lunes, 26 de mayo de 2014

Martillo

Martillo
Edward M. Erdelac

La empuñadura del sable de luz zumbó en la mano de Telloti Cillmam’n cuando la siseante hoja cobró vida y bañó la pared de grabados inescrutables con un resplandor verde. No era el sable de luz de Telloti. Aún no había llegado a construirse el suyo propio. Y allí estaba el maestro Ryelli, satisfecho de usar su propio sable de luz como fuente de iluminación.
-Mantenlo firme –indicó el maestro Ryelli, con la voz amortiguada por su máscara respiratoria, frunciendo el ceño de su frente despejada mientras se encorvaba y recorría la piedra antigua con una mano con tres dedos. El maestro Ryelli había perdido los demás dedos de esa mano en la Arena Petranaki de Geonosis, tras años atrás, del mismo modo que había perdido a su Padawan, Lumas Etima. Telloti había conocido a Lumas. De niños, en el Templo Jedi, ambos habían sido iniciados del Clan Boma.
Aunque Telloti se había enfrentado en duelo con Lumas y la mayor parte de los demás iniciados durante las pruebas de aprendizaje, y los había vencido –antes de sucumbir finalmente ante Wollwi Enan, una chica de Berchest-, el maestro Ryelli había elegido a Lumas como su aprendiz Padawan. Ningún maestro había solicitado a Telloti. El Consejo de Reasignación lo había transferido al Cuerpo de Exploradores. Durante siete años había sido piloto de las naves exploradoras del Cuerpo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nunca había conocido otro hogar excepto los Jedi, había sido recogido muy joven como para recordar a sus padres o su hogar en Tanaab. No tenía otro lugar al que ir. Desde la infancia, le habían dicho que era especial, que la Fuerza le había escogido. Pero aparentemente la Fuerza había cambiado de opinión.
La guerra estaba en su cuarto año. Una guerra contra un auténtico Señor Sith, como los de las historias que los maestros Piell y Nu le habían contado de niño. Telloti ansiaba unirse a la lucha. Pensaba que tal vez, si pudiera demostrar ser un buen guerrero, el Consejo reconsideraría su decisión de no entrenarle. No era nada inaudito. El maestro Kenobi había languidecido en el Cuerpo Agrícola de Bandomeer antes de que Qui-Gon Jinn finalmente viera en él lo que otros no habían podido y lo tomara como aprendiz. Y mira a Kenobi ahora.
Pero había pocas probabilidades de que ocurriera eso junto a Ekim Ryelli. Después de haber sido herido en Geonosis, después de la muerte de Lumas, Ryelli había solicitado esta misión. Era arqueólogo, y quería estar tan lejos de la guerra como fuera posible, excavando la tierra y examinando fragmentos de cerámica.
La guerra estaba cerca. Más cerca de Telloti de lo que había estado nunca. Ord Radama, desde dónde habían partido para su última expedición, había pertenecido a los separatistas hasta hacía tan sólo un año. Pero sabía que estaba llegando a su fin. Pronto su oportunidad de probar su valía desaparecería. Siempre había disfrutado de las historias del maestro Piell acerca de los Caballeros Jedi y sus enfrentamientos con los Sith. No le parecía justo que le apartasen de la historia, incluso cuando estaba teniendo lugar a sólo parsecs de distancia.
-No reconozco estas letras –admitió Ryelli.
-¿En serio?
Eso era una sorpresa para Telloti. Si era antiguo y olvidado, seguro que Ryelli tenía que estar familiarizado con ello.
-¿No puede leerlas?
-Con tiempo suficiente... –dijo Ryelli. Capturó imágenes del muro con su tableta de datos, y luego acercó la mano a su sable de luz. Reticente, Telloti se lo entregó. Lo apagó y lo colgó de su cinturón, sumiéndoles en la oscuridad.
-Prueba ahora con tu luz -sugirió Ryelli.
Telloti frunció los labios. Había olvidado recargar las linternas portátiles antes de salir de la nave, y en lugar de regresar había recargado la batería de suya usando su tableta de datos. Activó su linterna, y un cono de luz se derramó en el suelo.
-Bien –dijo Ryelli, activando su comunicador-. Staguu, ¿me recibes?
