El Aliento
de Gelgelar
Jean Rabe
El joven glarosaurio se alzó sobre sus patas
traseras en la base de un árbol maugesh, frotándose la panza contra el tronco
nudoso, y sus ojos oscuros fijos en el gran y rechoncho reeho que estaba sobre
él. El pájaro era un precioso rayo de sol que había cobrado vida; un salpicón
de naranja y amarillo entre el interminable verde del planeta pantanoso de
Gelgelar.
El reeho permanecía ajeno al joven glarosaurio;
estaba observando a las dos docenas de adultos en el claro a unos metros de
distancia. Casi del tamaño de los humanos, los glarosaurios parecían lagartos
comunes de cola retorcida, con extremidades delanteras parecidas a las humanas
acabadas en garras formidables. Estaban cubiertos desde sus coronillas
provistas de púas hasta los dedos palmeados de sus pies con escamas verde mate
que los volvían prácticamente invisibles en el follaje. Sus vientres
proporcionaban el único contraste: placas segmentadas, suaves y brillantes y
del color de la tierra húmeda.
Los glarosaurios estaban conversando acerca de los
sullustanos que vivían en el asentamiento granjero cercano. Siseaban acerca de
dónde colocar sus trampas y qué usar como cebo para atraer a los hombres de
grandes ojos al abrazo de los árboles.
Para el joven glarosaurio pendiente del pájaro
naranja, la discusión carecía de sentido. ¿Qué importaba el cebo que se usase?
Gordomonos, iquagartos, nueces crel... la comida era comida, con la excepción
del hermoso reeho. El glarosaurio comenzó a trepar. Justo bajo los ojos del
pájaro había plumas tan rojas como una de las excepcionales puestas de sol del
planeta. Su pico era tan negro como la noche, igual que sus ojos, y sus patas
eran grises, del color de las nubes que cubrían casi perpetuamente el mundo
pantanoso. El joven glarosaurio decidió desplumar al pájaro antes de comérselo,
guardándose algunas de las llamativas plumas para sujetarlas a una lanza.
-¡Kel! –bramó el mayor de los glarosaurios del
claro-. Baja del árbol. ¡Escucha nuestro plan!
El elevado tono de las palabras sobresaltó al reeho,
y giró la cabeza justo a tiempo de ver la garra del joven glarosaurio que se
cernía sobre él. El pájaro lanzó un chillido estridente y salió volando de la
rama, trazando un arco muy por encima de las cabezas de los hombres-reptil que
trazaban sus planes sobre el montón de lanzas esperando ser usadas contra los
granjeros de moho sullustanos.
Más rápido,
instó mentalmente T’laerean al reeho. Deprisa.
Vuela rápido.
El pájaro tenía que volver rápidamente al
asentamiento sullustano, donde T’laerean podría usar sus recién aprendidas
habilidades de la Fuerza para separar sus sentidos de los del reeho. Cuando su
mente ya no estuviera dividida y sus sentidos estuvieran todos en un único
lugar, podría advertir a todos de los planes de los glarosaurios. Todos los
sullustanos estarían a salvo. Y él sería un héroe.
Más rápido,
ordenó al reeho. Desde un pequeño lugar secreto que se reservaba para sí mismo
en la mente del pájaro, T’laerean observó las hojas y ramas que pasaban como
borrones ante el veloz reeho. Sintió el aire húmedo y cargado soplado sobre las
brillantes plumas naranjas, escuchó el rápido golpeteo del corazón del reeho, y
aspiró los terrosos aromas del planeta. Vuela
mucho más rápido.
El sullustano no se había apoderado del reeho, no
estaba tanto controlándolo u obligándolo a hacer su voluntad como
persuadiéndolo; pidiéndole que volara hacia aquí y lo ayudara. A través de la
Fuerza, había unido su mente con la del pájaro, dejándose llevar como un
pasajero en su mente en un gran experimento, de modo que podía ver a través de
sus ojos y oídos. Al principio había sido un juego, una simple sesión de
prácticas, una oportunidad de probar su creciente consciencia de la Fuerza, el Aliento de Gelgelar, como la llamaba el
Sabio de Kooroo. Pero el juego terminó cuando T’laerean divisó a los glarosaurios
y escuchó de pasada sus malignos planes. El Sabio estaría tan orgulloso de
él... ¡haber conseguido la proeza de unirse con un reeho! Y sus colegas
sullustanos, bueno, ellos le rendirían honores, le bañarían con alabanzas por
salvarles de los glarosaurios.
T’laerean aún no dominaba la Fuerza tanto como para
poder liberar la fusión con el reeho desde esa distancia, desde cualquier
distancia. Necesitaba estar en contacto físico con el pájaro... o creía que lo
necesitaba, lo que de hecho significaba que debía estar en contacto para que la
separación tuviera éxito. Sin embargo, pronto algún día tendría esa
habilidad... como su mentor. Pronto sería un maestro de la Fuerza, capaz de
unir sus sentidos con criaturas al límite de su visión, más allá de su visión,
y tal vez con las mismas plantas que con tal profusión crecían en el mundo
pantanoso. Pronto sería capaz de dejar que su mente pasease alrededor del
Santuario de Kooroo, donde podría espiar a los peregrinos; que vagase hacia las
Grandes Marismas Costeras, donde moraban las bestias marinas gigantes; y luego
deambular por todo Gelgelar.
Más rápido.
