viernes, 22 de enero de 2016

El arma perfecta (VIII)


Capítulo 8

O, para ser precisos, armaduras de soldados de asalto. Armaduras de soldado de asalto vacías, de pie en posición de firmes frente a un largo muro de celdas hexagonales doradas que llegaba desde el suelo hasta el techo.
-¿Qué es esto?
El anciano se detuvo frente a una de las brillantes armaduras blancas y se cuadró.
-Ah. Aquí está. Jor Tribulus. Mi viejo capitán al mando. Buen hombre. Más callado que la mayoría.
-Eso ya lo dijiste.
-¿Ah, sí?
Empujó a Nightdrifter a un lado y agarró el brazo del soldado de asalto más cercano para asegurarse de que el traje estaba vacío. Resonó como un sonajero. La furia hirvió en sus venas. Todo en ese trabajo estaba saliendo mal. Nunca más aceptaría una misión de un droide que se auto-destruyera. De un violento tirón, todo el traje cayó con estrépito del soporte metálico para goteros intravenosos que lo sostenía.
-¡No! –gritó Nightdrifter, agachándose para recogerlo-. ¡Muestra un poco de respeto!
-Armadura vacía. Completamente inútil. ¿Dónde está Tribulus, realmente?
Con una mano temblorosa, el anciano señaló la celda hexagonal justo delante de ella. Había tres filas: una en el suelo, otra a la altura del pecho, y otra siguiendo el techo. Mirando detenidamente la del medio, vio TK-1472: JOR TRIBULUS tallado cuidadosamente en la cera, y el horror le causó un escalofrío, que fue seguido rápidamente por un atisbo de esperanza.
-¿Está ahí dentro?
Nightdrifter asintió con la cabeza.
-¿Su cuerpo?
Volvió a asentir.
-¿Con sus pertenencias?
Nightdrifter desvió ligeramente la mirada.
-Algunas. La mayoría.
Antes de que él pudiera levantarse y detenerla, clavó su hoja trazando un limpio círculo y sacó del agujero que había creado la capa de cera de un dedo de grosor. Cayó al suelo y se partió en dos con un ruido sordo. El aroma de la muerte y la podredumbre salió del interior, e inmediatamente se puso las gafas y metió la cabeza en la oscuridad.
La celda medía de largo la estatura de dos hombres, y lo que quedaba de TK-1472 yacía al fondo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Un prometedor montón de pertenencias descansaba a sus pies.
-Trae mala suerte molestar a los muertos –dijo Nightdrifter, pero ella le ignoró.
Acercándose lentamente, vio un estuche metálico que asomaba bajo la mano en descomposición. Mientras apartaba los retorcidos dedos huesudos para inspeccionarlo, el anciano del exterior comenzó a hablar.
-Al principio trataron de luchar contra los dacs, pero cuando matas uno, hace algo a la colmena. Esas cosas asesinas pueden comunicar rabia, decirse unos a otros a quién atacar. Una vez que han centrado su atención, nada más puede distraerles. Los doctores y los trabajadores se marcharon... Ellos podían, ¿verdad? Sin mecano-sillas, sin prótesis, son camisas de fuerza, sin habitaciones cerradas. Nos abandonaron aquí. Incluso a las mujeres. Nos trasladamos al sótano y mantuvimos las puertas cerradas, pero allí abajo no hay comida, ni agua. No puedes vivir si no puedes salir del edificio, ¿verdad? Así que nos turnábamos para buscar suministros, sin saber nunca si lograríamos regresar como héroes, nos clavarían aguijones hasta morir y nos emparedarían en una celda junto a una larva, o seríamos capturados en el exterior por la maldita Nueva República. Si esto es libertad, la libertad no vale gran cosa.
Bazine alzó la mirada cuando él entró en la celda, con rostro frenético.
-Sabían que éramos peligrosos, ¿sabes? Sabían que habíamos visto cosas. Por eso nos mandaron a todos aquí fuera, lejos, al borde de la nada. Muy lejos. Encerrados. No por nuestro bien. Por el suyo.
-No les culpo.
Mientras recorría el metal plateado con sus dedos, los labios negros de Bazine mostraron una verdadera sonrisa, auténtica y amplia. Esto era. El estuche. Después de todo lo que había ido mal, tenía su botín. Tocó el dispositivo detrás de su oreja y se aclaró la garganta para hablar.
-Al habla Bazine Netal. He...
Se escuchó un fuerte golpe seco. El anciano soltó un grito, y alguien nuevo y más grande bloqueó la luz. Bazine desactivó el comunicador, abandonó su sonrisa, desenfundó su bláster, y alzó la mirada. Se encontró con el rostro de la última de la persona que se habría esperado ver.

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