Capítulo 7
El descenso fue breve, suave, y completamente a oscuras.
Bazine templó sus nervios para calmarse mientras descendía a toda velocidad con
las rodillas instintivamente flexionadas, dispuesta a rodar y amortiguar el
golpe de lo que se encontrara al aterrizar. Para su sorpresa, sus botas se hundieron
en algo bastante blando. De algún modo, milagrosamente, un montón de vieja ropa
de cama abandonado aguardaba medio podrido donde había caído. Hundiéndose entre
la tela, Bazine se colocó sus gafas de visión nocturna y examinó su entorno
antes de seguir.
La habitación tomó forma, revelándose ante sus ojos en
tonos negros y verdes. Una pared tenía una hilera de unidades de lavado y
secado, y frente a ella había una larga mesa en la que aún se encontraban
sábanas planchadas, y los droides lavanderos como una hilera de centinelas
congelados colgando del muro justo encima. Para satisfacción de Bazine, en la
sala no había ni rastro de cera, apidáctilos, ni signos de destrucción. Era
como si todo el mundo se hubiera ido en medio de la jornada de trabajo y... nunca
hubiera regresado.
Bazine salió del montón de tejido mohoso y se sacudió los
pantalones. A menudo, el espionaje era un trabajo sucio, pero por desgracia
esta misión estaba resultando ser más sucia que la mayoría. Mientras caminaba
hacia la puerta abierta, pasó la mano por una fila de chaquetas colgadas. La
tela era blanca y rígida, y los uniformes hicieron un ruido metálico al
balancearse. Cuando llegó al último, vio el auténtico motivo para ello: camisas
de fuerza.
Por eso la Instalación de Retiro 48 del Valle de Vashka
estaba tan lejos de la civilización. Por eso sus registros estaban ocultos,
confidenciales. Era un asilo. Un lugar remoto y privado para que los soldados y
las víctimas de guerra con salud frágil vivieran sus últimos días a salvo,
sanos y en paz. Bueno, hasta que los insectos voladores gigantes aparecieron
para reclamar el lugar.
Antes de cruzar la puerta, extrajo su hoja. Teniendo en
cuenta cómo habían reaccionado los dacs a la explosión de arriba, iba a ser lo
más silenciosa posible. Incluso si aún no habían descubierto un camino hasta el
sótano, no quería darles un motivo para explorar.
El siguiente espacio era otro pasillo, que se extendía a
izquierda y derecha en similar oscuridad. Nada se movía, y el silencio era tan
profundo que podía escuchar su propio corazón latiendo en sus oídos. Recordando
el trazado del piso superior, giró a la derecha, esperando que los bancos de
datos estuvieran ubicados directamente bajo el mostrador de recepción.
Conociendo las habituales tácticas para recortar gastos de los contratistas del
Borde Exterior que hacían negocios tan lejos de la mirada escrutadora de la
Nueva República, habrían planeado su construcción para minimizar el cableado
necesario para conectar los sistemas.
Con la espalda pegada a la pared, se asomó a la siguiente
puerta abierta y suspiró con silencioso alivio. La sala de datos estaba justo
donde esperaba encontrarla, y todas las máquinas parecían intactas, aunque
polvorientas y abandonadas. Siguiendo los cables, corrió hacia la caja eléctrica
para pulsar el interruptor y encender el sistema. Al llegar a la puerta
metálica, se le erizaron los cabellos de la nuca, y un borrón de movimiento se
lanzó contra ella, tirándola al suelo y arrancándole las gafas del golpe.
Parecía un apidáctilo, duro y puntiagudo y aleatorio en su ataque sorpresa,
pero en lugar de zumbar, gruñía. Como un humanoide. La mente de Bazine pasó de
la defensa a la agresión, y escapó del peso que le golpeaba, dejando a su
atacante en el suelo o sujetándolo por lo que a todas luces parecían enjutos
bíceps humanos.
-¿Quién eres? –gruñó Bazine, con voz grave y feroz.
-¡Calla, estúpida! Atraerás a los dacs.
Considerando la voz rasgada, la
debilidad de las extremidades que se sacudían, y el olor acre de la carne sin
lavar y el aliento podrido, Bazine se dio cuenta de que estaba tratando con
alguien mayor de lo que sería su abuelo, si hubiera tenido uno. Y no necesitaba
verle para adivinar que, con toda probabilidad, estaba fuera de sus cabales. Ya
fuera uno de los residentes originales o alguien que se había instalado después
de que llegaran los dacs, ese no era un lugar para inspirar confianza y
saludable cordura. Ese zumbido constante te taladraba el cerebro.
-Deja de resistirte y explícate
–susurró, en voz un poco más baja.
El hombre se quedó muy inmóvil, pero
permanecía tenso.
-¿Puedo sentarme al menos? –preguntó-.
No tengo bien la espalda.