Eso es. Habrá tiempo para descansar después.
Indicó al Reeho que variase su rumbo hacia arriba
hasta que superase la parte superior del dosel de la jungla, a volar más allá
de la cima de los árboles más altos. Debajo, se extendían las brumosas llanuras
pantanosas. Al borde de la visión del pájaro, apareció el asentamiento
granjero, con sus austeros y estériles edificios metálicos con forma de cajas
interconectadas que parecía tan fuera de lugar en esa naturaleza salvaje y
pantanosa.
T’laerean, como todos los sullustanos del
asentamiento, sabía que los glarosaurios eran belicosos, y la única especie
racional –si se les podía llamar así- nativa de Gelgelar. Pero también sabía
que las criaturas no eran demasiado numerosas y que habitualmente se mantenían
apartadas. Hasta ahora, los hombres-reptil sólo habían atacado cuando los
granjeros llevaban sus cosechas de moho vohis al espaciopuerto del planeta, y
no llevaban consigo suficientes guardias o blásters para protegerse.
Últimamente los granjeros habían cargado con gran número de carabinas bláster,
armas de un tamaño considerable que parecían suficiente amenaza para mantener a
distancia a los hombres-reptil. Pero si los glarosaurios realmente iban a
atraer a los sullustanos a la jungla, los blásters serían prácticamente
inútiles. ¿Cómo podrías disparar a algo que no puedes ver, a algo invisible
porque es del color de los helechos y los arbustos?
Ya estás muy
lejos de los glarosaurios. No pueden hacerte daño. Pero debes continuar para
que pueda advertir a mi gente.
Se desconocía por qué los hombres-reptil eran tan
intolerantes, por qué odiaban tanto a los sullustanos, y a los humanos,
quarren, twi’leks y el resto de las diversas especies que habían colonizado el
planeta. La gente no suponía una amenaza para los glarosaurios, no les habían
arrebatado tierras, e incluso habían tratado de trabar amistad con ellos. Pero
todos los intentos de establecer relaciones pacíficas habían fracasado...
aunque había rumores de que algunas de las criaturas cooperaban de vez en
cuando con los elementos criminales del planeta. Y por qué los hombres-reptil
estaban tramando atraer a los sullustanos hacia la jungla para masacrarlos era
un misterio para T’laerean. Los glarosaurios no comían sullustanos. ¿O sí?
¿Ves la verja
del Asentamiento Krevk? ¿La red plateada y brillante alrededor de los
edificios? Ya estamos cerca. Más rápido.
No se sabía gran cosa de las criaturas reptiles...
aparte de que decididamente no eran amistosas. Se movían con gran facilidad por
los pantanos de Gelgelar, y las erupciones de gas svhash que habitual e
impredeciblemente surgían del terreno húmedo nunca les molestaban. Los glarosaurios
no necesitaban llevar máscaras respiratorias como los granjeros de moho
sullustanos. Pero el reeho tampoco. El pájaro estaba acostumbrado a respirar el
gas nocivo.
A través de los ojos del reeho, T’laerean espió a
un grupo de sullustanos a unos cientos de metros fuera de la verja. Estaban
buscando entre las altas hierbas; con equipos sensores apuntando al suelo, y
trineos repulsores llenos de moho flotando tras ellos. Sin duda, buscando los
últimos de los crecimientos de moho que podrían cosechar esa temporada, pensó.
Los granjeros aún no estaban lo bastante cerca de los árboles para sentirse
amenazados por los glarosaurios. Pero T’laerean sabía que si continuaban por
ese camino, pronto se acercarían lo suficiente y podrían ser tentados por la promesa
de comida sabrosa. Era difícil resistirse a las nueces crel frente a los
alimentos simples e insípidos del asentamiento. Sólo el Puerto Libre de
Gelgelar ofrecía cocina nativa sullustana.
El reeho viró hacia el oeste, alejándose de los
sullustanos.
¡No! La
mente de T’laerean le dio una ligera reprimenda. Los granjeros de moho no te harán daño. Vuela más allá de ellos, hasta
el asentamiento. Los edificios brillantes. Hacia la red resplandeciente.
Sus palabras mentales eran relajantes, potenciadas por la Fuerza, y fueron
suficientes para tranquilizar al reeho. Viró hacia el este, pasando más allá de
los granjeros, engatusado por la voz que procedía de un lugar secreto de su
mente. Eso es, comunicó T’laerean. Ahora, hacia los edificios, mi amigo
naranja.
El joven sullustano sentía la energía de la Fuerza
tentando su mente incluso mientras hablaba con el reeho, sintiendo la casi
palpable e indescriptible energía que impregnaba Gelgelar y todo lo demás del
universo. Sintió que la Fuerza le controlaba, al igual que él la controlaba a
ella, y sintió sus tentáculos extendiéndose alrededor de su consciencia. Él
trabajó con ello, canalizándolo hacia otra sugestión; como el Sabio le había
enseñado. Instó al reeho a juntar las alas más cerca del cuerpo, para hacer un
picado. Ahora, prácticamente rozando las altas hierbas verdes de las llanuras
pantanosas, el reeho del color del sol batió sus alas aún más rápido, llevando
los sentidos de T’laerean por un arroyo desbordado por las últimas lluvias
torrenciales, acercándose al campamento, y luego sobre el simple muro de
cadenas moteado de unidades sensoras.
