En el interior del castillo, Evazan y su invitado descendieron una larga escalera de caracol. Cuanto más descendían hacia el misterioso sanctasanctórum de la guarida del doctor, más se deshacía en disculpas el senador andoano.
–Por mi parte, nunca ha habido dudas acerca de su integridad –explicó el alienígena con una voz cada vez más aguda por su creciente preocupación–. Son mis colegas del senado los que han hecho caso de los rumores. Algunos dicen que está condenado a muerte en diez sistemas.
–Doce, de hecho –dijo despreocupadamente Evazan–. Puede que ahora sean más. No lo he comprobado.
–¿En serio? –dijo el senador, elevando la frecuencia de su voz un poco más–. Y además hay ciertas historias acerca de algunas de sus... eh... prácticas médicas.
–Tampoco negaré que hay algo de cierto en ellas –admitió el doctor–. No me arrepiento de lo que he hecho. Todo era por una buena causa.
Llegaron al final de la escalera. Evazan quitó el cerrojo de una gran puerta de metal y la abrió. La puerta chirrió en sus goznes, y ambos la cruzaron.
Al otro lado, un único espacio ocupaba los inmensos cimientos del castillo. Pilares cortos y rechonchos y pesados arcos de piedra sostenían el elevado techo. Extendiéndose hacia las sombras lejanas, un estante tras otro de grandes cilindros de cristal brillaban débilmente, llenos de un líquido dorado... y algo más.
El senador avanzó unos pasos, observando conmocionado. Cada cilindro parecía contener algún tipo de ser.
Avanzó más, examinando una hilera de criaturas flotando en fluido ámbar. Eran gigantescos wookiees y diminutos jawas, givins esqueléticos y abbyssinos de un sólo ojo. Había humanoides cornudos de Devaron y criaturas con aspecto de insecto de la raza kibnon, junto con otras incontables especies de planetas de toda la galaxia.
–¿Están... muertos? –inquirió nerviosamente el senador, mirando al cilindro de un arcona reptiliano que le devolvía la mirada con ojos en blanco, como joyas.
–Desgraciadamente –dijo Evazan–. Conservados en mi fluido de embalsamamiento especial. Son algunos de mis pacientes que no sobrevivieron a mis intentos quirúrgicos para ayudarles. Pero el trabajo médico que hice en ellos fue de todas formas de gran valor para mí.
El senador volvió a mirar a los cadáveres, más detenidamente. Todos habían sido manipulados de una manera que podría llamarse “cirugía” de algún modo, aunque la palabra “carnicería” podría haberse aplicado con más rigor. La mayoría estaban mutilados, con sus cuerpos abiertos en canal, y les faltaban varias extremidades u órganos. En algunos casos, los propios elementos del ser habían sido reemplazados por cosas que, bastante a las claras, eran ajenas.
–Digo que me ayudaron –continuó Evazan, recorriendo una hilera de sus “pacientes”–. Sobre todo indicándome cuándo mi investigación había llegado a un punto muerto –dedicó al senador una horrenda sonrisa–, si me perdona la expresión.
–¿Experimentó en ellos? –dijo horrorizado el senador.
Evazan alejó la idea con un gesto de la mano.
–Por supuesto que no. Pretendía ayudarles con mis técnicas creativas. Intentaba darles más salud y una vida más larga. En teoría, al menos.
Tocó el cilindro que contenía la figura destripada de un ranat con aspecto de roedor.
–He dedicado toda mi vida a ayudar a los demás. Me llamaron loco, criminal, a mi pesar. Pero nadie comprendía. Sólo usaba mis habilidades para reformar la vida de distintos modos, tratando de crear algo mejor. –Suspiró y volvió la mirada al aqualish–. Pero no era suficiente.
El senador recorrió una y otra vez las largas filas de las víctimas del doctor.
–¿No era suficiente?
–La alteración física no era suficiente.
El doctor se dirigió al siguiente cilindro. Dentro había un espécimen particularmente horrendo. Era una criatura que había sido construida con partes recuperadas de docenas de seres diferentes, cosidas y grapadas entre sí para formar un collage monstruoso.
–Como ve, incluso cortando y uniendo juntas las mejores partes del cuerpo de la galaxia, no podía alcanzar el efecto que deseaba. –Alzó una mano para tocar el desfigurado lado derecho de su cara–. No, la clave era la mente. Es por eso que mi investigación tomó una nueva dirección. Venga por aquí.
Abrió el paso a través de las hileras de cilindros hasta una gran área en el centro de la sala. Allí, un complejo conjunto de equipamiento electrónico se alzaba hasta el techo de un modo bastante precario. Los diversos sistemas, conectados entre sí con enredadas guirnaldas de cable, chasqueaban y siseaban incómodamente incluso con la mínima potencia de entrada que ahora corría por ellos.
El elemento clave de ese montón desordenado de alta tecnología eran dos plataformas preparadas con mesas de operación. Correas, claramente dedicadas a sujetar a los pacientes, se añadían a su aspecto siniestro. Sobre cada una, un extraño dispositivo con aspecto de colador colgaba mediante una docena de cables de un brazo pivotante. Más cables conectaban éstos a la máquina central.
–Este es mi instrumento de transferencia –dijo orgullosamente Evazan–. Los componentes principales fueron modificados a partir de unidades imperiales avanzadas de transmogrificación, originalmente diseñadas para alterar la programación de los droides. Ponda y yo conseguimos “liberar” este equipo de una instalación de investigación imperial. Pero lo he adaptado para usarlo en seres vivos.
El senador había estado mirando con una mezcla de intimidación y escepticismo a la masa de dudoso aspecto. Ahora miraba a Evazan con incredulidad.
–¿Seres vivos?
–Los cerebros vivos también almacenan sus conocimientos adquiridos electrónicamente, de forma muy parecida a una grabación. Esa grabación puede ser alterada, borrada... o trasladada. Los medios para lograrlo se hallan ahora ante usted.
–¿Para qué fin?
–Para tener algo que nadie ha llegado a tener nunca antes –dijo el doctor con grandilocuencia–. ¡Finalmente estoy a un paso de crear una forma viable de inmortalidad!
La incredulidad del senador se mostró más pronunciadamente en su rostro.
