Memorias de una Madre
Morrie Mullins
Dariana, Madre de los Hiironi, lleva un tiempo enferma. Ha visto
tanto y ha hecho tantas cosas como cualquier tarasin vivo hoy día... con la
posible excepción de su hermana, Liriana. Sin embargo, a diferencia de su hermana,
Dariana aún cree en la bondad innata de la galaxia en la que vive. Aunque ha
visto una oscuridad –parte de ella en su hermana, y parte de ella aún más
oscura- que amenaza con engullir todo lo que ama
Ha roto con la tradición y está grabando sus memorias en formato
electrónico. En este fragmento, habla de su juventud, de errores que cometió, y
de cómo comenzó a madurar para convertirse en la Madre que es ahora.
No será nada nuevo cuando se me
critique por contar la historia de mi vida a este pedazo de metal y cristal con
sus chirridos y pitidos. Mis hijos –y son muchos, y los quiero a todos- me
conocen por lo que soy. Una Madre que intenta, y que a veces triunfa, y a veces
fracasa. Saben que soy mortal.
Siendo mortal, se me ha
criticado en el pasado por mis decisiones, por no trabajar más duro para
unificar a los tarasin, por no luchar más duro contra las incursiones de los
forasteros, por luchar demasiado contra las incursiones de los forasteros... se
me ha criticado antes. Al grabar mi vida aquí (se oye un sonido de lentos golpecitos, de un viejo dedo contra el
costado del mecanismo de grabación) en lugar de confiar en nuestras
tradiciones orales para transmitir lo que he aprendido, no supondrá ninguna
sorpresa que esto enfurezca a algunos –o muchos- de mis hijos.
Sin embargo, el futuro está muy
nublado. La oscuridad está en todas partes. Por primera vez en mi vida, no
puedo ver que los tarasin vayan a continuar existiendo, y si morimos, entonces
la sabiduría de nuestra especie se perderá para siempre en la galaxia. Sin
embargo, las grabaciones como esta son imperecederas.
Es triste. La sabiduría va y
viene. La tecnología pervive. Y sin esta última, sin algo fabricado por las
manos de los vivos, el conocimiento y la fuerza de los vivos no pueden subsistir.
No como solían hacerlo antes.
Espero que una de las preguntas
en tu mente sea: “¿Por qué, Madre, crees que tu sabiduría y tu vida son tan
importantes, cuando el conocimiento y sabiduría de otros no lo son?”
La respuesta es que no lo creo
así. Grabaré ahora mi propia vida pero, mientras hablo, grabaré otras
historias, fragmentos de leyendas, partes de la historia de los tarasin que
merecen ser incluidos en este aparato. Cuando termine de hablar de mi propia
vida, hablaré de las vidas de otros, de algunas que fueron Madres de uno u otro
irstat, de algunos que nunca aspiraron a ser más que cazadores o guerreros o
esposas o esposos. Hablaré de aquellos a los que perdimos, y aquellos a quienes
encontramos, no nacidos de la manera tarasin, sin kampo (NOTA: esta es la palabra que denomina al abanico de la cabeza de los
tarasin, cuyo nombre no se conocía previamente) ni sa’tosin (NOTA: estas son las plumas que crecen de la
parte trasera del antebrazo de los tarasin; de nuevo este es el primer registro
del nombre por el que las llaman los tarasin), pero que igualmente
comprendieron el corazón del pueblo tarasin. Nuestro corazón es Cularin, y por
mucho tiempo seguirá girando por las estrellas, y por mucho tiempo mirará a sus
soles gemelos, y por mucho tiempo sus bosques serán cálidos y frondosos y
albergarán la vida del mundo.
Mi vida... No considero que mi
vida sea nada especial. Los que manejan este aparato parecen pensar lo
contrario, pero yo conozco la verdad. He vivido lo mejor que he podido, y
cuando muera, será sin remordimientos, salvo, quizá, que si las cosas hubieran
sido distintas, podría haber tenido un día más para intentar hacer el bien.
Se han dicho muchas cosas de mí.