Bazine le posó una mano en el pecho
mientras le registraba, a pesar del asco que sentía. Aparte de un burdo
cuchillo, no pudo encontrar nada que pareciera un arma. Él soltó un pequeño
grito cuando arrojó lejos el cuchillo, chocando con ruido metálico contra la
pared, y dejó de debatirse. Cuando Bazine le liberó y él aún no se incorporó,
ella soltó un suspiro de fastidio y le agarró de los hombros, dejándolo
sentado, apoyado contra la pared.
-Muchas gracias –murmuró él.
Con las manos libres de nuevo, Bazine
volvió a colocarse las gafas y estudió a su atacante. Era aún más patético de
lo que se había imaginado, un hombre marchito y arrugado que llevaba una tosca
armadura fabricada a base de placas de apidáctilo y piezas de plastoide blanco
de diseño familiar, unidas por cables y cubiertas de cera dorada. También tenía
un par de gafas, con grietas en múltiples lugares y totalmente pasadas de moda.
-¿Jubilado o trabajador de las
instalaciones? –preguntó Bazine.
Él torció el gesto con fastidio.
-Soldado de asalto retirado, presté
servicio en la Batalla de Endor. –Hizo una mueca y jugueteó con la armadura que
llevaba al hombro-. No me digas que estoy tan desmejorado que no te habías dado
cuenta.
-¿Nombre?
Él se acomodó con más cuidado
contra el muro y la examinó a su vez.
-Mujer de pocas palabras,
¿eh? Yo también. Una vez que empiezas a hablar con los dacs, se acabó.
-¿No hay nadie más?
-No aquí abajo. La mayoría
están arriba.
Bazine llevó su hoja al
cuello del anciano.
-Última oportunidad. ¿Cómo te
llamas?
Él pareció deshincharse.
-TK-1403. Aric Nightdrifter.
Nacido en...
-No me importa. Busco a
TK-1472, Jor Tribulus. ¿Le conoces?
Nightdrifter soltó una sonora
carcajada antes de ocultarla tras una mano y aclararse la garganta.
-Desde luego. Mi viejo
capitán al mando. Buen hombre. Más callado que la mayoría.
Bazine tensó la mandíbula y
presionó con oscuras intenciones la hoja contra la marchita piel del anciano.
-¿Está aquí?
Con un imprudente manotazo,
Nightdrifter apartó a un lado la hoja y se esforzó para ponerse en pie. Ella le
permitió que realizara ambas acciones y se puso en pie, con la mano en el
bláster.
-Por supuesto que está aquí. ¿Dónde
iba a ir, si no?
Bazine le clavó el bláster en la
tripa.
-Llévame a él. Ya.
Nightdrifter suspiró.
-Deja que recoja mis cosas. Aunque
tendrás que hacer todo lo que yo te diga. Los dacs se ponen desagradables si no
sabes cómo manejarlos. Y van a odiar esa camisa tuya. Sólo reconocen los
patrones de su propia colmena, ¿sabes? –Señaló las placas de exoesqueleto de
apidáctilo con patrones amarillos y negros que llevaba atadas al cuerpo-. Para
ellos, pareces el enemigo.
Maldiciendo entre dientes, se quitó su
camisa nueva, la dobló, y la introdujo en uno de sus bolsillos, dejándola vestida
de negro de la cabeza a los pies. Eso es lo que pasaba con el equipo: Lo que te
salvaría la vida en una misión, puede volverse contra ti en la siguiente.
-Vamos.
Agarró a Nightdrifter de los hombros y
le empujó hacia la puerta.
-He aquí cómo ocurrió... –comenzó a
decir.
Bazine le clavó el bláster en la
espalda.
-Vuelvo a decirte que no me importa.
Después de eso, finalmente quedó en
silencio y avanzó cojeando por el pasillo vacío, dobló la esquina, y llegó
hasta la única puerta cerrada, que abrió manualmente para revelar una
habitación ascética iluminada por una única vela de cera. Había un triste eco
de la litera de un soldado, creada con trozos y fragmentos recogidos de los
pisos superiores del asilo. En un taburete bajo, como un altar, se encontraba un
casco de soldado de asalto.
-¿Os dejaron conservar vuestros
cascos? –no pudo evitar preguntar Bazine.
Él soltó una risita mientras rebuscaba
en un cajón.
-No. Estaban guardados en una vitrina
cerrada con llave. Para recordarnos nuestros días de gloria, supongo, y
ayudarnos a recordar lo que fuimos antaño. Cuando se fueron los trabajadores,
la forzamos. Nos repartimos todo lo que pudimos encontrar en el edificio.
Armarios, cajones, nuestras propias pertenencias confiscadas. Encontramos
también algunas cosas buenas. –Cuando volvió a incorporarse, parecía más
fuerte, sosteniendo un puñado de hierbas verdes secas, un encendedor, y un
abanico de seda rasgado-. No pretendía volver a subir hasta dentro de otra
semana, pero no debería pasar nada.
