jueves, 21 de enero de 2016

El arma perfecta (VI)



Capítulo 6

Lo triste fue que Orri Tenro ni siquiera supuso un desafío. No hizo falta ningún plan elaborado, ni el contenido de una ampolla disuelto en una sofisticada bebida, ni tejido impregnado en veneno en una caja de pañuelos. Su acercamiento sirvió de prueba final, y Orri fracasó estrepitosamente. Bazine se limitó a caminar tras él, colocarle una cálida mano en el hombro, y clavarle una jeringuilla en el trasero.
-¡Eh! –fue todo lo que logró decir antes de caer, de narices, al suelo.
Si hubiera sido un espía, si hubiera tenido algún entrenamiento real aparte de que Kloda le usara como saco de boxeo, no le habría dejado clavarle una aguja en la carne, y mucho menos darle tiempo para apretar el émbolo.
-Lo siento, socio –dijo, dejándolo tumbado en el suelo sobre su espalda-. Pero el siguiente paso es trabajo para una única persona.
Comprobó sus signos vitales antes de dejar la nave y encerrarle a salvo en su interior. Tal y como le había prometido que le pasaría a cualquiera que se atreviera a besar sus labios pintados de negro, Orri dormiría al menos durante medio día y se despertaría sintiendo náuseas y mareos, como si tuviera la peor resaca de su vida. Era su veneno favorito por un buen motivo; generalmente dejaba a la víctima incapaz de ir tras ella.
El primer punto en su trabajo era prepararse para una misión impredecible. Le gustaban las cosas limpias, y este trabajo se estaba convirtiendo en todo lo contrario. Sin saber a qué se enfrentaba, hizo lo que pudo para equiparse con todos sus artilugios y armas favoritos, a los que se sumaba ahora su nueva camisa inhibidora de sensores. Ocurriese lo que ocurriera en la Instalación 48, no habría ninguna grabación de una mujer conocida como Bazine Netal infiltrándose en el edificio, tan sólo un borrón ondulante donde debería estar ella. Así que, al menos, Orri servía para dos cosas. Tal vez le dejara vivir después de todo.
Su siguiente parada fue robar un deslizador terrestre de dos asientos de un gigantesco aparcamiento; demasiado fácil cuando el propietario había dejado el ticket de salida sobre el asiento del pasajero. El empleado saludó con la mano a la hermosa mujer de ondulado cabello rubio y luego, cuando estuvo fuera de su vista, Bazine se quitó la peluca y aceleró hacia los límites de la ciudad, a las coordenadas que había memorizado mucho antes, tras destruir las notas en plastifino de Orri.
El pobre idiota ni siquiera comprendía lo peligroso que era ir dejando pruebas.
Cuanto más se alejaba el deslizador de Bazine de la ciudad, más tranquilo y hermoso se volvía el planeta. Idílico, incluso. Largas franjas de caminos ornamentales de gravilla unían entre sí instalaciones de retiro y centros médicos dispersos, rodeados de cuidados terrenos ajardinados. No había cultivos ni granjas; Vashka estaba reservado a los seres racionales, y carecía casi absolutamente de industria y agricultura en un esfuerzo de mantener intactos el clima y el ecosistema. La megafauna original del planeta había sido eliminada para asegurar la seguridad de sus nuevos habitantes, aunque se había permitido que florecieran los helechos gigantes, los girasoles y las bamboleantes palmeras... pero en ordenadas hileras. Una gran pérdida de carne y cuero, en opinión de Bazine, pero la ausencia de tráfico y testigos hacía más fácil su trabajo, así que no iba a quejarse por ello.
Las coordenadas estaban más lejos de lo que había esperado, y cuando Bazine se acercó a lo que en otro tiempo había sido la Instalación de Retiro 48 del Valle de Vashka, hacía horas que no pasaba cerca de ningún edificio. Aunque había esperado que fuera otro edificio más de la Nueva república, lleno de líneas suaves y brillantes ventanas, lo que vio eran picos dentados y una extraña silueta con forma de castillo alzándose sobre la siguiente colina. Detuvo el deslizador en la cima y miró al valle bajo ella. Pocas veces quedaba sorprendida y perpleja, pero algo en la Instalación 48 parecía fuera de lugar, con un extraño y cálido brillo dorado bajo el sol de la tarde. Cuando observó movimiento en un lateral, descubrió por qué.
El edificio había sido colonizado.
Ya no era un centro gubernamental.
Era una colmena.

