El regreso de un Gran Almirante
Bill Slavicsek
El capitán Pellaeon se encontraba de pie en el
puente del destructor estelar Quimera,
mirando las estrellas al otro lado del ventanal. En otro tiempo, todas esas
estrellas habían pertenecido al Imperio, y cada ser de cada planeta a su
alrededor se había arrodillado ante la majestad del Emperador. Ahora el
Imperio, o lo que quedaba de él, ocupaba a penas una cuarta parte de los
sistemas de la Galaxia Conocida. El Emperador estaba muerto, su Imperio
moribundo. Y durante cuatro años parecía como si Pellaeon hubiera mantenido
unidos los restos por sí solo. Hoy, cedería ese deber a otro.
A su alrededor, en la cubierta de mando y en la
trinchera de tripulación bajo ella, los jóvenes tripulantes trabajaban para
mantener al Quimera en posición en
los límites fronterizos. Tenía que admitir que estaban intentando comportarse
como dignos imperiales. Pero intentarlo no era suficiente para frenar la
expansión de la Nueva República. Muchos de los oficiales y tripulantes con
experiencia habían muerto con el Emperador cuatro años atrás... habían muerto
con el Ejecutor… con la segunda
Estrella de la muerte. Tantas muertes. Tantos muertos. Igual que el Imperio...
-¡No! –gritó Pellaeon para sí mismo, expulsando de
su organismo el hastío y la melancolía. El Imperio no estaba muerto. Estaba
herido, eso no podía negarse. Y se estaba escorando como una nave dañada en
batalla, con su casco abierto y los sistemas de soporte vital fallando... pero,
al igual que esa nave, el Imperio aún podía seguir luchando. Aún tenía la
capacidad de llevarse a sus enemigos consigo en su último salto, y tal vez
tuviera incluso más que eso. Tal vez la guerra finalmente diera un vuelco.
Pellaeon pensó en la Batalla de Endor. Su propio
comandante había muerto cuando el Quimera
recibió un impacto desde un Crucero Estelar Mon Calamari, y él dio un paso al
frente para comandar la nave. Cuando la Flota quedó reducida a una
desorganizada sombra de su antiguo ser y su destrucción parecía inminente, fue
Pellaeon quien ordenó a las naves que se retiraran. Durante cuatro años se
había esforzado por mantener unida la Flota y mantener el Imperio intacto. Pero
estaba perdiendo. Cada día que pasaba veía otro sistema estelar escapándose de
su control, y otra victoria anotada por la Nueva República. Era cada vez más difícil
mantener a raya a los comandantes de las demás naves, y evitar que algunos
moffs decidieran por su cuenta declarar sus sectores como nuevos gobiernos.
Estaban luchando una guerra en dos frentes: un acoso en retaguardia contra lo
que solía ser la Alianza Rebelde, y una batalla contra las ambiciones y deseos
de aquellos imperiales con una mínima cantidad de poder personal.
El capitán estaba cansado. Era viejo, y sus ideales
procedían de una época distinta. Había servido al mando de hombres como Lord
Darth Vader, el Gran Moff Tarkin, y el almirante Piett. Había recibido órdenes
del Emperador. Ahora veía que el fin estaba a la vista, el fin de todo en lo
que había creído, todo a lo que había servido. Al menos, así era como se sentía
unos días atrás... hasta que llegó el mensaje.
Llegó de las Regiones Desconocidas, en un paquete
de holo-ráfagas encriptadas, saltándose todos los demás sensores de
comunicación para centrarse en las unidades de comunicación holográfica
privadas del Emperador que se habían instalado en todos los Destructores
Estelares al comienzo de la historia imperial. A través de esas holo-cápsulas,
el Emperador y sus servidores de más confianza podían comunicarse a grandes
distancias. Incluso los códigos de encriptación eran correctos. Cuando Pellaeon
se dio cuenta de las señales que estaban llegando, un escalofrío recorrió su
columna vertebral. Nadie había usado las holocápsulas desde la muerte del
Emperador. Era un fantasma del pasado, y Pellaeon se quedó mirando el panel de
comunicaciones durante un largo tiempo. “Mensaje recibido”, indicaba el panel,
haciendo parpadear las palabras por la pantalla de prioridad en urgentes
intervalos. Finalmente, el capitán Pellaeon se alejó del panel de
comunicaciones y subió a la holocápsula para recibir el mensaje.
Pellaeon se arrodilló en la cápsula, esperando ver como
el tétrico rostro del Emperador aparecía en forma de holograma sobre su cabeza.
En lugar de eso, fue saludado por un humanoide de piel azul, rasgos poderosos y
brillantes ojos rojos. Esos ojos parecieron atravesarle, evaluándole con
ardiente intensidad. Pero fue la voz lo que convenció a Pellaeon de que ese
hombre era un imperial de alto rango. No hablaba con volumen elevado, pero su
voz era fuerte, y vibraba con los tonos del mando.
-Soy el Gran Almirante Thrawn –le informó el
holograma-. He estado lejos, pero ahora he regresado. Sé algunas de las cosas
que han ocurrido. Me informará de los detalles cuando suba a bordo. Alégrese,
capitán, porque el Imperio volverá a alzarse. Encontrará coordenadas de
astrogación que he codificado en esta transmisión. Esperaré su llegada.
Y ahora Pellaeon estaba esperando en la frontera a
que llegara el Gran Almirante. Sus miedos y preocupaciones habían desaparecido.
Ahora sólo quedaba la emoción de las glorias pasadas y la promesa de las
glorias venideras, personificadas en un Gran Almirante llamado Thrawn y
transportadas a bordo de una lanzadera que volaba desde lo desconocido hasta
las bahías de hangar del Quimera.
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