Mucho más arriba, una pequeña lanzadera se abría camino a través de la atmósfera, avanzando rápidamente muy por encima de las olas. La isla rocosa con el gigantesco castillo aparecía justo frente a ellos. Dos hombres con la misma complexión esbelta y la tez morena de Gurion estaban sentados a los controles.
–Ahí está –dijo uno. Miró a su compañero–. Preparado para planear sobre el tejado, mientras preparo la escalerilla de embar...
Un gran destello de luz frente a ellos le interrumpió. Una explosión envolvió toda la parte superior del castillo.
Ambos hombres observaron con asombro cómo la mitad superior de la estructura se desintegraba con la detonación inicial. Una nube de finos escombros se expandió mientras trozos más grandes se desprendían y caían. Luego, la parte inferior del convulso castillo se colapsó hacia dentro, convirtiéndose en segundos en un vasto montón de ruinas.
–Pobre Gurion –dijo el primer hombre, mirando hacia abajo a los rotos restos mientras planeaban sobre ellos.
–Esa explosión seguramente atraerá a la seguridad andoana –dijo el otro–. Será mejor que salgamos de aquí.
Giró la nave, elevándola de nuevo.
–Al menos Gurion consiguió su venganza sobre ese lunático de Evazan –dijo el primer hombre mientras dejaban atrás las ruinas...
Muy por debajo, a la mitad de una de las rugosas paredes de los altos acantilados del castillo, un gran montón de moco verde como la bilis yacía inmóvil en una cornisa. De sus extremos aplastados manaba un espeso aceite amarillo, y gordos glóbulos grasientos caían por el borde de la cornisa.
Entonces la masa gelatinosa se movió y se agitó, alzándose. Del gran bulto de su centro, súbitamente salió disparado un brazo, seguido de otro, y luego por la cabeza del Dr. Evazan. Estremeciéndose, tomó una profunda bocanada de aire, como un nadador que hubiera estado mucho tiempo bajo el agua.
Con cierta dificultad consiguió salir de la gelatina que una vez había sido su mascota. Aunque la leal criatura le había salvado amortiguando su caída, el fuerte impacto de ambos había aplastado la vida del meduza.
–Gracias, Rover –dijo, sacudiéndose un último filamento de mucosidad que colgaba de su camisa. Se agachó y dio unas palmaditas a la masa deshecha–. Lo siento, chico.
Miró hacia arriba, al castillo destruido.
–Al revés –se lamentó–. ¡Maldición! –Luego se encogió de hombros–. Oh, bueno. Quizá lo consiga la próxima vez.
Y tras eso comenzó a descender el acantilado hacia el mar.
–Ahí está –dijo uno. Miró a su compañero–. Preparado para planear sobre el tejado, mientras preparo la escalerilla de embar...
Un gran destello de luz frente a ellos le interrumpió. Una explosión envolvió toda la parte superior del castillo.
Ambos hombres observaron con asombro cómo la mitad superior de la estructura se desintegraba con la detonación inicial. Una nube de finos escombros se expandió mientras trozos más grandes se desprendían y caían. Luego, la parte inferior del convulso castillo se colapsó hacia dentro, convirtiéndose en segundos en un vasto montón de ruinas.
–Pobre Gurion –dijo el primer hombre, mirando hacia abajo a los rotos restos mientras planeaban sobre ellos.
–Esa explosión seguramente atraerá a la seguridad andoana –dijo el otro–. Será mejor que salgamos de aquí.
Giró la nave, elevándola de nuevo.
–Al menos Gurion consiguió su venganza sobre ese lunático de Evazan –dijo el primer hombre mientras dejaban atrás las ruinas...
Muy por debajo, a la mitad de una de las rugosas paredes de los altos acantilados del castillo, un gran montón de moco verde como la bilis yacía inmóvil en una cornisa. De sus extremos aplastados manaba un espeso aceite amarillo, y gordos glóbulos grasientos caían por el borde de la cornisa.
Entonces la masa gelatinosa se movió y se agitó, alzándose. Del gran bulto de su centro, súbitamente salió disparado un brazo, seguido de otro, y luego por la cabeza del Dr. Evazan. Estremeciéndose, tomó una profunda bocanada de aire, como un nadador que hubiera estado mucho tiempo bajo el agua.
Con cierta dificultad consiguió salir de la gelatina que una vez había sido su mascota. Aunque la leal criatura le había salvado amortiguando su caída, el fuerte impacto de ambos había aplastado la vida del meduza.
–Gracias, Rover –dijo, sacudiéndose un último filamento de mucosidad que colgaba de su camisa. Se agachó y dio unas palmaditas a la masa deshecha–. Lo siento, chico.
Miró hacia arriba, al castillo destruido.
–Al revés –se lamentó–. ¡Maldición! –Luego se encogió de hombros–. Oh, bueno. Quizá lo consiga la próxima vez.
Y tras eso comenzó a descender el acantilado hacia el mar.
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