lunes, 18 de mayo de 2009

Viaje incidental (I)

Viaje Incidental
Parte Uno
Timothy Zahn

El brumoso borde del planeta estaba desapareciendo por la parte inferior de la pantalla visora de la sala de control del Hopskip, y Haber Trell estaba tratando de conseguir algo más de potencia de los siempre melindrosos motores de la nave, cuando su socia por fin reapareció tras su excursión por popa.
–Has tardado mucho –comentó Trell mientras ella se dejaba caer a su lado en el asiento del copiloto–. ¿Algún problema?
–No más que de costumbre –le dijo Maranne Darmic, hundiendo su mano bajo el broche plateado que sujetaba su cabello rubio oscuro y rascando vigorosamente su cuero cabelludo-. Las correas de carga han conseguido aguantar ese clásico despegue que te caracteriza. Pero diría que no nos hemos librado de todos los ácaros de la bodega.
–Olvídate de los bichos –gruño Trell. La próxima vez que tenga una carga desequilibrada veinte grados, se prometió sombríamente, haré que ella se encargue del despegue. A ver si ella puede hacerlo más suave–. ¿Qué hay de nuestros pasajeros?
Maranne resopló por la nariz.
–Creí que no querías escuchar hablar sobre bichos.
–Cuidado, niña –advirtió Trell–. Nos están pagando mucho dinero por llevar esos blásteres de contrabando a Derra IV.
–Y obviamente no se fían ni un pelo de lo que haríamos con ellos –replicó Maranne–. No los estarían vigilando constantemente de ese modo su lo hicieran.
Trell se encogió de hombros.
–No puedo decir que les culpe por ser precavidos. Desde que había tenido lugar esa gran derrota o lo que fuese en el sistema Yavin, el Imperio ha estado abriendo fuego en quince direcciones a la vez. He escuchado que algunos transportistas independientes que llevaban material de la rebelión decidieron que era más seguro quedarse con el pago por adelantado, tirar la carga, y poner espacio de por medio buscando puertos mejores.
–Sí, bueno, no me gusta transportar para gente desesperada –dijo Maranne, dejando de rascarse la zona que se estaba rascando en ese momento, y pasando a un punto por debajo de su nuca–. Me pone nerviosa.
–Si no estuvieran desesperados, probablemente no estarían pagando tan bien –apuntó razonablemente Trell–. No te preocupes, está será la última vez que tengamos que tratar con ellos.
–Ya he escuchado eso antes –dijo Maranne, resoplando de nuevo.
La alarma del sensor de proximidad comenzó a sonar, y Maranne se inclinó hacia delante para teclear, obteniendo una lectura.
–Claro, esto servirá para pagar las mejoras que quieres en el motor; pero luego querrás mejoras en los sensores, y... –Se detuvo en mitad de la frase.
–¿Qué? –preguntó Trell.
–Destructor estelar –dijo con aire serio, activando la sección de armamento de su tablero y pulsando los inyectores de potencia–. Acercándose rápidamente desde atrás.
–Genial –gruñó Trell, comprobando el ordenador de navegación. Si pudieran escapar a la velocidad de la luz... pero no, la nave aún estaba demasiado cerca del planeta–. ¿Cuál es su vector?
–Directo hacia nosotros –le dijo Maranne–. Supongo que es demasiado tarde para arrojar la carga y hacernos los inocentes.
–Carguero Hopskip, aquí el capitán Niriz del destructor estelar imperial Amonestador –retumbó una voz áspera por el altavoz–. Me gustaría tener unas palabras con ustedes a bordo de mi nave, si no les importa.
Las últimas palabras fueron acentuadas por un ligero estremecimiento que recorrió la cubierta bajo sus pies cuando un rayo tractor les enganchó.
–Sí, diría que definitivamente es tarde para arrojar la carga –dijo Trell con un suspiro–. Esperemos que sólo estén de pesca. –Inició una transmisión–. Aquí Haber Trell a bordo del Hopskip –dijo–. Nos sentiremos honrados de hablar con usted, capitán.