Lo estás
haciendo bien, reeho-sol. Te recompensaré con semillas por tu cooperación.
T’laerean sabía que el Sabio llegaría al
asentamiento la próxima semana, y pronto sabría de los logros de su alumno...
de los grandes logros de su alumno más prometedor. Tal vez el Sabio pase más tiempo enseñándome habilidades de la Fuerza
más poderosas, pensó.
El reeho se ladeó sobre tres jóvenes mujeres
sullustanas que estaban justo dentro de la verja. Estaban jugando una partida
de yatesh con un grupo de bulliciosos niños. Hacia el centro del asentamiento,
un círculo de viejos granjeros estaba sentado bajo un porche, y sus palabras
eran demasiado débiles para que el pájaro las oyera. Viejas historias, musitó T’laerean. Mis noticias les darán una gran nueva historia que contar.
Formó otra sugestión, e interiormente sonrió cuando
el pájaro avanzó disparado hacia un pequeño edificio en el extremo opuesto del
asentamiento; el hogar de T’laerean, el hogar de un héroe. El cuerpo del
sullustano esperaba dentro.
Cuando el reeho se abalanzaba hacia una ventana
abierta, dos niñas pequeñas, de apenas cuatro o cinco años, salieron a toda
velocidad de las sombras, riéndose y tirándose de las orejas la una a la otra,
con sus anchos rostros sonrojados por el juego. La niña más alta divisó al
reeho, y lanzando exclamaciones de asombro se puso de puntillas, agitando las
manos.
-¡Reeho bonito! ¡Aquí bonito, reeho bonito! –llamó,
con su voz aguda amortiguada ligeramente por la máscara respiratoria. La
mayoría de los padres hacían que sus hijos llevasen las máscaras en el
exterior; por si acaso una nube de gas shvash estallaba en las inmediaciones-.
¡Aquí, reeho bonito! ¡Ven a jugar con nosotras!
¡Ja! El joven
glarosaurio estuvo mucho más cerca de atrapar al pájaro, musitó T’laerean
desde su lugar secreto. Tenía que admitir que el reeho realmente debía parecer
llamativo, había llamado su atención cuando estaba buscando una criatura con la
que fundir sus sentidos. Deslizándose sobre las cabezas de las niñas, el reeho
voló a través de la ventana abierta del hogar de T’laerean y se posó en el
suelo metálico. Conforme los ojos del pájaro se fueron acostumbrando a la
oscuridad, fue saltando hacia la cama, haciendo sonar sus patas sobre las
baldosas de metal.
Sobre la cama,
instó T’laerean al reeho. Vuela sobre la
cama. Toca al sullustano. Al hombre que parece estar durmiendo. Luego te dejaré
libre, no más voces en tu cabeza. Podrás volar de regreso a la jungla. El
pájaro se acercó, deteniéndose sólo un momento para comer un pequeño trozo de
corteza que T’laerean había dejado caer esa mañana. Pronto no necesitaré contacto físico para hacer que esto funcione,
pensó T’laerean. Pronto seré tan poderoso
en la Fuerza que...
-¡Bonito, reeho bonito! –La niña más alta había
entrado por la puerta abierta de T’laerean y corría hacia el pájaro, con los
brazos extendidos.
¡Sobre la
cama! Gritó la mente de T’laerean. ¡Deprisa!
El reeho giró la cabeza a uno y otro lado, asustado
de pronto y alternando su mirada entre la figura tumbada del sullustano y la
niña que se abalanzaba. T’laerean pudo notar que consideraba a los niños igual
de amenazantes que los glarosaurios.
¡Sobre la
cama! ¡Sobre la... no!
Un chillido penetrante surgió explosivo de la
garganta del reeho, y T’laerean observó desde su lugar secreto en el fondo de
la mente del pájaro cómo una cesta caía sobre él. La otra niña debía de haber
trepado por la ventana, y había usado la cesta del propio T’laerean para
capturar al reeho. El mimbre era recio, pero tejido en determinados lugares con
huecos suficientes para que el aterrorizado reeho pudiera mirar al exterior. Su
pequeño corazón martilleaba salvajemente, sonando como un trueno de tormenta
para T’laerean.
-¡Oh, reeho bonito! –exclamó con deleite la niña
más alta-. Qué mascota tan bonita tengo ahora.
-También es mi mascota, Raenyn –dijo la otra niña-.
Yo la he atrapado. –Se arrojó al suelo y miró por un pequeño hueco en la
urdimbre-. Mi mascota. ¡La llamaré Rayo de Sol!
Mascota,
pensó airado T’laerean. No soy una
mascota, soy un estudiante de la Fuerza, un estudiante del Sabio de Kooroo.
Soy... El golpeteo del corazón del pájaro hacía que el sullustano tuviera
dificultades para pensar. Calma,
instó al pájaro. Tranquilo. Pero el
golpeteo continuó, y una estridente mezcla de sonidos surgió del pico del
reeho; chillidos irritantes y gritos agudos.
¡Dejad salir
al reeho! Gritó la mente de T’laerean. ¿Y
ahora qué pasa?
El reeho tuvo que saltar cuando empujaron una pieza
de corteza de leng bajo la cesta, creando una base para la prisión. Entonces el
pájaro y T’laerean sintieron que la corteza y la cesta se alzaban. Las niñas
estaban llevándose la cesta fuera.
