Phil Brucato
-¡Sark! –maldijo Kendrell,
deseando haber llevado consigo un respirador-. ¿Qué es ese olor?
Deeka se detuvo, examinando la
zona.
-Es verdad, huele horrible –convino-,
pero nunca me he encontrado un olor semejante.
Los mosquitos de la selva
zumbaban esporádicamente alrededor de las cabezas de los viajeros espaciales.
Kendrell se los apartó con la mano por millonésimo cuarta vez y se limpió el
sudor de la cara.
-¡Entre este calor, estos bichos
y esa peste, Maxim va a tener que meterme en una camilla médica!
-Deja de protestar –murmuró Deeka-.
¡Ajá! Ahí está.
Lo que estaba allí era un reptante
montón de desechos grasientos, de aproximadamente un metro de largo y grotescamente
gordo. Grandes uñas negras, cubiertas de mucosidad brillante, sobresalían de
las garras verrugosas de la criatura. Incluso Dekka, la imperturbable
exploradora, sentía repugnancia. Un profundo bufido, a mitad de camino entre un
gruñido y un eructo, retumbó desde la panza de la cosa cuando esta se levantó y
contempló a sus visitantes.
Kendrell alzó su bláster.
-¿Qué pretendes hacer? –le gritó
Deeka mientras él apuntaba.
-“Pretendo” volatilizar esa cosa
–replicó Kendrell-. No quiero convertirme en su cena.
La cosa en cuestión examinó el
aire con su hocico. Los orificios nasales temblaban con cada palabra que decían
los viajeros.
-No vas a volatilizar nada,
Kendrell Shell. Eso no te está amenazando –exclamó Deeka, bloqueando su línea
de tiro. Deeka sintió cómo el aura del piloto latía de irritación, pero él no
dijo nada.
El slork brillaba reflejando la
luz del sol filtrada. La peste emanaba de él en oleadas. Deeka titubeó un poco.
-Es repulsivo –convino-.
Marchémonos de aquí.
-Desde luego –respondió el
piloto, alejándose del excavador de basura. Al dar media vuelta, Kendrell
advirtió por el rabillo del ojo algo llamativo en el suelo. Volvió a mirar, más
de cerca.
-¿Eso es...?
Deeka miró al suelo y se estremeció.
-Lo es –dijo-. Pero esa pobre
persona lleva ya algún tiempo muerta.
-¿Sigues pensando que esa cosa
no es una amenaza? –preguntó Kendrell a su socia.
-No si nos vamos de este sitio –replicó
ella-. Vámonos.
El slork observó cómo se
marchaba la pareja, y luego continuó comiendo tranquilamente.
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