***

–Bien –dijo el capitán Niriz, con su voz resonando por la vasta extensión vacía de la cubierta del hangar mientras miraba a los cuatro seres que se encontraban ante él–. Muy interesante. Nuestros registros muestran que el Hopskip tiene dos tripulantes, no cuatro. –Su mirada se detuvo en Riij Winward–. ¿Son recién contratados?
–Nuestra nave anterior tuvo que partir de Tramanos con cierta prisa –le dijo Riij, esforzándose por dar un aire casual a su voz. La identidad falsa que la rebelión le había proporcionado era buena, pero si los imperiales decidían excavar a través de ella sin duda llegarían a su reciente conexión con la policía de Mos Eisley, en Tatooine. No era una conexión que él quisiera ansiosamente que descubrieran–. Necesitábamos que nos llevaran a Shibric –continuó–, y dado que el capitán Trell se dirigía allí, nos ofreció pasaje amablemente.
–Por una tarifa considerable, imagino –dijo Niriz, volviendo la mirada al musculoso tunroth que se encontraba a la derecha de Riij–. Es extraño ver un tunroth en estos lugares. Supongo que usted es un cazador certificado, ¿no es así?
Shturlan –rumió Rathe Palror, con voz casi sub-sónica.
–Eso significa cazador de clase doce –tradujo Riij, tratando de devolver la atención de Niriz hacia él. Los servicios distinguidos de Palror con los Fusileros de Churhee podría levantar aún más cejas que el registro del propio Riij si los imperiales lo encontraban.
–Excelente –dijo Niriz–. Los talentos de un cazador podrían resultar útiles en esta misión.
A la izquierda de Riij, Trell se aclaró la garganta.
–¿Misión? –preguntó con cautela.
–Sí. –Niriz hizo un gesto, y un teniente que se encontraba a su lado se adelantó y ofreció a Trell una tableta de datos–. Quiero que lleven para mí un cargamento a Corellia.
–¿Perdón? –preguntó con cuidado Trell mientras tomaba la tableta de datos–. ¿Quiere que yo...?
–Necesito un carguero civil para este trabajo –dijo Niriz. Su voz era áspera, pero Riij podía notar bajo ella un distinguible tono de disgusto–. Yo no tengo ninguno. Usted sí. Tampoco tengo tiempo para encontrar a algún otro que haga el trabajo. Ustedes están aquí. Ustedes lo harán.
Riij estiró el cuello para mirar la tableta de datos por encima del hombro de Trell, con su agitación previa acerca de sus identidades dejando paso a una cautelosa excitación. Que el capitán de un destructor estelar pidiera cualquier tipo de ayuda –especialmente al piloto de un destartalado carguero civil– era algo prácticamente inaudito.
Lo que implicaba urgencia y desesperación; y cualquier cosa que molestase a un oficial superior imperial de ese modo definitivamente era algo que cualquier buen agente rebelde debería tratar de investigar.
–¿Qué te parece? –dijo.
Trell agitó la cabeza.
–No lo sé –dijo–. Echaría por tierra todo nuestro horario.
Riij pronunció en su mente una serie de vulgaridades altamente ofensivas, asegurándose de que la frustración no se mostrase en su rostro. Trell, por desgracia, no era un agente rebelde, ni bueno ni de otra clase, y claramente no quería tener nada que ver con todo eso.
–No nos tomaría tanto tiempo –replicó con cautela–. Y el deber de todo buen ciudadano es prestar ayuda.
–No –dijo Trell con firmeza, devolviendo la tableta de datos al teniente–. Lo siento, pero sencillamente no tenemos tiempo. Nuestro cargamento nos espera en Shibric...
–Su cargamento consiste en seiscientas cajas de salchichas pashkin –le interrumpió con frialdad Niriz–. Supongo que es consciente de que el gobernador ha decretado recientemente que todas las exportaciones de comestibles requieren ahora licencia imperial.
Trell se quedó ligeramente boquiabierto.
–Eso es imposible –dijo–. Quiero decir, los inspectores no dijeron nada acerca de eso.
–¿Cómo de reciente ha sido ese decreto? –preguntó suspicaz Maranne.
Niriz le ofreció una fina sonrisa.
–Aproximadamente hace diez minutos.
Riij sintió un peso en el estómago. Urgencia y desesperación, realmente.
–Así, de pronto, diría que nos han tendido una trampa –susurró a Trell.
Los ojos de Niriz miraron fugazmente a Riij, y volvieron a Trell.
–En cualquier caso, yo estoy dispuesto a pasar por alto ese requisito por esta vez –continuó–. Siempre y cuando estén dispuestos por su parte a entregar sus salchichas un poco más tarde.
–En contraposición a no entregarlas en absoluto –replicó Trell.
Niriz se encogió de hombros.
–Algo así.
Trell miró a Maranne, quien se encogió de hombros.
–Desde aquí, hay dos días de camino a Corellia –dijo ella–. Añade el tiempo de entrega, y estaremos hablando de tres días a lo sumo. Puede ser una molestia, pero nuestro horario probablemente puede adaptarse a eso.
–Tampoco es que tengamos demasiada elección al respecto. –Trell volvió a mirar a Niriz–. Supongo que estaremos encantados de ayudarle, capitán. ¿Cuál es la carga, y cuándo partimos?
