viernes, 17 de octubre de 2008

MedStar: Intermezzo (I)

MedStar: Intermezzo
de Michael Reaves y Steve Perry


Jos extrajo una astilla de duracero afilado y dentado, la mitad de ancha que su mano, del vientre del soldado herido, y la dejó caer en la bandeja que Tolk estaba sosteniendo. No resonó al chocar contra ella; alguien se había cansado de oír ese ruido particular una y otra vez, y había forrado las bandejas de metal con viejas láminas de aislamiento de transpondedor, espeso y elástico. Ahora, cuando un cirujano extraía metralla de un paciente y la dejaba caer en el plato, el sonido era amortiguado, un suave golpe sin mayor consecuencia.
No es una mala idea, pensó Jos. Por supuesto, el nuevo sonido lo irritó casi tanto como lo hacía el viejo. Más, quizá. Pero la verdad es que muchas cosas irritaban a Jos esos días. Tener que permanecer allí durante horas y sacar pedazos cortos y gruesos de metal afilado de los carbonizados y destrozados órganos estaba en lo alto de esa lista. Eso hacía que forrar bandejas quirúrgicas para atenuar el estrépito pareciera bastante insignificante.
¿De verdad quieres hacer eso, Jos?, preguntó su voz interior. ¿De verdad quieres pensar sobre la inutilidad de cosas?
No. No quería.
Como si lo que él quisiera importase mucho.
Los refrigeradores de aire estaban estropeados otra vez, debido a la putrefacción por esporas; nada inusual allí. El calor tropical húmedo se filtró en la SO, volviendo el aire mojado, provocando sudor y no permitiéndole evaporarse. El olor de moho era omnipresente, camuflando fácilmente el aroma a ozono de los campos antisépticos, así como el más desagradable olor químico del herbicida con el que cubrían periódicamente las paredes. La infestación de esporas había sido particularmente penosa desde el traslado de las llanuras de Jasserak a las altiplanicies. Todo el mundo llevaba mascarilla con microfiltros y gafas protectoras, tanto fuera como dentro, y no era paranoia; tres humanos, un kubaz, y un ugnaught estaban en la enfermería ahora mismo siendo tratados por neumocontosis ascomicética. Jos había visto centenares de seres de esas especies, y de otras también, padeciendo llaga de pulmón en fase terminal, como era normalmente conocida esa enfermedad. No era bonito. Algunos tenían fiebres lo suficientemente altas como para cocinar literalmente en sus propios jugos.
Y el área de la altiplanicie era considerada uno de los puntos más bellos del planeta.
Jos sujetó un par de pequeños torniquetes e hizo que Tolk lavase la herida con la esponja. Él miraba la herida con ojo crítico. No tenía demasiada mala pinta. El droide pudo cerrarla con un tapón de cola, y si el soldado clon no contraía llaga de pulmón, putrefacción de bazo, o algún otro tipo de infección en la zona herida en las próximas 24 horas, probablemente sobreviviría para luchar otro día.
—Dáselo al droide para que lo cierre —dijo Jos a Tolk. Suspiró—. Y dile a nuestro próximo invitado que su mesa está lista.
La sala de operaciones era provisional, incluso más de lo usual, ya que acababa de ser instalada. Los Uquemers se habían diseñado para reubicarlas rápidamente —de ahí el "móvil" en Unidad Quirúrgica Móvil de la República— pero sólo se habían usado para desplazarse una vez desde que Jos estaba en este mundo sobrecalentado, y eso había sido hacía menos de una semana. Había parecido la opción más prudente, dado que los Separatistas estaban montando una ofensiva mayor para empujar a la República tras las líneas del frente, lanzando morteros, aniquilándolos con láseres y rayos de partículas, y, en general, arrasando el lugar. La reubicación había sido de libro, según el informe oficial, con una pérdida mínima de equipo, pacientes, y personal.
Por supuesto, una de las bajas había resultado ser el mejor amigo de Jos.
Jos lanzó otro suspiro. Casi han pasado quince minutos desde la última vez que pensé en Zan. Debe ser un nuevo record.