Siempre hay rumores sobre cómo quien está en el poder ha llegado a estar en el
poder. Tal vez hable de esas cosas. Tal vez no. Depende, supongo, de por dónde
me lleve la historia.
Cuando era joven, miraba a las
hembras de nuestro irstat y veía que eran fuertes y orgullosas. Condujeron a
los Hiironi con sabiduría y compasión, y los machos acudían a ellas en busca de
orientación. Quería crecer para convertirme en una de esas hembras. A veces
fantaseaba con la idea de ser Madre, pero nunca iba a ser tan sencillo como
desearlo y que simplemente ocurriera de pronto.
Después de todo, una no se convierte
en Madre porque sea lo que una quiera. Recuerdo una charla que tuve con mi
propia madre, la que me trajo a la vida, cuando tenía tal vez diez años d edad.
-Madre –dije-, cuando crezca
quiero liderar el irstat.
Ella negó con la cabeza.
-No, Dariana. Si eso es lo que
quieres, nunca ocurrirá.
La miré, presa de la confusión,
y sonrió. Tenía una sonrisa amable, y ojos aún más amables, y supe que no
pretendía herirme. Sin embargo, recuerdo la sensación de vacío cuando mi madre
pareció arrancarme mi sueño de las manos.
-Te conviertes en la Madre de
los Hiironi porque eso es lo que quiere el irstat. Lo que tú quieras no
importa. No está en tu mano decidir qué es mejor para ti. Eres parte de algo
mucho mayor. Somos tarasin. Nosotros, de todas las especies que llegaron a Cularin,
hemos sobrevivido en estas junglas. ¿Sabes por qué?
-Porque somos más listos que los
demás –le dije. No le gustó esta respuesta.
-No somos más listos. No somos
más sabios, no somos más fuertes. Hemos sobrevivido aquí porque somos adecuados
para este lugar. Nosotros no elegimos Cularin. Cularin nos eligió a nosotros.
De igual modo, tú no puedes elegir ser una líder del irstat. El irstat te elige
a ti.
No sé realmente cuánto tiempo me
costó comprender sus palabras. No fue rápido, estoy segura. No dejé a un lado
mi sueño. ¿Cómo puede uno dejar de soñar el deseo de su corazón? Pero sí que dejé
de hablar de ello y, con el tiempo, me encontré haciendo lo que debía hacerse
porque era lo adecuado, y no porque tuviera ningún deseo de convertirme en algo
más grande que yo misma.
Esa fue una de las lecciones que
necesitaba aprender. Uno nunca debería luchar por ser más grande que uno mismo,
porque tu propia naturaleza es inherentemente lo más grande del universo. Existimos
como potencial –he escuchado a los Jedi hablar de nosotros como “seres
luminosos”, criaturas que trascienden los frágiles e imperfectos cuerpos que
habitamos-, pero muchos de nosotros nunca comprenderán esto. Muchos de nosotros
no creen que seamos más de lo que vemos, más que la carne que sentimos, más que
la sangre que derramamos. Esa es sólo una forma por la que nuestra esencia, lo
que nos une a la Fuerza, puede manifestarse.
Comenzó en sueños, en los que me
veía a mí misma entre las estrellas, y en lugar de sentirme sola, sentía como
si fuera parte de cada una de ellas. En la noche, soñaría, y encontraría las
estrellas, y encontraría un hilo de plata que me conectaba a una de ellas, o a
otra, hasta que una noche vi que estaba en el centro de una enorme red, como la
de una araña jornisae. La red se extendía desde el centro de mí misma hasta
cada una de las estrellas, y de allí, a otras esencias brillantes, y entonces
me di cuenta con algo más que un ligero terror que, después de todo, yo no estaba
en el centro de la red. Mi visión se alejó y me vi como un punto donde se
encontraban un puñado de hilos en una red que se extendía de un extremo a otro
de la galaxia, conteniendo todos los seres vivos.
Vi el poder, y conocía el
potencial de la Fuerza, pero era joven y atolondrada y carente de autocontrol.
Sabiendo que todas las cosas estaban interconectadas, llegué a la conclusión de
que eso ponía la vida y la muerte de cada criatura del universo en manos de
cualquier otra criatura del universo. En última instancia, esto es cierto, pero
debería haberme obligado a recordar las palabras de mi madre. No fue así.