-Mamá –exclamó la más joven-. Mira lo que hemos
atrapado. ¡Una bonita mascota que se llama Rayo de Sol!
Llevaron la cesta hacia una mujer sullustana que
estaba llena de barro por los campos de moho. El reeho la miró, ralentizando su
corazón sólo porque el miedo le había agotado. T’laerean la reconoció al
instante. Era una de los miembros del consejo del asentamiento, alguien a quien
habría que advertir acerca de la emboscada de los glarosaurios.
-Oh, niñas. El pájaro no puede ser una mascota
–dijo la mujer.
T’laerean lanzó un suspiro de alivio. Ella
liberaría al reeho, él persuadiría al pájaro para que aterrizase encima de él,
y utilizaría la Fuerza para liberar sus sentidos. Podría advertirla sobre los
glarosaurios y entonces...
-El pájaro no puede ser una mascota cuando manjares
frescos como este son tan difíciles de encontrar fuera del puerto. Esta será
una comida especial para tu padre. Prepararé guiso de reeho.
¡Cena!
El vínculo con T’laerean permitió al pájaro
entender las palabras de la mujer. Y a pesar de su agotamiento, el pájaro
comenzó a chillar y crotorar con más fuerza, como su la amenaza de muerte le
inyectase vida. Saltó sobre la corteza y emitió ruidos estridentes y
penetrantes, como un silbato de Thull.
No puedes
matarme, pensó enojado T’laerean. ¡Me
conoces! Soy T’laerean, el héroe. ¡T’laerean, maestro de la Fuerza! Si os
coméis este pájaro, entonces... T’laerean cayó presa del pánico. No sabía
qué pasaría si el pájaro moría. ¿Volverían sus sentidos a su cuerpo...? En ese
caso su problema estaría resuelto, aunque a costa del reeho. ¿O su consciencia
se desvanecería, dejando su cuerpo como un cascarón sin mente? ¿Moriría él
cuando muriera el pájaro? Nunca antes había practicado esta habilidad de la
Fuerza, sólo había observado cómo el Sabio hacía algo similar. Nunca había
preguntado al Sabio las posibles consecuencias, ni había escuchado con
demasiada atención cuando el Sabio explicaba exactamente cómo funcionaba todo.
T’laerean sólo había estado interesado en la oportunidad de unir sus sentidos
con otra cosa.
El pájaro continuó chillando, y T’laerean sintió
que su propio miedo crecía en igual medida, derritiendo su confianza como
mantequilla que se ha quedado demasiado tiempo sobre la mesa. ¡Si matas a este reeho, será como comerte a
uno de tu propia especie! Y tal vez no tengáis a nadie que os advierta sobre
los glarosaurios. ¡Tal vez todos los granjeros de moho mueran! ¡Podrías estar
sellando el destino de todo el asentamiento por una comida sabrosa!
Conforme el reeho iba siendo transportado cruzando
el asentamiento hasta la casa de la mujer, trató de canalizar sus pensamientos
a través de la Fuerza para tranquilizar a la criatura, de relajarse él mismo
para poder pensar con más claridad. El pánico engendra el desastre, le había
dicho una vez el Sabio. T’laerean deseaba haber prestado más atención a esa
lección y a las técnicas de meditación que el viejo humano le había mostrado.
Nos
liberaremos, dijo al pájaro. No te
preocupes. No te dejes llevar por el pánico. La Fuerza es mi aliada y no nos
dejará morir. Eso esperaba. Escaparemos
a mi casa en la primera ocasión, y entonces aterrizarás sobre mi panza. Te
liberaré, y cuando mis sentidos regresen a mi cuerpo podrás regresar a la
jungla... no volver a ver jamás este asentamiento. Imaginó árboles y el
cielo, y por un instante el corazón del pájaro se ralentizó y se le levantó el
ánimo.
Pero entonces la cesta fue depositada sobre un
brillante mostrador metálico y los aromas de las especias llenaron el aire. A
través de un hueco en la urdimbre, el reeho vio más objetos metálicos a los que
no podía poner nombre ni aventurar para qué servían. Pero T’laerean sí lo
sabía. Eran cazos y sartenes.
¡Estaban en la cocina, y la mujer estaba calentando
un puchero, vertiendo aceite de levsh en su interior! Sus propios miedos
resurgieron decuplicados, y el corazón del pájaro volvió a latir con fuerza,
-No es muy grande como para compartirlo con todo el
mundo –dijo la mujer a las niñas pequeñas-. Pero pronto es el cumpleaños de
vuestro padre. Y le gusta mucho el reeho. Le diremos a todo el mundo cómo
capturasteis este pájaro, entre las dos, como regalo para vuestro padre. La
gente estará orgullosa de vosotras. Y a vuestro padre le gustará mucho.
-¿Podemos quedarnos con las plumas? –preguntó la
más pequeña.
-Por supuesto.
-Pero mamá –se quejó la niña más alta, la llamada
Raenyn-. Yo quiero el reeho... de mascota. Por favor.
-No. –La voz de la mujer era ahora severa, tintada
de autoridad paternal-. La próxima vez que llevemos una cosecha de moho al
puerto, la semana que viene tal vez, te buscaremos una mascota. Algo que puedas
acariciar. Un wilwog, tal vez, uno entrenado que no mude de pelo y no ensucie
el suelo. Ahora salid fuera a jugar. Y volved a poneros las máscaras
respiratorias. –Tomó un cuchillo en la mano.
