Dibujando los mapas de la paz: El relato del granjero de humedad
de M. Shayne Bell
Día 1: Un nuevo calendario
Pensé: Se acabó. No saldré de esta. Ascendí una duna con mi deslizador de superficie -yendo rápido, siempre rápido- y vi ocho moradores de las arenas rodeando el evaporador que había ido a reparar. Apenas tuve segundos, entonces, para decidir qué hacer: Lanzarme a través de las siguientes dunas para salvar un evaporador estropeado cuyo rendimiento necesitaba, o o dar la vuelta y salir disparado hacia la defensa de mi hogar y mis dos droides. Aceleré el deslizador hacia delante.
Los moradores de las arenas se esparcieron y huyeron, y observé hacia dónde huyeron, así que sé desde dónde podrían atacar. Todo por medio litro de agua, pensé. Estaba arriesgando mi vida por medio litro de agua. La producción del evaporador se había reducido en un treinta por ciento hasta algo así como un litro al día, y tenía que conseguir que su producción ascendiera al litro y medio estándar y mantenerla ahí. La granja estaba tan al límite, tanto, que cada evaporador tenía que rendir al máximo o perdería la granja.
En cuestión de segundos estaba junto al evaporador, me detuve en una nube de polvo y arena que levantó mi deslizador.
No podía ver a los moradores de las arenas, aunque su aroma almizclado rondaba alrededor del evaporador en el calor del final del día. Las sombras de los muros del cañón se alargaban sobre las dunas de la superficie del valle.
Pronto estaría oscuro, y yo estaba en un cañón donde habían llegado los moradores de las arenas, lejos de casa.
La tecnología humana asustaba a los moradores de las arenas -mi deslizador ciertamente lo había hecho- pero no permanecerían asustados mucho tiempo. Agarré mi bláster y salté fuera del deslizador para ver qué daño habían hecho al evaporador.
Un indicador de potencia aplastado. Una célula solar rajada. Arañazos alrededor de la puerta del depósito de agua, como si hubieran intentado acceder al agua. El daño era mínimo.
¿Pero qué hacer ahora? No podía vigilar todos mis evaporadores remotos. Tenía diez de ellos, cada uno ubicado a medio kilómetro de arena y roca, no al cuarto de kilómetro estándar; Estaba tan cerca del Mar de las Dunas que un evaporador necesitaba el doble de terreno para extraer el litro y medio de agua que hacía falta recolectar del aire. Si los moradores de las arenas habían descubierto que los evaporadores contenían agua y si estaban determinados a conseguirla, mi granja estaría arruinada. Puedo reemplazar indicadores de potencia y células solares. No puedo resguardar evaporadores a kilómetros de distancia de moradores de las arenas que quieren agua.
Escuché un grave gruñido sobre una duna del norte, e inmediatamente me agazapé junto al evaporador y escudriñé el horizonte. El gruñido sonaba como un bantha salvaje despertándose al calor del día, pero sabía que no era ningún bantha. Los moradores de las arenas regresaban.
Estaban decididos a conseguir ese agua.
¿Y por qué no deberían?, me pregunté de repente. Antes de que yo llegara, el agua recolectada en el interior de mi evaporador habría sido su agua, destilada del aire por el rocío matutino, no extraída a todas las horas del día por una máquina. Deben estar desesperados por el agua para llegar a acercarse a una máquina humana, para tocarla, para tratar de abrirla. ¿Cómo será su sufrimiento para empujarles a esto?
Escuché más gruñidos de “bantha” viniendo del sur de donde me encontraba, sobre las dunas, y luego del este y del oeste, y finalmente del norte otra vez. Estaba rodeado, y en pocos minutos llegaría un ataque.
De repente me di cuenta de lo que debía hacer.
-Adelante, desperdicia tus ganancias -diría Eyvind, que poseía la granja situada tres valles más allá de la mía-, desperdicia tus ganancias para que pueda comprar tu granja barata a tus acreedores cuando te obliguen a abandonar tus tierras.