Una noche estaba caminando entre
irstats, regresando a casa de una visita a los Nobuuri, cuando escuché algo
moviéndose entre la maleza. No hizo tanto ruido como uno de los grandes
kilassin, pero tras la puesta del sol, incluso un grupo de mulissiki puede
resultar un peligro para un tarasin joven.
Algo salió de entre los árboles
delante de mí, bloqueándome el paso. Era un kilassin, pero uno joven,
probablemente no llegaría a un año. Sin embargo, me miraba con aire hambriento,
y sabía que me comería si le daba la oportunidad.
No podía correr más rápido que
el kilassin, y no había cerca árboles adecuados para trepar, y no tenía más
arma que una lanza corta que llevaba como bastón para caminar. Aunque nunca he
sido muy buena con las armas.
Miré al kilassin y vi el hambre
en sus ojos, y alcé mi mano y pensé en la red de la que yo era parte,
extrayendo poder de ella para matar a esa criatura antes de que ella me matara
a mí. Entonces cerré los dedos.
La sensación me pone enferma,
incluso como un recuerdo. Sentí mis dedos cerrarse sobre algo suave, pero
fuerte. Vi cómo el kilassin abría los ojos como platos, y entonces yo apreté, y
él gritó, y entonces cayó al suelo, muerto. Lo había matado. No había sangre en
mis manos, pero nunca me había sentido tan sucia.
Mi madre había dicho la verdad.
Yo no era más sabia que la criatura, ni más lista, ni más fuerte. Por derecho,
yo debería haber muerto ese día. No fue así. Hice uso de algo oscuro, de algo
erróneo, para mantenerme con vida. Aunque no fue decisión mía. Nunca debió de
haber sido mi decisión. Las vidas y las muertes de otras criaturas están
ligadas a nosotros, pero no de un modo que nosotros podamos controlar. Cada
muerte de otra criatura es una muerte en la Fuerza, que nos afecta a todos.
Cada nacimiento, cada vida que es bien vivida, nos fortalece a todos.
Ahora estoy empezando a
cansarme. Tal vez más tarde hable más acerca de esto. Pero ya he hablado
bastante por un día.
***
Hace algún tiempo, la Madre Dariana de los Hiironi reveló una
porción de sus memorias. Habló sobre la vida y la Fuerza, y reveló que incluso
alguien tan venerado como ella había estado cerca de caminar por la senda de la
oscuridad. Por supuesto, no es que la Madre Dariana parezca considerarse a sí
misma como alguien venerado. Si acaso, su voz quebrada la hace parecer cansada,
agotada por las cargas que ha elegido (o que ha sido elegida para) llevar a lo
largo de su vida. Desde hace un tiempo, su salud se ha debilitado tanto que
muchos pensaron que podría estar preparándose para hacerse una con la Fuerza.
Sin embargo, ese tiempo aún no ha llegado. En esta grabación, Madre Dariana
vuelve a hablar sobre su vida, ofreciendo lecciones que ha tratado de aprender
y especulando acerca de cómo podrían estar relacionadas con los recientes
acontecimientos de su sistema natal.
Dime cuándo debo empezar. La
caja que has traído tiene tantas luces que mis viejos ojos casi están cegados,
y todas parpadean a la vez, y si hubiera crecido acostumbrada a estas cosas no
me aturdirían tanto. Pero no es así, y por tanto puedo quedarme sentada y
mirarlas fijamente, maravillándome por que la Fuerza esté en estas cosas, al
igual que está en todas las cosas, y aun así no puedo ver cómo funcionan. Hay
hilos de luz, conexiones entre tus máquinas y tu cuerpo, entre tus máquinas y
mi cuerpo, y pese a todo ello, no me hablan.
¿Está encendido, entonces?
Supongo que debería empezar.