¿Qué puedo
hacer? Debo hacer algo. Si mata al reeho, puede que los granjeros de moho
mueran. Puede que yo muera también. El reeho volvió a chillar, y esta vez
T’laerean no trató de acallarlo. Estaba tratando de cerrarse a los latidos del
reeho, concentrándose en la mujer, en la Fuerza, preguntándose si tal vez sería
capaz de influenciarla. T’laerean sabía que el Sabio podía hacerlo, persuadir a
la gente para que mirara en otra dirección, hacerles cambiar de opinión. Si tan
sólo pudiera hacer cambiar de opinión a la mujer...
Déjanos
marchar. Lanzó el pensamiento hacia el exterior, como si fuese una hoja
flotando en la brisa, soplando hacia la mujer. ¡Míranos! ¡Déjanos marchar! Tal vez si miraba fijamente al reeho,
si viera lo realmente hermoso que era el pájaro, no fuera capaz de matarlo.
Ella comenzó a tararear una vieja melodía
sullustana, ajustó la placa de calor bajo la sartén, y luego salió de la
estancia. T’laerean instó al pájaro a mirar por otro hueco para poder ver a
dónde se había ido. Esta vez, sin embargo, el pájaro le ignoró y comenzó a
caminar nerviosamente por las paredes de la cesta, mordisqueando con
frustración el mimbre.
¡Busca un
hueco! ¡Quiero ver!
El reeho empujó la persistente voz más hacia el
fondo de su mente, más dentro del lugar secreto, y abrió el pico con un
chasquido cerrándolo sobre una tira de mimbre. T’laerean sintió la sequedad de
la tira, la amargura contra la lengua negra del pájaro, la incómoda aspereza.
El pájaro perseveró mientras T’laerean flotaba, enfurecido, en ese lugar
secreto, y en cuestión de unos instantes había creado un hueco lo bastante
grande para sacar la cabeza. El reeho trató de obligar al resto de su cuerpo a
pasar por la apertura, y finalmente desistió y continuó mascando el mimbre.
Buen amigo,
alabó T’laerean, comprendiendo de pronto lo que intentaba el pájaro. Muy listo. Debería haber pensado en ello.
Los reehos son conocidos por morder la madera. Decidió que diría al pájaro
qué tiras atacar, las que parecieran más débiles y pudieran cortarse más
rápido, pero sus pensamientos fueron ahogados, apartados por el propio deseo de
escapar del pájaro. T’laerean continuó observando y preocupándose, y sintiendo
cómo la garganta del reeho se resecaba y su lengua y su pico se irritaban por
el esfuerzo.
Entonces escuchó de nuevo el tarareo, la mujer que
regresaba. Quedó amortiguado, como si hubiera dado la vuelta y entrado en otra
habitación. Su voz era dulce, y bajo otras circunstancias T’laerean habría
disfrutado de ella. El pájaro también la oyó y comenzó a trabajar más rápido, y
luego dio un saltito hacia atrás para supervisar su trabajo. Suficientemente
grande. El reeho se echó hacia delante y se apretujó para escapar de su
prisión. T’laerean sintió la presión de los bordes dentados del mimbre que se
clavaban alrededor del pájaro.
¡Libres!
T’laerean estaba eufórico.
El pájaro lanzó un chillido de excitación y saltó
del mostrador, extendiendo las alas y batiéndolas enloquecido. Los mareantes
aromas de las especias y el aceite caliente inundaban los sentidos del pájaro,
y T’laerean luchó por emerger del lugar secreto y volver a indicar al pájaro en
qué dirección ir.
Por la puerta,
instó T’laerean. Ahora estaba enfocándose más en la Fuerza que en el pájaro,
concentrándose en el Aliento de Gelgelar, trabajando con la energía. Dejó que
le controlase, y le pidió poder controlarla en parte a cambio. ¡La puerta! Sí, eso es, amigo mío. ¡Libres!
¡Libres!
El pájaro voló por la puerta de la cocina, cruzando
un estudio sobre una unidad deshumidificadora y una consola de ordenador. Hacia
otra puerta, una que estaba abierta lo justo, que se abría más... ¡El camino al
exterior!
¡Libres!
¡Libres! ¡No!
La puerta se abrió aún más y el pájaro aleteó como
loco, lanzándose hacia delante y chocando contra el pecho de Raenyn. El impacto
sorprendió a la niña y aturdió al pájaro. Cayó al suelo, mareado, incapaz de
obedecer los gritos de T’laerean para que escapase.
-¡Reeho bonito! –arrulló Raenyn, tomándolo en sus
manos y llamando a la niña más pequeña-. No deberías estar suelto –reprendió
con dulzura al reeho-. Se supone que vas a ser la cena de papá.
Sujetó con fuerza al reeho y lo llevó por una
puerta lateral, una que conducía a una pequeña habitación con dos estrechas
camas y un escritorio entre ambas. Sentándose sin ceremonia en la cama más
cercana, Raenyn acarició con brusquedad la cabeza del reeho. La otra niña se
sentó a su lado.
-¿Está herido?
-Eso no importa. –Raenyn alzó el reeho y miró sus
parpadeantes ojos redondos. Sus manos no eran lo bastante grandes para rodear
por completo al pájaro-. Mamá va a matarlo y a cocinarlo en el guisado. Pero no
creo que pueda comer ni un poquito. Es demasiado bonito.