–Debe estar de broma, Doctor.
–No bromeo en absoluto –dijo el otro. Se acercó, hablando con grave intensidad–. ¡Sólo piense en ello! Ni siquiera el más poderoso de los Maestros Jedi con todos su poderes sobre los elementos ha conseguido una inmortalidad real. Pueden ser capaces de prolongar la vida hasta cierto límite, pero siguen decayendo y mueren al final. Mi método transferirá los niveles más altos de la inteligencia de un ser a un nuevo cuerpo, fresco, en cualquier momento que lo necesite, con sólo pulsar un interruptor. Piense en lo valioso que eso sería para el Imperio. Sus gobernantes más importantes, sus mejores mentes militares podrían vivir para siempre, obteniendo aún más conocimientos con cada nueva vida.
–Supongo que es algo por lo que el Imperio pagaría cualquier cosa –dijo el aqualish, pero con serios recelos en su voz–. Si esa cosa funciona.
–Funcionará –dijo confiado Evazan–, y pronto seré capaz de probarlo. –Sonrió con sardónico deleite–. Irónico, ¿verdad? Evazan, aquel al que una vez llamaron Dr. Muerte, ¡será quien cree semejante vida eterna!
Una consola de intercomunicación cercana emitió un pitido indicando una transmisión entrante. Evazan se giró para ver el rostro de Ponda Baba aparecer en su pequeño monitor mientras una voz surgía con cierta urgencia del altavoz.
–¡Evazan, hay alguien a nuestra puerta!
–¿Nuestra puerta? –repitió el doctor.
–En la compuerta acuática bajo el castillo. Dice que su deslizador acuático acaba de averiarse. Quiere llamar a un remolcador desde aquí.
–Eso dice, ¿eh? –replicó Evazan–. Veámosle.
Ponda tecleó en su propia consola y la imagen de la pantalla pasó a mostrar una vista de la zona de la compuerta acuática. Una pequeña embarcación repulsoelevadora marítima ocupaba el único muelle del castillo. Junto a la inmensa compuerta se encontraba de pie un macho humano de aspecto muy impresionante.
Era bastante alto, de complexión robusta, como dejaba en evidencia el traje ceñido al cuerpo que llevaba. Sis rasgos cincelados eran atractivos, y una mata de pelo rubio ondeaba sobre su bien formada cabeza.
Evazan observó al hombre con gran interés, y luego apretó botones de la consola, volviendo de nuevo a la imagen de Ponda.
–Déjale pasar –ordenó–. Pero sólo al vestíbulo. Mantenlo vigilado.
–¿Estás seguro de que eso es inteligente, Doc? –preguntó Ponda.
–¡Sólo hazlo! –Evazan apagó bruscamente el intercomunicador y se giró al senador–. Puede que vea más de lo que esperaba –dijo con excitación–. ¡Hoy podría ser el clímax de mi investigación!
Se apresuró a subir desde el laboratorio, con el desconcertado senador siguiéndole. Entraron al inmenso hall de entrada del castillo. En el muro junto a la puerta principal había un panel de control con una pantalla de vigilancia. Ponda Baba ya estaba ahí, mirando una imagen de la habitación al otro lado de la puerta.
En una pequeña y desnuda antecámara previa al hall de entrada, su rubio visitante permanecía esperando pacientemente.
Evazan miró al hombre por encima de los hombros de Ponda. Sus ojos se iluminaron con un brillo ansioso.
–¡Este será perfecto! –dijo–. ¡Qué suerte más increíble!
Rebasó a Ponda para accionar un interruptor en el panel. De la lámpara del techo de la antecámara se disparó un rayo carmesí, golpeando la cabeza del hombre rubio. Se desmayó instantáneamente, derrumbándose en el suelo.
–¿Lo ha matado? –dijo el senador andoano, aterrado.
–Sólo lo he aturdido –respondió el doctor. Miró a Ponda–. Ayúdame a llevarlo abajo.
Agarró la manilla de la puerta, pero una pata peluda cayó sobre su mano para detenerle.
–Espera, Doc –dijo la áspera voz de Ponda–. ¿No irás a transferirte a él, verdad?
–Tiene mejor aspecto que ninguno que haya visto antes –admitió Evazan–. ¿Por qué no?
–No, Doc –le espetó Ponda–. ¡Yo primero!
Evazan miró a su antiguo socio.
–¿Qué quieres decir?
–Prometiste que yo iría primero. Prometiste que tendría un cuerpo con un buen brazo. Te traje a mi planeta, te ayudé a preparar esto, te mantuve con vida por esa única razón. Me costaste un brazo en Tatooine. Me lo debes. Es hora de que me lo pagues.
–¿Cómo puedo hacer eso, Ponda? –razonó–. Mi sujeto perfecto acaba de aparecer ante mi puerta. ¡Está aquí justo ahora!
–Entonces ambos estamos de suerte, Doc –respondió Ponda–. Tú tienes el tuyo. Yo tengo el mío.
La cara del doctor se iluminó al comprender. Como una sola persona, ambos se giraron hacia el senador aqualish.
El senador había escuchado su diálogo con creciente alarma. Mientras le miraban, su expresión se tensaba más y más por el horror.
–No es joven –comentó Evazan, con aire crítico.
–Pero es de la clase gobernante –respondió Ponda–. Obtengo un brazo, y también obtengo poder.
–Ustedes... ustedes no pueden estar pensando lo que creo –jadeó el senador.
–Lo estamos –dijo el doctor, sacando su bláster–. Felicidades. Va a ayudar a dar un gran paso para la ciencia. –Señaló con el arma–. Avance, por favor.
–¡No pueden hacer esto! –gritaba el senador mientras le dirigían descendiendo hacia el laboratorio–. ¿Qué pasa con su financiación? ¿Con su protección?
–Ya no necesitaré ni una cosa ni otra –replicó el doctor–. Finalmente seré capaz de adquirir una identidad totalmente nueva. Librarme de esta cara marcada. Puedo salir de aquí a salvo de los cazarrecompensas, y con un secreto que puede cambiar la galaxia.
–Eso es lo que pretendía desde el principio, ¿verdad? –adivinó el otro–. ¡Tan sólo ayudarse a sí mismo!