–La carga son doscientas cajas pequeñas –dijo Niriz–. Eso es todo lo que necesitan saber. En cuanto a su partida, saldrán en cuanto se hayan descargado las salchichas y la nueva carga esté a bordo.
Junto a Riij, Palror volvió a murmurar, y Riij tuvo que luchar por mantener inexpresivo su propio rostro. Si a algún imperial aburrido le pasase por la cabeza cotillear bajo las tres primeras capas de salchichas de cada caja...
–No se preocupen, las mantendremos refrigeradas –prometió Niriz–. No habrá ningún deterioro.
–Estoy seguro de que estarán a salvo –dijo Trell–. ¿A dónde tiene que ir esa carga suya?
–Su guía les proporcionará todos esos detalles –dijo Niriz, señalando tras él.
Riij se giró a mirar...
Y sintió que se quedaba sin aliento. Rodeando la popa del Hopskip, dirigiéndose hacia ellos, con su sucia armadura mandaloriana brillando bajo la luz...
Trell maldijo entre dientes.
–Boba Fett.
–No es Fett –corrigió Niriz–. Podríamos decir que, simplemente, es un admirador suyo.
–Un antiguo admirador –corrigió la persona de la armadura, con voz oscura y amortiguada–. Mi nombre es Jodo Kast. Y soy mejor que Fett.
–No es que eso signifique demasiado –dijo Niriz, torciendo el labio–. Siempre he pensado que un soldado de asalto competente podría encargarse de tres cazarrecompensas cualquiera sin sudar siquiera.
–No me tiente, Niriz –advirtió Kast–. Ahora mismo, usted me necesita más de lo que yo necesito este trabajo.
–Le necesito menos de lo que usted pueda pensar –replicó Niriz–. Ciertamente menos de lo que usted necesita un indulto imperial por ese asunto que dejó en Borkyne...
–Caballeros, por favor –saltó hastiado Trell–. Soy un hombre de negocios, con un horario que mantener. Sean cuales sean sus diferencias, estoy seguro de que pueden dejarlas a un lado hasta que este trabajo haya terminado.
Niriz aún seguía furioso, pero asintió renuentemente.
–Tiene razón, mercader. Bien. Usted y su tripulación puede descansar en esa sala de guardia hasta que la carga se haya transferido. En cuanto a usted –Alzó un dedo hacia Kast–, me gustaría verle en la oficina de control del hangar. Hay unas cuantas cosas que quiero asegurarme de que entienda.
Kast asintió gravemente.
–Por supuesto. Usted primero.
Niriz entró en la oficina de control del hangar, con la figura de la armadura caminando con paso firme tras él. La puerta se cerró deslizándose; y al fin Niriz pudo dejar que esa rigidez antinatural desapareciera de su postura.
–Me temo que no soy muy bueno en esto, señor –se disculpó–. Espero haberlo hecho bien.
–Lo hizo perfectamente, capitán –le aseguró el otro, alzando sus manos para desbloquear su casco con un leve giro y poder quitárselo–. Entre esta armadura y su actuación, los cuatro están completamente convencidos de que yo soy Jodo Kast.
–Así lo espero, señor –dijo Niriz, con un nudo en el estómago por la preocupación mientras miraba esos brillantes ojos rojos–. Almirante... Tengo que decir una vez más que no creo que usted deba hacer esto. Al menos no personalmente.
–Tomo nota de su preocupación –dijo el gran almirante Thrawn, recorriendo su cabello negro-azulado con una mano enguantada–. Y la aprecio, además. Pero esto es algo que no puedo delegar en nadie.
Niriz agitó la cabeza.
–Me gustaría poder decir que lo entiendo.
–Lo hará –prometió Thrawn–. Asumiendo que todo vaya según lo previsto, tendrá la historia completa cuando yo vuelva.
Niriz sonrió, pensando en todas las campañas en las que él y el gran almirante Thrawn habían estado juntos, allá en las Regiones Desconocidas.
–¿Cuando algo que usted haya planeado no ha ido según lo previsto? –preguntó fríamente.
Thrawn respondió con una débil sonrisa.
–En muchas ocasiones, capitán –dijo–. Por suerte, habitualmente he sido capaz de improvisar un método alternativo.
–Ahí lo tiene, señor –suspiró Niriz–. Sigo creyendo que debería reconsiderarlo. Podríamos poner la armadura mandaloriana a uno de mis soldados de asalto, y usted podría dirigirlo desde algún lugar cercano con un comunicador.
Thrawn negó con la cabeza.
–Muy lento y fastidioso. Además, la fortaleza de Thyne tiene ciertamente instalaciones de vigilancia de espectro completo. Detectarían una transmisión así, y o bien la interceptarían o la interferirían.
Niriz tomó aliento.
–Sí, señor.
Thrawn volvió a sonreír.
–No se preocupe, capitán. Estaré bien. No se olvide, hay una guarnición imperial cerca. Si es necesario, siempre puedo llamarles pidiendo ayuda.
Volvió a colocarse el casco sobre la cabeza y lo ajustó en su lugar.
–Será mejor que vaya supervisar la transferencia de carga; no queremos que las preciosas salchichas del mercader Trell sufran ningún daño. Le veré en unos días.
–Sí, señor –dijo Niriz–. Buena suerte, almirante.

