Día 50, primera hora de la tarde: Espero junto al evaporador con un último presente de agua
Esperé junto al evaporador porque pensé que los moradores de las arenas llevarían a Ariela a su campamento principal, en algún lugar al noroeste de aquí. Podía viajar más rápido que los adolescentes en mi deslizador de superficie, así que estaría por delante de ellos y ellos tendrían que pasar junto a mí. Probablemente se detendrían a ver si les había dejado algo de agua.
Y había pensado lo que les diría. Ellos eran adolescentes que necesitaban probarse dignos de ser adultos. Podría ofrecerles un modo de ser recordados por siempre en los relatos y de ganarse una madurez que sería honrada siempre: negociar con los jawas y conmigo para asegurar las fronteras de su tierra y por tanto su modo nómada de vida. Sabía que tendrían que consultar con sus adultos, pero los adolescentes podían comenzar el proceso y convencerles de que esto era necesario.
Esperaba que estuvieran de acuerdo conmigo. Esperaba que no me decapitasen antes. Esperaba que aceptasen que Ariela era un asunto banal comparado con esto y que el agua y la tela que Wimateeka y yo habíamos traído de mi casa para negociar por ella sirvieran para rescatarla.
Así que esperamos en la arena, con nuestro agua y nuestra tela, y la unidad de holopantalla y mi mapa.
Y entonces, de repente, llegaron junto a nosotros. En un instante estábamos rodeados por jóvenes moradores de las arenas, cada uno de ellos armado con un bastón gaffi, con su afilada hoja brillando bajo la dura luz del sol. Las dunas estaban cubiertas por moradores de las arenas. Busque a Ariela, pero al principio no pude verla.
Me puse en pie y alcé mi brazo y cerré mi puño y les saludé.
-Koroghh gahgt takt.
Todos estaban inmóviles y silenciosos. Ninguno de ellos habló ni alzó su brazo. Entonces fue cuando vi a Ariela: atada y amordazada y vigilada en lo alto de una duna hacia el sur.
-Diles a los moradores de las arenas lo que yo diga -pedí a Wimateeka, y sabía que tenía que hablar rápidamente y bien para salvar la vida de Ariela, y probablemente la de Wimateeka y la mía propia.
Les dije que podíamos detener los problemas como el que había tenido lugar hoy. Conocía un modo. Les conté mi plan, y mi esperanza de que el Imperio llegase a reconocer lo que habíamos hecho, y lo que eso significaría para su pueblo y el mío.
Wimateeka tuvo problemas para explicar el mapa, y yo no sabía si podrían entender qué era un mapa. Wimateeka y yo preparamos una zona llana en la arena, y coloqué allí la unidad de holopantalla y presenté mi mapa. Algunos de los moradores de las arenas retrocedieron, sorprendidos, pero otros pronto avanzaron, arremolinándose a su alrededor, y el mapa comenzó a tener sentido para ellos.
Pero yo no negociaría hasta que hubieran liberado a Ariela.
-Lo que estamos a punto de hacer es mejor que más muertes -dije-. Quiero que liberéis a vuestra cautiva; entregádmela. Es mi amiga. Aceptad este agua y estas telas como compensación por los problemas que habéis tenido al ocuparos de ellas hasta ahora.
Discutieron acerca de eso, pero al final tomaron el agua y las telas y los pasaron hacia alguna parte al fondo de la multitud, y cortaron las ataduras de Ariela, la liberaron y dejaron que se acercase a mí.
Avanzaba lentamente a través de la muchedumbre de moradores de las arenas. Apenas se apartaban para dejarle pasar. Pero era más alta que todos ellos, de modo que mantuvo la vista fija en mí y Wimateeka y al final llegó junto a nosotros. La abracé, y ella nos abrazó a mí y a Wimateeka.
Y comenzamos a regatear y a negociar y a dibujar las líneas en mi mapa.
Estaba funcionando.
