Había casi un día de marcha hasta la Estación
Jugsmuk, una miserable aglomeración de módulos prefabricados extraplanetarios,
cubiertos de musgo e instalados alrededor de los muros de la fortaleza del clan
Jugsmuk. Años atrás, la matriarca de Jugsmuk había ordenado a sus trabajadores
que limpiaran y pavimentaran una buena pista de aterrizaje –buena para Gamorr,
en cualquier caso- y, como resultado, la Feria de Jugsmuk era una de las más
activas y más provechosas del continente de Wugguh. No sólo los jabalíes y los
comerciantes de los clanes llegaban en primavera para intercambiar comestibles
y armamento, para disputar luchas en torneos y concertar matrimonios, sino que
los extranjeros de fuera del planeta llegaban también, trayendo productos
completamente fuera del alcance de los escasos recursos del planeta.
No se recortaba ninguna nave en el cielo oscuro
cuando Callista salió de los bosques, mojada y congelada por el aguanieve que
había caído todo el día, pero Ugmush le había dicho que había cierto número de
extranjeros que vivían permanentemente en la Estación. Aún falta una semana o
así, pensó Callista; el caos atmosférico del invierno aún hacía difíciles los
aterrizajes. El Zicreex había
permanecido una semana en órbita antes de que un momento de calma temporal les
permitiera aterrizar, y Guth había estado todo el tiempo presa del pánico por
miedo a perder su oportunidad de desafiar a Vrokk en la Feria de Bolgoink. De
hecho, la Feria de Jugsmuk estaba programada para comenzar cuando la atmósfera
se despejase y llegase la primera de las naves de los comerciantes.
No le costó mucho a Callista encontrar al individuo
que buscaba en Jugsmuk. Ya se imaginaba que no habría más de uno.
-Ugmush-Guth, sí –dijo Sebastin Onyx, sonriendo
ligeramente mientras despejaba una maltrecha silla de cuero rojo para que
Callista se sentase-. ¿Quieres que te prepare una tisana? Odio el deshielo.
–Desvió la línea de potencia del sistema de música al hornillo de la cocina y
colocó un pequeño cuenco de agua bajo el disco. El aguanieve que llevaba
cayendo todo el día golpeaba implacable la amplia ventana de transpariacero de
la habitación, emborronando la cada vez más oscura vista de la calle en el
exterior. La habitación olía a productos anti-moho, a moho, y a pittins; al
menos cinco de los pequeños carnívoros de suave pelaje dormitaban cerca de la
estufa, el único modo, supuso Callista, de mantener a raya a los morrts-. ¿Eres
amiga suya?
-Llevo seis meses con él como miembro de la
tripulación del Zicreex.
-¿Y estáis en puerto? –Onyx midió la cantidad de
hojas y hierbas en un colador y vertió cuidadosamente el agua a través de él-.
¿Desafió a Vrokk en la Feria de Bolgoink? Nunca he llegado a conocerle –añadió,
con una rápida sonrisa-. Pero me hacía llamadas subespaciales cuando tenía los
créditos para uno de mis poemas; y, francamente, le hice descuentos un par de
veces... Tengo que ganarme la vida. –Señaló a la pequeña habitación a su
alrededor.
Onyx era más joven de lo que Callista había
esperado, un estudiante empobrecido en lugar de los borrachos arruinados que
uno se encontraba frecuentemente en este particular nicho de mercado.
Probablemente era nacido en Coruscant o Alderaan, de menos estatura que ella,
cabello claro, y un poco tímido, con sus grandes ojos azules y miopes
parpadeando bajo los bordes de un par de lentes de aumento que se había
levantado a la frente.
-Trabajo como enlace de protocolo la mayor parte
del año, pero cuando todo se cierra en invierno, a veces es difícil llegar a
fin de mes. Por suerte, el invierno es cuando los jabalís no pueden salir a
luchar unos con otros, así que se quedan en casa calentitos y cómodos,
realmente cómodos, y escriben canciones y poemas para sus cerdas. O, más bien,
me contratan a mí para que escriba
canciones y poemas.
-¿Canciones? –Callista se esforzó por asimilar
manteniendo la compostura la idea de Rog, o Lugh con sus orejas de soplillo,
cantando serenatas a la inmensa Kufbrug a la luz de la luna.
-Bueno –dijo Onyx con una sonrisa-, admito que no
se puede hacer gran cosa en gamorreano. Una temporada hice lo mismo para
algunos bith. Ese sí que es un
lenguaje poco prometedor para expresar las tiernas pasiones.
Con tristeza, Callista dejó pasar la tentadora
especulación de lenguajes menos aptos incluso que el bith -¿Tendrían los defel
poesía amatoria? ¿Y los givin?-, y preguntó:
-¿Vino algún cliente pidiéndote esta carta?