La voz de su astrogador givin crepitó por el comunicador. Había permanecido a bordo de su nave, en una zona plana en el exterior de la estructura.
-¿Todo en orden, maestro?
Staguu Itincoovar también había fracasado en sus pruebas de aprendizaje, pero Ryelli lo había reclutado para el Cuerpo de Exploradores. Su especie tenía un don para el cálculo astrogacional, y su capacidad latente de la Fuerza lo mejoraba. Era un talento excepcional, pero el único que el extraño y huesudo humanoide poseía.
Ryelli decía que Staguu era su secreto mejor guardado. Había trazado el curso hasta allí, el remoto mundo de Nicht Ka, casi sin la ayuda del ordenador de navegación. Ryelli solía bromear diciendo que, si no tenían cuidado, la Armada se lo llevaría a la fuerza para server en algún crucero. Esa clase de comentarios irritaba a Telloti. ¿Y si Ryelli estaba pensando en entrenarle? El corazón de Telloti se estremecía al pensar que pudieran dejarle de nuevo de lado. Tenía un destino. Sabía que lo tenía. Se lo habían dicho, se lo habían grabado a fuego. ¿Por qué los Jedi, incluso la misma Fuerza, le habían abandonado?
-Sí. Voy a cargar algunas imágenes en el ordenador de la nave. ¿Puedes pasarlas por la base de datos de filología y transmitirme cualquier resultado?
-Desde luego.
Ryelli se acomodó sobre a una columna rota y Telloti observó su rostro bajo el brillo de su tableta de datos. Su vista se desvió hacia la mano con tres dedos y llena de cicatrices que la sostenía. Un droideka había hecho eso en Geonosis, arrancándole el sable de luz de la mano. Ryelli podría haber hecho que le colocaran prótesis cibernéticas en los dedos, pero se había negado. Ryelli le había dicho una vez que era un recordatorio, pero Telloti no había preguntado qué quería recordar con eso. ¿A Lumas, tal vez? ¿No se suponía que los Jedi debían dejar atrás los apegos pasados? ¿Cómo un hombre como Ryelli había conseguido llegar a Maestro Jedi? ¿Y por qué Ryelli no le había elegido como aprendiz aquel día? Nunca lo había preguntado. Después de un instante, Ryelli levantó la mirada.
-Esto podría tardar un tiempo, por si quieres echar un vistazo mientras tanto.
Telloti asintió y se alejó del hombre de más edad. Se adentró por los pasillos de la antigua estructura, haciendo deslizar por la piedra la luz de su linterna. Nicht Ka era un mundo olvidado de la memoria en el viejo circuito Nache Belfia que había marcado la frontera del antiguo Imperio Sith. Ryelli, emocionado ante la perspectiva de volver a explorarlo, había aprovechado la oportunidad ahora que volvía a estar en espacio de la República, bien dentro de las crecientes líneas del 11º Ejército. Sin embargo, no era ningún Korriban, cubierto con imponentes tumbas y estatuas antiguas. Era una roca fría y yerma, azotada por lluvias de amoniaco e inhóspita. Pese a ello, al entrar en la atmósfera, los sensores de Telloti habían detectado esta estructura de piedra hexagonal ubicada en las quebradas laderas de la cordillera sur.
Todos se preguntaban por qué nadie se molestaría en construir un refugio en esta roca desolada. Hacía eones que nadie había estado aquí.
Telloti recorrió los oscuros pasillos sin rumbo fijo, escuchando los ecos de las voces de Ryelli y Staguu que resonaban tras él. La luz de su linterna captó el reflejo de un brillo dentro de una cámara oscura. Telloti se puso en tensión y llevó la mano a su bláster ligero, pero luego recordó que los sensores no habían detectado formas de vida.
Entró con cautela en la sala. Allí el aire era más frío. Había un estrado y un nicho en el muro del fondo. Un trono de un solo bloque de piedra se alzaba en lo alto del estrado, y sentado en él se encontraba una figura colosal forjada en un metal negro reflectante. Era curioso, ese metal. Al caminar, había dejado pisadas sobre la capa de polvo acumulada en el suelo a lo largo de milenios, pero la superficie de esa figura gigante brillaba impoluta, como si nada pudiera posarse encima.
