Réquiem para un rey
Peter Schweighofer
El rey Haxim estaba sentado en un banco de piedra,
observando en silencio su entorno. Los jardines reales se extendían hasta donde
alcanzaba su vista; en el horizonte no aparecía ni siquiera el asomo de un muro
o una torre del palacio. Una fuente cercana borbotaba una melodía placentera y
aleatoria, mientras los insectos zumbaban en los cercanos árboles en flor.
Haxim tomó una bocanada de aire; agua fresca, polen fragante, el aroma de las
suaves escamas de su piel. Abrió los ojos y se embebió del verde esplendor que
le rodeaba, representante de todas las características naturales más bellas de
su hogar.
El rey Haxim esperaba su muerte.
Sus heraldos le habían hablado del desastre en las
cercanas instalaciones de investigación imperial. Habían visto por sí mismos
los resultados de las bacterias que se extendían, al encontrar los cuerpos en
descomposición de los técnicos de laboratorio, yaciendo en las puertas del
búnker del que habían ansiado escapar. Los sirvientes le habían hablado de
revueltas en las ciudades conforme los súbditos del rey sucumbían a la plaga
necrotizante. Haxim ya había visto infectarse a buena parte del personal de su
palacio, y desde entonces los heraldos habían perecido por la enfermedad
desencadenada por el Imperio.
Al contrario que sus súbditos, el rey Haxim no intentaría
huir de la muerte; sabía demasiado bien que pronto vendría a reclamarle. Si la
bacteria no consumía su carne, estaba seguro de que las naves de guerra
imperiales que flotaban en órbita harían llover muerte sobre sus cabezas en un
crudo aunque efectivo intento de eliminar su abominación científica. No quería
vivir, porque ante sus ojos quedaría poco que ver. Incluso aunque sólo su reino
quedara devastado, la tierra sería por siempre una mancha en el planeta Falleen
y su pueblo.
Su única esperanza de venganza quedaba en su hijo. El
príncipe Xizor, que había abandonado el planeta años atrás en su “peregrinaje”
y nunca había regresado. La tentación de una galaxia mayor le había atrapado, le
había consumido con sus poderes y sus lujos. Tal vez Xizor usara lo que había
ganado allí para vengar la desgracia de su hermoso planeta natal. Un propósito
adecuado para alguien que con tanta ansia había abandonado Falleen en busca de
una gloria mayor, pensó Haxim.
El rey miró hacia arriba, más allá de las copas de
los árboles y las nubes que se arremolinaban perezosamente. Allí vio las cuñas
blancas de las naves imperiales. Y de sus panzas brotaron brillantes flores verdes
de turboláser.
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