En un mundo cubierto por el agua y asolado por los vientos, más allá de las fronteras más remotas del Borde Exterior, un padre y su hijo estaban sentados en una cornisa de brillante metal negro, observando cuidadosamente uno de los pozos de relativa tranquilidad creados en el agua por las corrientes que rodeaban la gigante columna que surgía del turbulento océano. La lluvia había amainado ligeramente, algo excepcional en este lugar pasado por agua, permitiendo al menos una pequeña zona de calma en la superficie, y los dos miraban con atención buscando las siluetas oscuras de un metro de largo de los peces rodadores.
Estaban en la cornisa más baja de uno de los grandes pilares que soportaban Ciudad Tipoca, la mayor ciudad de todas en Kamino, un lugar de elegantes estructuras, todas redondeadas para que los continuos vientos las rodearan, en lugar de angulosas y de paredes planas que luchasen contra el viento. Kamino había sido diseñado, o mejorado al menos, por muchos de los mejores arquitectos que la galaxia podía ofrecer, que entendieron bien que el mejor modo de luchar contra los elementos planetarios era esquivarlos sutilmente. Inmensas ventanas de transpariacero miraban al exterior desde todos los ángulos; el padre, Jango, a menudo se preguntaba por qué los kaminoanos —altos y delgados, de un untuoso color blanco, grandes ojos con forma de almendra en cabezas oblongas sobre cuellos tan largos como su brazo— querían tantas ventanas. ¿Qué había que ver en este violento mundo aparte de aguas turbulentas y precipitaciones casi constantes?
Sin embargo, Kamino también tenía sus buenos momentos. Todo era relativo, suponía Jango. Por eso, cuando vio que no estaba lloviendo demasiado fuerte, salió con su hijo al exterior.
Jango dio un golpecito en el hombro a su hijo y señaló con la cabeza una de las zonas tranquilas de la superficie, y el joven, mostrando en el rostro todo el entusiasmo de un niño de diez años, levantó su golpeador, un átlatl alimentado por energía iónica, y apuntó con letal precisión. No usó la unidad de visor láser, que se ajustaba automáticamente a la refracción del agua. No, esta presa tenía que ser una prueba sólo para su pericia.
Respiró profundamente, como su padre le había enseñado, usando la técnica para quedarse totalmente quiero, y entonces, cuando la presa se puso de lado, lanzó su brazo hacia delante, lanzando el misil. Apenas a un metro de la mano extendida del niño, la parte trasera del misil brilló brevemente, un rápido y súbito estallido de energía que hizo que saliera disparado como un disparo bláster, acuchillando el agua y golpeando al pez en el costado, atravesándolo con su cabeza arponada.
Con un grito de gozo, el niño giró la empuñadura del átlatl, sujetando el sedal casi invisible pero tremendamente fuerte, y entonces, cuando el pez se alejó lo bastante para tensar el sedal, el niño hizo girar lenta y deliberadamente la empuñadura, recogiendo su presa.
—Bien hecho —le felicitó Jango—. Pero si le hubieras golpeado un centímetro más adelante, le habrías seccionado el músculo principal justo bajo la agalla y habría quedado completamente indefenso.
El niño asintió, sin molestarse por el hecho de que su padre, su mentor, siempre pudiera encontrar fallos incluso en el éxito. El niño sabía que su querido padre lo hacía sólo porque eso le obligaba a buscar siempre la perfección. Y en una galaxia peligrosa, la perfección permitía la supervivencia.
El niño quería a su padre aún más por preocuparse por él lo bastante como para criticarle.
Jango quedó tenso de pronto, al sentir un movimiento cercano, tal vez el sonido de una pisada, o simplemente un olor, algo que le dijo al perfectamente capacitado cazarrecompensas que él y su hijo no estaban solos. No podían encontrarse demasiados enemigos en Kamino, excepto en las lejanas desolaciones acuáticas, donde acechaban gigantescas criaturas tentaculadas. Allí había poca vida sobre el agua, aparte de los propios kaminoanos, y por eso Jango no se sorprendió al ver que la recién llegada no era otra que Taun We, su contacto habitual con los kaminoanos.