Telloti alumbró el estrado. Los anchos hombros de la figura estaban adornados con púas diabólicas, y la cabeza era un gran y siniestro yelmo. Un faldón de placas de acero rodeaba la parte superior de sus piernas. Aparentemente, había sufrido destrozos en algún momento. Había una retorcida cicatriz fundida a lo largo del cuello, y le faltaba todo el brazo derecho a partir del codo. El muñón estaba hueco. Se dio cuenta de que no era ninguna estatua, sino un antiguo conjunto de armadura de batalla.
Se acercó, empañando su máscara respiratoria con la emoción. Ryelli entraría en éxtasis con este descubrimiento. Telloti estaba a punto de llamarle, cuando sus ojos se posaron en un objeto largo que descansaba en el estrado entre los pies calzados en metal de la figura.
Era un arcaico sable láser de dos manos.
Telloti dudó. Podía tomar el arma, ocultarla en su mochila antes de que Ryelli llegara. Probablemente no funcionase, pero podría trastear con él, tal vez incluso hacer que funcionase de nuevo. Ryelli nunca lo sabría.
Se arrodilló y alargó la mano para tomarlo.
Tan pronto como la punta de sus dedos lo tocaron, una oleada de aire frío sopló sobre él, a través de sus ropas, de su piel, de su propia alma. Se estremeció.
El guantelete de la figura sedente cayó desde su rodilla doblada y se aferró a la mano de Telloti, y toda la armadura se inclinó hacia delante, cobrando vida de pronto.
No, simplemente se ha movido con el viento, eso es todo.
Se apartó, con la piel erizada, pero los dedos de metal gimieron y se cerraron con firmeza alrededor de su muñeca.
Apoyó los pies en el estrado y tiró. La armadura cayó hacia delante con estrépito metálico, el gran casco se desplomó de los hombros, y una fina nube de polvo de hueso se levantó del cuello. Telloti apretó los ojos para protegerse del irritante polvo de tiza mientras este llenaba sus fosas nasales, asfixiándole. Tras sus párpados, vio cosas. Una temblorosa sombra alzándose, legiones de guerreros de piel roja extendiéndose hasta el horizonte en un mundo extraño, cantando.
-¡Adas! ¡Adas!
Vio gigantescas naves de guerra alienígenas proyectando sus sombras sobre las multitudes, que alzaban desafiantes sus lanzas. Vio una brillante hacha que, empuñada por su propia mano roja, atravesaba de siete en siete guerreros anfibios de piel gris. Vio una lluvia de fuego que diezmaba ciudades y derrumbaba torres. Vio estrellas extrañas, y la oscuridad que las rodeaba, y un grueso libro con una extraña escritura, como la que habían encontrado en el muro. El hacha se convirtió en un martillo, golpeando láminas de metal al rojo en un lúgubre taller, moldeándolas para darle la forma de una armadura de ébano. Escuchó una voz.
-No te preocupes, discípulo mío. Tendrás tu lugar en la historia de la galaxia. Llegarás donde yo no puedo y ayudarás a restaurar la gloria de los Sith, Warb Null.
Sintió un dolor abrasador, como si le presionaran la carne con hierro supercalentado. ¿Era real? No, más imágenes. Vociferantes jinetes de bestias. Jedi. El fragor de la batalla, tal y como el maestro Piell se la había descrito. Exultación. Sangre. Luego, un Jedi solitario -¡Ulic Qel-Droma!, gritó su mente- Luchando ferozmente hacia él, cortándole la mano, haciendo pasar su hoja verde a través de su cuello.
Gritó.
He muerto.
Cuando Telloti volvió a abrir los ojos, el casco estaba en sus manos, levantado sobre su cabeza, proyectando una sombra sobre sus ojos parpadeantes con su cobertura de hierro. En el interior, glifos secretos brillaban con luz naranja, esperando a rozar sus mejillas, a imbuirle con su poder.
Se había despojado de sus ropas. Llevaba puesta la armadura. Sólo la piel marrón de su mano derecha y su rostro estaban al descubierto.
-¡Detente!
Se volvió.
El maestro Ryelli estaba de pie en la puerta con su túnica marrón. Su sable de luz zumbaba en su mano deforme.
-Quítate eso, Telloti –instó Ryelli, con una especie de temblor en su voz. ¿Miedo? Telloti se emocionó al pensar que un Maestro Jedi tuviera miedo de él.