***

Le llamaban la Calle de la Nave del Tesoro, y se decía que era el bazar de intercambio más exótico y ecléctico de todo el Imperio. Docenas de puestos y tiendas de todos los tamaños y tipos podían encontrarse en toda su longitud, con cientos más anidados en sus esquinas, entrelazándose en la propia Ciudad Coronet. Humanos y alienígenas estaban sentados en mostradores al aire libre o de pie junto a las puertas, pregonando sus mercancías a los miles de seres que avanzaban a empujones por las estrechas calles.
Un lugar vibrante, excitante; pero para Trell, también un poco intimidatorio.
El mercader que llevaba dentro estaba intrigado por el espectro de mercancía disponible, al igual que por la variedad de potenciales clientes a los que un negociante emprendedor podría vender esos bienes. Pero al mismo tiempo, la parte de su ser que le había conducido al aislamiento del espacio solía sentirse sentía enferma con cierta facilidad en medio de semejantes multitudes.
Maranne, caminando a su lado, no parecía sentir ninguna incomodidad parecida. Ni tampoco los dos agentes rebeldes, que caminaban con paso forme tras ellos. En cuanto a Kast, a la cabeza, dudaba que ninguno de ellos pudiera decir qué sentía. Tampoco es que a ninguno de ellos les importase.
–¿Dónde vamos, exactamente? –preguntó Maranne, dando un paso extralargo para acercarse un poco a la espalda de Kast.
–Por aquí –dijo Kast, rodeando la multitud hacia un lado.
Los demás le siguieron, y un momento después los cinco estaba parados el estrecho camino entre dos puestos cerrados con postigos.
–¿Aquí? –preguntó Trell.
–El puesto que quieren es el quinto a mano derecha –les dijo Kast–. Una tienda de curiosidades; el propietario se llama Sajsh. Usted –señaló con un dedo enguantado a Trell– le dirá que tiene un cargamento de Borbor Crisk y pedirá las instrucciones de entrega.
–¿Qué hay del resto de nosotros? –preguntó Riij.
–Irán después –dijo Kast–. Permanezcan fuera de la conversación, pero observen y escuchen.
Trell observó el flujo de gente, con un escalofrío recorriéndole la nuca. Algo de todo eso le olía mal, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
–Maranne, asegúrate de estar donde puedas cubrirme –le dijo.
–No habrá ningún tiroteo –le aseguró Kast.
–Me alegra oírlo –dijo Maranne–. ¿Le importa si le cubro de todas formas?
Los invisibles ojos de Kast parecieron clavarse en los de ella a través del visor del casco.
–Como desee –dijo–. Todos: muévanse.
Sin palabras, los demás avanzaron en fila entre la multitud, con Kast cerrando el grupo. Trell contó hasta cincuenta para darles tiempo a encontrar sus posiciones, y luego continuó.
La tienda de curiosidades fue fácil de encontrar: un puesto pequeño al aire libre, bastante maltrecho, con una sala trasera cubierta que había sido añadida de forma inexperta hacía ya algún tiempo; el suficiente para que pareciera casi tan destartalada como el propio puesto. Una criatura con aspecto de lagarto de una especie desconocida esperaba tras el mostrador, observando cómo la gente pasaba de largo. Respirando profundamente, Trell se acercó a él.
El lagarto miró a Trell conforme se aproximaba, con su expresión alienígena imposible de descifrar.
–Buen día, buen señor –dijo en un básico adecuado–. Soy Sajsh, propietario de este humilde establecimiento. ¿Puedo serle de ayuda?
–Eso espero –dijo Trell–. Tengo un cargamento de alguien llamado Borbor Crisk. Me han dicho que usted podría darme instrucciones para la entrega.
Una lengua con tres puntas asomó brevemente de la boca escamosa.
–Deben haberle informado mal –dijo–. No conozco a nadie con ese nombre.
–¿Oh? –dijo Trell, viniéndose abajo–. ¿Está seguro?
La lengua asomó de nuevo.
–¿Duda de mi palabra? –exclamó el alienígena–. ¿O sólo de mi memoria o mi inteligencia?
–No, no –dijo Trell apresuradamente–. En absoluto. Yo sólo... mi fuente parecía muy segura de que este era el lugar.
Sajsh abrió la boca de par en par.
–Quizá sólo era ligeramente incorrecto. Quizá se refería a la tienda de mi mano de matar.
Señaló a su derecha, a un puesto igualmente destartalado que en ese momento estaba cerrado.
–El propietario regresará en la hora séptima. Puede volver entonces y preguntarle.
–Eso haré –prometió Trell–. Gracias.
El lagarto hizo chocar dos veces sus mandíbulas. Meneando la cabeza, Trell se dio la vuelta y se abrió camino empujando en el río de peatones, acalorado por la vergüenza y el fastidio.
–¿Y bien? –preguntó Maranne, deslizándose junto a él.
–Kast se equivocó de lugar –gruñó Trell, mirando a su alrededor. Pero el cazarrecompensas no estaba a la vista en ninguna parte–. ¿Dónde están los demás?
–Aquí mismo –dijo Riij, atravesando la multitud desde atrás–. Kast dijo que iba a volver al principio de la calle y se reuniría con nosotros.
–Bien –dijo ácidamente Trell–. Tengo unas cuantas cosas que decir a nuestro estimado cazarrecompensas. Vamos.