Se la mostró. Onyx asintió de inmediato.
-Sí, hace cinco días. Dijo que era un amigo de
Guth. Guth me dijo que iba a desafiar a Vrokk, así que supuse... ¿Ha habido
algún problema? –Parecía genuinamente preocupado.
-Más o menos. ¿Podrías reconocer al jabalí que vino
a buscarla?
-No. Era de noche, para empezar, y ya que tengo que
elegir entre iluminación y calefacción... –dijo, señalando la única y
sobrecargada toma de energía-... generalmente uso lámparas de aceite o velas
cuando oscurece. Además, llevaba una capucha sobre la cara.
-¿De qué color era la cera que usaste para
sellarla?
-No la sellé –dijo Onys-. Normalmente sello las de
Guth con azul. –Señaló la cesta de hojas de poltroop trenzadas sobre la mesa
junto a la entrada, que contenía una docena o más de palitos y bolas de cera de
sellar-. Pero él dijo que no, que la sellaría luego.
Y la cosa más
fácil del mundo, pensó Callista, sería
meterse en el bolsillo una bola de cera de esa cesta al salir.
-Si alguien quisiera comprar un veneno, o alguna
clase de criatura de fuera del planeta, una criatura peligrosa, como un
reptador spor o una sovra, ¿dónde podría ir en la ciudad?
El rostro de Onyx se ensombreció.
-Hay dos o tres sitios –dijo-. Los contrabandistas
transportan esas cosas por encargo, ¿sabes?
-Lo sé. –Así había sido treinta años atrás, incluso
bajo la mano de hierro del Nuevo Orden de Palpatine, y de acuerdo con Han Solo
la situación no había cambiado mucho. Siempre había quienes justificaban
despreocupadamente los horribles riesgos de una infestación alienígena con
frases como “la ley de la oferta y la demanda”, “si yo no los traigo, habrá
otro que lo haga” y “¿Qué pasa, crees que soy un aficionado? ¡Yo sé lo que
hago!”. Se habían derrumbado economías planetarias, destrozado civilizaciones,
y miles de millones de seres racionales literalmente destruidos por algún
contrabandista que había dicho, creyéndoselo de veras, “Oh, realmente son mucho
más seguros de lo que parecen”.
-Jabdo Garrink es uno –dijo Onyx-. Es un rodiano.
Sinissima Bel, pero no ha parado por aquí desde el último verano. Gethnu
Cheeve, un devaroniano. La atmósfera se despejó hace poco, como recordarás, así
que tanto Garrink como Cheeve estaban en la ciudad cuando escribí esta nota.
–No le había costado mucho, advirtió Callista, darse cuenta de que algo iba
mal.
-¿Alguien de por aquí tiene un enzimero? –La mayor
parte de los mercaderes interestelares los tenían, una precaución necesaria si
uno iba a residir en un mundo alienígena, y más en un espaciopuerto con sustancias
que llegaban constantemente de quién sabe dónde, posiblemente adulteradas con
quién sabe qué. Onyx la condujo escaleras abajo, a ver al camarero del Número
Irracional, un pequeño y dinámico bith que poseía no sólo un enzimero, sino
también un programa de banco de registros que sólo estaba desactualizado menos
de una década. Le dijo a Callista lo que necesitaba saber acerca de lo que
había estado debajo de ese sello.
El conocimiento no le trajo ningún entusiasmo; sólo
un enfermizo temor que permaneció con ella mientras hacía algunas compras en el
sucio emporio de bienes interestelares de Jugsmuk. Era un temor que se posó en
la almohada de su habitación alquilada como la sombra de una pesadilla en las
horas oscuras, y la siguió durante el día de chapoteo por los fangos congelados
que le llegaban a la rodilla, de regreso al Hogar Bolgoink.
***
Callista llegó a Bolgoink mucho después de haber
oscurecido, medio congelada por los duros coletazos del clima invernal y
exhausta por el esfuerzo de evitar que el pequeño equipo de dwoobs que había
alquilado para llevar sus compras se escapara hacia los bosques. Ahora entendía
por qué los gamorreanos normalmente siempre iban a todas partes caminando, y
llevaban sus bultos en carretillas.
En el patio, descargó sus compras y comenzó a subir
los grandes cubos metálicos por los escalones de piedra que conducían a la
torre principal; uno de los veteranos de la casa salió de un barracón y la
ayudó, algo que nunca se le hubiera ocurrido a uno de los verracos más
agresivos y conscientes de su estado.
[¿Guth y Ugmush están bien?], preguntó.
El veterano asintió con un eructo.
[Rog no contento], dijo. [Rog dice lucha y mata
Guth, lucha y mata Ugmush, lucha y mata tú, luego va casa.] Como a la mayor
parte de los veteranos, le faltaban un par de extremidades, pero era
sorprendentemente diestro con las que le quedaban. [¿Tú luchas Rog?]