–¿Qué, si no? –dijo Evazan, riendo cruelmente. De un empujón, hizo que el senador cruzara la puerta del laboratorio–. Ahora, colóquese en esa mesa de la izquierda. Rápido.
Él y Ponda llevaron a la fuerza al desventurado senador hacia la mesa y lo amarraron sobre ella. Evazan hizo descender el brazo pivotante de la izquierda, y aseguró el colgante casco metálico sobre la parte superior de la cabeza del cautivo.
Ponda ocupó rápidamente su lugar sobre la otra mesa. Evazan repitió el proceso de abrochar las correas y encajar al otro aqualish el segundo casco extraño. Luego se alejó unos pasos hasta un banco de controles.
Empujó palancas, giró diales, y observó pantallas de lecturas que indicaban el flujo de potencia. La máquina zumbaba ahora con más fuerza, cobrando vida con enorme energía. La gran columna de sus componentes tembló visiblemente, amenazando con desmoronarse.
Cuando los indicadores mostraron que había llegado a la máxima potencia, tiró con ambas manos de un doble interruptor rojo. Chispas blanquiazules como pequeños relámpagos descendieron crepitando por los cables, hasta los cascos metálicos sobre las dos cabezas. Los maniatados cuerpos tendidos se sacudieron espasmódicamente.
Evazan miró un par de diales justo bajo el interruptor rojo. Mientras el indicador de la izquierda se movía en un sentido, su contrapartida a la derecha se movía en el otro. En sólo unos segundos, las dos agujas se habían detenido en lados opuestos de sus diales.
Con una risotada de regocijo el doctor devolvió las palancas de potencia a la posición de apagado. Las crepitantes luces se desvanecieron rápidamente, y el chasquido de energía se extinguió.
–¡Ya está! ¡Ha funcionado! –dijo Evazan riendo con satisfacción, corriendo a la mesa sobre la que estaba el cuerpo del andoano de más edad–. ¡Ponda! ¡Lo hice! –dijo, desatando las correas–. ¿Cómo te sientes?
Pero el aqualish que una vez había sido el senador estaba bastante quieto, aparentemente inconsciente.
–Está bien –aseguró Evazan, dando una palmadita al ser–. Pronto estarás bien. Simplemente descansa aquí. ¡Tengo que ver mi propio nuevo cuerpo!
Abandonó el laboratorio, prácticamente corriendo de vuelta al vestíbulo principal. Sus ojos relucían con una mirada salvaje de casi irrefrenable expectación. Abrió de un tirón la puerta de la antesala e irrumpió en ella. Su espléndido espécimen seguía yaciendo inmóvil.
Se arrodilló junto al hombre, regodeándose con su cuerpo perfecto.
–Todo lo que estaba esperando –dijo–. Juventud, fuerza... ¡y una cara sin marcas! Espero que no esté herido.
Movió su mano para posarla sobre el corazón del hombre.
¡La mano desapareció atravesando el ancho pecho como si la carne se abriera para tragársela!
Retiró su mano, mirando con asombro.
–¡Un disfraz holográfico! –exclamó.
Su mano voló para agarrar la empuñadura de su bláster. Pero el otro hombre se incorporó de repente, golpeando rápidamente. Un primer impulso hacia delante para golpear el rostro de Evazan. El choque le derribó hacia atrás, cayendo cuan largo era, aturdido.
Antes de que el doctor pudiera recuperarse, el hombre rubio ya estaba en pie. La imagen de su larga silueta onduló, se fue desvaneciendo y desapareció completamente, revelando la figura de un hombre delgado con rasgos agresivos y tez oscura con un bigote negro. Una mano descansaba en el control del disfraz holográfico del cinturón, la otra mano sostenía un objeto con forma de granada que resultaba ser un detonador termal. El seguro del pulgar ya estaba retirado, y el pulgar del hombre descansaba en el botón del detonador.
–Aparta el arma, Evazan –dijo el hombre con voz cascada–, o ambos saldremos volando.
Evazan extrajo su bláster con cautela y lo arrojó lejos.
–¿Quién eres? –preguntó.
–Mi nombre es Gurion. He estado intentando atraparte durante mucho, mucho tiempo. Ponte de pie.
–Muy inteligente de tu parte usar ese disfraz –le dijo Evazan, incorporándose–. De otro modo, nunca habrías entrado aquí.
–Es precisamente lo que me figuraba. Ahora, muévete, monstruo carnicero. Llévame al tejado. Unos amigos van a recogernos allí arriba. –Gurion hizo un significativo gesto con la bomba–. ¡He dicho que te muevas!
Evazan accedió de buena gana. Entraron al vestíbulo principal y subieron una ancha escalera.
Cuando doblaron la esquina del primer descansillo para empezar un segundo tramo de escalones, Evazan bajó la mirada para ver una pequeña y brillante mancha del líquido que rezumaba Rover en una puerta del vestíbulo de abajo.
–Mírame –le dijo a su captor, intentando mantener la atención del hombre sobre él–, esto es una locura. No sé cuánta recompensa esperas recibir, pero puedo pagarte mucho más.
–No espero ninguna recompensa –replicó Gurion bruscamente–. Mi apellido es Silizzar. ¿Te suena familiar?
Evazan palideció ante ese nombre.
–Yo... yo puedo haber tenido uno o dos pacientes... –tartamudeó.
Gurion le cortó.
–Trataste a toda mi familia. ¡Por un desorden gástrico causado por un veneno que tú les diste como medicina! Les destripaste uno tras uno como si fueran peces. ¡Siete personas! Ninguna de ellas sobrevivió. No, no quiero dinero por ti. ¡Esto es puramente por venganza!
Varios tramos más arriba, alcanzaron una pequeña puerta que se abría a una zona plana del tejado. Un fresco viendo del mar tiró bruscamente de sus ropas cuando salieron. Los truenos distantes centelleaban de modo inquietante en la escena, y el profundo bramido del trueno lejano proporcionaba un constante y ominoso sonido de fondo.
Gurion dirigió a Evazan rodeando el borde del tejado, cerca del punto donde su mochila de comunicaciones estaba anclada.
