domingo, 14 de febrero de 2010

La tribu perdida de los Sith #3: Parangón (II)

Capítulo 2
El Imperio Sith de la juventud de Seelah era un nido de sistemas estelares ligados por una herencia, ambición y avaricia común. También era, en cierto sentido, un agujero negro del que pocas cosas lograban escapar.
Los efectos limitadores de la Caldera Estigia en el viaje hiperespacial eran desproporcionados, haciendo mucho más fácil que los desafortunados extranjeros vagasen por el espacio Sith, que para los Señores Sith aventurarse fuera de él. Aquellos que encontraban el camino de llegada, raramente volvían, convirtiéndose en esclavos de uno u otro principucho. Los llegados frecuentemente cambiaban de manos a lo largo de las generaciones, olvidando completamente sus hogares. Ellos, también, eran ahora los Sith.
Algunos Señores Sith, como Naga Sadow, veían un valor en el trabajo de los descendientes de los refugiados tapani originales. Mientras que sus amos con tentáculos en el rostro y linajes ligados a la especie Sith estaban más interesados en la brujería, el pueblo de Seelah era experto en ciencias. Cuando se les permitía practicar, lo hacían, creando las infraestructuras industriales y médicas para varios Señores. Algunos incluso resolvían problemas de fabricación de cristales para sables de luz y generación de energía que seguían sin solución para los Jedi de la República. Esos logros nunca eran anunciados; ningún Señor Sith compartiría un arma nueva. Si el fracaso era un huérfano, el éxito, para los Sith, era un preciado hijo secreto.
La hija Seelah había tenido sus propios éxitos, sirviendo en Rhelg con el resto de su familia en las fuerzas de Ludo Kressh, el gran rival de Sadow. Con trece años, Seelah ya era una talentosa curandera, basándose tanto en la Fuerza como en el conocimiento médico de sus ancestros. La devoción ya había dado sus frutos.
-Estamos avanzando con este movimiento -le había dicho su padre-. Lo has hecho bien, y eso ha sido recompensado. La gloria en el honor, Seelah... es lo más grande que nos puede suceder.
Le habían encargado del cuidado de los pies de Lord Kressh.