***

Desde más cerca, reconoció a los insectos gigantes que iban de un lado a otro afanosamente en su hogar robado. Apidáctilos vashkanos, unos de los habitantes de la megafauna original del cálido planeta. Cuando revisó la tableta de datos del Gavilán en busca de información sobre Vashka, los apidáctilos, o dacs, aparecían incluidos en la página de “Riesgos de Seguridad” para los turistas que fueran de visita. No importaba lo que hiciera la Nueva República, no importaba qué venenos extendieran o cuántas colmenas quemaran, no podían erradicar por completo a las primitivas bestias insectoides. Los apidáctilos no eran precisamente amistosos: Eran del tamaño de un humanoide pequeño, revestidos de quitina acorazada, y provistos de dos pares de alas y aguijones venenosos. No era de extrañar que la instalación de retiro hubiera cerrado.
Bazine dejó su deslizador oculto bajo una palmera caída, arrancó una de sus hojas gigantes para usarla como camuflaje, y avanzó lentamente hacia la gigantesca colmena. Las puertas delanteras estaban abiertas... y estaban siendo usadas por ajetreados insectos que entraban y salían en dos filas interminables. La mayor parte del edificio había sido cubierta por pesada cera dorada que brillaba, casi translúcida, bajo el sol. Celdas hexagonales cubrían las esquinas y el tejado, apilándose hacia arriba formando puntas parcialmente fundidas. Lo que en otro tiempo fueron ventanas, ahora estaba firmemente sellado. Entrar no sería fácil, pero no iba a irse sin averiguar qué había ocurrido con Jor Tribulus... y ese estuche de acero. Orri había dicho que los servidores de datos estarían bien protegidos, y no tuvo más remedio que desear que tuviera razón. El rastro de su presa estaba frío.
En cada una de las cuatro esquinas del edificio, había un gigantesco montón de basura cuidadosamente apilada, y Bazine corrió a la sombra del más próximo. De cerca, vio un batiburrillo de desechos humanoides, incluyendo sillas, teclados y droides, todo mezclado con pedazos de cera pardusca, pedazos de húmeda pelusa blanca, y las piernas y mandíbulas dentadas, a rayas negras y amarillas, de generaciones de dacs muertos. Un fuerte zumbido apartó su atención del edificio, hacia uno de los insectos, que volaba directamente hacia ella llevando entre sus mandíbulas una cáscara de huevo vacía del tamaño de un saco de dormir. Bazine se quedó inmóvil, sosteniendo la hoja de palmera para ocultar su cuerpo, deseando saber más acerca de cómo veían el mundo esas criaturas, y si la considerarían un enemigo, una fuente de comida, o un mero inconveniente.
La experiencia le había enseñado que habitualmente era una de las dos primeras.
Por suerte, el apidáctilo no se fijó en ella, pero Bazine tuvo una breve oportunidad para estudiar su fisionomía mientras encajaba cuidadosamente la cáscara en el puzle de basura y salía volando. Su conclusión fue que los dacs eran máquinas de matar voladoras, y quiso entrar y salir del edificio lo más rápidamente posible sin acercarse a ningún otro.
No podía recordar si esas criaturas tenían mejor visión por el día o por la noche, o si tenían algún tipo de sentido del olfato, y cuando trató de buscar información en su tableta de datos, únicamente encontró una jovial entrada acerca de los usos para la miel y la cera. Obligada a elegir entre enfrentarse a esas criaturas a la luz del día o en la oscuridad, donde posiblemente ellos tendrían ventaja incluso si usaba sus gafas de visión nocturna, eligió el día. Una colmena oscura como boca de lobo llena de bichos asesinos no era apetecible. Lo que necesitaba era una distracción.
Levantando un pie, Bazine pulsó el cerrojo que liberaba el detonador térmico oculto en el elevado tacón de la plataforma de su bota. Pulsó el interruptor con el pulgar, tomó impulso, y lanzó la esfera de metal hacia un afloramiento de cera brillante en la parte delantera del edificio. Tal y como esperaba, el radio de la explosión creó un enorme agujero esférico por el que comenzó a gotear la miel... y atrajo a toda la colmena de apidáctilos furiosos, que llegaban desde todos lados en una masa negra y amarilla  que se revolvía frenéticamente. En cuanto la puerta delantera quedó despejada, dejó caer la hoja de palmera y corrió, se lanzó de cabeza, y aterrizó rodando sobre sus rodillas, finalmente en el interior del último hogar conocido de TK-1472.

