miércoles, 7 de mayo de 2014

La redención del syrox (III)



Waleed Nagma no fue emparejado para luchar ese día, ni al día siguiente, ni en las semanas que siguieron. De vez en cuando, le veía deambulando por el comedor o en el pabellón central donde los pasillos de la Colmena convergían como los radios de una gran rueda, donde los convictos daban paseaban apáticamente a lo largo del día, cumpliendo sus condenas y esperando ser emparejados. Nunca se acercó a mí ni trató de iniciar contacto, pero al verle podía darme cuenta de que la cosa de la que me había hablado –el syrox, la cosa a la que había llamado Gusano-Lobo- seguía incubándose en su interior. Su panza tenía un aspecto enorme, como si estuviera a punto de estallar.
Hasta que un día estaba volviendo a mi celda a pasar la noche cuando un guardia llamado Voystock apareció detrás de mí y me dio unos golpecitos en el hombro.
-¿Zero?
Me detuve y me di la vuelta, y él me hizo avanzar, de vuelta por donde había venido.
-Tengo un mensaje para ti. Por aquí.
-¿Adónde vamos?
No respondió, y en realidad no esperaba que lo hiciera. No nos dirigíamos a ninguno de los bloques de celdas, sino más abajo, siguiendo una estrecha escalera a la zona de talleres abandonada que los convictos llamaban el Lado Nocturno. Girando una esquina, Voystock abrió la escotilla rota y me indicó que entrase al espacio llano y oscuro al otro lado. Tras permanecer allí un instante, dejando que mis ojos se ajustasen, advertí algo enroscado en la esquina, a quince metros de distancia, moviéndose en las sombras.
-Zero –graznó una voz.
La voz me dejó helado. Era un susurro rasposo, casi incoherente, tan lleno de dolor que casi no pude reconocerlo.
-¿Nagma?
-No te acerques más –dijo la voz, y sus palabras parecían salir con dificultad, como si hubieran tenido que atravesar una gruesa obstrucción-. Está llegando. Ya casi...
Las palabras se quebraron. Traté de dar un paso atrás, pero mis pies estaban clavados al suelo. Cuando la cosa de la esquina se desplazó ligeramente hacia un rectángulo de luz procedente de la escotilla, vi lo que no había sido capaz de distinguir antes... o, al menos, todo lo que fui capaz de soportar. Suficiente para recordarlo durante el resto de mi vida.
Waleed Nagma estaba tumbado sobre un costado, desesperadamente enroscado en posición fetal, con la mejilla apoyada contra el suelo de duracero. Sufría salvajes convulsiones. Cerraba los ojos con fuerza, pero su boca estaba tan abierta que pensé que se le había desencajado la mandíbula.
Algo estaba saliendo de su boca.
Al principio pensé que era su lengua. Salvo que era de color blanco. Y enorme. Viscoso. Y entonces lo vi claramente, escurriéndose a la vista por el suelo, lento y pálido y grueso, y supe lo que era.
El Gusano.
Su viscosa y pálida longitud estaba emergiendo de entre los labios de Nagma con espantosa lentitud, reptando hacia delante mientras su ancha cabeza plana buscaba el marchito bulbo de ajo mocoso que había colocado ante él.
Yo no podía respirar. Sólo podía seguir observando en un estado que no sólo era repugnancia, sino que iba más allá.
Mientras el Gusano salí. Y salía. Y seguía saliendo.
Ante semejante visión –la mera longitud de la cosa, al menos varios metros de largo, ya era repulsiva-, me escuché maldecir en voz alta. Sentí que mi propio estómago daba un incómodo vuelco, y escuché gritar a Nagma.
Para entonces el gusano ya había salido por completo, agitando libremente su cola, y entonces retrocedió, meneando su cabeza ciega en mi dirección, como si sólo entonces se diera cuenta de mi presencia. Por un instante, el tiempo pareció congelarse. Mientras el syrox me miraba, toda la parte frontal de su cabeza se abrió hacia atrás para revelar una boca perfectamente redonda, de tal vez un metro de diámetro, cubierta de filas de dientes que apuntaban hacia dentro. Se lanzó al ataque.
-¡Mátalo! –gritó Nagma-. ¡Mátalo, Zero!
Dijo algo más, pero no pude escucharlo. Saltando hacia delante, levanté el pie, calzado en la pesada bota de trabajo de la prisión, y dejé caer el talón tan fuerte como pude sobre la cabeza del gusano. Hubo un horrible crujido húmedo cuando lo que hubiera en su interior se quebró y se derramó al exterior. Y observé cómo sus estrechos dientes ganchudos se dispersaron por el suelo, hacia los lados, en todas direcciones.
El cuerpo de la cosa quedó inmóvil, deshinchado.
Durante lo que pareció una eternidad, ninguno de nosotros se movió. Entonces Nagma se llevó la mano a la boca, se limpió los labios y escupió, y con gran esfuerzo comenzó a ponerse en pie. Me acerqué y le ayudé a levantarse por completo. Inclinó la cabeza en agradecimiento.
-¿Supongo... que esto significa... –respiró entrecortadamente y miró hacia donde todavía estaba el bulbo de ajo mocoso-... que vuelvo a deberte una...?
-Olvídalo. –Me limpié la suela de la bota, frotándola contra un montón de piezas de droide desechadas que habían sido abandonadas en una esquina-. Con tal de que no tenga que volver a ver jamás esa cosa.
Nagma permaneció ahí, en la esquina, durante un buen rato sin pronunciar palabra. Por el modo en que estaba de pie en ese momento, con la espalda y los hombros rectos, creí comprender entonces algo acerca de él, la conexión que no había sido capaz de establecer antes. Y vi por qué había pedido el ajo mocoso, y por qué era tan importante para él. Por qué, en medio de este infierno, eso realmente importaba.
Es cierto, nosotros los reclusos de la Sub Colmena Siete caminábamos con bombas implantadas en el pecho, y no podíamos saber cuándo el algoritmo nos enviaría a un combate... pero todavía había algunas cosas sobre las que teníamos el control. Una parte de nosotros que los guardias y la alcaide y las luchas no podían tocar. Y creí saber cuál era la palabra para ello. Una palabra extraña para usarla en un lugar como ese, pero adecuada.
Libertad.
-¿Zero?
Le miré.
-¿Sí?
-No puedo evitar preguntarme... –Se me quedó mirando, como poseído, con ojos vacíos-. ¿Y si no me lo he sacado todo? ¿Y si parte de él se ha quedado en mi interior? ¿Y si...?
No terminó la frase y, finalmente, se limitó a volver a su celda, solo.

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