—Saludos, Jango —dijo la criatura alta y flexible, levantando su delgado brazo y su mano en señal de paz y amistad.
Jango asintió pero no sonrió. ¿Por qué Taun We había salido allí fuera —los kaminoanos casi nunca salían de las cúpulas de sus ciudades—, y por qué había interrumpido a Jango cuando estaba con su hijo?
—Apenas has estado dentro de tu sector últimamente —indicó Taun We.
—Tenía cosas mejores que hacer.
—¿Con tu hijo?
Como respuesta, Jango alzó la mirada hacia el niño, que estaba dándole sedal a otro pez rodador. O, al menos, parecía estar haciéndolo, reconoció Jango, y ese pensamiento trajo una cálida sensación de satisfacción al malhumorado cazarrecompensas. Había enseñado bien a su hijo el arte del engaño y la mentira, de aparentar estar haciendo una cosa cuando, en realidad, se está haciendo otra muy distinta. Como escuchar la conversación, sopesando cada palabra de Taun We.
—Se aproxima el décimo aniversario —explicó la kaminoana.
Jango volvió a mirarla con expresión dura.
—¿Crees que no me acuerdo del cumpleaños de Boba?
Si Taun We estaba perturbada de algún modo por la brusca réplica, los delicados rasgos de la kaminoana no lo demostraron.
—Estamos listos para empezar de nuevo.
Jango volvió a mirar a Boba, uno de sus miles de hijos, pero el único que era un clon perfecto, una réplica exacta sin manipulación genética para hacerlo más obediente. Y el único que no había sido envejecido artificialmente. El grupo que había sido creado junto con Boba ya había alcanzado la madurez, eran guerreros adultos, en perfecto estado de salud.
Jango había pensado que la política de acelerar el proceso de envejecimiento era un error —¿acaso la experiencia no era una parte tan importante en la adquisición de las capacidades de un guerrero como lo era la genética?—, pero no se había quejado abiertamente a los kaminoanos al respecto. Le habían contratado para hacer un trabajo, para servir como fuente, y cuestionar el proceso no estaba en la descripción del puesto.
Taun We inclinó la cabeza ligeramente a un lado, parpadeando lentamente.
Jango reconoció la expresión como curiosidad, y eso casi hizo que una risa asomara en sus labios. Los kaminoanos se parecían entre sí mucho más que los humanos, especialmente los humanos de distintos planetas. Tal vez su singular concepto, esa uniformidad dentro de su propia especie, era parte de su proceso reproductor típico, que ahora incluía gran cantidad de manipulación genética, si no directamente pura y simple clonación. Como sociedad, eran prácticamente una única mente y un único corazón. Taun We parecía genuinamente perpleja, y así lo estaba, de ver a un humano con tan poca consideración aparente hacia otros humanos, clones o no.
Pero, claro, ¿acaso los kaminoanos no estaban creando un ejército para la República? No podría haber guerras sin algunos desacuerdos previos, ¿verdad?
Pero eso, también, guardaba poco interés para Jango. Era un cazarrecompensas solitario, un recluso... o lo habría sido de no haber sido por Boba. A Jango no le importaba la política o la guerra o ese ejército de sus clones. Si todos y cada uno de ellos eran masacrados, que así fuera. No tenía apego a ninguno de ellos.
Miró hacia un lado mientras pensaba eso. A ninguno, excepto a Boba, por supuesto.
Pero aparte de eso, esto no era más que un trabajo, bien pagado y lo bastante fácil. Financieramente, no podía haber pedido más, pero, lo que era aún más importante, sólo los kaminoanos podían haberle dado a Boba; no sólo un hijo, sino una réplica exacta. Boba le daría a Jango el placer de ver todo lo que podía haber llegado a ser de haber tenido un padre cariñoso y protector, un mentor que se preocupara lo bastante como para criticarle, para forzarle a buscar la perfección. Él era tan bueno como el que más siendo un cazarrecompensas, siendo un guerrero, pero no tenía la menor duda de que Boba, criado y entrenado para la perfección, le sobrepasaría con diferencia para convertirse en uno de los mayores guerreros que la galaxia jamás hubiera conocido.