–Quédate aquí como una roca –advirtió Gurion. Alzó la bomba–. Recuerda, si aprieto este botón, ambos tendremos sólo unos segundos de vida. Preferiría llevarte para que seas juzgado por todos los demás seres que has asesinado. ¡Pero no dudaré en acabar con esto justo aquí!
–Soy una estatua –accedió de buen grado Evazan.
Gurion se acercó a su mochila y se agachó junto a ella para tomar le auricular del comunicador. Mantuvo un ojo en el doctor mientras hablaba al micrófono.
–Madre, aquí Gurion. ¿Aún me recibís?
–Seguimos aquí, amigo mío. ¿Qué ha pasado?
–Tengo aquí a nuestro bebé, vivo. Estoy arriba, en el tejado. ¿Podéis venir a recogernos?
–¡Vamos hacia allá! –dijo la voz, con júbilo–. Madre fuera.
Por el rabillo del ojo, Evazan vio cómo la puerta de acceso al tejado se abría. Un tentáculo con un bulbo en la punta se asomó con cautela desde un borde, sintiendo el aire a su alrededor.
–Dentro de pocos minutos una lanzadera llegará aquí para recogernos –dijo Gurion mientras se quitaba los auriculares del comunicador.
El doctor dio un par de pasos indiferentes rodeándole para que Gurion quedase de espaldas a la puerta.
–De verdad que tienes que escucharme –dijo Evazan de modo suplicante–. Tengo un secreto. Justo aquí. Un invento. Algo muy grande. Demasiado valioso como para rechazarlo.
–No para mí –dijo llanamente el otro, con su dura mirada inamoviblemente fijada en su adversario.
La brillante masa de Rover se deslizó por la puerta. La criatura comenzó a avanzar reptando lentamente, sin hacer ruido. Centelleantes relámpagos chispeaban en su forma gelatinosa.
–Pero con esto puedo hacer que vivas para siempre –expuso el doctor–. Auténtica inmortalidad. Todo el mundo quiere eso.
–¿Realmente piensas que darme más vidas puede compensar todas las vidas que robaste? –dijo Gurion con incredulidad–. Estás aún más demente de lo que pensaba.
Rover ahora estaba sólo unos metros por detrás del hombre agachado. La criatura comenzó a hincharse ganando altura, moviendo sus tentáculos hacia delante preparados para atacar.
En los pequeños espejos de los ojos de Evazan, Gurion vio los reflejos gemelos del meduza como un brillante destello relampagueante que relucía en su superficie. Se puso en pie como un resorte, girándose para ver la cosa cercana a él.
Rover atacó justo cuando él se alejó, retrocediendo de un salto. Sólo una única punta bulbosa consiguió rozar la rodilla de Gurion con un afilado chasquido de energía.
El hombre gritó por el penetrante dolor y se tambaleó. Bajó el brazo que sostenía la bomba.
Evazan saltó instantáneamente para agarrar el brazo. Sus dos manos se agarraron fuertemente en la muñeca de Gurion y agitó con fuerza. El detonador sin activar se soltó y cayó rebotando, cruzando el llano tejado, deteniéndose antes de llegar a la puerta.
Con su captor desarmado, Evazan trató de escapar y dejar que Rover terminase el asunto. Pero Gurion le tenía fuertemente sujeto, y sus manos se dirigieron a la garganta del doctor.
–¡Te mataré con mis propias manos! –gruñó.
Evazan retrocedió tambaleándose mientras luchaba salvajemente por liberarse. Gurion lo agarraba con una fuerza nacida de su rabia.
El talón de la bota del doctor tocó el borde del tejado. Desesperadamente, se giró, haciendo que Gurion perdiera el equilibrio, conduciéndole al vacío. El hombre cayó.
El propio peso de Gurion liberó sus manos de la garganta del doctor. Pero el último impulso hacia abajo también hizo que el doctor perdiera el equilibrio.
Por un instante, el doctor se tambaleó en el borde, agitando sus brazos en busca de equilibrio. Cuando eso falló, giró violentamente su cuerpo, intentando agarrar el borde del tejado mientras caía.
Su agilidad le salvó. Se agarró ferozmente, pegando sus brazos cuan largos eran contra la lisa superficie de piedra. Bajo él, la silueta de Gurion seguía cayendo, golpeando los acantilados dentados en varios puntos.
Evazan miró hacia abajo para ver el choque final del cuerpo contra una ola emergente. Luego devolvió su atención a asegurar su propia salvación, pero rápidamente se dio cuenta de que no iba a ser una tarea tan fácil. Sólo sus brazos no eran suficientemente fuertes para alzarle. Sus pies, agitándose, no podían encontrar apoyos en la lisa piedra.
Un ruido vino de encima de él. Miró hacia arriba cuando las punteras de unas botas aparecían sobre el borde a escasos centímetros de su cara. Su mirada siguió ascendiendo hacia el cuerpo para ver que era Ponda Baba quien estaba ahí de pie, mirándole.
–¡P-Ponda! –jadeó, al principio con gran alivio. Pero una nueva comprensión rápidamente cambió el alivio en sorpresa–. Pero... ¡cómo! ¿Tú aquí? ¿La... la transferencia... no funcionó?
–Oh, funcionó, Doctor –dijo una voz que ya no era como la de su antiguo amigo–. Pero funcionó al revés.
–¿Al revés? –repitió.
–Eso es. Y por eso me ha condenado a la repugnante forma de un miembro de la más baja especie de escoria de mi pueblo. –El aqualish alzó el brazo peludo que le señalaba como un paria social en su propio planeta–. Ha destruido mi vida como senador, Doctor. ¡Por eso ahora voy a destruir la suya!
El brazo mecánico se alzó. En sus dedos articulados sostenía el detonador termal. El pulgar metálico descansaba sobre el botón de activación.
–¡No! –gritó Evazan–. ¡No, no, espere! ¡No puede!
–¡Adiós, Doc! –dijo tan sólo el nuevo Ponda Baba.
Pulsó el botón, dejó caer la bomba, se giró y se alejó corriendo.
–¡No, no! –gritó Evazan mientras el temporizador de la bomba comenzaba a contar.
Con la fuerza de la desesperación consiguió elevarse. Sus ojos miraron por encima del borde. Pudo ver la tictaqueante bomba, y justo tras ella la forma del meduza.