Al preparar estas sesiones,
siempre pienso mara mí misma: “Imagina que vas a hablar a tus hijos.” He
hablado a mis hijos durante incontables años, y para mí no hay mejor sensación
que sentarme sobre un cojín, mirar a las caras que me rodean, esperando que
hable, esperando a que se renueve la conversación. Hay un momento de
expectación, una tensión que revuelve el aire -pero lo revuelve de forma
placentera, no sé si me entiendes, como la sensación de expectación de
encontrarse con un amante después de largos meses separados-, y es en ese
momento que los lazos que nos unen a todos, unos con otros, son más fuertes. La
verdad de la comunicación se encuentra no en las palabras que decimos, sino en
el silencio que precede y sigue a nuestras palabras.
Ese debería ser mi lema,
supongo. Debemos escuchar al silencio. Escuchar.
Por tanto, si hago una pausa –si
parece que estoy esperando a que hable alguien más-, no es sólo por mi edad.
Las pausas en la gran conversación de los seres racionales, los espacios que
existen cuando las palabras se quedan sin decir, nos dicen tanto sobre el
orador y el oyente como las propias palabras. A menudo más.
Respira profundamente, y suelta el aire despacio, con una risita
siseante. Durante varios segundos, no habla, sólo respira.
¿Qué ocupa el silencio? ¿La
inmensidad del potencial sin explotar, el espacio vacío entre mundos en el que
vivimos cuando hablamos unos con otros? Durante las pausas, piensa. Sopesa lo
que te imaginas, y por qué te lo imaginas. Deja que tu mente se libere, y
descubre qué es lo que no estamos diciendo, qué es lo que no estamos teniendo
en cuenta. Ten en cuenta el vacío.
Esta es una lección que parece
que todos necesitamos que nos recuerden. Incluso yo, pese a todas las palabras
que uso para decir que debemos estar alerta, pese a todas las advertencias que
puedo haber lanzado sobre amenazas y oscuridad y el mal que debe existir en
nuestro interior para poder dar significado a la bondad de nuestras acciones.
Necesito que se me recuerde que es lo que no he dicho lo que revela más sobre mí.
Es lo que escuchas en las palabras que no digo lo que revela más sobre ti.
Antes de que creas que soy una
vieja bruja que no hace más que divagar, permíteme que comparta una historia. En
la primavera de mi decimonoveno verano, encontré a una humana vagando en mis
junglas.
Pienso en ellas como “mis”
junglas, sabes, porque no puedo imaginarme nadie que no sea un tarasin
reclamándolas para sí. Tal vez los kilassin o los mulissiki podrían tener
legítimo derecho a hacerlo, si tan sólo las criaturas decidieran ejercerlo, si
tan sólo tuvieran la fuerza mental para darse cuenta de su potencial. Después
de todo, cada uno de nosotros posee el potencial de la grandeza. Es lo que
conlleva estar vivo.
Encontré a esa humana en la
jungla, y ella se encontró conmigo, y nuestros ojos se comunicaron vidas
enteras de información antes de que cualquiera de las dos abriera la boca. La
miré y vi a alguien más mayor que yo, pero no sabría decir cuánto más. Tenía
cabello largo del color de Morasil al atardecer, y lo llevaba recogido en una
trenza que oscilaba a uno y otro lado de su cuello cubierto de sudor. Sus ojos
eran del color de las hojas de horonna; de un tranquilo verde pálido, muy
reconfortantes. Encontré extrañas sus ropas –después de todo, durante la parte
más cálida del día mi especie generalmente no lleva calzones largos o camisas
que lleguen hasta nuestras muñecas-, y encontré los blásters que llevaba a cada
lado de la cadera algo más que turbadores.
Sólo puedo imaginar qué debí
parecer para ella. Una primitiva, envuelta en un chal, portando una lanza
corta, vagando en la jungla. ¿Una amenaza? Yo tenía una lanza. Ella, dos
blásters. Pero la vida ya me ha enseñado que aquellos que no conocen tu forma
de actuar pueden tomar por hostil cualquier acción, y aquellos que responden
más rápidamente a lo que perciben como amenazas violentas son los que llevan
más violencia en sus propios corazones. Y eso hizo las cosas bastante difíciles
para mí, mientras pensaba cómo iniciar la comunicación con ella sin asustarla
demasiado para que no atacara.