[No si puedo evitarlo], dijo Callista. [¿La
habitación de Vrokk sigue encantada?]
Cuando atravesaron el salón principal estaba
teniendo lugar la cena, algo digno de verse si uno tenía un estómago fuerte y
un peculiar sentido del humor. Dado que era absolutamente impensable que
alguien comiera solo en un hogar gamorreano, Guth, Ugmush, la tripulación de
Ugmush e incluso Jos estaban presentes, sólidamente encadenados al abrevadero
entre los jabalís de menor importancia del hogar. Guth vio a Callista y la
saludó educadamente, un gesto de gran auto-sacrificio considerando la ración de
vituallas que esa pérdida de atención le costó: Callista se sintió profundamente
conmovida y honrada.
[Sigue encantada], confirmó el veterano con otro
eructo, mientras cargaban sus bultos por el pasillo de arriba hacia la
habitación de la torre cuadrada que había ocupado Vrokk. [Ruidos por la noche
muy fuertes, muy malos. Espíritu de Vrokk muy enfadado.]
Tiene motivos
para estarlo, pensó Callista, sintiendo una súbita rabia ante cualquiera,
no importa quién, que es privado de la alegría y de la luz de la vida.
Al instante siguiente se le subió el corazón a la
garganta al ver una forma oscura y pesada de pie ante las gruesas láminas de
roble de la puerta de la cámara.
-¡Fuera de ahí! –gritó, y luego añadió en
gamorreano: [¡No entres!]
La inmensa cabeza se volvió. La débil luz de la
antorcha de la escalera hizo brillar el pendiente de oro y la red de
cicatrices.
[No tengo miedo de espíritus], gruñó Lugh. [Ni
siquiera espíritu de Vrokk. Valiente. Fuerte. Gweek. Mira... siete morrts.] Mostró su brazo para demostrar
cuántos parásitos podía soportar su cuerpo. [Este morrt, misma Kufbrug me dio.]
[Gweek],
convino Callista. [Pero sigue sin ser bueno entrar en la habitación. Kufbrug lo
ha dicho.]
Lugh refunfuñó para sí mismo y se alejó rápidamente
por el pasillo. Callista se acercó más a la puerta y presionó el oído contra
las tablas. Por un instante no vino ningún sonido del interior. Luego, muy
suavemente, escuchó un débil golpeteo seco, como hojas de plasteno o metal muy
fino sacudiéndose en un leve viento. El sonido debería haber sido reconfortante
–al menos seguía allí- excepto por la horrible impresión de tamaño que producía.
Callista envió al veterano a recoger el resto de
sus compras y apilarlas en el pasillo junto a la puerta, pero ella permaneció
allí, sentada en el suelo con la espalda contra las tablas, por el resto de la
noche.
Cuando hubo amanecido por completo, desatrancó la
puerta y entró. Lo primero que vio fue un cuenco, colocado en el suelo a un
metro o así de la entrada, que contenía un residuo pegajoso que parecía ser
sangre de un día de antigüedad. Por lo demás, la habitación estaba
aparentemente como había estado cuatro mañanas atrás cuando miembros del hogar
habían encontrado el cadáver de Vrokk. Amplias ventanas se abrían a ambos lados
de la habitación, cubiertas con persianas y gruesas cortinas, como había
observado que estaban todas las ventanas del Hogar durante la noche. Dejaban
pasar una difusa luz diurna con una tonalidad marrón, y aunque Callista sabía
que incluso esa tenue claridad hacía que la cámara encantada resultase
perfectamente segura, se apresuró a abrir de par en par ambas cortinas y
persianas.
No había pruebas que hablasen de lucha o estertores
de muerte. Las armas de Vrokk –hacha de guerra, alabarda, y un surtido de
cachiporras con pinchos- colgaban intactas de la pared. Las tiras y fragmentos
de piel de dwoob que cubrían el suelo estaban un poco manchados de sangre, pero
sin una sola arruga. Podría ser, pensó Callista, que el lugar hubiera sido
ordenado después de que se retirase el cuerpo. Ciertamente, las grandes
formaciones de hongos y moho tan comunes en el deshielo habían desaparecido
casi por completo de las paredes. Cuando comprobó la lámpara de la mesa –un
cuenco de aceite de semillas de poltroop con una mecha atravesando su tapa-,
vio que estaba completamente vacía, con la tapa ahumada y un poco chamuscada
donde la mecha se había consumido.