El reeho siguió parpadeando y T’laerean trató de
enfocar. El impacto con la niña había agitado sus sentidos, y veía doble a las
dos niñas. Veía todo doble.
-Le arrancará todas las plumas –continuó Raenyn-.
No se puede comer las plumas.
-Entonces ya no será tan bonito. Yo tampoco comeré
ni un bocado. Lo quería como mascota.
-Me pregunto si es
la mascota de alguien... –Raenyn aflojó sólo un poco su agarre sobre el
pájaro-. Si era la mascota de alguien, mamá no podría cocinarlo.
T’laerean sintió la Fuerza, dejó que rodease su
mente como el pantano rodeaba el asentamiento. De nuevo trató de aclarar su
visión y vio a la niña más pequeña fruncir los labios.
-Puede que sea la mascota de T’laerean, el chico
extraño que no cultiva moho –sugirió-. Lo vi esta mañana con un reeho bonito.
Tal vez era este. Lo atrapamos en su casa, después de todo.
-¿T’laerean? ¿El estudiante del Sabio de Kooroo?
La niña pequeña asintió.
-T’laerean no tendría mascotas –dijo Raenyn con
firmeza-. El pájaro entró volando por la ventana. Lo vimos. T’laerean es raro y
poco amistoso. Sólo se preocupa de la Fuerza, sólo habla de la Fuerza y de
impresionar al viejo Sabio loco. No se preocuparía de un pajarito o de
cualquier otra cosa. Sólo quiere ser importante.
T’laerean sintió vergüenza. ¿Sólo me preocupo de la Fuerza? ¿Es eso lo que piensa la gente? Por
supuesto que me preocupo por la Fuerza. Pero también me preocupo por este
asentamiento. Por la gente que vive en él. ¡Estoy tratando de salvar a los
granjeros de moho!
-Además –continuó Raenyn-, T’laerean está muerto.
Lo vi cuando atrapamos al pájaro. Muerto en su cama. Muerto. Muerto. Muerto.
Incluso si el reeho es su mascota, si era
su mascota, no importaría. La gente muerta no puede tener mascotas.
-Tal vez deberíamos decir a alguien que T’laerean
está muerto.
-No. Entonces nos meteríamos en un lío por habernos
colado en su casa y haberle encontrado. Deja que otra persona lo encuentre y se
meta en un lío. No va a irse a ninguna parte, después de todo. Está muerto.
El reeho emitió un débil sonido de chasquidos. El
pájaro aún estaba asustado. Pero también estaba cansado y sediento. Muy
sediento. Su lengua negra estaba seca y estaba comenzando a hincharse. Levantó
la mirada hacia Raenyn e inclinó la cabeza.
-Pobre reeho –dijeron las niñas prácticamente al
unísono.
La niña pequeña comenzó a llorar.
-No podemos dejar que mamá lo mate.
Desde el otro lado de la puerta, el reeho escuchó
un tarareo, otra vez la voz de la mujer. Era distante, indicando que estaba
bien adentrada en la casa.
-¡No! –gritó la mujer. Sus palabras sonaron
amortiguadas, pero claras-. ¡El reeho ha escapado! Se ha abierto paso a
bocados. ¡Niñas! Venid a ayudarme a encontrarlo. Probablemente aún siga en la
casa. ¡Niñas!
Las niñas se miraron entre sí, con amplias sonrisas
asomando en sus anchos rostros sullustanos. Entonces T’laerean sintió que el
reeho se ponía en tensión, trataba de liberarse, vio una oscuridad cerniéndose
ante el pájaro, sintió el pájaro siendo encerrado en un saco. El reeho abrió su
pico para chillar, y T’laerean se concentró con todas sus fuerzas. ¡Silencio!, suplicó. ¡No hagas ruido y puede que logremos
liberarnos!
-Mamá piensa que ha escapado –susurró Raenyn-.
Podemos mantenerlo oculto. Entonces ella no lo matará y podremos compartirlo
como mascota.
La más joven hizo un sonido de chasqueo con la
boca.
-No puedes guardar un reeho en un saco. Hará ruido,
a menos que se muera como T’laerean. Y si mamá lo encuentra, vivo o muerto,
estaremos en un lío.
-Y el pájaro será la cena.
-Pero tal vez podamos guardarlo en casa de otra
persona.
-¿En casa de quién? –Era Raenyn quien hablaba.
-De T’laerean, claro. Está muerto y no necesita su
casa.
-Pero alguien descubrirá que está muerto y
estaremos en un lío y entonces no podremos usar su casa para el reeho.
-Nadie lo descubrirá si enterramos a T’laerean esta
noche, cuando nadie mite, cuando crean que estamos durmiendo. De todas formas
afuera ya está empezando a oscurecer.
Raenyn soltó una leve risita.
-Podríamos tomar prestada la pala de papá. Pero vayamos
ahora a casa de T’laerean, a esconder el reeho. Volveremos después de que
oscurezca a enterrar a T’laerean. Si el reeho chilla en casa de T’laerean,
nadie le escuchará.
-Bueno, puede que le escuchen, pero no le prestarán
atención. Todo el mundo piensa que T’laerean es raro.
