Un rayo de esperanza
Charlene Newcomb
Alex Winger se puso en cuclillas detrás de un laberinto de rocas
con vistas a la carretera que conducía al complejo del centro minero. Esos
trabajos normalmente no la ponían nerviosa, pero algo la atormentaba en el fondo
de su mente. Esa noche, algo no parecía correcto. El número de personal
imperial en Ariana casi se había triplicado en las últimas semanas. Y todas sus
energías parecían estar centradas en las minas de Garos IV. Algo dentro de ella
le decía a Alex que lo que los imperiales estuvieran haciendo con esos envíos
de mineral iba a tener un efecto profundo en su vida.
-Mira, Doro, están cargando un segundo bote de carga -dijo,
mirando a través de los macrobinoculares. La noche anterior, habían observado
un trineo siendo transportado desde las minas hasta el puerto espacial a las
afueras de Ariana. Esa noche, parecía que los imperiales estaban duplicando su
carga. Pero esos dos esquifes nunca llegarían al puerto espacial.
-¿Qué galaxias están haciendo con todo ese mineral? -preguntó su
compañero. Doro tenía 28 años y esa era sólo su segunda misión de campo. Alex
llevaba dos años involucrada con la resistencia clandestina, pero sus
experiencias la hacían sentir mucho mayor que sus 18 años.
-Cuento una docena de soldados exploradores en motos deslizadoras
-dijo a Doro-. Además de los dos tripulantes de cada trineo. -Alex sacó el
comunicador de su cinturón y envió una señal a sus compañeros que esperaban en
emboscada a un kilómetro al norte-. Vamos, pongámonos en marcha -dijo.
De repente, disparos de bláster rompieron la quietud del bosque.
-¿Qué está pasando? -preguntó Doro en un susurro.
-Equipo Dos, adelante -llamó Alex en su comunicador mientras se
dirigía hacia la ladera boscosa.
-Nos han encontrado –informó con calma la voz en el otro extremo
por encima de la estática-. ¡AT-ST’s! Y algunos...
Hubo más disparos bláster, y luego la comunicación se cortó.
-Vamos, Doro, muévete -le gritó Alex a su compañero cuando otra
ronda de disparos de bláster resonó por el bosque. Sin duda estaban cada vez
más cerca.
Alex y Doro se volvieron hacia el oeste, hacia los acantilados
Tahika. El terreno allí era demasiado accidentado para los AT-ST. Incluso las motos
deslizadoras imperiales tendrían dificultades en atravesar la zona, sobre todo
en mitad de la noche.
Varios disparos pasaron junto a la cabeza de Alex, prendiendo
fuego a un árbol cercano. Entonces se dio cuenta de que no escuchaba los pasos
de Doro detrás de ella. Alex aminoró el paso durante unos segundos y miró para
ver su cuerpo tendido 10
metros atrás. Podía oír las motos deslizadoras
acercándose.
Alex respiró hondo, dio media vuelta y llegó a Doro en 10
segundos. Había sido herido en el hombro por un arma y había caído, golpeándose
el cráneo contra una roca. Alex no pudo encontrar el pulso. Otro disparo sonó a
la izquierda de Alex. Tocó la frente de Doro para desearle buena suerte en el
lugar al que la muerte se lo había llevado, y luego se dirigió más arriba en la
colina.
Alex podía oír pasos que se acercaban por detrás y reflectores
iluminaban la ladera de la montaña. Estaba segura de que podía burlar a esos
soldados exploradores. Estaba mucho más familiarizada con el terreno que ellos.
Pero en lo alto de la cresta, Alex dio un paso en falso, y
tropezó con algunas ramas caídas. Cayó rodando a toda velocidad por la colina.
Parecía que su cuerpo iba chocando contra cada piedra y cada rama de árbol
caída. Se detuvo, magullada y dolorida, con una luz brillante apuntándole la
cara. Entrecerró los ojos y distinguió con dificultad el uniforme de un soldado
explorador.
-¡Levántate! -le gritó-. ¡Despacio, ya!
Alex no tuvo ningún problema en seguir esa orden. Se alzó muy
lentamente, poniéndose primero de rodillas, protegiéndose los ojos de la luz
brillante con la mano.
-¡Por aquí! –exclamó el soldado explorador llamando a su
compañero que estaba oculto a la vista por la densa maleza. Su luz dejó de
apuntar a Alex durante no más de un segundo. Ese segundo fue todo lo que
necesitó para agarrar una rama caída y lanzarla de lleno contra el soldado con
toda la fuerza que pudo reunir. Alex cogió el bláster del soldado mientras éste
caía al suelo y corrió los tres metros que la separaban de su moto deslizadora.
