Capítulo 10
Cuando ya no pudo escuchar a Kloda, se puso las gafas y comenzó a
buscar el cuchillo, escarbando con los dedos en el montón de objetos y tela en
descomposición. También tomó la soga y el cinturón del muerto. El cuchillo era
un objeto tosco, fabricado probablemente afilando una cuchara, pero serviría
para abrirse paso por la cera... si su pie no lo lograba antes. Se arrastró
hasta el muro de cera recién reconstruido y pasó la mano por su superficie,
tanteando donde debía ser más débil, justo en la unión.
Entonces fue cuando escuchó el fiu-fiu-fiu
de los disparos de bláster, que fue respondido por un furioso zumbido que
aumentó en un crescendo enloquecedor.
De modo que Kloda había despertado a los apidáctilos aturdidos,
dificultando aún más su persecución.
Por supuesto que era tan listo como para pensar en eso. Pero aunque
el viejo pirata no le hubiera enseñado todos sus trucos, le había enseñado
suficiente. Cuando no puedes cruzar la puerta principal, buscas una ventana. Si
no hay ninguna ventana, te la fabricas. Ya se había colocado sus guantes de
cuero y había clavado el cuchillo en el techo de la celda cuando los primeros
dacs llegaron volando a la sala. A juzgar por el sonido satisfecho de sus zumbidos,
el olor cobrizo y el sonidos de los golpes húmedos, estaban cobrándose su venganza
en lo que quedaba de Aric Nightdrifter. El gancho de derecha de Kloda había
resultado más letal que nunca.
Las sombras oscilaron en la pared de cera, y las patas afiladas como
cuchillas la tanteaban como si sintieran que algo estaba profundamente mal. No
sabía hasta qué punto resultaban inteligentes esos insectos, y no quería
quedarse por ahí demasiado tiempo para averiguarlo. Tan pronto como su cuchillo
atravesó la quebradiza cera sobre su cabeza, comenzó a arrancar grandes pedazos
con las manos.
Había comenzado a abrir su vía de escape en el centro de la celda, a
mitad de camino entre los insectos del exterior y el cadáver del interior,
esperando que todas las celdas funerarias estuvieran dispuestas igual que esa.
Eso significaba que cuando subiera trepando a la celda más cercana al techo, no
se encontraría directamente bajo otro cadáver en descomposición. Sin embargo,
podía olerlo, y eso ya era suficiente. Esa celda era más oscura, y recalibró
sus gafas para rebuscar entre el montón de pertenencias, encontrando un rollo
de cable aislado, un par de alicates para cable, y otra patética imitación de
cuchillo. Lástima que la armadura de los soldados de asalto estuviera fuera,
con los monstruos, en lugar de dentro, con los hombres que la habían llevado.
Ahora mismo, esa armadura le sería de gran utilidad.
El zumbido del exterior creció en intensidad y se volvió más
frenético, y ella sólo podía suponer que las criaturas se estaban amontonando
entre ellas para desmontar su propia colmena y encontrar la carne fresca de la
intrusa en el interior. Golpeó la gruesa cera del techo, pero era más pesada y
más dura y difícil de romper. Se le habían desgarrado los guantes y tenía los
nudillos doloridos y sangrando. Cuando consiguió arrancar un buen pedazo,
encontró tras él las baldosas blancas del techo estándar, lo que resultaba
prometedor. Puede que los insectos construyeran su hogar para resultar
duradero, pero las baldosas del techo estaban pensadas para remplazarlas lo
bastante a menudo para mantener en funcionamiento el negocio de las grandes corporaciones
galácticas. Se regodeó en apuñalar la plancha blanca hasta que se desplomó en
pedazos quebradizos.
Pronto Bazine logró un agujero adecuado en el techo, del tamaño justo
para permitirle pasar a ella y, con suerte, su forma y tamaño no resultarían adecuados
para los dacs hambrientos que pudieran intentar seguirla. Se puso en pie, recogió
sus herramientas, y se aupó con cuidado al denso aire cálido del ático del
edificio. Odiaba el polvo y la suciedad, pero jamás el polvo y la suciedad
habían olido tan bien. No había suficiente espacio para ponerse en pie del
todo, pero sus gafas revelaron un entramado de vigas metálicas que sostenían
las baldosas del techo. Los conductos de ventilación en todos los extremos del
edificio dejaban entrar haces de luz del sol, y eso era lo que ella estaba
buscando.
El entrenamiento de Kloda resultó de utilidad mientras caminaba con
rapidez recorriendo la estrecha viga metálica, sabedora de que cualquier paso
en una de las baldosas podría hacerla caer en el nido de apidáctilos que se
encontraba debajo. La rabia le empujaba y le hacía avanzar, y siguió apoyando
su peso en la punta de los dedos de sus pies hasta que llegó al conducto de
ventilación más cercano y se quitó las gafas, dejándolas colgando en su cuello.