-Es de los Sith. Este lugar... es alguna especie de tumba. Esa armadura... está infestada del lado oscuro de la Fuerza.
¿El lado oscuro? Con esa clase de poder, podría ser un martillo que aplastara el lado oscuro. ¿Qué sabía Ryelli? No tenía ninguna visión en absoluto. ¿Por qué no debía tomar esta armadura para sí? Había poder en ella. Poder real. Podía sentir la Fuerza como nunca antes. Con ella, podría ser un guerrero. Podría unirse a la guerra, abrirse camino a través de legiones de droides de batalla y obtener la cabeza del Conde de Serenno, ser el héroe que la República necesitaba.
-¿Por qué eligió a Lumas en vez de a mí aquel día, maestro Ryelli? ¿Qué vio en él que no vio en mí?
-Podemos hablar de eso más tarde –dijo Ryelli, avanzando por la sala.
-Tal vez tenía miedo de que me convirtiera en un Jedi más poderoso que usted. ¿Es eso lo que pensó?
-No estás pensando con claridad.
-Ahora tiene miedo, ¿no es cierto? ¿Tenía miedo en Geonosis? ¿Por eso murió Lumas?
Ryelli meneó la cabeza, haciendo una mueca. No permitiría que Telloti se marchara con la armadura. Eso estaba claro. La enviaría al Cuerpo Educativo para que se quedara acumulando polvo en algún lugar de los Archivos.
-Ha activado su sable de luz, maestro. ¿Quiere luchar? Tengo aquí un sable de luz...
-Telloti, es la armadura...
-No. Se equivoca. Siempre ha estado equivocado. Si hubiera estado a su lado en Geonosis, ahora no habría guerra. Habría matado a Dooku. Habría aplastado a la Confederación en su cuna. De hecho, sólo ha tenido razón en una cosa, maestro –dijo con una sonrisa sardónica mientras deslizaba el casco sobre su rostro y sentía las runas del interior quemándole la carne. No gritó. No era sino un beso ferviente. Activó la larga hoja verde del antiguo sable de luz-. Esto es una tumba.
Ryelli atacó.
La armadura era como una red de conductos de energía. Canalizaba la Fuerza a su interior. Telloti la sintió fluyendo por sus vasos sanguíneos, contrayendo los músculos, moviendo los brazos hacia arriba para defenderse del golpe descendente del sable de luz de Ryelli casi antes de que Telloti pudiera pensar siquiera en ello. Era rápido. Muy rápido. Y fuerte.
Hizo retroceder a Ryelli con golpes estremecedores. Los sables color esmeralda destellaban y zumbaban al chocar y apartarse, levantando inadvertidamente incandescentes pedazos de roca de los muros. Telloti sonrió en éxtasis bajo su sombrío rostro de metal. Su corazón tronaba.
Ryelli parecía ahora tan pequeño. ¿O era él más grande? Se sentía inmenso. La hoja de Ryelli le rozó el hombro, haciendo saltar chispas por el aire. Ni siquiera lo notó. Obligó a Ryelli a retroceder al pasillo, y allí entrecruzó su hoja con la del maestro. Maestro. ¿Qué derecho tenía a usar ese título? ¿Ese ratón de biblioteca miope? ¿Ese cavador de zanjas? Buscaba la grandeza en cosas pequeñas y rotas, y era incapaz de reconocerla cuando se alzaba sobre él. Las hojas chirriaron y sisearon. Algo extraño sucedió. Ryelli le hizo retroceder. El Maestro Jedi de la mano tullida estaba ganando. Su expresión se volvió serena. ¿Por qué estaba tan tranquilo? Era enervante, como el rostro de esa niña, Enan, durante las pruebas, hace tantos años, cuando le puso en ridículo. La hoja de Ryelli se acercó aún más, obligando a bajar al gran sable de luz a dos manos de Warb Null. La rodilla izquierda de Telloti cedió y tocó el suelo de piedra con un sonido metálico.
El arqueólogo era más fuerte. ¿Cómo podía ser?
Más fuerte... tal vez, pero no más listo.