Pero no haría caso a la voz de Eyvind en mi cabeza, y tampoco le habría hecho caso a él si hubiera estado conmigo entonces. Hablé al evaporador, y un panel se deslizó desde la parte frontal de los controles. Tecleé la secuencia numérica que había programado, y escuché cómo el evaporador sellaba el odre de agua en su interior. Cuando terminó, la puerta frontal del depósito se abrió. Extraje el odre y lo dejé en la arena, al oeste del evaporador, a la sombra, fuera del alcance de la luz del segundo sol poniente. Saqué mi navaja e hice una pequeña abertura en la parte superior, donde estaba el aire, para que los moradores de las arenas pudieran oler el agua y acceder a ella.
Tecleé el comando para cerrar la puerta del depósito, luego le dije al evaporador que cerrase la portezuela sobre sus controles, corrí a mi deslizador y lo dirigí a lo alto de una duna al sudoeste del evaporador. No podía ver ningún morador de las arenas, pero sabía que eran maestros en mezclarse con el terreno y sorprender a los incautos. Había escuchado muchas historias acerca de lo rápidos -y letales- que podían ser con sus bastones gaffi, las armas con aspecto de hacha de doble hoja que fabricaban con el metal que recuperaban de los desperdicios de Tatooine. Me agaché en mi deslizador y traté de observar cualquier movimiento... No me atrevía a volar más lejos: Estaban por todas partes a mi alrededor y con toda seguridad me arrojarían sus hachas si intentaba escapar, y no me apetecía ser decapitado en mi propio deslizador. Además, esperaba que se dieran cuenta de lo que había hecho: que les había dado agua. Lo que aún no sabía entonces es si podía estar seguro de comprar con eso mi vida y su confianza, y por tanto mi granja.
Vi movimiento: uno de los moradores de las arenas, viniendo del norte, lentamente, agachado sobre la arena hacia el evaporador y el agua. Cuando alcanzó el odre de agua a la sombra del evaporador, se arrodilló en la arena y olfateó la bolsa: olía el agua en su interior. Alzó su cabeza lentamente y lanzó un estridente chillido que resonó a través del cañón. Pronto conté ocho moradores de las arenas -no, diez- apresurándose hacia el agua desde todas las direcciones, cuatro de ellos haciendo un amplio desvío alrededor de mi deslizador.
Sólo uno de ellos, uno pequeño -¿joven?- tomó un sorbo. Los otros vertieron el resto del agua en un fino odre de piel de animal para llevarlo con ellos, y no desperdiciaron ni una sola gota. Cuando terminaron, el que primero había olido el agua me miró. Luego todos ellos me miraron. No hablaron ni hicieron ningún ruido, y no huyeron. El que había olido el agua alzó de repente su brazo derecho, manteniendo el puño cerrado.
Salté del deslizador, me alejé algunos pasos de él, y alcé mi brazo derecho con el puño cerrado como respuesta. Permanecimos así, mirándonos el uno al otro, durante algún tiempo. Nunca antes había estado tan cerca de ellos. Me preguntaba si ellos habían estado nunca tan cerca de un humano. Una ligera brisa proveniente del este del cañón soplaba sobre nosotros y nos refrescaba, y súbitamente todos los moradores de las arenas se giraron y desaparecieron en las dunas.
No destrozaron mi evaporador. No trataron de matarme. Dejaron en paz al evaporador después de que yo les diera el agua, y me dejaron en paz a mí. Habían aceptado mi obsequio.
Prometí, entonces, dejarles el agua de este evaporador. Perdería la posibilidad de vender el agua, lo sabía -y necesitaba venderla-, pero me parecía un pequeño precio que pagar si dándoles unos pocos litros entonces ellos no arruinarían mis evaporadores. Podía apañármelas con el rendimiento de los otros nueve evaporadores durante un tiempo; y entre tanto comprar dos de los viejos evaporadores de segunda generación de Eyvind para arreglarlos. Cuanto estos estuvieran en marcha, mi rendimiento volvería al mínimo que necesitaba para sobrevivir.
