Capítulo 9
-Hola, Conejita –dijo Kloda.
Ella dejó lentamente el estuche en el suelo de la celda y
mostró una falsa sonrisa. Tras esa fachada, su cuerpo la estaba traicionando.
Las lágrimas se asomaron a sus ojos mientras su corazón se aceleraba y sus
nervios hervían de adrenalina. Todo lo que quería hacer era correr, porque no
había ninguna buena razón, segura y coherente, para que Kloda estuviera en
Vashka. Ni siquiera le había dicho que ese fuera su destino. No podía moverse.
No podía salir de la celda. No con él ahí fuera, bloqueando la salida.
-Yo también me alegro de verte, viejo.
Él no se movió, pero su sonrisa se ensanchó.
-Deja que te ayude con ese estuche, niña.
Y entonces fue cuando Bazine lo supo con seguridad.
-¿Por qué te llaman Narglatch? –preguntó, con voz
inexpresiva.
Él no titubeó.
-Porque soy un cazador solitario. Ahora dame el estuche. –Mostró
su bláster favorito, y le guiñó su único ojo sano-. Por favor-. Cuando ella no
hizo nada por recogerlo, añadió-: No cuentes con nuestra historia pasada, niña.
Podría limitarme a dispararte y tomarlo igualmente.
Ella sintió un nudo en la garganta al agacharse para
recoger la caja metálica.
-Pásamelo de una patada. También tus armas, incluyendo
los cuchillos arrojadizos. Sé que tienes al menos cinco ocultos en alguna
parte. Si veo que mueves un dedo, perderás un brazo. No está puesto en aturdir.
Ella rió amargamente.
-Nunca lo está.
Con el bláster de Kloda apuntándole a la cara, extrajo
siete cuchillos arrojadizos y, con la bota, alejó de sí su bláster, su hoja, y
el estuche.
Kloda apartó las armas del suelo, sacó el estuche a la
luz, y lo inspeccionó, igual que había hecho ella. Su misión, su estuche, el
que había arrebatado de la mano esquelética de un cadáver. Casi se había
olvidado del cuerpo de Tribulus, atrapado, como ella, en la celda del
apidáctilo. Incluso mientras su corazón se destrozaba al descubrir que su
salvador, mentor y amigo la había traicionado, su mente seguía catalogando el
contenido de la cámara, recordando el brillo de un cuchillo en el montón de
objetos y un trozo de cuerda cuidadosamente atado en la cintura del cadáver. La
mayoría de las pertenencias del muerto, había dicho Nightdrifter. Allí tenía
que haber muchas cosas que pudiera usar como arma, si tan sólo tuviera la
oportunidad.
-Buen trabajo- dijo Kloda, y ella alzó la cabeza-.
Agradezco que hayas hecho todo el trabajo por mí. Y también que me quitaras a
Orri de las manos. Ese capullo hace demasiadas preguntas, ¿verdad?
Estaba ocupado con algo en el exterior de la celda,
moviéndose y agachándose.
-Siento lo de tu amigo de aquí fuera –dijo-. Toda esa armadura,
y sólo hizo falta un puñetazo al cráneo para derribarle. Supongo que aún tengo
un buen gancho de derecha, ¿eh? Viejo, pero aún tengo mi toque.
-¿Puedo salir ya? –preguntó ella, tratando de poner
preocupación y vulnerabilidad en su voz. Eso había funcionado con él, un poco,
cuando ella era una niña.
Él le ofreció una sonrisa torcida.
-Buen intento, niña. Pero conozco todos tus trucos. Yo
fui quien te los enseñó. Así que siéntate ahí cómodamente, y asegurémonos de
que no me seguirás.
Bazine sabía que él quería que le preguntase qué quería
decir con eso, y por tanto permaneció en obstinado silencio. El viejo silbaba
su melodía favorita mientras usaba el encendedor de Nightdrifter para encender
uno de sus gruesos cigarros y fumó con regodeo, lanzando gruesas volutas de
humo. Con un gruñido, levantó una de las losas de cera hasta el agujero,
sosteniéndola en su lugar con una mano mientras con la otra usaba el encendedor
para fundir los bordes. El cálido y empalagoso olor de la cera se mezcló con la
podredumbre de la muerte para agrandar el nudo que el miedo había creado en el
estómago de Bazine.
-Mira, niña, no te culpes. No tienes ni idea de lo que
hay en este estuche, ¿verdad? Todo esto formaba parte de un juego muy largo
para ganar la mayor recompensa de todas. Necesitaba un chivo expiatorio, y es
muy fácil encontrar uno en un orfanato de Ciudad Chaako. Tuviste una vida
decente, ¿no? Te enseñé mucho. Te dejé correr libremente, hasta que finalmente
llegara este trabajo y te necesitara. Ni siquiera sabías que llevabas un
rastreador, ¿verdad? Si estabas en Chaaktil, siempre podía encontrarte. Y
siempre puedo encontrar al Gavilán.
Se agachó para recoger el segundo fragmento de losa, y
Bazine mostró los dientes. Él quería herirla; podía sentir cada palabra como un
puñal en la espalda. Sabía que era un poco sádico, pero nunca antes había
mostrado esa faceta ante ella. No le daría la satisfacción de verla llorar,
gimotear o suplicar.
¿Pensaba que lo sabía todo acerca de ella?
Le enseñaría algo nuevo.
De momento, cerró con rabia los ojos mientras él sellaba
la tumba con la última losa de cera y fundía los bordes dentados por donde se
había roto. La luz se filtraba a través, de un naranja dorado, y no estaba tan
oscuro como para necesitar sus gafas.
-Eras el arma perfecta –dijo él, con voz ligeramente
amortiguada-. Hermosa. Furiosa. Fría. Dañada. Conforme iba matando a todos a
los que tratabas de acercarte, te fuiste endureciendo cada vez más. Te
mantenías alerta. Ese niño del que te hiciste amiga en el mercado. Ese peso
pluma al que metiste en tu cama. Te ralentizaban. –Pegó un puñetazo a la cera,
y esta no se movió-. Por eso comprenderás por qué no quiero matarte yo mismo.
De este modo al menos puedo fingir que sigues luchando. –Bazine escuchó como
crujían las articulaciones de Kloda cuando este se agachó para recoger el
bláster y la hoja-. No volverás a verme, pero nunca fuimos dados a despedidas
sensibleras. Tengo entendido que asfixiarte no es la peor forma de morir.
Y entonces su cojera metálica comenzó a resonar por el
pasillo, llevando consigo el estuche de TK-1472.
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