Otro disparo pasó junto a la cabeza de Alex y ella devolvió el fuego cuando el compañero
del soldado explorador estuvo a la vista. Dos disparos de su bláster y el
hombre se derrumbó en el suelo del bosque.
Alex saltó sobre la moto deslizadora y se dirigió hacia los
acantilados. La marcha era lenta, la oscuridad dificultaba su visión, pero
decidió quedarse con la moto deslizadora para poner la mayor distancia posible
entre los soldados exploradores que la perseguían y ella. Finalmente abandonó
la moto cerca de un kilómetro al sur del deslizador terrestre en el que ella y
Doro habían llegado.
Estaba justo donde lo habían dejado, bastante cerca de los
acantilados que dominaban el más hermoso, aunque mortal, paisaje de cualquier
parte del planeta. Los Acantilados Tahika: durante más de cien kilómetros se
extendían por la costa, abruptos e inhóspitos. Desde ese lugar, caían verticalmente
casi 200 metros .
Pocos habían intentado escalarlos. De ellos, menos de la mitad había
sobrevivido. Alex nunca había intentado la escalada, pero en sus sueños se veía
a sí misma escalando las paredes de los acantilados. Era un sueño muy inusual. Siempre
estaba en compañía de un hombre con cabello castaño claro como la arena y ojos
azules. Él estaba allí siempre. Le parecía familiar, pero ella nunca había
conocido a nadie que se le pareciera. Así que esperaba el día en el que él
entrase en su vida.
Ahora había silencio, a excepción de las llamadas de los crupas
que habitaban en los árboles. Alex no oyó motos deslizadoras, ni pisadas en el
suelo del bosque. Aceleró el deslizador terrestre y giró hacia el norte, dirigiéndose
de vuelta a Ariana.
Evitó las principales carreteras y siguió los caminos que bordeaban
los acantilados; no había necesidad de arriesgarse a toparse con las patrullas reforzadas
de la zona.
Le vinieron a la mente pensamientos del Equipo Dos... se
preguntó si habrían sido asesinados o capturados. No estaba preocupada por si
la hubieran identificado. Nadie sabía su verdadero nombre. Así es como se
creaban las células clandestinas. Principalmente rostros sin nombre,
normalmente de cuatro a seis personas en cada célula. Si uno fuera capturado,
nunca podría traicionar a más de un puñado de personas.
Normalmente trabajaban de manera eficiente. Esa noche había sido
la primera vez en meses que algo había ido mal. Alex se preguntó si los
imperiales habían sido avisados de alguna manera. O si era simplemente el
aumento de actividad en las minas -que significaba un aumento en las patrullas-
era lo que había causado su mala suerte esta noche. Tendría que hablar de ello
con el líder de su célula por la mañana.
Por el momento, se abrió paso hasta la mansión del gobernador y
aparcó el deslizador terrestre. Afortunadamente, su padrastro no había sentido
la necesidad de contar con guardias de seguridad patrullando los jardines
alrededor de la casa. Así que Alex pudo deslizarse desapercibida por la puerta
de atrás. La casa estaba en silencio. Subió de puntillas al piso superior, pasando
el ala oscura donde Tork Winger dormía. En la seguridad detrás de las puertas
de su habitación, se miró en el espejo, moviendo la cabeza.
-¡Menudo aspecto tienes, Alex! -le dijo a su reflejo. Su rostro
estaba manchado de suciedad, sus ropas estaban rotas y sucias por su caída por
la montaña. Tendría que deshacerse de ellas mañana. Se rió para sus adentros,
mirando su crono. Mañana no, pensó, sino hoy, mientras limpiaba la suciedad
de su cara.
Cinco minutos más tarde, Alex cayó en su cómoda cama, exhausta.
En cuestión de minutos, ya dormía, pero su sueño fue inquieto. Un sueño
inquietante entró en sus pensamientos... Explosiones
en un edificio... todo era tan confuso... parecían barracones. Un hombre yacía
herido en el pasillo, aturdido por una explosión... una mujer se inclinaba
sobre él, sosteniendo su cabeza entre sus brazos...
Alex se despertó con un sobresalto, mientras la luz entraba a
raudales por la ventana. ¿Quiénes son esas
personas? Algo le parecía vagamente familiar en el hombre, pero en realidad
no podía ubicar su cara. ¿Y quién era esa mujer?
Estuvo a punto de saltar de la cama cuando su droide sirviente
entró en la habitación.
-Buenos días, señorita Alexandra –dijo alegremente-. A su padre
le gustaría que se uniera a él para el desayuno en el solarium dentro de media
hora.
Ella gimió mientras se sentaba en la cama.
-¿Ya es hora de levantarse?
-Sí, por supuesto, señorita. No querrá hacer esperar al
Gobernador.
Alex puso los ojos en blanco y miró el cronómetro. 07:00. Hora
de levantarse. Iba a ser un largo día.
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