Estuvieron fuera toda la noche una vez más, los dos. Tilden se lo había dicho, y Seelah tenía otros confidentes que le proporcionaban informes regularmente. Korsin y la mujer keshiri habrían estado paseando por los caminos laboriosamente tallados en la anteriormente traicionera montaña, hablando de... ¿qué? No de demasiado, maldita sea, por lo que ella sabía.
Sus caminatas se remontaban al comienzo de la relación de la propia Seelah con Korsin. Por aquel entonces, estaban en apuros. La mujer Vaal había descubierto a los Sith en la montaña, y actuó como intermediaria con los keshiri. Pero conforme pasaban los años y la necesidad de un único embajador desapareció, las caminatas continuaron, alejándose cada vez más. Después del nacimiento de la hija de Seelah y Korsin, Nida, los paseos habían pasado a ser diarios... incluyendo algún ocasional vuelo en uvak.
Seelah sabía lo suficiente por sus fuentes como para no sospechar de infidelidad -como si eso le importase-, pero la mujer nativa había tomado medidas para mejorar su simple apariencia. Había comenzado recientemente a ponerse marcas faciales vor'shandi, una decoración inaudita para la viuda de un jinete de uvak keshiri. Pero los cotilleos confirmaban que la sustancia generalmente estúpida de sis conversaciones no había cambiado. ¿A dónde va el sol por las noches, Korsin? ¿El aire es parte de la Fuerza, Korsin? ¿Por qué las rocas no son comida, Korsin? Si ella era un espía, era bastante inútil como tal... pero si que disponía de una gran parte del tiempo del Gran Señor. Y más.
-Ella... tiene algo especial, ¿verdad? -había preguntado él de improviso una noche, después de que Adari volviera volando a Tahv.
-Creo que tus estándares sobre tus juguetes han caído por los suelos -había respondido Seelah.
-Junto con mi nave.
Y mi auténtico marido, fue lo que ella no dijo. Seelah volvió ahora a pensar en ese momento mientras se encontraba fuera de la sala. Quince años con el odiado hermano de su amado esposo. Quince años con el hombre que probablemente había convertido a su hijo en huérfano. Deja que el viejo espectro púrpura lo tenga, pensó. Cuando menos viera a Yaru Korsin, mejor.
La conquista de Seelah por parte de Korsin no duró mucho tiempo, una vez que ella lo convenció de que no se iba a encontrar con una daga en las costillas. Era un arreglo aceptable para ambas partes. Consiguiendo su aprobación, el comandante hizo más sólidos sus lazos con los impacientes mineros que transportaba su nave... y arrancaba algo que había pertenecido a su odiado hermano. Ella incluso le dejó pensar que había sido idea de él, aunque ese primer año se mordió los labios hasta hacerse sangre para no hablar.
Por su parte, Seelah ganó poder e influencia en el nuevo orden... beneficios que iban mucho más allá de unas abluciones matutinas adecuadas. El pequeño Jariad crecería en los mejores alojamientos, estuvieran donde estuvieran; primero en la ciudad amurallada nativa de Tahv, más tarde en el complejo de la montaña.
Y tenía un trabajo. La administración del hospital de los Sith parecía una sinecura sin importancia dada la fuerte salud de la gente mimada por los keshiri. Desde luego, nadie más quería el puesto, no con un mundo que conquistar y una fuga interestelar que fraguar. La mayoría de los Sith heridos en sus disputas nunca acudían a un curandero de todas formas.
Pero Seelah llegó a saber más que nadie acerca de los Sith que quedaron atrapados en Kesh, incluyendo al oficial del Presagio encargado originalmente de llevar el listado de la tripulación. Ella sabía quién había nacido, y cuando, y de quién era hijo... y eso era el equilibrio de poder. Los demás ni siquiera se molestaban en prestar atención. Sus ojos estaban aún en el cielo, en escapar. Sólo Korsin parecía entender que podrían estar asentándose en una situación permanente... aunque claramente trabajaba para evitar que nadie excepto Seelah lo sintiera. Ella no entendía por qué había sido tan abierto con ella acerca de eso.
Tal vez la esposa de Yaru Korsin no mereciera esperanza. No importaba. No la necesitaba, en cualquier caso. Ella veía el futuro... ahí, en el patio de reuniones detrás del hospital, cuando lo cruzaba en sus revisiones periódicas. Ahí, la juventud de los Sith se presentaba para verla. O, más bien, para que ella los viera.
-Esta es Ebya T'dell, hija del minero Nafjan y la cadete de puente Kanika. -Orlenda, la esbelta ayudante de Seelah, estaba junto a una niña rosa de rostro severo y leía de un pergamino-. El próximo mes cumplirá ocho años, según nuestras cuentas. Sin enfermedades.
Las manos de Seelah se cerraron formando una V alrededor de la barbilla de la joven niña. Seelah miró a izquierda y derecha, inspeccionando a la niña como si fuera ganado.
-Maxilares altos -dijo, apretando con su dedo índice el rostro de la pequeña. La niña no se quejó-. Conozco a tus padres, niña. ¿Les causas muchos problemas?
-No, Lady Seelah.
-Eso está bien. ¿Y cuál es tu deber?
-Ser como usted, milady.
-No es la respuesta que tenía en mente, pero no puedo quejarme -dijo Seelah, soltando a la niña y volviéndose a Orlenda, su ayudante-. No veo ningún defecto en el cráneo, pero me preocupa su pigmentación -dijo-. Demasiado rubicunda. Comprueba de nuevo la genealogía. Aún podría tener una familia, si elegimos adecuadamente.
Orlenda le propinó una palmadita en el trasero a Ebya T'dell, quien volvió a jugar en el patio exterior, momentáneamente a salvo en la convicción de que su vida no sería un callejón sin salida genético.
Era un asunto importante, pensó Seelah mientras observaba a los niños luchar entre ellos con bastones de madera. Todos los niños que se encontraban allí habían nacido después del aterrizaje forzoso. Aparte de la infusión de juventud a la población Sith, parecía que muy pocas cosas habían cambiado. Todos los colores del espectro de la humanidad estaban representados en la tripulación original del Presagio, y eso continuaba siendo así. Sin embargo, ninguno de los ocasionales emparejamientos con keshiri habían producido descendencia -Seelah daba gracias al lado oscuro por ello- y, por supuesto, estaba el problema de la gente de Ravilan. El número de los humanos de sangre relativamente pura había ido creciendo establemente. Al igual que la pureza de esa sangre.
Ella había velado por ello... con la total aprobación de Korsin. Era sensato. Kesh había matado a los massassi. Si aún no había matado a los humanos, entonces los Sith necesitaban más humanos. Adaptarse o morir, había dicho Korsin.
-Esta semana hay varios niños más en la lista -dijo Orlenda-. ¿Quieres verlos hoy, Seelah?
-No estoy de humor. ¿Hay algo más?
Orlenda enrolló su pergamino e indico a los niños restantes que salieran al patio de ejercicio.
-Bueno -dijo-, necesitamos un nuevo porteador keshiri para el hospital.
-¿Qué pasó con el último, Orlenda? -dijo Seelah con una sonrisita-. ¿Finalmente lo mataste con tus amabilidades?
-No. Está muerto.
-¿El grande? ¿Gosem?
-Gorem -dijo Orlenda con un suspiro-. Sí, murió la semana pasada. Lo enviamos con el equipo de Ravilan a desmontar una de las cubiertas del Presagio, en busca de cualquier cosa de utilidad que pudieran encontrar. Gorem era, bueno, ya recuerdas, tan fuerte...
-Ve al grano.
-Supongo que estuvo moviendo placas pesadas, y allí arriba, debajo de ese techo, hace calor. Se desplomó justo al salir de la nave.
Orlenda chasqueó la lengua con disgusto.
-Hmmm. -Seelah pensaba que los keshiri estaban hechos de una pasta más fuerte. Sin embargo, era una buena oportunidad para burlarse de su lozana amiga-. Supongo que lo inmolaste en una pira funeraria.
-No, lo arrojaron por el precipicio -dijo Orlenda, alisándose el rubio cabello-. Fue aquel día de los fuertes vientos.