***

Sajsh y el hombre desconocido terminaron su conversación, y este último se alejó en la masa de transeúntes y compradores. Dos puestos más allá, Corran Horn dejó el melón que había estado examinando y se mezcló en la riada tras él.
El extranjero no parecía estar tratando de perderse en la multitud.
Aunque tal esfuerzo habría sido rápidamente contrarrestado por la compañía que se le unió: una mujer de mirada dura y aspecto competente, un joven de aproximadamente la edad de Corran, y un alienígena de piel amarilla con varios cuernos cortos sobresaliendo de su mandíbula. Por un instante los cuatro conversaron; luego, con el hombre que había tratado de contactar liderando el camino, continuaron recorriendo la calle.
Por el rabillo del ojo, Corran vio que una figura corpulenta se colocaba a su lado.
–¿Algún problema?
–No lo sé, papá –dijo Corran–. ¿Ves a esos cuatro de ahí? ¿El de la chaqueta marrón desgastada, la mujer rubia, el del collar de pinchos blancos y el alienígena de piel amarilla?
–Sí –asintió Hal Horn–. El alienígena es un tunroth, por cierto. Es muy raro verlos fuera de sus sistemas natales; la mayoría de los que te encuentras en estos días trabajan con safaris de caza mayor, o como mercenarios o cazarrecompensas.
–Interesante –dijo Corran–. Y también posiblemente significativo. Chaqueta Marrón acaba de acercarse disimuladamente al puesto de Sajsh y ha tratado de hacer una entrega para Borbor Crisk.
–De modo que eso ha intentado, ¿eh? –dijo pensativo Hal–. ¿Crisk y Zekka han arreglado sus diferencias cuando yo no estaba mirando?
–Si lo han hecho, yo tampoco estaba mirando –le dijo Corran–. O Chaqueta Marrón y sus colegas son increíblemente estúpidos, o bien algo muy raro está ocurriendo.
–En cualquier caso, dudo que Thyne deje pasar esto sin más –dijo Hal–. ¿Chaqueta Marrón mencionó dónde podían contactar con ellos?
–No, pero Sajsh dejó eso cubierto –dijo Corran–. Dijo que podrían referirse al propietario del puesto al lado del suyo, y sugirió que volvieran sobre las siete.
–Donde se les solicitará que tengan una tranquila conversación con un grupo de matones del Sol Negro. –Hal estiró el cuello para echar un vistazo sobre la multitud–. Bueno, bueno... el complot se complica. Mira con quién se han encontrado nuestros inocentes.
Corran se puso de puntillas. Allí estaban Chaqueta Marrón y sus amigos; y con ellos...
–Que me cuelguen –susurró–. ¿Ese es Boba Fett?
–No, no lo creo –dijo Hal–. Posiblemente sea Jodo Kast, aunque tendría que echar un vistazo desde más cerca a la armadura para estar seguro.
–Bueno, quienquiera que sea, definitivamente nos hemos topado con algo más gordo –señaló Corran–. Las armaduras mandalorianas no son baratas.
–Si es que puedes encontrarlas –agregó el Horn de más edad–. Esto se está volviendo más extraño por momentos. ¿Sospecho que ya tienes algunas ideas?
–Sólo una, en realidad –dijo Corran. El grupo se estaba moviendo de nuevo, y él y su padre comenzaron a seguirles–. Thyne no sería tan estúpido como para matarlos descontroladamente, ciertamente no hasta saber quiénes son y cuál es su conexión con Crisk. Eso probablemente significa llevarlos a la fortaleza.
–¿Y tú crees que deberías encontrar la forma de invitarte a entrar también?
–Sé que es arriesgado...
–“Arriesgado” no es exactamente la palabra que tenía en mente –interrumpió Hal–. Entrar en la fortaleza es sólo en primer paso, lo sabes. ¿Crees que serás capaz de llevar sin más hasta Thyne, ponerle las esposas en nombre de Seguridad de Corellia, y sacarlo de allí?
–Tenemos la autoridad legal para hacerlo, lo sabes –le recordó Corran.
–Lo que no significa nada en absoluto en el interior de su fortaleza –replicó Hal–. ¿Tienes una idea de cuántos agentes de SegCor han ido por lugartenientes importantes de Sol Negro como Thyne y han desaparecido sin más?
Corran hizo una mueca de disgusto.
–Lo sé –dijo–. Pero eso no va a pasar esta vez. Y si entrar en la fortaleza es sólo el primer paso, sigue siendo el primer paso.
El Horn de más edad negó con la cabeza.
–“Arriesgado” sigue sin servir ni para empezar. En primer lugar, ni siquiera sabemos a que están jugando Chaqueta Marrón y su amigo mandaloriano.
–Entonces es hora de que lo averigüemos –dijo Corran–. Sigámosles de cerca y veamos si podemos encontrar una oportunidad de presentarnos.