Todo este esfuerzo parecía un precio pequeño que pagar por ser capaz de vivir cerca de los moradores de las arenas en paz.
Conté los días de mi granja a partir de ese día.
Los moradores de las arenas se esparcieron y huyeron, y observé hacia dónde huyeron, así que sé desde dónde podrían atacar. Todo por medio litro de agua, pensé. Estaba arriesgando mi vida por medio litro de agua. La producción del evaporador se había reducido en un treinta por ciento hasta algo así como un litro al día, y tenía que conseguir que su producción ascendiera al litro y medio estándar y mantenerla ahí. La granja estaba tan al límite, tanto, que cada evaporador tenía que rendir al máximo o perdería la granja.
En cuestión de segundos estaba junto al evaporador, me detuve en una nube de polvo y arena que levantó mi deslizador.
No podía ver a los moradores de las arenas, aunque su aroma almizclado rondaba alrededor del evaporador en el calor del final del día. Las sombras de los muros del cañón se alargaban sobre las dunas de la superficie del valle.
Pronto estaría oscuro, y yo estaba en un cañón donde habían llegado los moradores de las arenas, lejos de casa.
La tecnología humana asustaba a los moradores de las arenas -mi deslizador ciertamente lo había hecho- pero no permanecerían asustados mucho tiempo. Agarré mi bláster y salté fuera del deslizador para ver qué daño habían hecho al evaporador.
Un indicador de potencia aplastado. Una célula solar rajada. Arañazos alrededor de la puerta del depósito de agua, como si hubieran intentado acceder al agua. El daño era mínimo.
¿Pero qué hacer ahora? No podía vigilar todos mis evaporadores remotos. Tenía diez de ellos, cada uno ubicado a medio kilómetro de arena y roca, no al cuarto de kilómetro estándar; Estaba tan cerca del Mar de las Dunas que un evaporador necesitaba el doble de terreno para extraer el litro y medio de agua que hacía falta recolectar del aire. Si los moradores de las arenas habían descubierto que los evaporadores contenían agua y si estaban determinados a conseguirla, mi granja estaría arruinada. Puedo reemplazar indicadores de potencia y células solares. No puedo resguardar evaporadores a kilómetros de distancia de moradores de las arenas que quieren agua.
Escuché un grave gruñido sobre una duna del norte, e inmediatamente me agazapé junto al evaporador y escudriñé el horizonte. El gruñido sonaba como un bantha salvaje despertándose al calor del día, pero sabía que no era ningún bantha. Los moradores de las arenas regresaban.
Estaban decididos a conseguir ese agua.
¿Y por qué no deberían?, me pregunté de repente. Antes de que yo llegara, el agua recolectada en el interior de mi evaporador habría sido su agua, destilada del aire por el rocío matutino, no extraída a todas las horas del día por una máquina. Deben estar desesperados por el agua para llegar a acercarse a una máquina humana, para tocarla, para tratar de abrirla. ¿Cómo será su sufrimiento para empujarles a esto?
Escuché más gruñidos de “bantha” viniendo del sur de donde me encontraba, sobre las dunas, y luego del este y del oeste, y finalmente del norte otra vez. Estaba rodeado, y en pocos minutos llegaría un ataque.
De repente me di cuenta de lo que debía hacer.
-Adelante, desperdicia tus ganancias -diría Eyvind, que poseía la granja situada tres valles más allá de la mía-, desperdicia tus ganancias para que pueda comprar tu granja barata a tus acreedores cuando te obliguen a abandonar tus tierras.
Pero no haría caso a la voz de Eyvind en mi cabeza, y tampoco le habría hecho caso a él si hubiera estado conmigo entonces. Hablé al evaporador, y un panel se deslizó desde la parte frontal de los controles. Tecleé la secuencia numérica que había programado, y escuché cómo el evaporador sellaba el odre de agua en su interior. Cuando terminó, la puerta frontal del depósito se abrió. Extraje el odre y lo dejé en la arena, al oeste del evaporador, a la sombra, fuera del alcance de la luz del segundo sol poniente. Saqué mi navaja e hice una pequeña abertura en la parte superior, donde estaba el aire, para que los moradores de las arenas pudieran oler el agua y acceder a ella.
Tecleé el comando para cerrar la puerta del depósito, luego le dije al evaporador que cerrase la portezuela sobre sus controles, corrí a mi deslizador y lo dirigí a lo alto de una duna al sudoeste del evaporador. No podía ver ningún morador de las arenas, pero sabía que eran maestros en mezclarse con el terreno y sorprender a los incautos. Había escuchado muchas historias acerca de lo rápidos -y letales- que podían ser con sus bastones gaffi, las armas con aspecto de hacha de doble hoja que fabricaban con el metal que recuperaban de los desperdicios de Tatooine. Me agaché en mi deslizador y traté de observar cualquier movimiento... No me atrevía a volar más lejos: Estaban por todas partes a mi alrededor y con toda seguridad me arrojarían sus hachas si intentaba escapar, y no me apetecía ser decapitado en mi propio deslizador. Además, esperaba que se dieran cuenta de lo que había hecho: que les había dado agua. Lo que aún no sabía entonces es si podía estar seguro de comprar con eso mi vida y su confianza, y por tanto mi granja.
Vi movimiento: uno de los moradores de las arenas, viniendo del norte, lentamente, agachado sobre la arena hacia el evaporador y el agua. Cuando alcanzó el odre de agua a la sombra del evaporador, se arrodilló en la arena y olfateó la bolsa: olía el agua en su interior. Alzó su cabeza lentamente y lanzó un estridente chillido que resonó a través del cañón. Pronto conté ocho moradores de las arenas -no, diez- apresurándose hacia el agua desde todas las direcciones, cuatro de ellos haciendo un amplio desvío alrededor de mi deslizador.
Sólo uno de ellos, uno pequeño -¿joven?- tomó un sorbo. Los otros vertieron el resto del agua en un fino odre de piel de animal para llevarlo con ellos, y no desperdiciaron ni una sola gota. Cuando terminaron, el que primero había olido el agua me miró. Luego todos ellos me miraron. No hablaron ni hicieron ningún ruido, y no huyeron. El que había olido el agua alzó de repente su brazo derecho, manteniendo el puño cerrado.
Salté del deslizador, me alejé algunos pasos de él, y alcé mi brazo derecho con el puño cerrado como respuesta. Permanecimos así, mirándonos el uno al otro, durante algún tiempo. Nunca antes había estado tan cerca de ellos. Me preguntaba si ellos habían estado nunca tan cerca de un humano. Una ligera brisa proveniente del este del cañón soplaba sobre nosotros y nos refrescaba, y súbitamente todos los moradores de las arenas se giraron y desaparecieron en las dunas.
No destrozaron mi evaporador. No trataron de matarme. Dejaron en paz al evaporador después de que yo les diera el agua, y me dejaron en paz a mí. Habían aceptado mi obsequio.
Prometí, entonces, dejarles el agua de este evaporador. Perdería la posibilidad de vender el agua, lo sabía -y necesitaba venderla-, pero me parecía un pequeño precio que pagar si dándoles unos pocos litros entonces ellos no arruinarían mis evaporadores. Podía apañármelas con el rendimiento de los otros nueve evaporadores durante un tiempo; y entre tanto comprar dos de los viejos evaporadores de segunda generación de Eyvind para arreglarlos. Cuanto estos estuvieran en marcha, mi rendimiento volvería al mínimo que necesitaba para sobrevivir.
Todo este esfuerzo parecía un precio pequeño que pagar por ser capaz de vivir cerca de los moradores de las arenas en paz.
Conté los días de mi granja a partir de ese día.
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