Introdujo los paquetes, y cerró la puerta tras
ella. Desenvolvió lo que había comprado con todos sus ahorros de seis meses en
el Zicreex: cuarenta y dos paneles
cuadrados de un metro de lado de agrinio, el ligero recubrimiento de metal
usado para reparar veleros solares; dos grandes rollos de cinta de agrinio;
varias cajas de puntos adhesivos de cuádruple fuerza; y una jaula de
observación forjada con gruesa malla metálica. Ensambló primero la jaula,
instalándola en la esquina de la habitación más cercana a las ventanas. Usó el
agrinio para recubrir cuidadosamente –paredes, suelo y techo- la esquina de la
habitación que quedaba más enfrente de las ventanas, donde la luz solar de la
mañana golpearía con más fuerza.
La sala era grande, fácilmente de diez metros de
largo por casi siete de ancho.
Esto,
pensó Callista, no va a ser fácil.
Pero que ella supiera, era la única forma de obtener la información que
necesitaba.
Respiró profundamente, tocó el sable de luz que
colgaba de su cinturón para animarse, y salió de la habitación, cerrando la
puerta tras ella. Luego se fue a buscar a Kufbrug.
La Matriarca de Clan de Bolgoink estaba tumbada en
el salón principal de la torre, inmóvil en una pila de cojines cubiertos de musgo.
Callista se detuvo en la entrada, desconcertada por la quietud de la matriarca.
Incluso en la cena de la noche anterior se había limitado a quedarse ahí,
observando sombríamente al resto de gente de la sala, cuando la mayoría de las
viudas gamorreanas habrían puesto anuncios para buscar nuevo marido incluso
antes de que se enfriase el cuerpo del anterior ocupante del cargo.
Pero Kufbrug sólo alzó su gran cabeza y miró a
Callista por el espacio vacío de la cámara con ojos amarillos y malvados.
Callista recordó que mañana sería el día en el que Rog se enfrentaría en
combate contra Guth para vengar a su hermano. Y cuando Guth hubiera muerto
–como ciertamente moriría, ya que Rog, al igual que había sido su hermano, era
un jabalí enorme y poderoso-, todo el mundo podía imaginarse lo que pasaría con
Callista, Ugmush, y el resto de la tripulación del Zicreex.
Tenía intención de hablar del combate, pero algo le
hizo preguntar en su lugar:
[¿Se encuentra usted bien?]
Las oscuras fosas nasales temblaron.
[Nunca me encuentro bien en el deshielo.] Kufbrug
bajó la mirada y acarició con grandes dedos suaves la pequeña espalda redonda
del morrt que colgaba, bebiendo, de su brazo. [Los días son oscuros. Ni me he
encontrado bien tampoco desde que Guth vino a desafiar a Vrokk por mi mano. Le
dije que se fuera, que no serviría de nada. ¿Qué has encontrado en tu viaje,
Niña Extranjera? ¿Qué ningún extranjero odiaba a Vrokk, porque él nunca
interfirió en sus asuntos?
Callista negó con la cabeza, pero luego recordó que
menear la cabeza no significaba nada para los gamorreanos e hizo el movimiento
de barbilla con gruñido que significaba “No”, algo que trajo una risita
involuntaria a la cerda, y un repentino destello de animada vida a sus ojos
muertos. Siguió hablando.
[Pero he descubierto el medio por el que mataron a
Vrokk. No un veneno, sino una criatura alienígena congelada en un pedazo de
hielo, hasta que el calor del lacre fundió el hielo al tiempo que la dejaba
encerrado. Cuando el sello fue roto, voló a las fosas nasales de Vrokk y lo
mató.]
[Veneno o criatura alienígena, es el nombre de Guth
el que está en la carta, firmado como él siempre firmaba], respondió
sombríamente. [Rog no renunciará a su venganza.]
Callista se arrodilló en el suelo a su lado, tomó
el pergamino del bolsillo de su chaleco, y escribió en el reverso las runas que
significaban GUTH.
[¿Esto me convierte en Guth?]
Los dedos de Kufbrug se detuvieron sobre el morrt,
y ella pensó en ello durante un instante, estudiando la firma. Por un momento,
la luz de la comprensión brilló en los fríos ojos amarillos, reemplazada casi
de inmediato por la desesperación.
[Rog no entenderá esto. ¿Quién escribiría el nombre
de Guth salvo Guth? Rog vengará a su hermano.]
[La criatura sigue estando en la habitación donde
se encontró a Vrokk], dijo Callista. Las cerdas gamorreanas eran infinitamente
más listas que los jabalíes; era perfectamente posible que Rog no captara el
concepto de la falsificación, sino que sólo repitiera obstinadamente que quería
venganza. [Y puede conseguirse que la propia criatura puede nos diga quién
envió en realidad la carta. Pero necesitaré su ayuda. ¿Querrá usted montar
guardia conmigo en la habitación esta noche?]
Hubo un largo silencio, y la cerda pareció
hundirse, casi físicamente, en la oscuridad de su quietud y su depresión.
Luego, con un suspiro, emitió un largo eructo.
[Sí, Niña Extranjera. Montaré guardia.]
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