Distribuyó su peso en dos vigas distintas y usó el cuchillo para desatornillar
los pernos de la rejilla. Cuando quedó suelta, la dejó caer hacia un lado con
delicadeza, colgando todavía de un tornillo.
La escena en el exterior era hermosa... pero aterradora. Suaves
muros verdes rodeaban el valle y la megaflora asomaba entre la hierba en oasis dispersos.
El cielo iba tomando una tonalidad púrpura, y el amarillo dorado de las torres y
paredes de cera reflejaba los rayos rojos del sol poniente. Se encontraba bajo
un saliente, directamente debajo del tejado del edificio, a tres pisos de
altura. Eso normalmente no presentaría ningún problema para su ánimo o sus
talentos. Pero esa vez, cientos de insectos furiosos de casi su mismo tamaño se
arremolinaban en tornados de furia destructora, entrando y saliendo entre
zumbidos por las puertas, cazando y buscando, decididos a castigar a cualquier
cosa que hubiera osado atacar la colmena.
Examinó el árbol caído donde había dejado el deslizador y no pudo
contener una mueca de fastidio. Kloda estaba arrodillado junto al motor, sin
duda desactivándolo. A su lado se agazapaba un narglatch adulto, con alforjas y
silla de montar, que acuchillaba el aire con su cola en forma de aleta y excavaba
la tierra con sus garras.
Ahora el nombre en clave cobraba sentido.
Salir del edificio no supondría un problema, gracias a la soga que
había encontrado en el cuerpo de Tribulus. Lo que le preocupaba era que le
vieran los insectos. No tenía tiempo de procurarse su propia armadura, como
había hecho Nightdrifter, pero sí le quedaba un disfraz en la manga. O, para
ser exactos, en el bolsillo. En seguida Bazine estaba frotando con su tinta de
anguila rishi la pálida piel de sus brazos y su pecho que no estaba cubierta por
su camiseta interior negra. Embadurnó su cara con los últimos restos de tinta
del tubo. Si no podía parecerse a un dac, parecería una sombra.
Todo lo que había tomado de las celdas estaba oculto en su persona,
junto con algunas armas que Kloda no conocía. El rollo de cable y los alicates
estaban enganchados en el cinturón de Tribulus, y desenrolló la soga y la ató
firmemente a la viga del techo más cercana. No llegaría del todo hasta el
suelo, pero le dejaría cerca.
Las manos de Bazine estaban ahora cubiertas con la tinta de anguila
rishi, lo que no sólo impedía que sus dedos o sus manos dejaran huellas, sino
que además le proporcionaban cierta protección para la fricción de la soga... y
enmascaraba su olor. Asomándose por el agujero que había hecho en el techo,
arrancó algunos pedazos de cera y se los frotó en las manos, esperando que la
cera proporcionara alivio adicional a la quemadura de la soga.
Al asomarse por la rejilla abierta, realizando un nudo en el bucle
de soga alrededor de su cintura, un zumbido inquisitivo en el agujero que
acababa de abandonar le dijo que había llegado el momento de saltar. Se
descolgó por la estrecha abertura con los pies por delante y descendió en
rappel por el costado de la Instalación 48, clavando en cada salto las botas en
la cera templada. Las palmas de las manos le ardían, pero no tanto como la
rabia de su pecho al mirar por encima de su hombro y ver a Kloda deslizando el
estuche metálico en una de sus alforjas. Se dejó caer más rápido hasta que se
quedó sin soga, justo antes de llegar al primer piso. Soltando el nudo, se dio
una distancia de un metro antes de soltarse y aterrizar en una suave pendiente
de cera. Afortunadamente, fue el aterrizaje más fácil de su carrera, y se
deslizó por la resbaladiza inclinación hasta que fue capaz de rodar u ponerse
en pie donde los restos de hierba se encontraban con el borde de la colmena. Ya
fuera por su furiosa concentración para encontrar el intruso, o por su traje
completamente negro, los apidáctilos no la habían visto. Aún.
Y Kloda tampoco.
Él se encontraba en ese momento hablando por su comunicador, uno muy
parecido al de ella, y riendo. Bazine sabía cómo derribarle, pero no iba a ser
nada fácil. Tenía que estar cerca, pero no demasiado cerca. Y él tenía que
estar lejos de su deslizador y de la colmena. Bazine tenía que sincronizar
perfectamente sus acciones.
Salió disparada tras el montón de basura, corriendo sin parar hasta
el borde más alejado. Esperó mientras Kloda montaba en su narglatch y
comprobaba su equipo. Ella también comprobó su equipo, levantando la bota para
dejar caer sobre la palma de su mano su último detonador térmico. Cuando él
comenzó a galopar, ella corrió tras él, pulsó el interruptor, y lanzó la esfera
metálica justo delante de él.