T’laerean sintió que el pájaro daba sacudidas, con
su miedo ascendiendo a un nivel febril, y sospechó que las niñas estaban
corriendo. Escuchó abrir y cerrar de puertas, sonidos que él conocía pero que
eran extraños para el reeho aterrado. La sensación de meneo y las sacudidas
continuaron por varios minutos, aunque pareció una eternidad, con más puertas
abriéndose y cerrándose. Luego se sintió caer, aterrizando abrupta e
incómodamente sobre algo duro. El reeho tembló y se puso en pie sobre sus patas
en los apretados y oscuros confines del saco para examinar sus alas y sus
garras. T’laerean pudo ver que no había nada roto, aunque todo parecía
magullado. Al pájaro le dolía todo el cuerpo, y trató de ofrecerle palabras que
pudieran confortarle.
Pero el reeho empujó de nuevo los pensamientos de
T’laerean al lugar secreto de su mente y comenzó a picotear el fondo del saco,
como una si-hen picotearía el suelo en busca de grano. Cualquier movimiento
parecía causar dolor adicional al reeho, pero persistió, picoteando más rápido
cuando un pedazo de cuero quedó suelto en su pico.
-No, reeho bonito –le reprendió Raenyn-. Deja eso.
Vas a estropearme el saco.
Esa es la
idea, pensó T’laerean. El reeho
intenta arruinarte el saco... igual que vosotras intentáis por todos los medios
arruinarnos las vidas.
De nuevo el pájaro fue alzado en el interior del
saco y su fuga frustrada. Raenyn agitó la bolsa mientras la desataba e
introducía las manos en la oscuridad. Agarró al reeho naranja mientras el saco
caía, y lo sujetó por la espalda, aplastándole las alas contra los lados. El
pájaro trató de morderla, pero lo había agarrado con suficiente cuidado para
que no pudiera alcanzar sus deditos con el pico.
Fuera de su encierro, el reeho podía respirar de
nuevo. Vio al sullustano yaciendo en la cama cercana. El sullustano sobre el
que se suponía que debía aterrizar. El reeho se relajó bajo el agarre de la
niña. T’laerean sintió que estaba reservando sus fuerzas, esperando. Los
deditos se abrieron un poco. Y luego un poco más.
Déjale pensar
que eres dócil, instó al reeho. Déjale
pensar que estás herido, cosa que es cierta; incapaz de volar, cosa que no es
cierta. Cuando baje la guardia, vuelas a la cama y...
El reeho volvió a apartar a un lado los
pensamientos de T’laerean, se liberó de las manos casi abiertas de la niña y
extendió las alas. Voló por la ventana abierta, afuera, a la creciente
penumbra. Batió las alas con fuerza, e ignoró el dolor de su cuerpo. Ignoró los
gritos de las niñas que corrían bajo él, sus pasos frenéticos. Ignoró a los
viejos que llegaban a sus casas para cenar.
¡No! ¡Vuelas
en dirección equivocada! ¡Vuela de vuelta al edificio! ¡Pósate sobre el
sullustano... el que está en la cama!
E ignoró a T’laerean.
El reeho, aunque cansado y dolorido, voló tan
rápido como pudieron permitírselo sus doloridas alas. Cruzó como un rayo el
patio del asentamiento, luego pasó sobre la verja brillante y sobrevoló las
llanuras pantanosas. La aguda visión del pájaro atravesaba la creciente
oscuridad, como un cuchillo afilado podría atravesar la cáscara de una nuez
crel. Y desde el lugar secreto en el fondo de la mente del reeho, T’laerean
observaba con creciente terror. La consciencia del sullustano estaba siendo
llevada cada vez más lejos del asentamiento. Sintió la Fuerza, el Aliento de
Gelgelar, y notó que le estaba controlando por completo. No era lo bastante
fuerte para ejercer ninguna medida de control sobre ella. Su mente estaba
girando hacia los árboles, montada a lomos del cerebro del reeho liberado.
¿Cuánto
tiempo puedo vivir así? ¿En la mente de un reeho?, se preguntaba T’laerean.
¿Quemarán mi cuerpo, terminando con mi
vida? ¿O mi cuerpo morirá por falta de agua y comida? ¿Vagará mi consciencia
para siempre en este pequeño cerebro? Cuando el pájaro duerma, ¿obtendré la
fuerza para persuadirle de nuevo a hacer mi voluntad? ¿Y qué pasará con los
granjeros?
El pájaro divisó a los granjeros de moho
sullustanos, que ahora usaban grandes varas luminosas para poder ver. Con los
grupos sensores apuntando aún al suelo, y las tabletas de datos registrando la
producción, ahora estaban más cerca de los árboles. Y se estaban acercando a un
trío de iquagartos, grandes criaturas similares a jabalíes, que habían sido
astutamente atados a raíces de árboles.
El reeho se preguntó distraídamente por qué alguien
habría atado a los iquagartos, e ignoró los intentos de T’laerean de explicarle
la emboscada y de hacer sugerencias para que advirtiera de algún modo a los
granjeros de moho. El reeho sólo quería regresar al abrazo de la jungla, a la
seguridad de los altos árboles, y no volver a ver sullustanos jamás.
-¡Mirad! –escuchó débilmente T’laerean desde su
pequeño lugar secreto-. ¡Iquagartos! Hay tres, y no parecen habernos visto.
–Era uno de los granjeros de moho quien hablaba-. Vamos, todos. Se mueven
lentamente. Los atraparemos y tendremos un buen festín esta noche.