Sin embargo, al mismo tiempo, no
quería dejar que el silencio terminara. Porque a cada momento que no
hablábamos, aprendía más acerca de ella. El modo en que cambiaba el peso del
pie derecho al izquierdo, el modo en que parpadeaba rápidamente traicionaba el
miedo que me tenía, el modo en que sus ojos se desviaban hacia los árboles
sobre mi cabeza, como si un gran kilassin volador pudiera descender velozmente
a una orden mía, atraparla, y devorarla.
Junto a todo eso, también había
calma. Era cautelosa, pero algo en ella impedía que la cautela la aplastara
bajo su peso. Rezumaba confianza, pero no arrogancia. Sentía miedo –y tal vez
me vanaglorie al pensar que podía haber sido por mi presencia, cuando podría
haber estado nerviosa debido a la propia jungla, que claramente no era su
entorno nativo-, y aun así, no se permitía que el miedo la controlara. Reconocía
el miedo y lo dejaba atrás, siguiendo el avance del momento. Temerme a mí o a
la jungla no le sería de ayuda si el miedo le cegaba ante un peligro real. Así
que continuó buscando. Después de un tiempo, hablé.
-Soy Dariana, de los Hiironi.
Ella hizo una pequeña
reverencia, un gesto que encuentro aún más gracioso ahora, al recordarlo, que
en su momento. Y en su momento, casi estallé en carcajadas. ¿Una reverencia? ¿A
mí? Claramente, esta debía ser una forastera. Nadie de Cularin se molestaría en
hacer una reverencia a una joven tarasin sin medios y prácticamente sin nombre
propio.
-Soy una Viajera.
Esperé. Tenía que haber más.
Pero no lo había. Y cuando dijo la palabra, la escuché con mayúscula. No
simplemente una viajera. Una Viajera. Como si no pudiera ser otra cosa, como si
ninguna otra cosa tuviera sentido para ella. Una palabra que la definía. Tanto,
en una única palabra. Me dijo todo sobre ella, pero también me dijo nada en
absoluto. Todo lo que aprendí de ella provino más de lo que no dijo que de lo
que dijo.
Entonces se dio media vuelta y
se adentró de nuevo en los árboles, y yo continué mi camino, y Cularin continuó
girando a través de la galaxia.
Había pensado contar esta
historia sin regresar a una “lección”. Me parece algo muy trillado, regresar al
principio de una historia para decir al oyente qué es lo que debería haber
aprendido, porque eso limita al oyente. Si te digo lo que necesitas saber,
entonces no elegirás tu propia lección, no seguirás tu propio camino. En lugar
de eso, te encontrarás ligado al camino que yo he elegido para ti, y puede que
ese no sea el mejor camino, ni siquiera un buen camino, pero desde luego no es
tu camino. Es el mío.
Dicho esto, te diré mi camino,
mi lección, lo que extraigo de esta historia.
En la galaxia, aparentemente hay
mucho más vacío que espacio ocupado. Está la inmensidad del espacio, salpicada
con rocas y esferas de llamas líquidas unidas por la gravedad, Pero el vacío no
está vacío. Nunca lo ha estado. Y cuando comenzamos a asumir que su vacío
también es su verdad, cuando asumimos que las pausas de las conversaciones no
tienen significado, es cuando las cosas que viven en la oscuridad comienzan a
dominarnos. Se ocultan en la oscuridad, y no las vemos, y entonces están entre
nosotros. Porque hemos asumido que aquellos a quienes no escuchamos nunca hablaron.
Porque hemos asumido que aquellos a quienes no vimos nunca estuvieron
presentes.
Hay más en esta galaxia que lo
que vemos y lo que oímos. Hay más en un individuo que las palabras que dice.
Las lecciones de historia que debemos tener más cuidado en prestar atención son
las lecciones que no se escribieron, que no se registraron. Las voces que no
podemos escuchar son aquellas cuyas advertencias se gritan con más fuerza.
Escucha. Están llamando a
Cularin.