Bazine asintió e hizo un gesto con su
bláster señalando la puerta. Con un gran suspiro, Nightdrifter la condujo por
el laberinto de pasillos hasta unas escaleras.
-Cuando esa puerta de arriba se abra,
quedarás cegada casi durante un minuto mientras se ajustan tus ojos. Asegúrate
de que tienes las gafas desactivadas y los ojos cerrados. No importa lo mucho
que pique, quédate en el humo.
-¿O si no qué?
La sonrisa del hombre mostró, finalmente, la locura que
acechaba en su interior.
-O si no. Buena cuestión.
Ella le siguió de cerca mientras subía cojeando las
escaleras. En la parte superior, extrajo un tapón circular de la puerta, y una
flecha de luz blanca atravesó el pasillo.
-Gafas fuera; ahora –susurró.
Bazine se bajó las gafas al cuello y cerró con fuerza los
ojos, con el cañón del bláster clavado en la arqueada espalda de Nightdrifter.
Él hizo chasquear unas cuantas veces su encendedor, y entonces el denso y
húmedo aroma del humo casi la hizo estornudar. Podía imaginarse perfectamente
los movimientos del hombre: Había prendido fuego al puñado de hierbas y estaba
usando el abanico para hacer pasar el humo por el agujero hacia el pasillo del
otro lado.
-No tardará mucho –murmuró Nightdrifter-. Sólo hay que
esperar un poco. Esas malditas cosas son telequinéticas.
El humo era adormecedor, y Bazine tuvo que apoyar una
mano en la pare para seguir de pie. Habían sido un par de días muy largos, con
más carreras, luchas y ataques inducidos químicamente de los que esperaba, y
había algo adormecedor en el pesado aroma de la cera y el humo.
-Eso se habrá ocupado de ellos. Ojos cerrados. Allá vamos
–dijo Nightdrifter, y entonces ella se desperezó de pronto y presionó el arma
más firmemente en su columna vertebral.
-Tú primero. Y no hagas ninguna estupidez.
Incluso con los ojos cerrados y apretados, había un
brillo cegador al otro lado de la puerta, y podía ver relámpagos rojos por
dentro de sus párpados. Envolvió su mano con la capa de Nightdrifter, por si
acaso decidiera salir huyendo a pesar de su amenaza. Él soltó una risita y
avanzó por el humo.
Al girar una esquina, Bazine por fin fue capaz de
entornar los ojos, y lo que vio era fantasmal. Todos los apidáctilos estaban
agachados o se habían derrumbado, con las patas en extrañas posturas, en el
suelo. Sus alas estaban inmóviles, y chasqueaban ligeramente sus mandíbulas
como si estuvieran soñando.
-¿Estamos cerca? –preguntó Bazine.
-¿De qué?
-De Tribulus.
-Mucho.
-¿Por qué está aquí arriba en lugar de en el sótano?
-Oh –dijo él con aire ausente-. El sótano es mío.
Todas las salas y habitaciones parecían iguales, con los
muros cubiertos de cera dorada y brillando con la luz de última hora de la
tarde. Nightdrifter la condujo por una suave rampa retorcida, pasando junto a
sillas flotantes caídas y droides oxidados, siempre con el bláster clavado a la
espalda. Una luz brillante más arriba sugería un cambio en el terreno, y ella
extrajo la hoja y se preparó para los nuevos extraños que pudiera encontrarse
viviendo en las ruinas.
-Aquí estamos –dijo el anciano-. El Atrio.
Abrió una ornamentada puerta de cristal y metal para
revelar un elevado espacio abierto lleno de luz. Y de cera.
En otro tiempo había sido una agradable zona de recreo
con sillones, juegos y telepantallas. Ahora era el corazón de la colmena, con
dacs inconscientes agitándose, amontonados en el suelo. Los muros se alzaban
con intrincados hexágonos, la luz se filtraba por un banco de ventanas de
cristales claros de tres pisos de altura. Aparentemente, los insectos eran lo
bastante listos para dejar espacio para la luz del sol. Pero seguía sin haber
ni rastro de personas.
-¿Está en el tejado? –preguntó Bazine con una creciente
sensación de intranquilidad, empujándole con el bláster-. Estoy harta de tus
juegos.
Nightdrifter señaló una puerta cerrada, la gemela de la
del pasillo por donde habían llegado.
-Está ahí dentro, con los demás. Los dacs no saben abrir
puertas. –Un instante después, añadió-: Aún.
-Ábrela.
-No te va a gustar lo que hay al otro lado.
Ella suspiró.
-No me gusta nada de esto.
Él abrió la puerta y pasó al interior. Cuando ella le
siguió, con el bláster y la hoja preparados, se encontró de frente con docenas
de soldados de asalto.
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