T’laerean sabía que los granjeros tendrían que
acercarse a las bestias. Los iquagartos tenían una piel tan gruesa que casi
podían ignorar los disparos de bláster, excepto a corta distancia. Y corta
distancia sería demasiado cerca de la jungla.
T’laerean escuchaba el silbido de la hierba del
pantano bajo el reeho, el chasquido de una ramita seca. Y a través de sus
sentidos compartidos olía a los sullustanos, el moho vohis, el olor a almizcle
de los iquagartos, y voló como una flecha entre los troncos de dos árboles
willotum, deslizándose en la jungla.
Entonces apareció un verde más brillante, escamoso
y resbaladizo, y justo delante del pájaro. Negros ojos de reptil miraron al
reeho sorprendido. Un joven glarosaurio se alzó desde detrás de una densa mata
de helechos; el mismo que había tratado de atrapar al pájaro varias horas
antes. El glarosaurio se levantó y comenzó a correr hacia el reeho, agitando
sus garras y chasqueando sus mandíbulas.
El reeho soltó un chillido, un sonido irritante que
ahora era demasiado familiar para T’laerean. El pájaro dio media vuelta,
retirándose por el mismo hueco entre los árboles willotum, volviendo a pasar
sobre los iquagartos hacia las llanuras pantanosas.
El joven glarosaurio le siguió, sin hacer caso de
los gritos de los glarosaurios mayores que le decían que esperase... las
maldiciones que soltaban por que la emboscada quedaría revelada. El joven
glarosaurio se abalanzó hacia delante, absorto en el reeho que se le había
denegado antes, se abalanzó hacia delante pasando de largo los iquagartos y
poniéndose en el camino de los granjeros de moho que se acercaban.
-¡Glarosaurios! –gritó uno de los granjeros de
moho-. ¡Corred! Yo os cubriré.
Desde su lugar secreto, T’laerean observó a los
granjeros de moho dar la vuelta y correr hacia el asentamiento, arrastrando
tras ellos sus trineos repulsoelevadores llenos de moho. Uno mantuvo su
posición por un instante, apuntando un bláster hacia las inmediaciones de los
iquagartos y trazando una línea de fuego de cobertura para evitar que la banda
de glarosaurios que acababa de aparecer les persiguiera.
T’laerean observó a los granjeros de moho fundirse
en la oscuridad, escuchó los chillidos de los iquagartos asustados, olió los
matices calientes del fuego de bláster en el aire, sintió una garra clavarse en
el costado del reeho.
El joven glarosaurio acercó el pájaro hacia su
cuerpo, y T’laerean notó el aliento fétido y mareantemente dulce del hombre-reptil.
El sullustano sólo era vagamente consciente de las continuas maldiciones de los
glarosaurios adultos; estaba más pendiente del dolor del pájaro naranja
mientras era desplumado pluma a pluma. Entonces el glarosaurio mordió al
pájaro, y el mundo de T’laerean se convirtió en agonía y oscuridad.
***
-T’laerean. Despierta. –La voz sonó débil al
principio, temblorosa por la edad. Pero era persistente-. No mueras, T’laerean.
El joven sullustano sintió sus ojos cerrados, como
si estuvieran pegados, pero se forzó a abrirlos y parpadeó. El rostro borroso
de una niña pequeña flotaba a escasos centímetros del suyo; Raenyn. Y tras ella
estaba el arrugado rostro humano del Sabio de Kooroo.
-Creí que estaba muerto –anunció Raenyn-. Muerto.
Muerto. Muerto. Pensé que tendríamos que enterrarlo y nunca podría contarle la
emboscada de los glarosaurios y cómo mi padre usó su bláster para enfrentarse a
todos. Cómo mi padre es un héroe para todo el asentamiento y salvó a todos.
Y...
-No hables tanto, pequeña –previno el Sabio-.
Parece que T’laerean ha pasado por una dura experiencia, una enfermedad tal
vez. O algo más. Y casi nos abandona. Pero creo que ahora ya se pondrá bien. La
Fuerza continuará sanándolo.
El viejo humano se inclinó sobre T’laerean y le
ayudó a incorporarse.
Mirando a su alrededor, el sullustano pudo ver que
estaba en su casa, en su cama. Una luz pálida se derramaba por una ventana
abierta, indicándole que ya había llegado la mañana. Tenía la garganta seca, y
se apresuró a aceptar el vaso de agua que Raenyn le ofrecía. Sentía el estómago
vacío.
-Ha sido una suerte que llegara al asentamiento
antes de lo que tenía planeado –comenzó a decir el viejo-. Me detuve para
visitarte y te encontré cercano a la muerte. Si la Fuerza no fuera tan poderosa
en ti, sospecho que no podría haberte salvado.
-Puede que la Fuerza sea poderosa en mí –respondió
T’laerean tras un instante-. Pero yo aún no soy poderoso en ella.
-Eres más sabio al reconocer que tienes
limitaciones –dijo el viejo, entrecerrando los ojos casi imperceptiblemente-.
Descansa, joven aprendiz. Necesitas más descanso... tiempo para más
reflexiones. Continuaremos tus lecciones mañana.
-Tengo mucho que aprender –susurró T’laerean. El
joven sullustano se relajó, cerró los ojos, y escuchó los pasos que se alejaban
de Raenyn y el Sabio. Finalmente dejó que el sueño le reclamara, y soñó con
glarosaurios e iquagartos, y con un colorido pájaro naranja que había cautivado
para siempre un lugar secreto en su mente.
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