Telloti conocía el arma que tenía en sus manos. De algún modo, la conocía. La había diseñado, hace milenios. O, mejor dicho, lo había hecho el hombre de su visión, Shas Dovos, el hombre que se convirtió en Warb Null, inspirado por las oscuras enseñanzas de Freedon Nadd y del temido rey Adas antes que él. Sabía esas cosas. Tenía sus recuerdos, su sabiduría, la astucia de los Sith.
Su pulgar desnudo recorrió la longitud de la empuñadura para dos manos hasta encontrar un pequeño pulsador, y cuando Ryelli empujó hacia abajo con todas sus fuerzas desde su posición superior, Telloti lo activó y dio un paso lateral.
La verde hoja extra-larga del antiguo sable de luz se retiró en la empuñadura. En el mismo instante, el otro extremo se abrió de golpe como las fauces de un sarlacc, revelando un emisor secundario oculto. Una hoja de energía roja surgió de él, merced al ingenioso mecanismo de su interior que realineó y reenfocó la energía en un nanosegundo.
Sin la resistencia de la hoja verde, Ryelli se tambaleó hacia delante, perdiendo el equilibrio peligrosamente. Telloti cambió su agarre e hizo girar la nueva hoja roja, cortando limpiamente el cuello de Ryelli por la nuca. El Maestro Jedi se desplomó en el suelo. Telloti se enderezó, escuchando el sonido de su propia respiración, sintiendo su corazón latiendo en las profundidades de la coraza negra de su placa pectoral.
El comunicador de Ryelli comenzó a pitar.
Se inclinó y lo recogió con su mano desnuda. Tendría que fabricarse un nuevo guantelete para reemplazar al que Qel-Droma había destruido.
Activó el comunicador.
-Maestro –dijo Staguu-. Estoy recibiendo un mensaje urgente de Coruscant. Es de la baliza del Templo Jedi y se está repitiendo. ¡Dice que la guerra ha terminado!
El comunicador se deslizó de los dedos de Telloti, cayendo estrepitosamente junto a ju bota de acero.
-¿Habéis escuchado eso, pareja? ¡Se acabó! ¡Hemos ganado!
Podía sentirse el regocijo en la voz del givin. Reía. Estaba realmente feliz.
Telloti alzó su pie y aplastó el comunicador con su pesado talón.
Rugió algo ininteligible tras el yelmo de metal, activó una vez más el sable de luz de hoja roja, y lanzó furiosos tajos a las paredes y el suelo de piedra, dejando profundas marcas, como los arañazos de una bestia enjaulada.
No podía ser... no cuando finalmente tenía el poder para alcanzar su destino.
Tenía que ser una mentira.
Avanzó por el pasillo hacia la salida.

***

Telloti apartó el cuerpo de Staguu de la silla de la consola de comunicaciones, y reprodujo de nuevo el mensaje.
“Llamando a todos los Jedi. Les habla el Canciller Supremo Palpatine. La guerra ha terminado. Repito, la guerra ha terminado. Se ordena a todos los Jedi que regresen al Templo Jedi de inmediato. A su llegada recibirán nuevas instrucciones.”
Dejó caer su puño acorazado sobre el altavoz, silenciando la marchita voz en una explosión de chispas.
Entonces se levantó, solo en el reducido espacio de la cabina del sobre el cuerpo quebrado del astrogador, escuchando cómo la lluvia golpeaba el casco, observando cómo el amoniaco de olor acre se apartaba de su brillante piel metálica como su fuera repelido por su poder, pensando con furia, sintiendo cómo el corazón se le hundía en las profundidades del estómago. Las palabras del anciano se repetían una y otra vez en su mente febril.
Llamando a todos los Jedi. La guerra ha terminado. Se ordena a todos los Jedi que regresen... La respuesta estaba ahí.
El mensaje no era para él. Él no era ningún Jedi. Se dirigió a los controles y activó los conversores, riendo entre dientes para sí mismo.
Puede que esta guerra realmente hubiera terminado. Pero era una gran galaxia. Siempre había alguna guerra en alguna parte. Había voces en sus oídos, susurrando palabras sobre glorias y triunfos pasados y venideros. Oscuras voces siseantes que le prometían secretos y le ofrecían usar esos secretos para fines grandiosos y terribles.
Pero no en nombre de Telloti Cillmam'n. Ese ni siquiera era el nombre de un Jedi, y ahora era algo más.
Era Malleus. El Martillo del Lado Oscuro.

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