***

Habían avanzado cosa de dos manzanas –aunque Trell no tenía ni la menor idea de a dónde les estaba llevando Kast– cuando escucharon el grito.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Riij, mirando a su alrededor.
–Allí –bramó Palror, señalando con su grueso dedo central a la izquierda–. Está comenzando una discusión.
Trell estiró el cuello para ver mejor. Había un tapcafé al aire libre en esa dirección, con una larga barra al fondo y cerca de veinte pequeñas mesas dispersas en el espacio abierto frente a ella bajo un ancho dosel de estilo Karvrish, entretejido con hojas. Un hombre de complexión débil con el delantal de propietario estaba de pie en el centro de la zona de comidas, con media docena de hombres grandes y de aspecto rudo con insignias mercenarias en los hombros le rodeaban en un círculo amenazador. Las sillas de una mesa cercana estaban apartadas o yacían en el suelo, indicando que las habían desocupado rápida y bruscamente.
–Yo diría que la discusión ya ha acabado –dijo–. Y acaban de empezar los problemas.
–Vamos –dijo Riij, dirigiéndose hacia allí–. Comprobémoslo.
–Déjenle en paz –ordenó Kast–. No es de nuestra incumbencia.
Pero Riij y Palror ya estaban dirigiéndose hacia el grupo.
–Maldición –gruñó Trell. Estúpidos idealistas rebeldes con cerebro de gornt...–. Vamos, Maranne.
Había comenzado a formarse una fila de espectadores al borde del tapcafé cuando Maranne cruzó el flujo de peatones.
Riij y Palror ya estaban junto a los mercenarios, que habían abierto su círculo alrededor del propietario del Tapcafé para enfrentarse a su nueva distracción.
Y ahora Trell podía ver algo que no había podido ver antes.
De pie junto al propietario, agarrándose fuertemente a su cintura con terror, había una niña pequeña. Probablemente su hija; ciertamente no mayor de siete años.
Trell susurró entre dientes una maldición. Hacía falta ser una forma de vida especialmente vil y rastrera para amenazar a un niño. Pero eso no significaba que fuera a seguir el ejemplo de Riij y atacar ciegamente como un Caballero Jedi loco o un golpea-espaldas craciano.
–Refuerza el lado izquierdo –murmuró a Maranne–. Yo iré por la derecha.
–De acuerdo –respondió ella con otro murmullo. Dejando caer de forma casual su mano sobre la culata de su bláster, Trell comenzó a avanzar tras el anillo de espectadores hacia la derecha...
Y de un modo tan súbito que le sorprendió, la lucha comenzó.
No con blásteres, lo que había sido su principal temor, sino con manos y pies cuando los dos mercenarios más próximos se abalanzaron contra Riij y Palror.
Con una probabilidad de tres a uno a su favor, los mercs debían haber sentido que las armas eran innecesarias.
Se llevaron una sorpresa. Riij tenía claramente un buen entrenamiento en combate sin armas, y Palror era mucho más rápido de lo que Trell había pensado por el tamaño del alienígena. Riij contraatacó, haciendo que su oponente retrocediera tambaleándose; Palror arrojó a su merc de espaldas, golpeándolo con un crujido horrible contra una de las otras mesas, enviando sus sillas girando sin control por el suelo.
Alguien lanzó un feroz juramento. El merc abatido se puso en pie con dificultad y se reunió con sus camaradas, con su anterior semicírculo eventual reformado en una formación letal, nada descerebrada, de ataque, enfrentándose a sus atacantes. El propietario se había aprovechado de la distracción para poner a cubierto a su hija al otro lado de la barra; aupándola por encima para dejarla en la relativa seguridad del otro lado, se giró para mirar.
Durante un largo instante los combatientes quedaron inmóviles mirándose mutuamente.
Trell siguió avanzando hacia su posición de apoyo elegida, con los ojos fijos en los mercs, y la mano en tensión sobre su bláster. ¿Desenfundarían ahora, en cuyo caso probablemente Riij y Palror estarían muertos? ¿O bien su estricto orgullo les dictaría que vencieran sangrientamente a esos insolentes oponentes con sus manos desnudas?
La observante multitud se estaba preguntando obviamente lo mismo. Trell podía sentir su tensión, su excitación, su sed de sangre...
Y entonces, por el rabillo del ojo, captó un movimiento a su izquierda. Los mercenarios también lo vieron, y sus ojos llenos de rabia giraron en esa dirección... Sus expresiones cambiaron, sólo ligeramente. Frunciendo el ceño, Trell se arriesgó a mirar él también.
Jodo Kast había dado un paso por delante del anillo de espectadores.
Por un instante, el cazarrecompensas sólo se quedó allí, mirando en silencio la escena. Luego, caminando hacia una de las mesas al borde del tapcafé, tomó una silla y se sentó. Cruzando las piernas con aire casual bajo la mesa, cruzó los brazos sobre su pecho e inclinó ligeramente la cabeza a un lado.
–¿Y bien? –preguntó apaciblemente.
Y con esas únicas palabras la decisión fue tomada. Ningún mercenario que tuviera una pizca de orgullo profesional iba a usar armas contra oponentes superados en número que no hubieran desenfundado sus armas. No con un cazarrecompensas como Jodo Kast mirando.
Rugiendo extraños y probablemente obscenos gritos de batalla, los mercs atacaron.
En el primer asalto, Riij y Palror habían tenido el elemento sorpresa.
Esta vez no lo tenían. Hicieron lo máximo que pudieron, desde luego –y aún más de lo que Trell habría esperado dadas las probabilidades– pero al final no tuvieron realmente elección. Menos de noventa segundos después de ese rugido de guerra, tanto Riij como Palror estaban en el suelo, junto con dos de los mercs. Los cuatro restantes, alguno de los cuales no parecía mantenerse del todo firme sobre sus piernas, se agruparon a su alrededor.
Uno de ellos miró a su alrededor, y apuntó con su dedo hacia el propietario que se cubría tras la barra.
–Primero ellos –rugió, respirando pesadamente–. Después tú.
–No –dijo Kast.
El mercenario se giró para mirarle, casi perdiendo el equilibrio cuando su rodilla dañada estuvo a punto de doblarse bajo él.
