La habitación secreta
Una hora más tarde, Maarek trepaba por un tramo de escalones en un barrio de la ciudad desierto y muy escondido. Pequeñas criaturas salían huyendo a su paso mientras subía, y podía sentir los ojos que le observaban a través de los pequeños agujeros de los muros. Nunca le había gustado este barrio.
Cuando llegó a lo alto de los escalones, golpeó la puerta usando un complejo código, basado en la fecha y en cálculos astrofísicos. Incluso si alguien le hubiera seguido y hubiera escuchado el código, sería imposible reproducirlo.
La puerta se abrió al instante, y Maarek desapareció en el interior.
El contraste entre la escalera sombría y deteriorada y la habitación en la que acababa de entrar no podría ser mayor. Estaba bien iluminada, limpia y amueblada con gusto. En las paredes, destacaban unos viejos tapices entre los hologramas científicos y de estrellas de todas clases. Algunos hologramas estaban cubiertos de garabatos y de una escritura indescifrable.
La madre de Maarek estaba de pie cerca de la puerta. Era hermosa, y se aproximaba a los cuarenta años. Sus negros cabellos estaban recogidos hacia atrás, en un moño sujeto por un gran pasador. Llevaba una túnica beige muy simple y práctica, anudada en la cintura. Iba descalza.
-Siempre parece que sabes cuándo llego -apuntó Maarek, remarcando la rapidez con la que su madre había abierto la puerta.
-Los muros tienen ojos -respondió Marina Stele-, y los ojos bocas -sonrió, pero su expresión cambió rápidamente-. Tengo que hablar contigo.
Se giró y entró en otra habitación, tan bien amueblada como la primera. Las ventanas estaban tapadas por pesadas cortinas, y Maarek sabía que había, tras esas cortinas, otra capa de protección para que absolutamente ninguna luz pudiera filtrarse a la calle. Durante los veinte años de guerra, los toques de queda eran corrientes en Kuan, pero esa habitación era prácticamente hermética a la luz.
-Siéntate -dijo.
Maarek se sentó. Eligió una silla dura y rígida, que parecía ir bien con la gravedad de la voz de su madre. Esperó a que terminase su té de taarina local, en la cercana cocina. Ella se tomó su tiempo, raspando cuidadosamente las hojas, colocándolas conforme a la tradición en las tazas y luego añadiendo el agua. Él la observaba por la puerta abierta. Pero no se levantó para unirse a ella, ni para ofrecerle su ayuda. Sabía que su madre quería hacerle esperar.
-Sales en los hologramas, ¿sabes? -dijo por fin, posando su taza de té sobre una pequeña mesa a su derecha.
Maarek abrió los ojos como platos.
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
-Tu acrobacia, antes... Filmaron la inspección de la policía, y tu acrobacia sale en el reportaje -se sentó en una silla baja, frente a él. Soplaba en el té para enfriarlo.
-¡Imposible! ¡Y una mierda! -grito él, con aire barriobajero. Pero Marina Stele puso mala cara.
-Sabían tu nombre... -comenzó a decir.
-¿Y qué? Siempre utilizo un...
-Tu verdadero nombre -dijo ella, interrumpiéndole.
Maarek no dijo nada, pero había comprendido. Su verdadero nombre era demasiado bien conocido, y era, junto con su madre, uno de los principales objetivos de los bordali. Pertenecer a una banda ilegal de moteros era una cosa. Se trataba de un delito menor, y las autoridades locales no se preocupaban demasiado de ese tipo de criminales. Pero su parentesco con el famoso científico Kerek Stele era otro asunto. Tras el secuestro de su padre por los agentes bordali habían permanecido quietos, pero, a decir verdad, Maarek había tomado algún riesgo de más. Porque la captura de la familia de Kerek permitiría que las amenazas de los bordali tomaran más fuerza. Los bordali necesitaban algo para que aceptase cooperar. Los métodos ordinarios probablemente no bastarían.
Permanecieron sentados y hablando durante bastante tiempo. Maarek insistía en que la publicidad hecha sobre su acrobacia no tendría, a su entender, ninguna consecuencia grave. Pero Marina no estaba de acuerdo, y afirmaba que era el momento de que se fueran, de buscar otro escondite. Maarek le dijo por vigésima vez que no se preocupase cuando oyó fuertes gritos en la otra habitación. Su madre se echó a sus pies. Demasiado tarde... un rayo de energía golpeó la puerta exterior en el mismo momento en que Maarek entraba con su madre en la habitación para ver qué pasaba. La puerta se puso incandescente por un instante, el acero comenzó a fundirse y, de repente, desapareció. Tras la puerta, en medio del humo, se encontraba un hombre vestido de negro. El bláster pesado refulgía aún en sus manos.
Antes de que Maarek tuviera tiempo de comprender qué ocurría, Marina ya estaba disparando. Había conseguido encontrar un pequeño bláster. El hombre se parapetó tras la puerta. Maarek reparó en que los cabellos de su madre caían ahora por su espalda.
-¡Por aquí! -exclamó Marina, agarrando el brazo de Maarek para conducirle hacia el fondo del apartamento.
Maarek la siguió, impotente. Le habría gustado tener él también un bláster. Su madre le empujó a un armario, en la trasera del edificio. Esta reacción le pareció estúpida, pero de repente el suelo del armario desapareció y cayeron rápidamente, y durante bastante tiempo.
-¡Golpea ahí! -gritó Marina cuando aterrizaron, señalando con el dedo un muro.