***
En dos ocasiones, la Madre Dariana de los Hiironi permitió a los
investigadores que le hicieran preguntas para grabar sus pensamientos al
respecto y sus experiencias en Cularin. Accedió, la semana pasada, a lo que se
refiere como “una última sesión”. Aquellos involucrados en el proceso
expresaron su preocupación; su preocupación sólo obtuvo la más amable de las
sonrisas por parte de la anciana Madre. Desde sus ojos envueltos en arrugas que
hace décadas desarrollaron sus propias arrugas, Dariana dejó pasar el momento.
No cabía la menor duda de que esa preocupación la conmovió, ni tampoco cabía la
menor duda de que, al menos por el momento, ella no pretendía decir nada más al
respecto.
Les he dicho que esta sería la
última de nuestras charlas. Se lo dije incluso antes de ver las máquinas con
todas sus luces brillantes y sus números que avanzan parpadeando por la
pantalla. Aunque encuentro maravilloso, es admirable, que graben para miles y
miles de años lo que ha sido transmitido durante generaciones por mis hijos. Y
recordé haber pensado, en más de una ocasión, que esas grabaciones perfectas
nunca podrían servir para enseñar. No realmente. Porque, ¿qué se aprende, si
las lecciones proceden de un pasado tan lejano? Cuando las madres enseñan a las
hijas las lecciones que sus propias madres les enseñaron, las lecciones
cambian. El aprendiz se ha convertido en maestro, pero el maestro no es la
misma persona que fue anteriormente el aprendiz. Se ha olvidado mucho. Se han
aprendido más cosas además de la propia lección. La galaxia ha cambiado
alrededor del aprendiz, así que cuando la lección se enseña una vez más –décadas
más tarde- el significado de la lección no puede ser el mismo.
Sin embargo, estas palabras
siempre serán las mismas. Lo que digo hoy a esta caja...
Un suave sonido de tamborileo, y luego el chirrido de una larga
uña arrastrándose por la superficie de la grabadora.
Lo que digo a esta caja sonará dentro
de mil años igual que ahora. Y me pregunto si las cosas de las que hablo
seguirán reteniendo algún significado. ¿Mis palabras proporcionarán
iluminación, o confusión?
Si preguntas a mis hijos, ellos
pueden decirte que esa ha sido siempre la cuestión. ¿Mis palabras proporcionan
iluminación, o proporcionan confusión? Pero hay palabras, y luego están las
palabras tras ellas. Y las palabras de detrás, esas son las que importan. Yo
hablo, y tú escuchas, y más tarde –tal vez mucho más tarde- el significado de
mis palabras queda claro para ti. O, más bien, el significado que tú asignas a
mis palabras queda claro.
Y cuando pienso en eso, pienso
que tal vez mis palabras aún puedan proporcionar algo a la galaxia. Suponiendo
que mis palabras sobreviven. Suponiendo que la galaxia sobrevive.
Esta será la última vez que
hable a la caja silbante y parpadeante. No porque me esté muriendo. Porque me
siento cómoda con la caja. Me siento cómoda hablando a la cosa que no es uno de
mis hijos, que nunca podrá ser uno de mis hijos. Así que debo dar un paso
atrás. Alejarme. Debo regresar a enseñar a aquellos que desean ser enseñados, a
aquellos que es correcto que enseñe. Mis hijos de Cularin deben ser mi
prioridad. El resto de la galaxia... aunque tuviera más años que las estrellas,
nunca podría enseñarles lo bastante bien. Pero para mis hijos de la jungla,
siempre estaré presente.
Debería hablar acerca de los
finales. Porque este es el fin de mi uso de la caja grabadora, y porque muchas
otras cosas están finalizando. La galaxia no terminará –la galaxia nunca lo
hace, no tiene ni principios ni finales, simplemente existe-, pero mucho de lo
que conocemos se acabará.
Y no, esto no es el modo de una
vieja Madre de hablar oblicuamente acerca de su propia muerte. La muerte ha
caminado por las sendas de la jungla junto a mí durante años. A veces a mi
lado, a veces detrás de mí, a veces tan cerca que podía oler su frío aliento.
No puedes ver tantos giros del sol sin conocer la muerte, sin superar tu
capacidad de temerla, sin contemplarla de otro modo que una parte natural del
orden de las cosas.