–¡Rover! –le gritó–. ¡Ayúuuudameeee!
–Por mi parte, nunca ha habido dudas acerca de su integridad –explicó el alienígena con una voz cada vez más aguda por su creciente preocupación–. Son mis colegas del senado los que han hecho caso de los rumores. Algunos dicen que está condenado a muerte en diez sistemas.
–Doce, de hecho –dijo despreocupadamente Evazan–. Puede que ahora sean más. No lo he comprobado.
–¿En serio? –dijo el senador, elevando la frecuencia de su voz un poco más–. Y además hay ciertas historias acerca de algunas de sus... eh... prácticas médicas.
–Tampoco negaré que hay algo de cierto en ellas –admitió el doctor–. No me arrepiento de lo que he hecho. Todo era por una buena causa.
Llegaron al final de la escalera. Evazan quitó el cerrojo de una gran puerta de metal y la abrió. La puerta chirrió en sus goznes, y ambos la cruzaron.
Al otro lado, un único espacio ocupaba los inmensos cimientos del castillo. Pilares cortos y rechonchos y pesados arcos de piedra sostenían el elevado techo. Extendiéndose hacia las sombras lejanas, un estante tras otro de grandes cilindros de cristal brillaban débilmente, llenos de un líquido dorado... y algo más.
El senador avanzó unos pasos, observando conmocionado. Cada cilindro parecía contener algún tipo de ser.
Avanzó más, examinando una hilera de criaturas flotando en fluido ámbar. Eran gigantescos wookiees y diminutos jawas, givins esqueléticos y abbyssinos de un sólo ojo. Había humanoides cornudos de Devaron y criaturas con aspecto de insecto de la raza kibnon, junto con otras incontables especies de planetas de toda la galaxia.
–¿Están... muertos? –inquirió nerviosamente el senador, mirando al cilindro de un arcona reptiliano que le devolvía la mirada con ojos en blanco, como joyas.
–Desgraciadamente –dijo Evazan–. Conservados en mi fluido de embalsamamiento especial. Son algunos de mis pacientes que no sobrevivieron a mis intentos quirúrgicos para ayudarles. Pero el trabajo médico que hice en ellos fue de todas formas de gran valor para mí.
El senador volvió a mirar a los cadáveres, más detenidamente. Todos habían sido manipulados de una manera que podría llamarse “cirugía” de algún modo, aunque la palabra “carnicería” podría haberse aplicado con más rigor. La mayoría estaban mutilados, con sus cuerpos abiertos en canal, y les faltaban varias extremidades u órganos. En algunos casos, los propios elementos del ser habían sido reemplazados por cosas que, bastante a las claras, eran ajenas.
–Digo que me ayudaron –continuó Evazan, recorriendo una hilera de sus “pacientes”–. Sobre todo indicándome cuándo mi investigación había llegado a un punto muerto –dedicó al senador una horrenda sonrisa–, si me perdona la expresión.
–¿Experimentó en ellos? –dijo horrorizado el senador.
Evazan alejó la idea con un gesto de la mano.
–Por supuesto que no. Pretendía ayudarles con mis técnicas creativas. Intentaba darles más salud y una vida más larga. En teoría, al menos.
Tocó el cilindro que contenía la figura destripada de un ranat con aspecto de roedor.
–He dedicado toda mi vida a ayudar a los demás. Me llamaron loco, criminal, a mi pesar. Pero nadie comprendía. Sólo usaba mis habilidades para reformar la vida de distintos modos, tratando de crear algo mejor. –Suspiró y volvió la mirada al aqualish–. Pero no era suficiente.
El senador recorrió una y otra vez las largas filas de las víctimas del doctor.
–¿No era suficiente?
–La alteración física no era suficiente.
El doctor se dirigió al siguiente cilindro. Dentro había un espécimen particularmente horrendo. Era una criatura que había sido construida con partes recuperadas de docenas de seres diferentes, cosidas y grapadas entre sí para formar un collage monstruoso.
–Como ve, incluso cortando y uniendo juntas las mejores partes del cuerpo de la galaxia, no podía alcanzar el efecto que deseaba. –Alzó una mano para tocar el desfigurado lado derecho de su cara–. No, la clave era la mente. Es por eso que mi investigación tomó una nueva dirección. Venga por aquí.
Abrió el paso a través de las hileras de cilindros hasta una gran área en el centro de la sala. Allí, un complejo conjunto de equipamiento electrónico se alzaba hasta el techo de un modo bastante precario. Los diversos sistemas, conectados entre sí con enredadas guirnaldas de cable, chasqueaban y siseaban incómodamente incluso con la mínima potencia de entrada que ahora corría por ellos.
El elemento clave de ese montón desordenado de alta tecnología eran dos plataformas preparadas con mesas de operación. Correas, claramente dedicadas a sujetar a los pacientes, se añadían a su aspecto siniestro. Sobre cada una, un extraño dispositivo con aspecto de colador colgaba mediante una docena de cables de un brazo pivotante. Más cables conectaban éstos a la máquina central.
–Este es mi instrumento de transferencia –dijo orgullosamente Evazan–. Los componentes principales fueron modificados a partir de unidades imperiales avanzadas de transmogrificación, originalmente diseñadas para alterar la programación de los droides. Ponda y yo conseguimos “liberar” este equipo de una instalación de investigación imperial. Pero lo he adaptado para usarlo en seres vivos.
El senador había estado mirando con una mezcla de intimidación y escepticismo a la masa de dudoso aspecto. Ahora miraba a Evazan con incredulidad.
–¿Seres vivos?
–Los cerebros vivos también almacenan sus conocimientos adquiridos electrónicamente, de forma muy parecida a una grabación. Esa grabación puede ser alterada, borrada... o trasladada. Los medios para lograrlo se hallan ahora ante usted.
–¿Para qué fin?
–Para tener algo que nadie ha llegado a tener nunca antes –dijo el doctor con grandilocuencia–. ¡Finalmente estoy a un paso de crear una forma viable de inmortalidad!
La incredulidad del senador se mostró más pronunciadamente en su rostro.
–Debe estar de broma, Doctor.