–¿No qué? –preguntó.
–He dicho no –dijo Kast. Sis manos estaban ahora sobre su rodilla, ocultas bajo la mesa, pero sus piernas seguían cruzadas despreocupadamente–. Habéis tenido vuestra diversión; pero los necesito vivos.
–¿Ah, sí? –gruñó el merc–. ¿Qué, tienes que recibir una recompensa por ellos?
–Ya habéis tenido vuestra diversión –repitió Kast, pero esta vez con destellos de metal congelado en su voz–. Dejadlos y marchaos. Ahora.
–¿Eso crees, eh? –bufó el merc–. ¿Y quién crees que va a detener...?
Y abruptamente, justo a mitad de su frase, dejó caer la mano sobre su bláster para sacarlo de su funda.
Era un viejo truco, y uno que probablemente le habría dado al merc la ventaja deseada en muchos enfrentamientos. Por desgracia para él, era un truco que Trell había visto usar incontables veces anteriormente; e incluso antes de que la mano del otro hubiera llegado a la empuñadura del bláster, Trell ya estaba empuñando su propia arma.
Al otro lado del anillo de transeúntes, vio que Maranne también desenfundaba...
El merc tenía buenos reflejos, de acuerdo. En esa fracción de segundo se congeló, sin terminar de sacar su arma de su funda; mirando bajo sus espesas cejas a los cuatro blásteres que de pronto le apuntaban desde el círculo de gente que rodeaba el tapcafé.
Trell parpadeó cuando se dio cuenta de pronto. ¿Cuatro blásteres?
Cuatro. Dos personas más allá de Maranne, un corpulento hombre de mediana edad también tenía un bláster apuntando firmemente a los mercs... y por el rabillo del ojo, Trell podía ver el cuarto bláster asomando desde su lado del gentío. Sostenido con igual firmeza.
El merc escupió al suelo.
–De modo que queréis jugar así, ¿eh?
–No estamos jugando –dijo Kast con voz fría como el hielo–. Como dije: Dejadlos y marchaos. Si no lo hacéis...
Trell no llegó a ver el movimiento de advertencia que estaba esperando.
Pero Kast obviamente sí lo hizo. Justo cuando el merc empezaba a sacar su bláster del todo de la funda, hubo un brillante destello de un disparo bláster proveniente de la mesa del cazarrecompensas, y un rugido de rabia del merc cuando la funda y el bláster que estaba dentro se hicieron añicos.
–...os prometo que lo lamentaréis –concluyó Kast con calma–. Es vuestra última oportunidad.
Le merc parecía como si sólo le faltasen dos segundos para convertirse en una fiera rabiosa. Pero incluso furioso y con una quemadura de arma de fuego en la mano, tenía el suficiente control de sí mismo para saber cuándo las probabilidades estaban demasiado en su contra.
–Te estaré observando, cazarrecompensas –susurró, incorporándose desde su posición de combate encorvada–. Terminaremos esto en otro momento.
Kast inclinó su cabeza ligeramente.
–Cuando estés cansado de vivir, mercenario.
El merc hizo un gesto con la mano. Los otros ayudaron a sus dos heridos a ponerse en pie –uno comenzaba a recuperarse de su aturdimiento, el otro aún necesitaba que le llevasen a rastras– y el grupo se abrió paso entre los curiosos y se mezcló con la multitud.
Kast esperó hasta que estuvieran fuera de la vista. Luego, empujando hacia atrás su silla, se puso en pie, con el bláster que había usado contra el arma del merc ya oculta en donde quiera que tuviera la funda escondida de donde lo había sacado.
–Se acabó el espectáculo –anunció, mirando a los espectadores que le rodeaban–. Quédense y tomen algo, o muévanse.
El propietario ya estaba junto a Riij u Palror, ayudando a este último a sentarse, cuando Trell y Maranne les alcanzaron.
–¿Estáis bien? –preguntó Maranne, ofreciendo su mano a Palror.
El tunroth la apartó.
–No estoy herido –dijo, poniéndose en pie y flexionando un codo a modo de prueba–. Sólo estaba temporalmente incapacitado.
–Tienes suerte de que esa condición no fuera permanente –le recordó Trell–. Deberías haberlo dejado pasar como Kast os dijo.
–Sí –dijo Riij, sujetándose el estómago mientras se ponía en pie con la ayuda del propietario–. Gracias, Kast. Aunque no me habría importado si hubieras llegado un poco antes. Digamos, ¿antes de que comenzaran a atizarnos?
–Seis mercenarios no habrían retrocedido frente a tres blásteres –les dijo Kast–. Necesitaba que antes os encargaseis de alguno de ellos. –Se dio media vuelta–. Si hubiera sabido que habría cinco blásteres en lugar de tres, podría haber aparecido antes.
Trell se giró a mirar. Los dos hombres que habían desenfundado con ellos estaban ahí mirando.
–Gracias –dijo–. No había contado con obtener esa clase de ayuda en un lugar como este.
–No hay problema, dijo el hombre de más edad–. Los Mercenarios Brommstaad siempre han tenido tendencia a considerarse por encima de los límites de una conducta normal y civilizada. Y nunca me ha gustado que se amenace a los niños.
–Y además de eso –añadió el más joven–, estábamos empezando a tener sed de todas formas.
–¿Bebidas? –preguntó el propietario con entusiasmo–. Por supuesto; bebidas para todos ustedes. Y comida, también, si tienen hambre; las mejores que pueda ofrecerles.
–Tomaremos la mesa larga del fondo –dijo Kast–. Y nos vendría bien cierta privacidad.
–Sí, señor, inmediatamente –dijo el propietario. Con una rápida inclinación de cabeza, fue apresuradamente hacia la mesa que Kast le había indicado.
–Me llamo Hal, por cierto –dijo el hombre de más edad–. Este es mi socio Corran.
Trell les devolvió el saludo.
–Encantado de conocerles. Yo soy Trell; ellos son Maranne, Riij, Palror, y...
–Llámenme Kast –le interrumpió Kast–. ¿Hijo o sobrino?
Hal parpadeó.
–¿Qué?
–¿Corran es hijo o sobrino suyo? –amplió Kast–. Hay cierto parecido de familia en los ojos.
–La gente ya nos lo ha dicho antes –dijo Corran–. En realidad, sólo es una coincidencia. Que nosotros sepamos, no somos parientes.
Kast asintió una vez, lentamente.
–Ah.
–Parece que la mesa está lista –dijo Hal, señalando en esa dirección–. ¿Vamos a sentarnos?