Esta, pues, era la mayor recompensa de Jango Fett, estar ahí mismo, sentado con su hijo, con su joven réplica, compartiendo momentos tranquilos.
Momentos tranquilos dentro del tumulto que había sido toda la vida de Jango Fett, sobreviviendo a las pruebas del Borde Exterior en solitario prácticamente desde el día en que aprendió a andar. Cada prueba le hizo más fuerte, le hizo más perfecto, pulió las habilidades que ahora le pasaría a Boba. No había nadie mejor en toda la galaxia para enseñar a su hijo. Cuando Jango Fett quería atraparte, te atrapaba. Cuando Jango Fett te quería muerto, estabas muerto.
No, no cuando Jango “quisiera” esas cosas. Nunca era personal. La caza, las muertes, todo era un trabajo, y una de las primeras lecciones más valiosas que Jango había aprendido era cómo ser desapasionado. Completamente desapasionado. Esa era su mayor arma.
Observó a Taun We, y luego se volvió para sonreír a su hijo. Jango podía ser desapasionado, excepto en esos momentos en los que podía pasar tiempo a solas con Boba. Con Boba, había orgullo y había amor, y Jango tenía que luchar constantemente para mantener esas debilidades potenciales al mínimo. Aunque quería a su hijo con todo su corazón —porque quería a su hijo con todo su corazón—, Jango le había estado enseñando esos mismos atributos de ser desapasionado, incluso insensible, desde sus primeros días.
—Comenzaremos el proceso de nuevo tan pronto como estés preparado —repitió Taun We, sacando a Jango de sus pensamientos.
—¿No tenéis suficiente material para hacerlo sin mí?
—Bueno, ya que de todas formas estás aquí, querríamos que participases —dijo Taun We—. El huésped original siempre es la mejor opción.
Jango puso los ojos en blanco al pensarlo —todas esas agujas y sondas—, pero asintió con la cabeza; realmente era un trabajo fácil, considerando las recompensas.
—Cuando estés listo.
Taun We hizo una leve reverencia y se alejó.
Si esperáis a eso, esperaréis eternamente, pensó Jango, pero no dijo nada, y se volvió de nuevo hacia Boba, indicando al niño que volviera a hacer funcionar su átlatl. Porque ahora tengo todo lo que quería, musitó Jango, observando los fluidos movimientos de Boba, con los ojos fijos en el agua, buscando al siguiente pez rodador.
Estaban en la cornisa más baja de uno de los grandes pilares que soportaban Ciudad Tipoca, la mayor ciudad de todas en Kamino, un lugar de elegantes estructuras, todas redondeadas para que los continuos vientos las rodearan, en lugar de angulosas y de paredes planas que luchasen contra el viento. Kamino había sido diseñado, o mejorado al menos, por muchos de los mejores arquitectos que la galaxia podía ofrecer, que entendieron bien que el mejor modo de luchar contra los elementos planetarios era esquivarlos sutilmente. Inmensas ventanas de transpariacero miraban al exterior desde todos los ángulos; el padre, Jango, a menudo se preguntaba por qué los kaminoanos —altos y delgados, de un untuoso color blanco, grandes ojos con forma de almendra en cabezas oblongas sobre cuellos tan largos como su brazo— querían tantas ventanas. ¿Qué había que ver en este violento mundo aparte de aguas turbulentas y precipitaciones casi constantes?
Sin embargo, Kamino también tenía sus buenos momentos. Todo era relativo, suponía Jango. Por eso, cuando vio que no estaba lloviendo demasiado fuerte, salió con su hijo al exterior.
Jango dio un golpecito en el hombro a su hijo y señaló con la cabeza una de las zonas tranquilas de la superficie, y el joven, mostrando en el rostro todo el entusiasmo de un niño de diez años, levantó su golpeador, un átlatl alimentado por energía iónica, y apuntó con letal precisión. No usó la unidad de visor láser, que se ajustaba automáticamente a la refracción del agua. No, esta presa tenía que ser una prueba sólo para su pericia.