Yo moriré. Todos moriremos. Si
muero mañana o dentro de diez años, no importa.
La muerte de mi propia madre fue
lenta. La muerte caminó con ella durante años. No a su lado, no detrás de ella.
Con ella. Le sostenía la mano. Cuando se tumbaba para dormir, la muerte se
acostaba a su lado. Yo la observaba –viva, pero en declive- y deseaba ayudar.
Ella me vio observándola. Sintió
mis deseos. Esperaba. Me habló con tonos que uno usaría con una hija que aún no
fuera del todo madura, aunque yo era tan adulta como sentía que necesitaba ser.
Sin embargo, al mirarla, me
sentí como la niña que ella veía en mí. Me sentí perdida. Asustada. Sentí la
soledad que llegaría cuando ella se hubiera ido.
Un día, cuando yo estaba sentada
junto a su camastro en la choza que conservaba en el borde norte del bosque de ch’hala,
ella me miró y habló.
-¿Hija? –dijo.
No recuerdo mis palabras. Las
mías no fueron las importantes que se dijeron.
-¿Estás afligida?
Lo estaba. No había forma de
ocultar mi aflicción. La aflicción corta de forma más afilada que los tallos de
hierba kuvu que se dejan demasiado tiempo a la luz de los soles, y yo sabía que
mi aflicción emanaba de cada poro de mi piel. ¿Y por qué no afligirse? Era mi
madre. Yo esperaba que ella me reprendiera, que me dijera que afligirse no era
correcto. La muerte es la voluntad de la Fuerza, y todas las cosas pasan por
ella, y... bueno, muchas de las cosas que he dicho hasta ahora en la caja.
Ella no dijo ninguna de esas
cosas.
-Gracias –dijo-. Gracias.
Le pregunté por qué me daba las
gracias cuando ambas sabíamos la verdad de la muerte. Hacerse uno con la fuerza
es la consumación de quienes somos.
-Porque –dijo, y recuerdo que su
voz estaba tan cansada, tan rota, que parecía alejarse de ella-, es la
aflicción lo que nos permite recordar. Es lo que nos hace vivos. Diferentes de
los árboles. De los kilassin. Ellos son parte de la Fuerza. Están ligados a la
galaxia igual que nosotros. Pero cuando un árbol cae en el bosque, los demás
árboles no lloran. Crecen, extienden sus raíces en la tierra de donde el árbol
caído obtenía antes su sustento, devoran con ansia la luz del sol y beben
sedientos el agua. Cuando un kilassin muere, los otros kilassin no se afligen.
Más tarde vi un kilassin
afligido, pero sólo una vez, y sospecho que no era algo típico de su especie.
Pero cuando mi madre me habló, no lo había visto, y no la hubiera interrumpido para
corregirla aunque sí lo hubiera visto.
-Es más probable que los demás
kilassin abandonen a sus muertos para que se pudran... o que, si son los
grandes, con grandes dientes, devoren a sus muertos ellos mismos. Pero no que
se aflijan.
”Nuestra capacidad de afligirnos
–y me di cuenta de que su voz le dolía, y a mí me dolía escuchar su dolor-, es
lo que nos ata más fuertemente a la Fuerza. Es la maravillosa red de la vida,
hija. Sabemos qué es. No lo olvidamos. Vemos la vida que es parte de la Fuerza,
y recordamos lo que ya se ha ido para unirse a la Fuerza. Al igual que tú me
recordarás. Al igual que otros te recordarán cuando te hayas ido.
Hay muchas lecciones que podría
impartir a esta extraña caja parpadeante. Pero las palabras no serían más
grandes, ni más ciertas, por el hecho de que las dijera yo. Las lecciones que
enseñaría son las que aquellos que se tomen el tiempo de oírlas –de hacer algo
más que oírlas, de hecho, que se tomen el tiempo de escucharlas- no necesitan
que nadie les enseñe.
Que se las recuerde, tal vez.
Pero al final, todos somos uno con la Fuerza. Todo el conocimiento está en la
punta de nuestros dedos. Sólo necesitamos que nos lo recuerden para
alcanzarlo... para agarrarlo... para saberlo.
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