Al principio es incrédulo. Un hombre de carácter huraño, avinagrado y de rostro acartonado y completamente pálido a pesar de los soles gemelos, algo bulboso y deforme como si estuviera sin terminar, o quizá deshecho más tarde en las pequeñas hostilidades de su vida. De su hinchada nariz caía una larga gota, curvándose sobre su boca de fláccidos labios. Sus vestimentas están ajadas, su cabello descuidado y grasiento. No me recuerda.
La cortesía no existe; en Mos Eisley, en la cantina de Chalmun del camarero de Chalmun, no puede esperarse ninguna.
–¿Que quiere qué?
–Agua –repito.
Los ojos oscuros se estrechan un instante.
–¿Sabe dónde está?
–Oh –dijo, sonriendo–, por supuesto.
Señala con un pulgar aplastado sobre su hombro.
–Ahí atrás tengo un ordenador que mezcla mil seiscientas variedades de licor.
–Oh, por supuesto, ya me lo imagino. Pero quiero lo que no puedo mezclar.
Frunció el ceño.
–No es barato, ¿sabe? Esto es Tatooine. ¿Tiene los créditos para eso?
Su sopa es lenta, e insípida, su aroma difícilmente discernible. Es sirviente, no el servido, no alguien que reconoce bordes o asume riesgos más allá de colocar un vaso ante un cliente; ofrecería poco placer, y menos satisfacción.
Pero están aquellos que lo harían. Y todos ellos están aquí.
Extraigo de un bolsillo una única moneda lisa. Brilla bajo la pálida luz: simple y puro oro. No es precisamente un chip de crédito, pero igualmente comprará mi agua. En Tatooine, lo saben. En Mos Eisley saben temerlo.
El camarero humedece sus labios. Los ojos se deslizan hacia los lados, ocupándose de echar un vistazo a un pequeño chadra-fan que se acerca a la barra en busca de libación.
–El marcador de Jabba no sirve de nada aquí –murmura, y busca bajo la barra en su reserva oculta para extraer un frasco de cristal escarchado de costosa agua helada.
Dejo la moneda sobre la barra. Le dice muchas cosas, y se las dirá a otros también; Jabba paga bien, y aquellos que trabajan para él –o que trabajan para otros que trabajan para él– reconocen la evidencia tangible del favor del hutt.
Ha pasado mucho tiempo. Han habido otros incontables empleadores en todos los sectores de la galaxia, pero Jabba es... memorable. Quizá sea el momento de que busque una segunda asignación; siempre hay asesinos fracasados que el hutt quiere muertos. No soporta la incompetencia.
Considero por un momento cómo sería beber su sopa... pero Jabba está bien guardado, e incluso un anzat podría encontrar difícil encontrar en la carnosa corpulencia los orificios apropiados en los que insertar las probóscides.
Cierro mi mano sobre la copa y siento el mordisco del hielo. En Tatooine, eso es un lujo. No es sopa, de ninguna manera, pero merece la pena la espera. Incluso cuando el camarero se gira para increpar rudamente a dos humanos acompañados por droides detenidos por el detector, sorbo lentamente, saboreando el agua.
Los licores enturbian la mente, ralentizan el cuerpo, no alimentan nada salvo la debilidad. Los anzati evitamos esas cosas, al igual que evitamos las drogas estimulantes o los sintéticos. Lo que es natural es mejor, igual que en la sopa. Hay fuerza en lo que es puro.
Hay debilidad en el vicio... y yo, después de todo, debería saberlo. En la libertad de mi estilo de vida hay también cautividad. No hay barrotes, ni rejas, ni campos de energía, ni capsulas de contención. Hay en su lugar un aprisionamiento más insidioso que esas cosas, y tan desagradable para un anzat como beber la sopa de un cobarde.
Bebí sopa contaminada de un hombre contaminado, y asimilé su vicio: la necesidad diaria de una sustancia proscrita pero contrabandeada frecuentemente entre mundos conocida como nic-o-tin, también llamada t'bac.