Respiró profundamente, como su padre le había enseñado, usando la técnica para quedarse totalmente quiero, y entonces, cuando la presa se puso de lado, lanzó su brazo hacia delante, lanzando el misil. Apenas a un metro de la mano extendida del niño, la parte trasera del misil brilló brevemente, un rápido y súbito estallido de energía que hizo que saliera disparado como un disparo bláster, acuchillando el agua y golpeando al pez en el costado, atravesándolo con su cabeza arponada.
Con un grito de gozo, el niño giró la empuñadura del átlatl, sujetando el sedal casi invisible pero tremendamente fuerte, y entonces, cuando el pez se alejó lo bastante para tensar el sedal, el niño hizo girar lenta y deliberadamente la empuñadura, recogiendo su presa.
—Bien hecho —le felicitó Jango—. Pero si le hubieras golpeado un centímetro más adelante, le habrías seccionado el músculo principal justo bajo la agalla y habría quedado completamente indefenso.
El niño asintió, sin molestarse por el hecho de que su padre, su mentor, siempre pudiera encontrar fallos incluso en el éxito. El niño sabía que su querido padre lo hacía sólo porque eso le obligaba a buscar siempre la perfección. Y en una galaxia peligrosa, la perfección permitía la supervivencia.
El niño quería a su padre aún más por preocuparse por él lo bastante como para criticarle.
Jango quedó tenso de pronto, al sentir un movimiento cercano, tal vez el sonido de una pisada, o simplemente un olor, algo que le dijo al perfectamente capacitado cazarrecompensas que él y su hijo no estaban solos. No podían encontrarse demasiados enemigos en Kamino, excepto en las lejanas desolaciones acuáticas, donde acechaban gigantescas criaturas tentaculadas. Allí había poca vida sobre el agua, aparte de los propios kaminoanos, y por eso Jango no se sorprendió al ver que la recién llegada no era otra que Taun We, su contacto habitual con los kaminoanos.
—Saludos, Jango —dijo la criatura alta y flexible, levantando su delgado brazo y su mano en señal de paz y amistad.
Jango asintió pero no sonrió. ¿Por qué Taun We había salido allí fuera —los kaminoanos casi nunca salían de las cúpulas de sus ciudades—, y por qué había interrumpido a Jango cuando estaba con su hijo?
—Apenas has estado dentro de tu sector últimamente —indicó Taun We.
—Tenía cosas mejores que hacer.
—¿Con tu hijo?
Como respuesta, Jango alzó la mirada hacia el niño, que estaba dándole sedal a otro pez rodador. O, al menos, parecía estar haciéndolo, reconoció Jango, y ese pensamiento trajo una cálida sensación de satisfacción al malhumorado cazarrecompensas. Había enseñado bien a su hijo el arte del engaño y la mentira, de aparentar estar haciendo una cosa cuando, en realidad, se está haciendo otra muy distinta. Como escuchar la conversación, sopesando cada palabra de Taun We.
—Se aproxima el décimo aniversario —explicó la kaminoana.
Jango volvió a mirarla con expresión dura.
—¿Crees que no me acuerdo del cumpleaños de Boba?
Si Taun We estaba perturbada de algún modo por la brusca réplica, los delicados rasgos de la kaminoana no lo demostraron.
—Estamos listos para empezar de nuevo.
Jango volvió a mirar a Boba, uno de sus miles de hijos, pero el único que era un clon perfecto, una réplica exacta sin manipulación genética para hacerlo más obediente. Y el único que no había sido envejecido artificialmente. El grupo que había sido creado junto con Boba ya había alcanzado la madurez, eran guerreros adultos, en perfecto estado de salud.
Jango había pensado que la política de acelerar el proceso de envejecimiento era un error —¿acaso la experiencia no era una parte tan importante en la adquisición de las capacidades de un guerrero como lo era la genética?—, pero no se había quejado abiertamente a los kaminoanos al respecto. Le habían contratado para hacer un trabajo, para servir como fuente, y cuestionar el proceso no estaba en la descripción del puesto.
Taun We inclinó la cabeza ligeramente a un lado, parpadeando lentamente.