–No bromeo en absoluto –dijo el otro. Se acercó, hablando con grave intensidad–. ¡Sólo piense en ello! Ni siquiera el más poderoso de los Maestros Jedi con todos su poderes sobre los elementos ha conseguido una inmortalidad real. Pueden ser capaces de prolongar la vida hasta cierto límite, pero siguen decayendo y mueren al final. Mi método transferirá los niveles más altos de la inteligencia de un ser a un nuevo cuerpo, fresco, en cualquier momento que lo necesite, con sólo pulsar un interruptor. Piense en lo valioso que eso sería para el Imperio. Sus gobernantes más importantes, sus mejores mentes militares podrían vivir para siempre, obteniendo aún más conocimientos con cada nueva vida.
–Supongo que es algo por lo que el Imperio pagaría cualquier cosa –dijo el aqualish, pero con serios recelos en su voz–. Si esa cosa funciona.
–Funcionará –dijo confiado Evazan–, y pronto seré capaz de probarlo. –Sonrió con sardónico deleite–. Irónico, ¿verdad? Evazan, aquel al que una vez llamaron Dr. Muerte, ¡será quien cree semejante vida eterna!
Una consola de intercomunicación cercana emitió un pitido indicando una transmisión entrante. Evazan se giró para ver el rostro de Ponda Baba aparecer en su pequeño monitor mientras una voz surgía con cierta urgencia del altavoz.
–¡Evazan, hay alguien a nuestra puerta!
–¿Nuestra puerta? –repitió el doctor.
–En la compuerta acuática bajo el castillo. Dice que su deslizador acuático acaba de averiarse. Quiere llamar a un remolcador desde aquí.
–Eso dice, ¿eh? –replicó Evazan–. Veámosle.
Ponda tecleó en su propia consola y la imagen de la pantalla pasó a mostrar una vista de la zona de la compuerta acuática. Una pequeña embarcación repulsoelevadora marítima ocupaba el único muelle del castillo. Junto a la inmensa compuerta se encontraba de pie un macho humano de aspecto muy impresionante.
Era bastante alto, de complexión robusta, como dejaba en evidencia el traje ceñido al cuerpo que llevaba. Sis rasgos cincelados eran atractivos, y una mata de pelo rubio ondeaba sobre su bien formada cabeza.
Evazan observó al hombre con gran interés, y luego apretó botones de la consola, volviendo de nuevo a la imagen de Ponda.
–Déjale pasar –ordenó–. Pero sólo al vestíbulo. Mantenlo vigilado.
–¿Estás seguro de que eso es inteligente, Doc? –preguntó Ponda.
–¡Sólo hazlo! –Evazan apagó bruscamente el intercomunicador y se giró al senador–. Puede que vea más de lo que esperaba –dijo con excitación–. ¡Hoy podría ser el clímax de mi investigación!
Se apresuró a subir desde el laboratorio, con el desconcertado senador siguiéndole. Entraron al inmenso hall de entrada del castillo. En el muro junto a la puerta principal había un panel de control con una pantalla de vigilancia. Ponda Baba ya estaba ahí, mirando una imagen de la habitación al otro lado de la puerta.
En una pequeña y desnuda antecámara previa al hall de entrada, su rubio visitante permanecía esperando pacientemente.
Evazan miró al hombre por encima de los hombros de Ponda. Sus ojos se iluminaron con un brillo ansioso.
–¡Este será perfecto! –dijo–. ¡Qué suerte más increíble!
Rebasó a Ponda para accionar un interruptor en el panel. De la lámpara del techo de la antecámara se disparó un rayo carmesí, golpeando la cabeza del hombre rubio. Se desmayó instantáneamente, derrumbándose en el suelo.
–¿Lo ha matado? –dijo el senador andoano, aterrado.
–Sólo lo he aturdido –respondió el doctor. Miró a Ponda–. Ayúdame a llevarlo abajo.
Agarró la manilla de la puerta, pero una pata peluda cayó sobre su mano para detenerle.
–Espera, Doc –dijo la áspera voz de Ponda–. ¿No irás a transferirte a él, verdad?
–Tiene mejor aspecto que ninguno que haya visto antes –admitió Evazan–. ¿Por qué no?
–No, Doc –le espetó Ponda–. ¡Yo primero!
Evazan miró a su antiguo socio.
–¿Qué quieres decir?
–Prometiste que yo iría primero. Prometiste que tendría un cuerpo con un buen brazo. Te traje a mi planeta, te ayudé a preparar esto, te mantuve con vida por esa única razón. Me costaste un brazo en Tatooine. Me lo debes. Es hora de que me lo pagues.
–¿Cómo puedo hacer eso, Ponda? –razonó–. Mi sujeto perfecto acaba de aparecer ante mi puerta. ¡Está aquí justo ahora!
–Entonces ambos estamos de suerte, Doc –respondió Ponda–. Tú tienes el tuyo. Yo tengo el mío.
La cara del doctor se iluminó al comprender. Como una sola persona, ambos se giraron hacia el senador aqualish.
El senador había escuchado su diálogo con creciente alarma. Mientras le miraban, su expresión se tensaba más y más por el horror.
–No es joven –comentó Evazan, con aire crítico.
–Pero es de la clase gobernante –respondió Ponda–. Obtengo un brazo, y también obtengo poder.
–Ustedes... ustedes no pueden estar pensando lo que creo –jadeó el senador.
–Lo estamos –dijo el doctor, sacando su bláster–. Felicidades. Va a ayudar a dar un gran paso para la ciencia. –Señaló con el arma–. Avance, por favor.
–¡No pueden hacer esto! –gritaba el senador mientras le dirigían descendiendo hacia el laboratorio–. ¿Qué pasa con su financiación? ¿Con su protección?
–Ya no necesitaré ni una cosa ni otra –replicó el doctor–. Finalmente seré capaz de adquirir una identidad totalmente nueva. Librarme de esta cara marcada. Puedo salir de aquí a salvo de los cazarrecompensas, y con un secreto que puede cambiar la galaxia.
–Eso es lo que pretendía desde el principio, ¿verdad? –adivinó el otro–. ¡Tan sólo ayudarse a sí mismo!