***

–Oh, claro –dijo Hal, tomando un sorbo de su segunda bebida–. Todo el mundo de por aquí ha oído hablar de Borbor Crisk. Un criminal de bastante poca monta, más bien, para lo que suelen ser los criminales; estrictamente local en el sistema corelliano. Por supuesto, si están buscando impresionantes criminales intersistema, también tenemos algunos de esos.
–No estamos interesados en lo impresionante –señaló Trell–. Ni criminal ni de otro modo. Tenemos un cargamento que entregar a ese Crisk, y luego nos iremos.
–Sí, ya han mencionado eso –convino Corran, echando una mirada al otro y tratando de leer su rostro. Era difícil de creer que esa gente fuera realmente los chicos errantes que decían ser, especialmente tras el incidente con los mercenarios. Pero si eso era algún tipo de plan profundamente astuto, que le ahorcasen si lograba entenderlo.
Al menos, no desde el exterior. Ya era hora de que hiciera su jugada para acercarse un poco más al meollo.
–La cosa es así –continuó, mirando a su alrededor en la mesa–. Dos cosas, en realidad. Número uno: considerando quien es Crisk, su cargamento probablemente sea ilegal, y con toda seguridad valioso. Eso significa que no sólo tienen que preocuparse de que Seguridad de Corellia caiga sobre ustedes, sino también de otros criminales que puedan tratar de quitárselo de las manos. Y número dos... –dudó, sólo ligeramente–... la razón por la que Hal y yo vinimos a Corellia fue esperando encontrar trabajo con la organización de Crisk.
–Está de broma –dijo Riij–. ¿Haciendo qué?
–Cualquier cosa, en realidad –dijo Hal–. Nuestro último trabajo fue realmente amargo, y necesitamos resarcirnos de nuestras pérdidas.
–Por eso les estábamos siguiendo, ¿saben? –dijo Corran, tratando de mostrar el equilibrio adecuado entre firmeza y vergüenza–. Escuché cómo Trell hablaba acerca de Crisk, y pensé... bueno...
–Pensamos que quizá podíamos ir con ustedes cuando vuelvan a verle esta noche –se la jugó Hal.
Trell y Maranne intercambiaron miradas.
–Bueno...
–En realidad no sabemos si le veremos esta noche –señaló Riij–. Puede que el dueño del otro puesto no sepa más que Sajsh acerca de Crisk.
–Tienes razón –convino Trell, mirando de modo extraño a Kast–. Puede que esto sólo sea un callejón sin salida.
–Bueno, en ese caso, necesitaréis ayuda para encontrarle –dijo Han con una impaciencia que sonaba maravillosamente genuina–. Corran y yo vivimos aquí; tenemos todo tipo de contactos en la zona. Podemos ayudarles a encontrarle.
–Uno de ustedes puede ir –dijo Kast.
Corran miró al cazarrecompensas, parpadeando con ligera sorpresa. Era la primera vez que hablaba desde que se habían sentado a la mesa.
–Ah... bien –dijo–. ¿Sólo uno de nosotros?
–Sólo él –dijo Kast, señalando con la cabeza a Hal–. Trell y el tunroth irán con él. Yo me quedaré atrás en la retaguardia.
–¿Qué pasa con Riij y conmigo? –preguntó Maranne.
–Ustedes dos y Corran volverán a la nave –le dijo Kast–. Transferirán la carga al deslizador terrestre de la nave para que esté lista para la entrega.
Trell y Maranne se volvieron a mirar, y Corran pudo ver que ninguno de ellos estaba particularmente contento con el arreglo.
Pero estaba igualmente claro que ninguno estaba demasiado dispuesto a discutir el asunto con el cazarrecompensas.
–De acuerdo –dijo Trell con una mueca–. Vale. ¿Qué pasa si nadie del otro puesto tampoco sabe dónde está Crisk?
–Eso no será un problema –dijo Kast–. Confíen en mí.

***

–Interesante persona, Jodo Kast –comentó Hal cuando los tres se encaminaban de nuevo hacia el puesto de Sajsh–. ¿Han trabajado mucho con él?
–Esta es la primera vez –le dijo Trell, mirando intranquilo a su alrededor. Había muchos menos compradores a esa hora que cuando habían estado antes, y a pesar de su desagrado innato a las multitudes, encontró que se sentía desagradablemente expuesto en ese momento–. En realidad, más que trabajar con él estamos trabajando para él. Palror, ¿puedes ver dónde se ha metido?
–No, no se giren –dijo Hal rápidamente–. Podrían estar observándonos, y no queremos que se enteren de que tenemos una retaguardia.
Trell le echó una mirada de soslayo. Había en ese momento algo en su voz que claramente no pertenecía a un vagabundo sin suerte. Un tono de autoridad, hablado por una persona que está acostumbrada a que sus órdenes se obedezcan...
Palror gruñó.
–Problema –dijo.
Trell estiró el cuello. Ahora podía ver el puesto de Sajsh delante de ellos, cerrado por la noche.
El puesto de al lado, el puesto al que se dirigían, también estaba cerrado.
–Genial –gruñó, deteniéndose–. Sigue sin haber nadie.
–No, no te detengas –dijo una suave voz tras él.
Trell sintió que se le aceleraba el corazón.
–¿Qué?
–Ya le has oído –dijo una voz diferente, esta proviniendo de detrás de Hal–. Sigue caminando.
Con un esfuerzo, Trell hizo que sus pies volvieran a moverse.
–¿Estáis con Borbor Crisk?
Se oyó un bufido.
–Más bien no –dijo la primera voz con obvio desdén–. Sigue como si no pasara nada, y no trates de pasarte de listo. Preferiríamos entregarte en condiciones plenamente operativas.
Trell tragó saliva con dificultad.
–¿Adónde vamos?
–De momento, detrás del puesto de Sajsh –dijo el otro–. Después de eso... ya lo verás.
–Estoy seguro –murmuró Trell, con los latidos del corazón golpeándole en los oídos. Pero había una cosa que los secuestradores no sabían. Jodo Kast, uno de los mejores cazarrecompensas de la galaxia, estaba en algún lugar tras ellos. En cualquier momento, saltaría de donde estuviera escondido, con sus blásteres destellando con precisión micrométrica, y haría que las tornas cambiasen completamente.
En cualquier momento, y oirían el rugido de los blásteres. En cualquier momento...
Seguía esperando ese momento cuando los secuestradores les condujeron a los tres a bordo de un camión deslizador, cerraron las puertas, y los condujeron hacia el oscuro anochecer.

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