Jango reconoció la expresión como curiosidad, y eso casi hizo que una risa asomara en sus labios. Los kaminoanos se parecían entre sí mucho más que los humanos, especialmente los humanos de distintos planetas. Tal vez su singular concepto, esa uniformidad dentro de su propia especie, era parte de su proceso reproductor típico, que ahora incluía gran cantidad de manipulación genética, si no directamente pura y simple clonación. Como sociedad, eran prácticamente una única mente y un único corazón. Taun We parecía genuinamente perpleja, y así lo estaba, de ver a un humano con tan poca consideración aparente hacia otros humanos, clones o no.
Pero, claro, ¿acaso los kaminoanos no estaban creando un ejército para la República? No podría haber guerras sin algunos desacuerdos previos, ¿verdad?
Pero eso, también, guardaba poco interés para Jango. Era un cazarrecompensas solitario, un recluso... o lo habría sido de no haber sido por Boba. A Jango no le importaba la política o la guerra o ese ejército de sus clones. Si todos y cada uno de ellos eran masacrados, que así fuera. No tenía apego a ninguno de ellos.
Miró hacia un lado mientras pensaba eso. A ninguno, excepto a Boba, por supuesto.
Pero aparte de eso, esto no era más que un trabajo, bien pagado y lo bastante fácil. Financieramente, no podía haber pedido más, pero, lo que era aún más importante, sólo los kaminoanos podían haberle dado a Boba; no sólo un hijo, sino una réplica exacta. Boba le daría a Jango el placer de ver todo lo que podía haber llegado a ser de haber tenido un padre cariñoso y protector, un mentor que se preocupara lo bastante como para criticarle, para forzarle a buscar la perfección. Él era tan bueno como el que más siendo un cazarrecompensas, siendo un guerrero, pero no tenía la menor duda de que Boba, criado y entrenado para la perfección, le sobrepasaría con diferencia para convertirse en uno de los mayores guerreros que la galaxia jamás hubiera conocido.
Esta, pues, era la mayor recompensa de Jango Fett, estar ahí mismo, sentado con su hijo, con su joven réplica, compartiendo momentos tranquilos.
Momentos tranquilos dentro del tumulto que había sido toda la vida de Jango Fett, sobreviviendo a las pruebas del Borde Exterior en solitario prácticamente desde el día en que aprendió a andar. Cada prueba le hizo más fuerte, le hizo más perfecto, pulió las habilidades que ahora le pasaría a Boba. No había nadie mejor en toda la galaxia para enseñar a su hijo. Cuando Jango Fett quería atraparte, te atrapaba. Cuando Jango Fett te quería muerto, estabas muerto.
No, no cuando Jango “quisiera” esas cosas. Nunca era personal. La caza, las muertes, todo era un trabajo, y una de las primeras lecciones más valiosas que Jango había aprendido era cómo ser desapasionado. Completamente desapasionado. Esa era su mayor arma.
Observó a Taun We, y luego se volvió para sonreír a su hijo. Jango podía ser desapasionado, excepto en esos momentos en los que podía pasar tiempo a solas con Boba. Con Boba, había orgullo y había amor, y Jango tenía que luchar constantemente para mantener esas debilidades potenciales al mínimo. Aunque quería a su hijo con todo su corazón —porque quería a su hijo con todo su corazón—, Jango le había estado enseñando esos mismos atributos de ser desapasionado, incluso insensible, desde sus primeros días.
—Comenzaremos el proceso de nuevo tan pronto como estés preparado —repitió Taun We, sacando a Jango de sus pensamientos.
—¿No tenéis suficiente material para hacerlo sin mí?
—Bueno, ya que de todas formas estás aquí, querríamos que participases —dijo Taun We—. El huésped original siempre es la mejor opción.
Jango puso los ojos en blanco al pensarlo —todas esas agujas y sondas—, pero asintió con la cabeza; realmente era un trabajo fácil, considerando las recompensas.
—Cuando estés listo.
Taun We hizo una leve reverencia y se alejó.
Si esperáis a eso, esperaréis eternamente, pensó Jango, pero no dijo nada, y se volvió de nuevo hacia Boba, indicando al niño que volviera a hacer funcionar su átlatl. Porque ahora tengo todo lo que quería, musitó Jango, observando los fluidos movimientos de Boba, con los ojos fijos en el agua, buscando al siguiente pez rodador.
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