Pensé en todas las generaciones de antropólogos que habrían querido estar aquí con los moradores de las arenas. El día brillaba con la luz del sol, y yo podía sentir cómo la tensión se diluía y nos abandonaba. Mi mapa nunca había lucido tan hermoso, pensé, como lo hizo entonces brillando en la superficie sobre la arena y dividido por las líneas negras de las fronteras.
Terminamos de negociar, seis horas antes del final de mi plazo marcado.
Ariela y Wimateeka y yo nos preparamos para irnos.
Los moradores de las arenas permanecieron de pie mirándonos, luego comenzaron a alejarse hacia las dunas, dirigiéndose al noroeste, hacia su campamento.
Ariela subió a mi deslizador terrestre.
Ayudé a Wimateeka a subir a él y luego subí yo.
Y la duna al oeste estalló en llamas. Mi evaporador explotó en pedazos, y salió vapor de él como su fuera humo. Explosiones desgarraron el aire... y los jóvenes moradores de las arenas gritaban y corrían.
Seis horas antes del final de nuestro plazo... después de todo lo que habíamos trabajado para evitar que ocurriera. Tenía que detener ese tiroteo.
Volé directamente al lugar del que provenían los disparos -un alzamiento rocoso al sur- y no nos alcanzó ningún disparo. A nuestro paso se abría un camino entre los disparos.
Tropas de asalto. Había tropas de asalto imperiales en las rocas. Los granjeros que se me oponían los habían llamado, fue todo lo que pude pensar. Detuve violentamente el deslizador terrestre y corrí hacia las rocas.
-¡Dejad de disparar! -grité-. ¡Ni siquiera son adultos lo que estáis matando!
Pero nadie me escuchó ni dejó de disparar. Empecé a empujar a los soldados de asalto y desvié sus armas para hacer que se detuvieran... y me agarraron por detrás y me arrojaron contra la roca.
-¡Detente! -me gritó alguien.
Eran los otros granjeros quienes me tenían, ocho o diez de ellos.
-Los soldados de asalto te matarán -me siseó alguien al oído-. Sobrevive al día de hoy y ya hablaremos más tarde de lo que ha ocurrido.
Traté de liberarme, y me empujaron de nuevo.
-El Imperio nunca dejará que tu plan funcione -me siseó al oído otra persona, y entonces Ariela apareció enfrente mío, con la cara pálida y surcada por lágrimas.
-¿No lo ves? -me dijo-. Quieren problemas en todos los mundos para que la mayoría reciba con los brazos abiertos su presencia para mantener la paz. Si creas aquí la paz, nuestros verdaderos enemigos se mostrarán con claridad... ¿y entonces qué?
Debería haber previsto esto. Debería haber sabido que ocurriría desde el primer día que los gobernadores imperiales rechazaron cartografiar esta región.
El fuego se detuvo. Los demás granjeros dieron las gracias a las tropas de asalto por “rescatarnos” a Ariela y a Wimateeka y a mí.
-Ahora tendrá que evacuar su granja durante un tiempo -me dijo un soldado de asalto-. No será seguro permanecer en su casa, tan aislada como está.
No sólo tendría que evacuar por un tiempo. Este podría ser el final de mi granja. Los moradores de las arenas seguramente querrían matarme... a menos que pudiera encontrar un modo de convencerles de que yo no les había traicionado, a menos que pudiera encontrar un modo de convencerles de quién les había traicionado en realidad.
-Escoltaremos al jawa a su casa -dijo otro soldado de asalto.
-No -dije-. Lo llevaré yo mismo.
Y lo hice. No iba a dejar que lo llevasen solo. Pensé que podrían matarlo si lo llevaban solo; para enfurecer a los jawas y levantar un muro entre ellos y los granjeros. De modo que un contingente de las tropas de asalto nos escoltó a la fortaleza jawa.
Bajé a Wimateeka de mi deslizador, cerca de las puertas de su fortaleza, y se apresuró a entrar sin decirme ni una palabra.
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