Zan Yant, un zabrak del mundo de Talus, había sido cirujano y un músico reconocido, así como el compañero de cubículo de Jos, y el alma más amable que cualquiera podría pedir. Ahora Zan estaba muerto, un daño colateral en una guerra que había odiado con una pasión que parecía reservada para aquellos de temperamento artístico. Zan Yant, vástago de una adinerada familia de mercaderes, compositor de études clásicos, sonatas, conserlistas, y otros trabajos de genio musical, estaba muerto, y no había ningún sentido en ello. Ningún propósito, y ninguna excusa.
No había sufrido; quedaba ese consuelo, por lo menos. Una esquirla de metralla, más fina que un pelo de bantha, se había alojado en el nodo del ganglio anterior del zabrak, en la base de su cráneo, derribándolo al instante. Fue —como todos decían— análogo a apagar el interruptor principal en la nuca de un droide de protocolo. Así de rápido y sin dolor.
La diferencia crucial era, por supuesto, que uno siempre podría encender de nuevo a un droide.
Un par de soldados clon, sirviendo como celadores, trajeron en una camilla al próximo paciente. Este tipo de trabajo de apoyo debía de haber sido hecho por droides programados, pero algún tipo de óxido o corrosión había atacado las juntas en muchos de los seres mecánicos y, como resultado, más de la mitad de ellos estaba fuera de servicio.
Era una situación demente. Él era el cirujano jefe, después de todo, y capitán, el segundo en la línea de mando después de coronel D'Arc Vaetes. Supuestamente, no tendría que tener los brazos metidos hasta los codos en los intestinos purpúreos de los soldados clon, arrancando trozos de metal y aplicando coagulantes. Pero las condiciones en este mundo habían atrasado el reloj unos milenios, y ahora trabajaban bajo presión, en condiciones primitivas que demasiado a menudo proporcionaban la muerte en lugar de renovada vida para quienquiera que estuviera bajo sus escalpelos láser.
Tolk la Trene, su enfermera ayudante, miraba en la pantalla de datos el informe del siguiente clon herido.
—Quemaduras de partículas y lesiones por compresión, según el médico de campaña.
Rápidamente informó del estado de la presión sanguínea, respiración y ritmo cardíaco mientras Jos asentía ausente. Todo que él quería hacer era arrastrarse a su tienda y dormir; durante una semana, un mes, el tiempo que hiciera falta hasta que esta destructiva guerra hubiera terminado. Costaba demasiado esfuerzo pensar, recordar, incluso respirar, como para encima practicar cirugía. Pero no había otra opción.
—Metámoslo en fluidos —dijo a la otra enfermera. Se volvió a Tolk—. ¿Cuánto tiempo podemos mantenerlo en el tanque de bacta?
—Cuarenta y cinco minutos, como máximo.
No era suficiente, y Jos lo sabía. Y un tratamiento parcial de las lesiones y del tejido necrótico podría ser peor que no sumergirlo, ya que aumentaría el riesgo de infección.
—Prepáralo para un tratamiento con máser.
Y haz algún encantamiento sobre él y canta, ya que estás en ello.
Estaba tan cansado y deprimido que incluso la presencia de su querida Tolk, normalmente más que suficiente para levantar su espíritu bajo las condiciones más adversas, no lo alegró ahora. Recientemente habían reconciliado sus diferencias tras la muerte de Zan, y él sentía que debería ser la forma de vida más feliz de la galaxia; en cambio, sentía una mezcla de emociones encontradas, de las cuales la menor no era la culpa por estar vivo y enamorado.
Sabía que tenía que pasar por esto. El pesar era un proceso que no podía apresurarse o rechazarse. Y Tolk lo comprendía. Además de ser enfermera, también era lorrdiana; su habilidad de leer el idioma del cuerpo de otros rayaba en la telepatía. Ella supo que él ahora mismo necesitaba espacio más que nada.
Tras él, amortajado dentro una túnica con una gran capucha, permanecía uno de los Silenciosos, esa misteriosa hermandad cuya mera presencia parecía de algún modo ayudar a los pacientes a recuperarse. Nadie sabía si el efecto era panacea o placebo, pero nadie podía negar que fuera real.
Lo que sea que hagan, pensó Jos, ayuda de algún modo.

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