Con una sonora explosión, la tierra desapareció en un cráter de diez
metros de diámetro. El gigantesco felino aulló y cayó, arrastrando a Kloda con
él. Para cuando Bazine llegó al borde del cráter, su mentor y antiguo amigo
estaba trepando por el borde, magullado y lleno de arañazos, pero principalmente
ileso.
Que era exactamente como Bazine lo quería. La venganza no era tan
dulce cuando tu enemigo ya estaba muerto.
Él llegó a la superficie justo cuando ella llegaba a distancia de
ataque, pero no pudo sacar su bláster a tiempo. Ella le golpeó primero con una
patada en la cara, y luego le propinó otro puntapié en el costado. Una vez le
había soltado una reprimenda por sus gustos en calzado; ¿Quién espiaba con
tacones de doce centímetros? Que se ría ahora, con las costillas rotas. Todo lo
que hacía, lo hacía por un motivo. No puedes esconder bombas en zapatos de
suela plana.
El narglatch saltó al borde del cráter, lanzándole un zarpazo con
sus pesadas garras, antes de volver a caer al fondo. Ella retrocedió justo cuando
Kloda le agarró de un tobillo, haciéndole caer de rodillas. Él luchaba sucio,
la clase de hombre que llevaba veneno bajo sus uñas dentadas, y una vez había
golpeado a un hombre con su pierna metálica hasta matarlo. Pero conocer sus
métodos le había enseñado a prepararse para una pelea semejante, y ella sabía
que sus uñas no podrían atravesarle sus gruesos pantalones. Le dio una patada,
haciendo que soltara la mano, pero él tenía suficiente fuerza para volver a
agarrarle la pierna y tirar de ella.
-Oh, no, tú no –gruñó él.
¿Quería una lucha cuerpo a cuerpo? De acuerdo. Ella le
proporcionaría una. Después de todo, una traición tan personal como la suya
merecía una muerte igual de íntima.
Bazine cambió de táctica. En lugar de tratar de ganar distancia y
recuperarse, cargó contra él, se sentó a horcajadas sobre su pecho, y le rodeó
el grueso cuello con su brazo.
-¿Vas a besarme, Conejito? –preguntó él con una risita, y por el
movimiento de su brazo Bazine supo que trataba de sacar un cuchillo.
Ella apretó con más fuerza, rápida e inmisericordemente, cortándole
el aliento y el riego sanguíneo. El rostro del hombre enrojeció mientras ella
sentía cómo un cuchillo chocaba y resbalaba repetidamente contra la placa y la
malla de fibra de su camiseta interior. Su sonrisa fue tan oscura como sus
labios.
-Si te besara, sería demasiado fácil.
-De todas formas... no eres... mi tipo.
-Ríndete, viejo. Has perdido.
-Te enseñé... todo lo que sabes –balbuceó él-. No te enseñé... esto.
-Quería una segunda opinión –respondió ella-. Así que me entrené en
otras escuelas. Y voy a quedarme tu nave.
Él se sacudió y se debatió, pero ni siquiera un hombre tan fuerte y
duro como Delphi Kloda podía vivir sin oxígeno. Había algo satisfactorio en el
modo que su sabio y sentencioso ojo mostraba sorpresa y miedo, y ella jugueteó
con la idea de dejarle vivir sólo para provocarle. Pero no podía evitar recordar
las historias que le contaba al acostarse, de niña, cómo había dado caza a los
hombres que le habían traicionado. Deja
con vida a un enemigo, y jamás dejarás de mirar por encima de tu hombro, le
había dicho. Así es como perdí mi ojo. No
lo intentaré de nuevo. Se dio un golpecito en el parche de cuero negro y le
guiñó el ojo bueno, y ella rió y juró que nunca lo haría.
Pero él acababa de hacerlo, ¿no?
Y ahora... ella quería hacerlo. Pero no lo haría. Porque sabía mejor
que nadie lo que Kloda podía llegar a hacer cuando quería algo. Ese hombre
había matado a todos los que se habían acercado a ella, gente cuyos nombres se
había esforzado en olvidar. Puede que incluso ya hubiera matado a Orri; ella no
lo sabría hasta que regresara al Gavilán,
en el espaciopuerto. Tenía que acabar con Kloda antes de que encontrara un modo
de escapar. Cerrando los ojos, hizo girar sus brazos con fuerza, aplastándole
la tráquea y rompiéndole el cuello.
Él le había traicionado. Pero antes de eso le había salvado.
Bazine cerró los ojos del cadáver de Kloda y se puso en pie, alta y
orgullosa. Tal vez él había tenido la intención de convertirla en el arma
perfecta, pero había sido ella misma quien había afilado esa arma.
Era hora de acabar el trabajo.
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