Soy Dannik Jerriko. Anzat, de los anzati, y Devorador de Suerte.
Pero nunca dije que fuera perfecto.
La cortesía no existe; en Mos Eisley, en la cantina de Chalmun del camarero de Chalmun, no puede esperarse ninguna.
–¿Que quiere qué?
–Agua –repito.
Los ojos oscuros se estrechan un instante.
–¿Sabe dónde está?
–Oh –dijo, sonriendo–, por supuesto.
Señala con un pulgar aplastado sobre su hombro.
–Ahí atrás tengo un ordenador que mezcla mil seiscientas variedades de licor.
–Oh, por supuesto, ya me lo imagino. Pero quiero lo que no puedo mezclar.
Frunció el ceño.
–No es barato, ¿sabe? Esto es Tatooine. ¿Tiene los créditos para eso?
Su sopa es lenta, e insípida, su aroma difícilmente discernible. Es sirviente, no el servido, no alguien que reconoce bordes o asume riesgos más allá de colocar un vaso ante un cliente; ofrecería poco placer, y menos satisfacción.
Pero están aquellos que lo harían. Y todos ellos están aquí.
Extraigo de un bolsillo una única moneda lisa. Brilla bajo la pálida luz: simple y puro oro. No es precisamente un chip de crédito, pero igualmente comprará mi agua. En Tatooine, lo saben. En Mos Eisley saben temerlo.
El camarero humedece sus labios. Los ojos se deslizan hacia los lados, ocupándose de echar un vistazo a un pequeño chadra-fan que se acerca a la barra en busca de libación.
–El marcador de Jabba no sirve de nada aquí –murmura, y busca bajo la barra en su reserva oculta para extraer un frasco de cristal escarchado de costosa agua helada.
Dejo la moneda sobre la barra. Le dice muchas cosas, y se las dirá a otros también; Jabba paga bien, y aquellos que trabajan para él –o que trabajan para otros que trabajan para él– reconocen la evidencia tangible del favor del hutt.
Ha pasado mucho tiempo. Han habido otros incontables empleadores en todos los sectores de la galaxia, pero Jabba es... memorable. Quizá sea el momento de que busque una segunda asignación; siempre hay asesinos fracasados que el hutt quiere muertos. No soporta la incompetencia.
Considero por un momento cómo sería beber su sopa... pero Jabba está bien guardado, e incluso un anzat podría encontrar difícil encontrar en la carnosa corpulencia los orificios apropiados en los que insertar las probóscides.
Cierro mi mano sobre la copa y siento el mordisco del hielo. En Tatooine, eso es un lujo. No es sopa, de ninguna manera, pero merece la pena la espera. Incluso cuando el camarero se gira para increpar rudamente a dos humanos acompañados por droides detenidos por el detector, sorbo lentamente, saboreando el agua.
Los licores enturbian la mente, ralentizan el cuerpo, no alimentan nada salvo la debilidad. Los anzati evitamos esas cosas, al igual que evitamos las drogas estimulantes o los sintéticos. Lo que es natural es mejor, igual que en la sopa. Hay fuerza en lo que es puro.
Hay debilidad en el vicio... y yo, después de todo, debería saberlo. En la libertad de mi estilo de vida hay también cautividad. No hay barrotes, ni rejas, ni campos de energía, ni capsulas de contención. Hay en su lugar un aprisionamiento más insidioso que esas cosas, y tan desagradable para un anzat como beber la sopa de un cobarde.
Bebí sopa contaminada de un hombre contaminado, y asimilé su vicio: la necesidad diaria de una sustancia proscrita pero contrabandeada frecuentemente entre mundos conocida como nic-o-tin, también llamada t'bac.
Soy Dannik Jerriko. Anzat, de los anzati, y Devorador de Suerte.
Pero nunca dije que fuera perfecto.
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