Podía oír ruidos sobre ellos, y desde luego no era el momento de discutir con su madre. Maarek alzó su bota y golpeó el muro con todas sus fuerzas. Los ladrillos se hundieron, dejando aparecer un agujero que daba a una calle sombría. Se alejaron corriendo.
Cuando llegó a lo alto de los escalones, golpeó la puerta usando un complejo código, basado en la fecha y en cálculos astrofísicos. Incluso si alguien le hubiera seguido y hubiera escuchado el código, sería imposible reproducirlo.
La puerta se abrió al instante, y Maarek desapareció en el interior.
El contraste entre la escalera sombría y deteriorada y la habitación en la que acababa de entrar no podría ser mayor. Estaba bien iluminada, limpia y amueblada con gusto. En las paredes, destacaban unos viejos tapices entre los hologramas científicos y de estrellas de todas clases. Algunos hologramas estaban cubiertos de garabatos y de una escritura indescifrable.
La madre de Maarek estaba de pie cerca de la puerta. Era hermosa, y se aproximaba a los cuarenta años. Sus negros cabellos estaban recogidos hacia atrás, en un moño sujeto por un gran pasador. Llevaba una túnica beige muy simple y práctica, anudada en la cintura. Iba descalza.
-Siempre parece que sabes cuándo llego -apuntó Maarek, remarcando la rapidez con la que su madre había abierto la puerta.
-Los muros tienen ojos -respondió Marina Stele-, y los ojos bocas -sonrió, pero su expresión cambió rápidamente-. Tengo que hablar contigo.
Se giró y entró en otra habitación, tan bien amueblada como la primera. Las ventanas estaban tapadas por pesadas cortinas, y Maarek sabía que había, tras esas cortinas, otra capa de protección para que absolutamente ninguna luz pudiera filtrarse a la calle. Durante los veinte años de guerra, los toques de queda eran corrientes en Kuan, pero esa habitación era prácticamente hermética a la luz.
-Siéntate -dijo.
Maarek se sentó. Eligió una silla dura y rígida, que parecía ir bien con la gravedad de la voz de su madre. Esperó a que terminase su té de taarina local, en la cercana cocina. Ella se tomó su tiempo, raspando cuidadosamente las hojas, colocándolas conforme a la tradición en las tazas y luego añadiendo el agua. Él la observaba por la puerta abierta. Pero no se levantó para unirse a ella, ni para ofrecerle su ayuda. Sabía que su madre quería hacerle esperar.
-Sales en los hologramas, ¿sabes? -dijo por fin, posando su taza de té sobre una pequeña mesa a su derecha.
Maarek abrió los ojos como platos.
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
-Tu acrobacia, antes... Filmaron la inspección de la policía, y tu acrobacia sale en el reportaje -se sentó en una silla baja, frente a él. Soplaba en el té para enfriarlo.
-¡Imposible! ¡Y una mierda! -grito él, con aire barriobajero. Pero Marina Stele puso mala cara.
-Sabían tu nombre... -comenzó a decir.
-¿Y qué? Siempre utilizo un...
-Tu verdadero nombre -dijo ella, interrumpiéndole.
Maarek no dijo nada, pero había comprendido. Su verdadero nombre era demasiado bien conocido, y era, junto con su madre, uno de los principales objetivos de los bordali. Pertenecer a una banda ilegal de moteros era una cosa. Se trataba de un delito menor, y las autoridades locales no se preocupaban demasiado de ese tipo de criminales. Pero su parentesco con el famoso científico Kerek Stele era otro asunto. Tras el secuestro de su padre por los agentes bordali habían permanecido quietos, pero, a decir verdad, Maarek había tomado algún riesgo de más. Porque la captura de la familia de Kerek permitiría que las amenazas de los bordali tomaran más fuerza. Los bordali necesitaban algo para que aceptase cooperar. Los métodos ordinarios probablemente no bastarían.
Permanecieron sentados y hablando durante bastante tiempo. Maarek insistía en que la publicidad hecha sobre su acrobacia no tendría, a su entender, ninguna consecuencia grave. Pero Marina no estaba de acuerdo, y afirmaba que era el momento de que se fueran, de buscar otro escondite. Maarek le dijo por vigésima vez que no se preocupase cuando oyó fuertes gritos en la otra habitación. Su madre se echó a sus pies. Demasiado tarde... un rayo de energía golpeó la puerta exterior en el mismo momento en que Maarek entraba con su madre en la habitación para ver qué pasaba. La puerta se puso incandescente por un instante, el acero comenzó a fundirse y, de repente, desapareció. Tras la puerta, en medio del humo, se encontraba un hombre vestido de negro. El bláster pesado refulgía aún en sus manos.
Antes de que Maarek tuviera tiempo de comprender qué ocurría, Marina ya estaba disparando. Había conseguido encontrar un pequeño bláster. El hombre se parapetó tras la puerta. Maarek reparó en que los cabellos de su madre caían ahora por su espalda.
-¡Por aquí! -exclamó Marina, agarrando el brazo de Maarek para conducirle hacia el fondo del apartamento.
Maarek la siguió, impotente. Le habría gustado tener él también un bláster. Su madre le empujó a un armario, en la trasera del edificio. Esta reacción le pareció estúpida, pero de repente el suelo del armario desapareció y cayeron rápidamente, y durante bastante tiempo.
-¡Golpea ahí! -gritó Marina cuando aterrizaron, señalando con el dedo un muro.
Podía oír ruidos sobre ellos, y desde luego no era el momento de discutir con su madre. Maarek alzó su bota y golpeó el muro con todas sus fuerzas. Los ladrillos se hundieron, dejando aparecer un agujero que daba a una calle sombría. Se alejaron corriendo.
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