–¿Qué, si no? –dijo Evazan, riendo cruelmente. De un empujón, hizo que el senador cruzara la puerta del laboratorio–. Ahora, colóquese en esa mesa de la izquierda. Rápido.
Él y Ponda llevaron a la fuerza al desventurado senador hacia la mesa y lo amarraron sobre ella. Evazan hizo descender el brazo pivotante de la izquierda, y aseguró el colgante casco metálico sobre la parte superior de la cabeza del cautivo.
Ponda ocupó rápidamente su lugar sobre la otra mesa. Evazan repitió el proceso de abrochar las correas y encajar al otro aqualish el segundo casco extraño. Luego se alejó unos pasos hasta un banco de controles.
Empujó palancas, giró diales, y observó pantallas de lecturas que indicaban el flujo de potencia. La máquina zumbaba ahora con más fuerza, cobrando vida con enorme energía. La gran columna de sus componentes tembló visiblemente, amenazando con desmoronarse.
Cuando los indicadores mostraron que había llegado a la máxima potencia, tiró con ambas manos de un doble interruptor rojo. Chispas blanquiazules como pequeños relámpagos descendieron crepitando por los cables, hasta los cascos metálicos sobre las dos cabezas. Los maniatados cuerpos tendidos se sacudieron espasmódicamente.
Evazan miró un par de diales justo bajo el interruptor rojo. Mientras el indicador de la izquierda se movía en un sentido, su contrapartida a la derecha se movía en el otro. En sólo unos segundos, las dos agujas se habían detenido en lados opuestos de sus diales.
Con una risotada de regocijo el doctor devolvió las palancas de potencia a la posición de apagado. Las crepitantes luces se desvanecieron rápidamente, y el chasquido de energía se extinguió.
–¡Ya está! ¡Ha funcionado! –dijo Evazan riendo con satisfacción, corriendo a la mesa sobre la que estaba el cuerpo del andoano de más edad–. ¡Ponda! ¡Lo hice! –dijo, desatando las correas–. ¿Cómo te sientes?
Pero el aqualish que una vez había sido el senador estaba bastante quieto, aparentemente inconsciente.
–Está bien –aseguró Evazan, dando una palmadita al ser–. Pronto estarás bien. Simplemente descansa aquí. ¡Tengo que ver mi propio nuevo cuerpo!
Abandonó el laboratorio, prácticamente corriendo de vuelta al vestíbulo principal. Sus ojos relucían con una mirada salvaje de casi irrefrenable expectación. Abrió de un tirón la puerta de la antesala e irrumpió en ella. Su espléndido espécimen seguía yaciendo inmóvil.
Se arrodilló junto al hombre, regodeándose con su cuerpo perfecto.
–Todo lo que estaba esperando –dijo–. Juventud, fuerza... ¡y una cara sin marcas! Espero que no esté herido.
Movió su mano para posarla sobre el corazón del hombre.
¡La mano desapareció atravesando el ancho pecho como si la carne se abriera para tragársela!
Retiró su mano, mirando con asombro.
–¡Un disfraz holográfico! –exclamó.
Su mano voló para agarrar la empuñadura de su bláster. Pero el otro hombre se incorporó de repente, golpeando rápidamente. Un primer impulso hacia delante para golpear el rostro de Evazan. El choque le derribó hacia atrás, cayendo cuan largo era, aturdido.
Antes de que el doctor pudiera recuperarse, el hombre rubio ya estaba en pie. La imagen de su larga silueta onduló, se fue desvaneciendo y desapareció completamente, revelando la figura de un hombre delgado con rasgos agresivos y tez oscura con un bigote negro. Una mano descansaba en el control del disfraz holográfico del cinturón, la otra mano sostenía un objeto con forma de granada que resultaba ser un detonador termal. El seguro del pulgar ya estaba retirado, y el pulgar del hombre descansaba en el botón del detonador.
–Aparta el arma, Evazan –dijo el hombre con voz cascada–, o ambos saldremos volando.
Evazan extrajo su bláster con cautela y lo arrojó lejos.
–¿Quién eres? –preguntó.
–Mi nombre es Gurion. He estado intentando atraparte durante mucho, mucho tiempo. Ponte de pie.
–Muy inteligente de tu parte usar ese disfraz –le dijo Evazan, incorporándose–. De otro modo, nunca habrías entrado aquí.
–Es precisamente lo que me figuraba. Ahora, muévete, monstruo carnicero. Llévame al tejado. Unos amigos van a recogernos allí arriba. –Gurion hizo un significativo gesto con la bomba–. ¡He dicho que te muevas!
Evazan accedió de buena gana. Entraron al vestíbulo principal y subieron una ancha escalera.
Cuando doblaron la esquina del primer descansillo para empezar un segundo tramo de escalones, Evazan bajó la mirada para ver una pequeña y brillante mancha del líquido que rezumaba Rover en una puerta del vestíbulo de abajo.
–Mírame –le dijo a su captor, intentando mantener la atención del hombre sobre él–, esto es una locura. No sé cuánta recompensa esperas recibir, pero puedo pagarte mucho más.
–No espero ninguna recompensa –replicó Gurion bruscamente–. Mi apellido es Silizzar. ¿Te suena familiar?
Evazan palideció ante ese nombre.
–Yo... yo puedo haber tenido uno o dos pacientes... –tartamudeó.
Gurion le cortó.
–Trataste a toda mi familia. ¡Por un desorden gástrico causado por un veneno que tú les diste como medicina! Les destripaste uno tras uno como si fueran peces. ¡Siete personas! Ninguna de ellas sobrevivió. No, no quiero dinero por ti. ¡Esto es puramente por venganza!
Varios tramos más arriba, alcanzaron una pequeña puerta que se abría a una zona plana del tejado. Un fresco viendo del mar tiró bruscamente de sus ropas cuando salieron. Los truenos distantes centelleaban de modo inquietante en la escena, y el profundo bramido del trueno lejano proporcionaba un constante y ominoso sonido de fondo.
Gurion dirigió a Evazan rodeando el borde del tejado, cerca del punto donde su mochila de comunicaciones estaba anclada.
–Quédate aquí como una roca –advirtió Gurion. Alzó la bomba–. Recuerda, si aprieto este botón, ambos tendremos sólo unos segundos de vida. Preferiría llevarte para que seas juzgado por todos los demás seres que has asesinado. ¡Pero no dudaré en acabar con esto justo aquí!
