurante en el sur, otros de una
cantina en Ciudad Stassia, y otros de un par de negocios más sin relación
aparente. Pero todos ellos tienen una cosa en común. -Echó un vistazo a la
señora del crimen-. Es un poco complicado, pero la cuestión es que Aalia Duu-lang
tiene intereses financieros en todos ellos.
Aalia ya no estaba sonriendo.
-Eso no quiere decir nada -dijo ella
desdeñosamente, apartándose el pelo rubio hacia atrás sobre un hombro-. Tengo
varios intereses de negocios. No puedo seguir la pista de cada crédito que
pagan, o a quién se lo pagan. Están agarrándose al humo de los propulsores si
creen que pueden demostrar una conexión.
El rugido creciente de la multitud casi ahogaba su
voz. Atrapados en el asunto en cuestión, Tambell no se había dado cuenta de que
la carrera estaba en sus últimas vueltas, pero de repente la tribuna entera
parecía bullir con los fans animando a sus favoritos en los últimos instantes.
Una pequeña estampida bajó las escaleras hacia la valla de eslabones láser, y
Tambell miró para ver a Sedeya deslizándose sigilosamente por las escaleras.
El rostro del muchacho estaba preocupado, pero
decidido, y Tambell había dado un paso tras él cuando el susurro de un movimiento
a su izquierda le hizo cambiar de idea y desenfundar su bláster. Apuntó a uno
de los gorilas de Aalia, quien le apuntaba a su vez con otro.
El hombre se congeló cuando vio que la deserción
Sedeya no había resultado ser una distracción suficiente. Rizz mantuvo vigilado
al otro gorila mientras se anunciaban los resultados de la prueba. La boca de
Aalia se tensó cuando una sonrisa se dibujó en el rostro de Tambell.
-Felicidades –dijo él-. Acaba de ganar un billete
de ida a Kessel.
Los ojos de la mujer eran glaciares.
-Nunca conseguirán que los cargos se mantengan -dijo
ella con frialdad mientras desarmaban a sus dos socios-. Su verdadero
sospechoso ha escapado, y no creo que sean capaces de endosarme esto a mí.
-Él irá lejos -dijo Tambell-. No puede desprenderse
de la cámara de vigilancia.
-¿Ah, sí? Acaba de hacerlo -dijo, mirando
significativamente por encima del hombro.
Tambell dio media vuelta y vio el dispositivo
flotando varios niveles más abajo, moviéndose de un lado a otro, como si estuviera
confuso, buscando algo en la multitud. Frunció el ceño y se volvió hacia Aalia
encogiéndose de hombros con indiferencia.
-No hay problema. Lo atraparemos más tarde.
Tal vez para entonces ya habría pensado alguna
excusa para explicar la participación del muchacho en todo esto. Algo que no
mencionase a los Jedi, ni ninguna Fuerza extraña. No es que él creyera en tales
supersticiones, por supuesto. Pero no tenía sentido siquiera mencionarlo a sus
superiores. Sólo serviría para meterlo en problemas.
Y mientras tanto, tenían a Aalia.
Después de cuatro largos años, finalmente la tenían.
Sonrió con satisfacción, sacó un par de esposas de su cinturón y se las entregó
a Rizz.
-¿Es realmente necesario? -preguntó Aalia con
altivez.
-No -le dijo Rizz, ajustándoselas alrededor de las
muñecas de todos modos. Los espectadores les miraron con curiosidad a medida
que desfilaban por las escaleras, y Tambell volvió a echar un vistazo a la
tribuna por si localizaba a Reye.
Bueno, pensó. El chico era demasiado tonto para
eludirles durante mucho tiempo. Por otra parte, le había parecido demasiado
tonto para eludirles sin más...
Tambell se encogió de hombros. Se preocuparía de
eso más tarde. Ignorando la feroz mirada verde de Aalia, pulsó su comunicador, llamó
al despacho y solicitó una recogida de prisioneros.
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