Justo antes de que se hiciera de noche, Seelah volvió a encontrarse a Korsin en la plaza. La mujer keshiri se había ido, y Korsin se estaba mirando a sí mismo... o, más bien, a una réplica bastante mala. Los escultores de Tahv acababan de entregar una estatua de cuatro metros de alto, no muy a imagen y semejanza de su salvador, esculpida en un enorme bloque de cristal.
-Es... un primer paso -dijo Korsin, sintiendo su llegada.
-Desde luego.
Seelah pensaba que esa cosa desluciría incluso en los campos de muerte de Ashas Ree. Pero su ayudante keshiri pensaba que era maravillosa. Como mínimo.
-Es completamente estupenda, milady -dijo Tilden-. Algo verdaderamente digno de los Celestiales... quiero decir, los Protectores.
Se corrigió rápidamente en presencia del Gran Señor, pero aún parecía atragantarse con la nueva palabra, tan recientemente añadida a la religión que profesaba desde su nacimiento.
El primo de Ravilan, el cyborg Hestus, había trabajado durante años con otros linguistas del Presagio para sondear las historias orales de los keshiri. Buscaban cualquier pista con la que alguien hubiera dado... alguien que pudiera regresar a Kesh de nuevo, para proporcionarles el modo de escapar. No habían encontrado mucho. Los Neshtovar, los jinetes de uvak que hasta hacía poco habían gobernado el planeta, habían basado su religión de los Celestiales y el antagonista Otrolado sobre relatos anteriores de Protectores y Destructores. Los Destructores volvían periódicamente para asolar Kesh con desastres; los Protectores estaban destinados a acabar con ellos, de una vez por todas. Korsin, ahora en el centro de la fe keshiri, había fingido tener un momento de revelación y había decretado volver a los viejos nombres.
Eso, como muchas otras cosas a lo largo de los años, había sido idea de Seelah. Los Neshtovar se habían considerado a sí mismos como Hijos de los Celestiales. Pero ningún keshiri vivo reclamaba tener parentesco con los lejanos Protectores. Cualquier estatus que los nativos pudieran tener anteriormente había desaparecido. Y ahora, pudo ver Seelah, los keshiri estaban mostrando su respeto con bloques de cristal de ojos saltones.
Será mejor que aprendan a representar mejor nuestras caras antes de que me “respeten” a mí, pensó Seelah.
-No es que tenga mal aspecto -dijo, una vez que Tilden se hubo marchado-. Es que aquí no parece su sirio adecuado.
-¿Pensando otra vez en mudarnos fuera de las montañas? -Korsin sonrió, con las arrugas curtidas por el viento oscureciéndose en las sombras-. Creo que ya abusamos bastante de la paciencia de los keshiri cuando permanecimos en Tahv la primera vez.
-¿Y qué diferencia supone eso?
-Ninguna. -El le tomó la mano, sorprendiéndola-. Escucha, quiero decirte lo mucho que aprecio el trabajo que has estado haciendo en el hospital. Es todo lo que me esperaba... todo lo que sabía que eras capaz de hacer.
-Oh, no creo que sepas todo lo que soy capaz de hacer.
Korsin apartó la mirada y rió.
-Bueno, no sigamos con esto. ¿Estarías más interesada en cenar?
Sus ojos brillaban. Seelah reconoció esa mirada. El hombre era capaz, como siempre, de tener varias cosas en cuenta al mismo tiempo.
Antes de que pudiera responder, un grito sonó sobre ellos. Korsin y Seelah miraron a la torre de vigía. Ningún atacante les amenazaba; los Sith habían purgado el entorno de depredadores años atrás. En cambio, los centinelas simplemente estaban sentados meditando, escuchando en la Fuerza en busca de mensajes de los Sith que viajaban por las lejanas extensiones de tierra.
-Es Ravilan -exclamó un joven centinela de rostro rojo, sólo un niño cuando el Presagio se estrelló-. Algo ha ocurrido en Tetsubal. Algo malo.
Korsin lo miró con rostro grave. Él también podía sentir algo en la Fuerza -algo caótico-, pero no tenía ni idea de qué se trataba. Ese era precisamente el motivo por el que no deberían haber pirateado sus comunicadores personales en un intento de fuga temprano.
Seelah alzó la mirada a la torre.
-¿Acaso... -balbuceó- ...acaso Ravilan se está muriendo?
-No -dijo el heraldo, escuchando a duras penas las palabras de la mujer-. Se están muriendo todos los demás.

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