–Soy una estatua –accedió de buen grado Evazan.
Gurion se acercó a su mochila y se agachó junto a ella para tomar le auricular del comunicador. Mantuvo un ojo en el doctor mientras hablaba al micrófono.
–Madre, aquí Gurion. ¿Aún me recibís?
–Seguimos aquí, amigo mío. ¿Qué ha pasado?
–Tengo aquí a nuestro bebé, vivo. Estoy arriba, en el tejado. ¿Podéis venir a recogernos?
–¡Vamos hacia allá! –dijo la voz, con júbilo–. Madre fuera.
Por el rabillo del ojo, Evazan vio cómo la puerta de acceso al tejado se abría. Un tentáculo con un bulbo en la punta se asomó con cautela desde un borde, sintiendo el aire a su alrededor.
–Dentro de pocos minutos una lanzadera llegará aquí para recogernos –dijo Gurion mientras se quitaba los auriculares del comunicador.
El doctor dio un par de pasos indiferentes rodeándole para que Gurion quedase de espaldas a la puerta.
–De verdad que tienes que escucharme –dijo Evazan de modo suplicante–. Tengo un secreto. Justo aquí. Un invento. Algo muy grande. Demasiado valioso como para rechazarlo.
–No para mí –dijo llanamente el otro, con su dura mirada inamoviblemente fijada en su adversario.
La brillante masa de Rover se deslizó por la puerta. La criatura comenzó a avanzar reptando lentamente, sin hacer ruido. Centelleantes relámpagos chispeaban en su forma gelatinosa.
–Pero con esto puedo hacer que vivas para siempre –expuso el doctor–. Auténtica inmortalidad. Todo el mundo quiere eso.
–¿Realmente piensas que darme más vidas puede compensar todas las vidas que robaste? –dijo Gurion con incredulidad–. Estás aún más demente de lo que pensaba.
Rover ahora estaba sólo unos metros por detrás del hombre agachado. La criatura comenzó a hincharse ganando altura, moviendo sus tentáculos hacia delante preparados para atacar.
En los pequeños espejos de los ojos de Evazan, Gurion vio los reflejos gemelos del meduza como un brillante destello relampagueante que relucía en su superficie. Se puso en pie como un resorte, girándose para ver la cosa cercana a él.
Rover atacó justo cuando él se alejó, retrocediendo de un salto. Sólo una única punta bulbosa consiguió rozar la rodilla de Gurion con un afilado chasquido de energía.
El hombre gritó por el penetrante dolor y se tambaleó. Bajó el brazo que sostenía la bomba.
Evazan saltó instantáneamente para agarrar el brazo. Sus dos manos se agarraron fuertemente en la muñeca de Gurion y agitó con fuerza. El detonador sin activar se soltó y cayó rebotando, cruzando el llano tejado, deteniéndose antes de llegar a la puerta.
Con su captor desarmado, Evazan trató de escapar y dejar que Rover terminase el asunto. Pero Gurion le tenía fuertemente sujeto, y sus manos se dirigieron a la garganta del doctor.
–¡Te mataré con mis propias manos! –gruñó.
Evazan retrocedió tambaleándose mientras luchaba salvajemente por liberarse. Gurion lo agarraba con una fuerza nacida de su rabia.
El talón de la bota del doctor tocó el borde del tejado. Desesperadamente, se giró, haciendo que Gurion perdiera el equilibrio, conduciéndole al vacío. El hombre cayó.
El propio peso de Gurion liberó sus manos de la garganta del doctor. Pero el último impulso hacia abajo también hizo que el doctor perdiera el equilibrio.
Por un instante, el doctor se tambaleó en el borde, agitando sus brazos en busca de equilibrio. Cuando eso falló, giró violentamente su cuerpo, intentando agarrar el borde del tejado mientras caía.
Su agilidad le salvó. Se agarró ferozmente, pegando sus brazos cuan largos eran contra la lisa superficie de piedra. Bajo él, la silueta de Gurion seguía cayendo, golpeando los acantilados dentados en varios puntos.
Evazan miró hacia abajo para ver el choque final del cuerpo contra una ola emergente. Luego devolvió su atención a asegurar su propia salvación, pero rápidamente se dio cuenta de que no iba a ser una tarea tan fácil. Sólo sus brazos no eran suficientemente fuertes para alzarle. Sus pies, agitándose, no podían encontrar apoyos en la lisa piedra.
Un ruido vino de encima de él. Miró hacia arriba cuando las punteras de unas botas aparecían sobre el borde a escasos centímetros de su cara. Su mirada siguió ascendiendo hacia el cuerpo para ver que era Ponda Baba quien estaba ahí de pie, mirándole.
–¡P-Ponda! –jadeó, al principio con gran alivio. Pero una nueva comprensión rápidamente cambió el alivio en sorpresa–. Pero... ¡cómo! ¿Tú aquí? ¿La... la transferencia... no funcionó?
–Oh, funcionó, Doctor –dijo una voz que ya no era como la de su antiguo amigo–. Pero funcionó al revés.
–¿Al revés? –repitió.
–Eso es. Y por eso me ha condenado a la repugnante forma de un miembro de la más baja especie de escoria de mi pueblo. –El aqualish alzó el brazo peludo que le señalaba como un paria social en su propio planeta–. Ha destruido mi vida como senador, Doctor. ¡Por eso ahora voy a destruir la suya!
El brazo mecánico se alzó. En sus dedos articulados sostenía el detonador termal. El pulgar metálico descansaba sobre el botón de activación.
–¡No! –gritó Evazan–. ¡No, no, espere! ¡No puede!
–¡Adiós, Doc! –dijo tan sólo el nuevo Ponda Baba.
Pulsó el botón, dejó caer la bomba, se giró y se alejó corriendo.
–¡No, no! –gritó Evazan mientras el temporizador de la bomba comenzaba a contar.
Con la fuerza de la desesperación consiguió elevarse. Sus ojos miraron por encima del borde. Pudo ver la tictaqueante bomba, y justo tras ella la forma del meduza.
–¡Rover! –le gritó–. ¡Ayúuuudameeee!
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