***

El silencio fantasmal en el interior del edificio de ambiente dorado no duraría, lo que significaba que Bazine no tenía mucho tiempo. Trató de orientarse entre las ruinas de un vestíbulo lleno de suaves sillas de plástico y trotó hasta los restos de un mostrador principal. Todo lo que podía transportarse por seres racionales o insectos había sido retirado; sólo quedaban los muebles firmemente sujetos al suelo y las paredes. Todas las pantallas de los ordenadores estaban destrozadas, y el mostrador estaba cubierto de cristal gris. Esperaba encontrar un mapa o un libro de registros, pero todo parecía ser digital, lo que significaba que no tenía forma de acceder al sistema. Por un breve instante, deseó haber traído a Orri. Pero entonces se imaginó un dac agarrándole la espalda del chaleco y levantándolo por los aires, entre gritos. Estaban mucho mejor con él durmiendo en el Gavilán.
Bazine esperaba haber tenido que colarse por los pasillos oscuros de una simple instalación de retiro, interfiriendo la alimentación de las cámaras mientras buscaba a Tribulus y pasaba inadvertida entre el personal y los pacientes. Estaba entrenada para tratar con seres racionales, ya fuera mediante el engaño o por la fuerza. Pero no sabía nada de bichos gigantes, y apenas más que eso acerca de extraer datos de ordenadores rotos. Si el holograma de la cantina de Suli hubiera mencionado una colmena de apidáctilos, habría rechazado el trabajo.
Orri le había dicho que los servidores de datos habitualmente se almacenaban en una sala subterránea, principalmente para que el personal externo tuviera dificultades para acceder a sus registros, y para que estuvieran a salvo de cualquier incidencia climática o de incendios. Ese era su objetivo: llegar a la sala de datos, encontrar un modo de arrancar los servidores, esperar que hubiera un teclado y una pantalla intactos, y teclear en busca de lo que necesitaba. En el peor de los casos, extraería los chips de datos y los llevaría de vuelta a la nave, para que Orri los manipulara con sus habilidades informáticas. Todo lo que necesitaban saber era cuándo había sido evacuado TK-1472, a dónde le habían enviado, de dónde era, o dónde estaba enterrado. Juego de niños, esperaba.
Tenía algo de gracia que Orri quisiera aprender a ser un auténtico espía, sin darse cuenta nunca de que principalmente consistía en mantener la cabeza fría en momentos como este, cuando las cosas iban mal dadas. En ese instante, Bazine necesitaba las habilidades de Orri casi tanto como las suyas propias.
Comprobó que las puertas delanteras seguían vacías antes de salir corriendo por el único pasillo. El corazón le latía con fuerza; sus botas avanzaban sobre alfombras desgarradas y pedazos de cera del tamaño de su mano mientras pasaba velozmente frente a puertas que mostraban habitaciones llenas de celdas hexagonales. Todo estaba tintado con el mismo tono amarillo, dorado y cálido, y un aroma empalagosamente dulce flotaba en el aire estancado. Bazine sintió como si estuviera corriendo a cámara lenta pasando por infinitas puertas llenas de infinitas celdas. Al darse cuenta demasiado tarde que delante de ella el pasillo giraba abruptamente, casi choca contra otra pared llena de esas apretadas celdas de un metro de ancho. Cara a cara con una de las cámaras, puso la mano sobre la cera parcialmente translúcida. Al sentir cómo latía bajo su mano, retrocedió de un salto, justo cuando una horrible larva blanca empujó la cera, que se combó bajo su peso, y sus extraños ojos negros giraron como si la estuvieran buscando.
Eso hizo que corriera más rápido.
El siguiente pasillo era más oscuro; ese lado del edificio estaba en el lado opuesto del sol. Bazine tenía gafas, bengalas, y una linterna para colocarse sobre la cabeza, pero no quería atraer la atención de los dacs, así que siguió avanzando hasta que se quedó sin luz. Ese pasillo parecía contener habitaciones o dormitorios para los jubilados, cada habitación marcada con un número, algunas con apellidos que se habían vuelto ilegibles bajo una capa de cera. Había pasamanos sujetos en las paredes, y pasó junto una serie de horribles cuadros con paisajes interrumpidos únicamente por la oxidada abertura del conducto de la ropa sucia. Justo delante de ella, vio una puerta cerrada señalada como ESCALERAS.
Mientras Bazine aceleraba y corría hacia las escaleras, un apidáctilo adulto salió de una de las puertas abiertas, haciendo zumbar sus alas con tono inquisitivo, y se volvió hacia ella. Inmediatamente, lo supo: Viera lo que viese la criatura, no era bueno. Su zumbido tomó un tono más oscuro y agresivo, y apenas hizo una pausa antes de chasquear las mandíbulas y salir volando hacia ella.
Alejándose de la puerta, retrocedió corriendo por el pasillo. Docenas de dacs regresaban por las puertas delanteras, inclinando sus cabezas hacia ella al oír sus pasos o el furioso zumbido que la perseguía. Con pocas opciones, abrió de par en par el conducto de la ropa sucia y se lanzó por él, con los pies por delante, sin saber qué se encontraría en el fondo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario