viernes, 20 de febrero de 2015

El dilema de los piratas

El dilema de los piratas
Bill Slavicsek

-¡Todo a estribor! –ordenó el capitán Obigon, sujetándose para aguantar el impacto-. ¡Ábrenos camino entre los asteroides y encuentra un vector para realizar el salto!
-A la orden, capitán –respondió H’Krav, haciendo bailar sus dedos alienígenas sobre los controles de la nave con velocidad y eficiencia.
-El Destructor Estelar parece estar quedándose atrás, pero la lanzadera sigue justo en nuestra estela –exclamó Meekeef desde su estación-. No creo que podamos dejarlos atrás a través de este campo de asteroides.
-Mejor la lanzadera que el Destructor Estelar –murmuró H’Krav.
-Tal vez –replicó Obigon-, o tal vez no.
Obigon era el capitán de la Espacio Nulo, una cañonera corelliana que actualmente volaba bajo bandera pirata. Habían esperado durante horas en las sombras de esos asteroides, y la nave que estaban esperando finalmente apareció. Era un carguero gordo y mal defendido a la espera de arrojar su carga para que Obigon y sus piratas la recogieran. Por desgracia, antes de que pudieran siquiera comenzar a recoger su botín, un Destructor Estelar salió de pronto del hiperespacio.
Desde el alzamiento de la Nueva República, el Imperio generalmente había dejado tranquilos a los operadores como Obigon. El Imperio tenía las manos ocupadas y raramente malgastaba sus valiosas naves en acciones policiales. Pero las cosas se habían estado caldeando desde que en los garitos de pilotos espaciales habían comenzado a extenderse los rumores de un nuevo líder imperial. Así que ahí estaba la Espacio Nulo, esquivando chatarra espacial para distanciarse de un Destructor Estelar Imperial con exceso de celo. Justo cuando parecía que iban a poder lograrlo, despegó esa lanzadera.
No era una nave elegante. Era, pensó, poco más que un autobús espacial acorazado y armado. En los viejos tiempos, esa clase de lanzadera significaba la llegada de tropas de asalto de gravedad cero. Hoy en día, con todos los cambios, podía significar cualquier cosa. Observó como la lanzadera se abría camino a disparos entre los asteroides. Estaba decidida a alcanzarles, y eso asustaba a Obigon más de lo que se permitiría admitir.
-¡Mueve esta nave, H’Krav! –ordenó Obigon-. ¿O quieres recibir a esas tropas espaciales a bordo para invitarlas a una taza de néctar corelliano?
-No creo haber escuchado nunca que los soldados de asalto se pongan a beber con la gente común –intervino Meekeef-. Ahora que lo pienso, nunca he visto ninguno sin su armadura...
-¡Ya basta! –gritó Obigon-. ¿Puedes hacer que esta nave vaya más rápido?
-No si queremos atravesar el campo de una pieza –replicó H’Krav con voz calmada-. Ya la estoy forzando por encima de la velocidad segura estimada.
-Bueno, pues fuérzala un poco más o averiguaremos si en esa lanzadera vienen ge-ceros o no.
-Nos han enganchado –exclamó Meekeef, dejando entrever el miedo en su, por lo demás, profesional actitud-. Nos han dado con un arpón de energía.
-Por las estrellas, son tropas espaciales. –Obigon maldijo-. Ordena a los hombres que se preparen para ser abordados. Diles que se preparen para luchar por sus vidas.
-¿Por qué no nos han disparado? –preguntó H’Krav-. ¿Por qué no han destruido nuestros motores?
-El Imperio necesita naves –respondió el capitán Obigon-. Los agentes imperiales llevan meses dejando eso claro. Si pueden capturarnos sin causar demasiado daño, es mejor para ellos.
La lanzadera, anclada firmemente en la cañonera, se abrió mientras Obigon observaba por las pantallas traseras. Enormes figuras acorazadas salieron de la lanzadera, saliendo disparadas hacia la Espacio Nulo en sus gigantescas conchas blancas. ¡Soldados de gravedad cero! En su carrera como pirata, Obigon se había enfrentado a ellos en dos ocasiones anteriormente. En ambas ocasiones había logrado escapar con vida por los pelos. No creía que la tercera vez tendría tanta suerte.
-¿Cuánto falta para la velocidad luz? –preguntó Obigon.
-Otros dos coma seis segundos –respondió H’Krav.
El capitán escuchó el inconfundible golpe de metal contra metal resonando en el casco exterior. Los soldados habían llegado a su nave. Estarían dentro en cuestión de segundos. Su tripulación lucharía, desde luego, y morirían. ¿Pero serviría eso de algo? Probablemente no. Los ge-ceros eran demasiado poderosos, demasiado implacables. Sólo había un curso de acción.
-Apaga los motores –ordenó Obigon, escuchando el distante sonido de una escotilla exterior al estallar-. Contacta con el Destructor Estelar. Diles que tenemos un presente para el Imperio.
-Obigon, no –rogó Meekeef-. Podemos enfrentarnos a ellos...
-¡Podemos morir! –gritó Obigon. Luego añadió, en voz más calmada-: O podemos vivir. Hazlo, H’Krav. Diles que la nave es suya. Nos rendimos.
Obigon deseó haber tomado la decisión correcta.

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